JULIO
CORTÁZAR, escritor argentino, nacido en Bruselas. Autor de Los reyes (1949);
Bestiario (1951); Final
del juego (1956); Las armas secretas (1959); Los premios (1960);
Historias de cronopios y de famas (1962); Rayuela (1963).
Nos
gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas
antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba
los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y
toda la infancia.
Nos
habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura, pues en
esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por
la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene
las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a
mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos
platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y
silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a
creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos
pretendientes sin mayor motivo, y a mí se me murió María Esther antes que
llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada
idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era
necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra
casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían
con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los
ladrillos; o mejor nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que
fuera demasiado tarde.
Irene
era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se
pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su
dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando
han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así,
tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas
y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un
momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón
de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados
iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía
con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas
para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades
en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero
es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene porque yo no tengo
importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede
releer un libro pero cuando un pulóver está terminado no se puede repetirlo
sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor
lleno de pañoletas blancas, verdes, lilas. Estaban con naftalina, apiladas,
como en una mercería; yo no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba
hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la
plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía
el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole
las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas
en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living, tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada, avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande, si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse, Irene y yo vivíamos siempre en esa parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé, da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de sillas sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo, felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado, y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui
a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del
mate, le dije a Irene:
—Tuve
que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Dejó
caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
—¿Estás
seguro?
Asentí.
—Entonces
—dijo recogiendo las agujas—, tendremos que vivir en este lado.
Yo
cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor.
Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los
primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte
tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por
ejemplo estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par
de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y
creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con
frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún
cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
—No
está aquí.
Pero
también tuvimos ventajas. La limpieza de la casa se simplificó tanto que aun
levantándonos tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y
ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina
y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto:
mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de
noche. Nos alegramos porque siempre resultó molesto tener que abandonar los
dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa
en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene
estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco
perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a
revisar la colección de estampillas de papá y eso me sirvió para matar el
tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus
cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene, que era más cómodo.
A veces Irene decía:
—Fíjate
este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un
rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para
que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y
poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando
Irene soñaba en alta voz, yo me desvelaba enseguida. Nunca pude habituarme a
esa voz de estatua o de papagayo, voz que viene de los sueños y no de la
garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a
veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por
medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos
respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador,
los mutuos y frecuentes insomnios.
Fuera de eso, todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pasábamos más despacio para no molestarlos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es
casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de
acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua.
Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina: tal vez en
la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A
Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin
decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran
de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo
mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No
nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta
la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte
pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos
quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
—¿Tuviste
tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente.
—No,
nada.
Estábamos
con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi
dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como
me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi
brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la
calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré
la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera
robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
Julio
Cortázar.