EUGENIO
GLADSTONE O'NEILL, dramaturgo norteamericano, nacido en Nueva York, en 1888;
muerto en Boston, en 1953. En la Argentina, en Centroamérica, en el mar, llevó
una vida azarosa y aventurera. En 1936 obtuvo el premio Nobel de literatura.
Ha escrito numerosas obras teatrales, entre ellas; Beyond the Horizon (1919);
The Emperor Jones (1920); Anna Christie (1922); The Great God
Brown (1925); Strange lnterlude (1928). Hay traducciones de sus
obras.
Capitán
Isaías Bartlett.
Daniel
Bartlett, su hijo.
Susana
Bartlett, su hija.
Dr.
Higgins.
Silas
Horne,
piloto.
Cates,
contramaestre
de la goleta Mary Allen.
Jimmy
Kanaka, arponero.
(Los
tres últimos no hablan.)
La
escena representa el camarote del capitán Bartlett: un cuarto edificado como un
mirador en lo alto de su casa, situada en una elevación de la costa de
California. El interior del cuarto está arreglado como un camarote de capitán.
A la izquierda, un ojo de buey. En el fondo, a la izquierda, un aparador con un
farol. En el fondo, al centro, una puerta que da a las escaleras que conducen a
la parte baja de la casa. A la derecha de la puerta, contra la pared, una cama
de marino, con una frazada. En la pared de la derecha, cinco ojos de buey.
Exactamente abajo, un banco de madera. Frente al banco una mesa larga, con dos
sillas de respaldo derecho, una enfrente y la otra a la izquierda. En el piso,
una alfombra común de color oscuro. En mitad del techo, una claraboya que se
extiende desde la parte delantera del techo basta la punta izquierda de la mesa.
En la extremidad derecha de la claraboya cuelga una brújula de cámara. La luz
de la bitácora proyecta en el piso la vaga sombra redonda de la brújula de cámara.
La
obra se desarrolla en las primeras horas de una noche clara y ventosa del otoño
de 1900. La luz de la luna movida por el viento, que se queja contra los tercos
ángulos de la vieja casa, se arrastra fatigadamente por los ojos de buey y
descansa como polvo cansado en manchas circulares sobre el piso y la mesa. Una
insistente monotonía de olas que truenan, amortiguada y lejana, sube desde la
playa.
Después
que el telón se levanta, la puerta del fondo se abre lentamente y los hombros y
la cabeza de Daniel Bartlett aparecen sobre el umbral. Echa un vistazo y, viendo
que no hay nadie, asciende los escalones que le faltan y entra. Hace un signo a
alguien que está en la oscuridad, debajo: Suba, nomás, doctor —dice—.
El doctor Higgins lo sigue, y cerrando la puerta, mira con gran curiosidad a
su alrededor. Es un hombre delgado, mediano, de aspecto profesional, de unos
treinta y cinco años. Daniel Bartlett es muy alto, huesudo y desgarbado. Le han
amputado el brazo derecho hasta el hombro y la manga de ese lado cuelga
flojamente o pega contra el cuerpo cuando se mueve. Representa más que los
treinta años que tiene. Los hombros parecen agobiados por la cabeza maciza, con
melena negra y enmarañada. La cara es larga, huesuda y cetrina; con ojos negros
muy hundidos, nariz aguileña, boca de labios finos, ancha, sombreada por un
bigote descuidado y cerdoso. La voz es baja y profunda, de tono penetrante,
hueco, metálico. Usa chaqueta gruesa y pantalones de corderoy metidos en altas
botas cerradas por cordones.
Daniel.
—¿Ve
bien, doctor?
Higgins
(en
el tono demasiado indiferente que delata una incomodidad interior). —Sí...
perfectamente... no se moleste. Brilla tanto la luna...
Daniel.
—Felizmente.
(Caminando despacio hacia la mesa.) Él ya no quiere luz... últimamente...
sólo la que viene de la claraboya.
Higgins.
—¿Él?
Ab... ¿Usted
quiere decir su padre?
Daniel.
—
Qué otro si no?
Higgins
(un
poco asombrado, mirando alrededor; con extrañeza). —¿Supongo
que todo esto quiere parecerse al camarote de un barco?
Daniel.
—Sí,
como le previne.
Higgins
(sorprendido).
—¿Me
previno? ¿Por qué prevenirme? Me parece muy natural... muy interesante este
capricho.
Daniel
(significativamente).
—Interesante,
puede ser.
Higgins.—¿Y
vive aquí arriba, usted me dijo?... ¿Nunca baja?
Daniel.—Nunca...
desde hace tres años. Mi hermana le sube la comida. (Se sienta en la
silla, a la izquierda de la mesa.) Hay un farol en ese aparador, doctor. Tráigalo
y siéntese. Vamos a encender luz. Discúlpeme por haberlo traído a esta
pieza en el techo... pero aquí nadie nos oye; y viendo con sus propios ojos la
vida de loco que lleva... Lo que yo quiero es ponerlo en posesión de todos los
hechos... ¡eso mismo, hechos!... y para eso se necesita luz. Sin luz, hasta los
hechos... aquí arriba... se vuelven sueños... sueños, doctor.
Higgins
(con
una sonrisa de alivio trae el farol). —Es
verdad, esta pieza es medio fantástica...
Daniel
(pasando
por alto esta observación). —Él
no va a notar esta luz. Tiene los ojos demasiado ocupados... allá afuera. (Extiende
el brazo izquierdo en un amplio gesto, hacia el mar.) Y si nota... bueno,
que baje. Tarde o temprano usted tendrá que verlo. (Prende un fósforo y
enciende el farol.)
Higgins.
—¿Dónde
está... él?
Daniel
(señalando
hacia arriba). —Arriba,
en la toldilla. ¡Siéntese, hombre! No va a venir... por ahora.
Higgins
(sentándose
en la punta de la silla frente a la mesa). —¿Al
techo también lo arregló como si fuera un barco?
Daniel.
—Ya
se lo dije. Igual que una cubierta. El timón, la brújula, luz de bitácora, la
escalera de cámara... ahí (la señala), un puente para caminar de
arriba abajo y hacer de vigía. Si el viento no soplara tan fuerte usted lo
sentiría ahora... de arriba abajo... toda la santa noche. (Con una brusca
aspereza.) ¿No le dije que estaba loco?
Higgins
(con
tono profesional). —No
me sorprende. A todos les he oído lo mismo desde que estoy en el hospicio. ¿Usted
dice que sólo camina de noche... ahí arriba?
Daniel.
—Sólo
de noche, sí. (Torvamente.) Las cosas que quiere ver no se pueden ver
a la luz del día... sueños y cosas de esas...
Higgins.
—Pero
¿qué es lo que quiere ver? ¿Alguien lo sabe? ¿Habla de eso?
Daniel
(impaciente).
—¡Todo
el mundo sabe lo que el viejo está esperando! Está esperando el barco.
Higgins.
—¿Qué
barco?
Daniel.
—Su
barco... La Mary Allen... el nombre de mi difunta madre.
Higgins.
—Pero...
no entiendo... ¿El barco se ha retrasado mucho... o qué pasa?
Daniel.
—Se
perdió en un temporal, frente a las islas Célebes, con toda la tripulación...
hace tres años.
Higgins
(maravillado).
—¡Ah!
(Después de una pausa.) Pero a pesar de todo, su padre conserva la
esperanza...
Daniel.
—No
hay esperanza ni nada que conservar. El barco fue avistado con la quilla al
aire, deshecho, por la ballenera John Slocum. Eso fue a las dos semanas
de la tormenta. Mandaron un bote para leer el nombre...
Higgins.
—¿Y su padre nunca supo...?
Daniel.
—Fue
el primero en saberlo, naturalmente. Lo sabe demasiado, si eso es lo que usted
me pregunta. (Se inclina hacia el doctor, intensamente.) Lo sabe, doctor,
lo sabe... pero no quiere creerlo. No puede creerlo... y seguir viviendo.
Higgins
(impaciente).
—Vamos
al grano, Bartlett. Usted no me ha traído aquí para complicar las cosas aun más
¿no es cierto? Veamos los hechos de que me habló. Los necesitaré para
prescribirle un tratamiento adecuado cuando lo tengamos en el hospicio.
Daniel
(baja
ansiosamente la voz). —¿Y
se lo llevará esta noche... con toda seguridad?
Higgins.
—A
los veinte minutos de irme de aquí vuelvo en el coche. Tenga la seguridad.
Daniel.
—¿Y
conoce bien el camino hasta aquí arriba?
Higgins.
—Es
claro que sí... Pero no comprendo por qué...
Daniel.
—Le
dejaremos abierta la puerta de calle. Usted suba, nomás. Mi hermana y yo
estaremos aquí... con él. Usted comprende... ninguno de los dos sabe nada de
esto. Las autoridades han recibido quejas... no de nosotros, acuérdese... pero
de alguien. Que él no sospeche...
Higgins.
—Sí,
sí... pero todavía no... ¿Acaso opondrá resistencia?
Daniel.
—No,
no. Está tranquilo, siempre... demasiado tranquilo, pero podría hacer
algo...
Higgins.
—Cuente
conmigo. No sospechará; pero traeré dos enfermeros para el caso que... (Se
interrumpe y prosigue en un tono llano.) Y ahora... si usted me hace el
favor. Pasemos a los hechos del caso, Bartlett.
Daniel
(moviendo
la cabeza sombríamente). —Hay
casos en que los hechos... Bueno, he aquí los hechos... Mi padre era capitán
de una ballenera, como lo había sido mi abuelo. El último viaje que emprendió
fue hace siete años. Pensaba estar ausente dos años. Cuatro pasaron antes de
que lo viéramos otra vez. Su barco naufragó en el Océano Indico. Él y otros
seis pudieron hacer tierra en un islote del borde del archipiélago: una isla
pelada como el diablo, doctor. Después de siete días de remar en un bote
abierto. Nunca se supo nada del resto de la tripulación... Seguramente se los
comieron los tiburones. De los seis que arribaron a la isla con mi padre, sólo
tres estaban vivos cuando unas canoas malayas los recogieron locos de sed y de
hambre. Esos cuatro hombres legaron, finalmente, a San Francisco. (Con
mucho énfasis.) Eran mi padre; Silas Horne, el piloto; Cates, el
contramaestre, y Jimmy Kanaka, un arponero hawaiano. ¡Esos cuatro! (Con una
risa forzada.) Ahí tiene los hechos. Todos los diarios de la época
refieren la historia de mi padre.
Higgins.
—Pero
¿qué les pasó a los otros tres que estaban en la isla?
Daniel.
—Muertos
de inanición, tal vez. Se enloquecieron y se tiraron al mar, tal vez. Esa es
la historia que contaron. Otra circuló por lo bajo: muertos y comidos, tal
vez. Pero perdidos... desaparecidos... Eso, indudablemente. Así es la cosa. Por
lo demás... ¿quién sabe? ¿Y qué importa?
Higgins
(con
un estremecimiento).—Creo
que importa... y mucho.
Daniel
(ferozmente).
—¡Estamos
frente a los hechos! (Con una carcajada.) Y aquí tiene algunos más. Mi
padre trajo a los tres a esta casa: a Horne, y a Cates, y a Jimmy Kanaka. Casi
no lo reconocimos a mi padre. Había estado en el infierno... y se le notaba.
Tenía el pelo blanco. Pero usted ya verá... pronto. Y los otros... estaban
medio raros, también... locos, si le parece (con otra carcajada). Hasta
aquí, los hechos. Aquí se acaban... y los sueños empiezan.
Higgins
(vacilante).
—Parecería...
que basta con los hechos.
Daniel.
—Espere.
(Prosigue deliberadamente.) Un día, mi padre me mandó a buscar y
delante de los otros me contó el sueño. Yo sería el heredero de su secreto.
El segundo día en la isla, me dijo, descubrieron en un abra el casco perdido de
un prau malayo... Un prau de guerra como los que usaban los piratas. Había
estado pudriéndose ahí... Dios sabe desde cuándo. La tripulación se había
perdido... Dios sabe dónde, porque en la isla no había el menor rastro de
seres humanos. Los kanakas se tiraron desde cubierta... Usted sabe que son unos
verdaderos diablos para andar debajo del agua... y encontraron, en dos cofres (se
inclina para atrás en la silla y sonríe irónicamente:) ¡Adivine, doctor!
Higgins
(le
contesta con otra sonrisa). —Un
tesoro, naturalmente.
Daniel
(inclinándose
hacia adelante, y apuntando el índice acusadoramente, a su interlocutor). —¡Ya
ve! ¡El principio de la credulidad está en usted, también! (Se echa hacia
atrás con una risa ahogada.) Claro que sí. Un tesoro, naturalmente. ¿Qué
otra cosa? Lo sacaron a tierra y... ya puede adivinar lo demás, también... Diamantes,
esmeraldas, alhajas de oro... innumerables, desde luego. ¿A qué limitar el
caudal de los sueños? (Se ríe irónicamente, como de sí mismo.)
Higgins
(profundamente
interesado). —¿Y
después?
Daniel.
—Empezaron
a enloquecerse... hambre, sed y lo demás... y empezaron a olvidarse. Ah, se
olvidaron de un montón de cosas... y quizá fue una suerte. Pero mi padre
comprendió lo que les pasaba y les ordenó que, mientras aún sabían lo que
hacían... adivine otra vez, doctor (ríe irónicamente).
Higgins.
—¿Enterraran
el tesoro?
Daniel
(irónicamente).—Fácil,
¿no es verdad? E hicieron un mapa... el eterno sueño, usted ve... con un palo
tiznado, y mi padre lo guardó. Fueron recogidos completamente locos, como le
dije, por unos malayos. (Abandona el tono burlón, y adopta otra vez uno tranquilo
y deliberado.) Pero el mapa no es un sueño, doctor. Estamos volviendo a
los hechos. (Mete la mano en el bolsillo y saca un papel mal doblado.) Aquí
está. (Lo despliega sobre la mesa.)
Higgins
(estirando
el pescuezo con avidez). —¡Diablo!
Esto es interesante. Supongo que el tesoro se encuentra...
Daniel.
—Donde
está marcada la cruz.
Higgins.—Estas
son las firmas, ¿no? ¿y esa marca?
Daniel.
—Es
de Jimmy Kanaka. No sabía escribir.
Higgins.
—¿Y
debajo? Esa es la suya, ¿no es verdad?
Daniel.
—Como
heredero del secreto. Todos firmamos la mañana que zarpó la goleta Mary
Allen, en busca del tesoro. Mi padre hipotecó la casa para fletarla (se
ríe).
Higgins.
—¿El
barco que está esperando todavía...? ¿El que se perdió hace
tres años?
Daniel.
—La
Mary Allen, sí. Los otros tres hombres partieron con ella. Solamente
mi padre y el piloto, sabían, más o menos, la posición de la isla, y yo...
como heredero. Está (vacila y frunce las cejas)... no importa. Guardaré
el absurdo secreto. Mi padre quería ir con ellos... pero mi madre estaba muriéndose.
Yo tampoco me animé a dejarla.
Higgins.
—Entonces
¿usted también quería ir? ¿Usted creía en el tesoro?
Daniel.
—Por
supuesto (ríe). ¿Qué iba a hacer? Yo creí, hasta la muerte de mamá.
Entonces "él" se enloqueció, se volvió loco del todo. Entonces
construyó este camarote... para esperar... y con el tiempo se fue dando cuenta
de que yo dudaba cada vez más. Entonces, como prueba definitiva, me dio una
cosa que él había guardado a escondidas de todos ellos... Una muestra de lo
mejor del tesoro (ríe). ¡Mire! (Saca del bolsillo un pesado
brazalete con piedras incrustadas y lo tira sobre la mesa, junto al farol.)
Higgins
(tomándolo
con ávida curiosidad; como despecho de sí mismo).—¿Legítimas?
Daniel
(ríe).
—Usted
quiere creer, también. No... vidrio y latón... Baratijas malayas...
Higgins.
—¿Usted
las hizo examinar?
Daniel.
—Sí,
como un tonto. (Guarda el brazalete en el bolsillo y sacude la cabeza como
aliviándose de un peso.) Ahora ya sabe por qué está loco... Esperando ese
barco... y por qué, al fin, he tenido que pedirle que se lo lleve donde estará
bien. La hipoteca... el precio de ese barco... ha vencido. Mi hermana y yo vamos
a tener que mudarnos. No podemos llevarlo con nosotros. Ella está por casarse.
Tal vez lejos de la vista del mar, pueda...
Higgins
(convencionalmente).
—Esperemos
lo mejor. Yo comprendo muy bien su situación. (Se levanta, sonriendo.) Y
le agradezco el interesante relato. Ya sabré cómo adaptarme a él cuando
delire con el tesoro.
Daniel
(sombríamente).
—Siempre
está tranquilo... Demasiado tranquilo. Sólo camina de arriba abajo... vigilando...
Higgins.
—Bueno,
ya tengo que irme. ¿Usted cree que es mejor llevarlo esta noche?
Daniel
(persuasivamente).
—Sí,
doctor. Los vecinos... claro que están lejos... pero, por mi hermana... usted
comprende...
Higgins.
—Ya
veo. Tiene que ser doloroso para ella. Bueno... (Va hasta la puerta, que
Daniel le abre). Volveré luego. (Comienza a bajar.)
Daniel
(urgentemente).
—No
nos falle, doctor. Y suba nomás. Él estará aquí. (Cierra la puerta y
camina en puntas de pie hacia la escalera de cámara. Sube unos cuantos
escalones y se detiene un rato a escuchar algún ruido de arriba. Luego
atraviesa hacia la mesa bajando la mecha del farol y se sienta, el mentón en la
mano, mirando sombríamente hacia adelante. La puerta del fondo se abre con
lentitud y Daniel se levanta de un salto y con una voz espesa de miedo,
dice): ¿Quién anda ahí? (La puerta se abre del todo y aparece Susana
Bartlett. Sube a la pieza y cierra la puerta detrás de ella. Es una mujer alta
y esbelta, de 25 años, con una cara pálida, triste, encuadrada en una masa de
oscuro pelo rojo. El pelo es la única nota de color. Sus labios llenos son pálidos;
el azul de los ojos, grisáceo. La voz es baja y melancólica. Tiene un batán
oscuro y lleva sandalias.)
Susana.
—Soy
yo, nomás. ¿De qué te asustas?
Daniel
(desvía
la mirada y vuelve a caer sobre la silla). —No
es nada. Yo no sabía... creía que estabas en tu pieza.
Susana
(se
acerca a la mesa). —Estaba
leyendo. Oí que alguien bajaba las escaleras y salía. ¿Quién era? (Con un
brusco terror.) ¿No era papá?
Daniel.
—
No. Está arriba... vigilando... como siempre.
Susana
(sentándose,
insistentemente). —¿Quién
era?
Daniel
(evasivamente).
—Un
hombre... un conocido.
Susana.
—¿Qué
hombre? ¿Quién era? Me estás ocultando algo. Dime.
Daniel
(alzando
desafiante la mirada). —Un
médico.
Susana
(alarmada).
—¡Ah!
(Con brusca intuición.) ¡Lo trajiste aquí arriba... para que yo no
supiera!
Daniel
(obstinadamente).
—No.
Lo hice subir para que viera cómo están las cosas, para consultarlo sobre papá.
Susana
(como
asustada de la probable respuesta). —¿Es
uno de esos... del asilo? ¡Oh, Daniel! Espero que no has...
Daniel
(interrumpiéndola
con voz ronca). —¡No,
no! Tranquilízate.
Susana.
—Eso
sería... el último horror.
Daniel
(desafiador).—¿Por
qué? Siempre repites eso. ¿Qué más horrible que las cosas, como ahora están?
Yo creo que sería mejor para él estar lejos... donde no pudiera ver el mar.
Olvidará esa absurda idea de esperar un barco perdido y un tesoro que no existió.
(Como tratando de convencerse, vehemente.) ¡Así lo creo!
Susana
(con
reproche). —No
lo crees, Daniel. Tú sabes muy bien que se morirá si le falta el mar.
Daniel
(amargamente). —Y tú sabes muy bien que el viejo Smith está por
ejecutar la hipoteca. ¿Eso no es nada? No podemos pagar. Ayer vino y habló
conmigo. Sabe que esta casa es ya como suya. Habla como si fuéramos sus
inquilinos, ¡el maldito!, y juró que nos ejecutaría inmediatamente, salvo
que...
Susana
(ansiosamente).
—¿Qué?
Daniel
(con
voz opaca). —Salvo
que a papá se lo lleven.
Susana
(angustiada).—¡Ah!
pero, ¿por qué?, ¿por qué? ¿Qué puede interesarle papá?
Daniel.
—El
valor de la propiedad, nuestra casa, que es suya, de Smith. Los vecinos tienen
miedo. Pasan por el camino de noche volviendo al pueblo, a sus granjas. Lo ven
a él arriba... caminando de arriba abajo... agitando los brazos contra el
cielo; tienen miedo. Hablan de quejarse. Dicen que hay que internarlo, para su
bien. Hasta murmuran que esta casa está embrujada. El viejo Smith teme por su
propiedad. Piensa que él es capaz de incendiar la casa...
Susana
(desesperadamente).
—Pero
le dijiste que eso es una tontería ¿no es verdad? ¿Que papá está tranquilo,
siempre tranquilo?
Daniel.
—A
qué decirles nada... Cuando están convencidos de lo contrario... Cuando
temen. (Susana esconde la cara en sus manos; una pausa.)
Daniel
(susurra
con voz ronca). —Yo
mismo he tenido miedo... a veces.
Susana.
—¡Oh,
Daniel! ¿De
qué?
Daniel
(violentamente).
—De
él, y de ese mar al que está implorando. ¡De ese maldito mar que me impuso
cuando yo era chico... el mar que me robó mi brazo, el mar que hizo de mí esta
cosa rota que soy!
Susana
(rogando).
—No
puedes culparlo a papá... de tu desgracia.
Daniel.
—Me
arrancó de la escuela y me metió en su barco, ¿no es cierto? ¿Qué sería yo
sino un marinero ignorante como él si le hubiera hecho el gusto? No. ¡No es
culpable el mar que burló sus propósitos llevándose mi brazo y luego
tirándome a tierra... otro de sus deshechos!
Susana
(con
sollozo). —Estás
amargado, Daniel... y cruel. Ha pasado ya tanto tiempo. ¿Por qué no tratas de
olvidarlo?
Daniel
(amargamente).—¡Olvidarlo!
¡Es fácil hablar! Cuando Tom vuelva de este viaje te casarás y estarás
libre de todo esto con la vida por delante, mujer de un capitán, como nuestra
madre. Buena suerte.
Susana
(suplicante).—Y
tú vendrás con nosotros, Daniel... y papá también... y entonces...
Daniel.
—¿Vas
a cargar a tu joven marido con un loco y un lisiado? (Ferozmente.) ¡No,
no, yo no! (Vengativamente.) ¡Y él tampoco! (Pasando bruscamente a
un tono significativo, con deliberación.) Tengo que quedarme aquí. Tres
cuartas partes de mi libro están listas... ¡del libro que me libertará!
Pero yo sé, yo siento, tan seguro como que estamos aquí los dos, que debo
terminarlo aquí. No podría vivir para mí fuera de esta casa donde nació. (Mirándola
fijamente.) ¡Aquí me quedaré a pesar del Infierno! (Susana solloza
sin esperanza. Después de una pausa, Daniel continúa:) El viejo Smith me
dijo que yo podía vivir aquí indefinidamente sin pagar, como cuidador... si...
Susana
(temerosamente,
como un eco). —¿Si...?
Daniel
(mirándola,
con voz dura). —Si
yo lo mando donde ya no se perjudique a sí mismo... ni a los demás.
Susana
(horrorizada).
—¡No,
no, Daniel! ¡Por nuestra madre muerta!
Daniel
(luchando).
—¿Dije
que lo había hecho? ¿Por qué me miras así?
Susana.
—¡Daniel,
por nuestra madre!
Daniel
(atemorizado).
—¡Basta!
¡Basta! Está muerta... y en paz. ¿A él entregarías otra vez esa alma
cansada, para que la golpee y la hiera?
Susana.—¡Daniel!...
Daniel
(agarrándose
la garganta, como para estrangular algo dentro de él, roncamente). —¡Susana!
¡Ten piedad! (Su hermana lo mira con un temeroso presentimiento. Daniel se
calma con un esfuerzo y continúa más deliberadamente.) Smith dijo que me
dará dos mil al contado, si le vendo la casa, y que me dejará sin pagar
alquiler, como cuidador.
Susana
(con
desprecio). —¡Dos
mil! Cómo, si además, de la hipoteca vale...
Daniel.
—No
es lo que vale. Pero es lo que puedo conseguir al contado, para mi libro...
¡para la libertad!
Susana.
—¡Por
eso quiere que a papá se lo lleven, el muy canalla! Debe conocer el testamento
que hizo papá...
Daniel.
—Me
deja la casa. Sí, lo sabe, yo se lo dije.
Susana
(opacamente).
—¡Ah,
qué viles son los hombres!
Daniel
(persuasivamente).
—Si
se hiciera... si se hiciera, te digo... la mitad del dinero sería para ti, para
tu dote. Es justo.
Susana
(horrorizada).
—¡Los
dineros de Judas! ¿Crees que podría tocarlos?
Daniel
(persuasivamente).
—Sería
lo justo. Yo te lo daría.
Susana.
—¡Dios
mío, Daniel! ¿Estás tratando de sobornarme?
Daniel.
—No.
Te corresponde. (Con una sonrisa torcida.) Te olvidas que soy el heredero
del tesoro, también, y puedo permitirme el lujo de ser generoso... (Se ríe.)
Susana
(alarmada).
—¡Daniel!
Estás raro. Estás enfermo, Daniel. No hablarías así si estuvieras bien. ¡Ah,
tenemos que alejarnos de aquí, tú, papá y yo! Que Smith nos ejecute. Algo nos
quedará después de liquidar la hipoteca; y nos mudaremos a otra casita...
cerca de mar para que papá...
Daniel
(ferozmente).
—Pueda
seguir su descabellado juego conmigo, murmurándome sueños en el oído, señalando
el mar, burlándose de mí con baratijas como esta. (Saca el brazalete del
bolsillo. La vista del brazalete le enfurece; lo tira a un rincón, exclamando
con una voz terrible:) ¡No, no! ¡Ya es demasiado tarde para soñar ¡Demasiado
tarde! ¡Esta noche he dejado atrás los sueños... para siempre!
Susana
(lo
mira y bruscamente comprende que lo temido por ella ha sucedido al fin:
dejando caer la cabeza en los brazos estirados, con una larga queja). —¡Entonces
ya lo hiciste! ¡Lo has vendido! ¡Daniel, estás maldito!
Daniel
(con
un vistazo aterrorizado al techo). —¡Ssh!
¿Qué estás diciendo? Él estará mejor... lejos del mar.
Susana
(opacamente).
—Lo
has vendido.
Daniel
(agitado).
—¡No!
¡No! (Saca el mapa del bolsillo.) ¡Oye, Susana! Por Dios, ¡óyeme!
Mira. ¡El mapa de la isla! (Lo despliega sobre la mesa.) Y el
tesoro... donde está marcada la cruz. (Se atraganta y sus palabras son
incoherentes.) Hace años que lo llevo conmigo. ¿No es eso nada? No sabes
lo que significa. Se interpone entre mi libro y yo. Se ha interpuesto entre la
vida y yo... ¡volviéndome loco! Él me enseñó a aguardar y a esperar con él...
aguardar y esperar... día tras día. Hizo que yo dudara de mi cerebro y que no
creyera a mis ojos... ¡Cuando la esperanza murió... cuando yo supe que todo
era un sueño... no pude matarla dentro de mí! (Con los ojos salidos de
las órbitas.) ¡Dios me perdone, si sigo creyendo todavía! Y eso es una
locura... una locura, ¿entiendes?
Susana
(mirándolo
con horror).—¡Y
por eso... lo odias!
Daniel.
—No,
no lo odio... (En un brusco arrebato.) Sí, ¡lo odio! Me ha robado el
cerebro. Tengo que librarme, entiendes, de él y de su locura.
Susana
(aterrorizada,
suplicando). —¡Daniel!
¡No! Hablas como si...
Daniel.
—¿Como
si estuviera loco? Tienes razón, pero ya no lo estaré más. ¡Fíjate! (Abre
el farol y prende fuego el mapa. Cuando vuelve a cenar la linterna, ésta
vacila, se apaga. Mira fascinado quemarse el papel, mientras habla.) Fíjate
cómo me libro y dejo de estar loco. Y ahora a los hechos, como dijo el doctor.
Lo que te dije de él era mentira. Era un médico del asilo. ¡Fíjate cómo
arde! ¡ Hay que arrasarla bien!... esta venenosa locura. Sí, yo te mentí... fíjate...
ya se acabó... la última chispa... y el otro igual que había es el que Silas
Horne llevó consigo al fondo del mar. (Deja que la ceniza caiga al suelo y
la aplasta con el pie.) ¡Se acabó! Estoy libre... ¡al fin! (Tiene la
cara muy pálida pero sigue con tranquilidad.) Sí, lo vendí, si quieres...
para salvar mi alma. Ahora vienen del asilo para llevárselo. (Hay un grito
fuerte, ahogado, desde arriba: ¡Barco a la vista! y un ruido de pasos. Se
entreabre la trampa de acceso a la escala de cámara. Una corriente de aire
atraviesa la habitación. Daniel y Susana se incorporan bruscamente y se
quedan como petrificados. El capitán Bartlett baja pesadamente las escaleras.)
Daniel
(con
un estremecimiento). —¡Dios
mío! ¿Habrá oído?
Susana
(se
lleva un dedo a los labios). —¡Chiist!...
(Entra
el capitán Bartlett. Se parece
muchísimo a su hijo, pero la cara es más severa y más formidable, la figura más
robusta, erguida y muscular. Tiene una melena canosa, un bigote cerdoso, blanco,
contrastando con el color del cuero curtido de la cara arrugada. Pobladas cejas
grises sombrean la obsesa mirada de los feroces ojos oscuros. Usa un pesado saco
azul cruzado, pantalones de la misma tela y botas de goma hasta la rodilla.)
Bartlett
(en
un estado de loco entusiasmo, avanza hacia su hijo y lo señala con un dedo
acusador. Daniel retrocede un paso). —¿Creyéndome
loco, eh? ¿Loco desde hace tres años, eh? Desde que esos imbéciles del Slocum
propalaron la mentira del naufragio del Mary Allen.
Daniel
(ahogándose,
tartamudeando). —No,
padre, yo...
Bartlett.
—¡No
mientas! Tú, a quien yo había hecho heredero, tratando de hacerme a un lado.
¡Tratando de arrumbarme detrás de las rejas de la cárcel para los locos!
Susana.
—Papá,
¡no!
Bartlett
(ordenándoles
que se callen, con un amplio ademán). —Tú
no, muchacha, tú eres como tu madre...
Daniel.
—Papá,
¿puedes creer que yo?...
Bartlett
(triunfalmente).
—¡Veo
en tus ojos que mientes! ¡Me he estado fijando en ellos! ¡Maldito seas!
Susana.
—Papá,
¡no!
Bartlett.
—Déjame
hacer, muchacha. Él creía, ¿no es cierto? ¿Y no es un traidor... riéndose
de mí, y diciendo que todo es mentira, riéndose de él mismo, también, por
creer en los sueños, como él los llama?
Daniel
(conciliadoramente).
—Estás
equivocado, papá. Yo creo.
Bartlett
(triunfante).
—¡Ah!
¡Ahora crees! ¿Quién no le va a creer a sus propios ojos?
Daniel
(perplejo).
—¿Ojos?
Bartlett.
—¿No
la has visto, entonces? ¿No oíste cuando la avisté?
Daniel
(confundido).
—Oí
un grito. Pero avistar, ¿qué...? Ver, ¿qué?...
Bartlett
(severamente).—Ese
es tu castigo Judas... (Desahogándose.) La Mary Allen, ciego,
imbécil, que ha vuelto de los mares del Sur... ¡que ha vuelto como yo juré
que volvería!
Susana
(tratando
de apaciguarlo). —Papá,
tranquilízate, no es nada.
Bartlett
(no
haciéndole caso, con los ojos fijos hipnóticamente en los del hijo). —Dobló
el cabo hará media hora... la Mary Allen... cargada de oro, como yo juré
que estaría... con todas las velas desplegadas... sin una avería, llegando a
destino, como yo juré que llegaría... ¡demasiado tarde para traidores,
muchacho, demasiado tarde!... soltando el ancla justo cuando la avisté.
Daniel
(con
una mirada rara en los ojos que están fijos en los del padre). —¡La
Mary Allen! Pero, ¿cómo sabes?
Bartlett.—¡No
he de conocer a mi propio barco! ¡Tú eres el loco!
Daniel.
—Pero
de noche... alguna otra goleta...
Bartlett.
—¡No
es otra, te digo! La Mary Allen... patente a la luz de la luna. Y oye
esto ¿recuerdas la señal que combinamos con Silas Horne, si llegaba de noche?
Daniel
(lentamente).
—Una
luz colorada y verde en la punta del palo mayor.
Bartlett
(triunfalmente).
—¡Entonces,
asómate, si te animas! (Se acerca al ojo de buey.) De aquí lo
puedes ver claro. (Ordenándole.) ¿Vas a creer a tus ojos? Mira... ¡y
llámame loco después! (Daniel mira por el ojo de buey y vuelve asombrado,
como alelado.)
Daniel
(lentamente).
—Una
luz verde y colorada en el palo mayor. Sí... Claro como el día.
Susana
(con
una mirada de preocupación). —Déjenme
ver. (Se acerca al ojo de buey.)
Bartlett
(a
su hijo, con feroz satisfacción). —¡Ah!
ahora ves claro... pero ya es demasiado tarde para ti. (Daniel lo mira como
poseído.) Y desde arriba los vi bien a Horne, y a Cates, y a Jimmy Kanaka.
Estaban en la cubierta, a la luz de la luna, mirándome. ¡Ven!
(Avanza
hacia la escala de cámara seguido por Daniel.
Suben los dos. Susana vuelve
del ojo de buey, perpleja y asustada. Mueve tristemente la cabeza. Arriba la voz
de Bartlett grita: ¡Mary
Allen, hooo! seguido como un eco por el mismo grito de Daniel.
Susana se cubre el rostro con las manos, temblando. Daniel
baja por la escala de cámara, con los ojos enloquecidos y victoriosos.)
Susana
(entrecortadamente).
—Está
muy mal esta noche, Daniel. Hiciste bien en seguirle la corriente. Es lo mejor.
Daniel
(furioso).
—¿Seguirle
la corriente? ¿Qué diablos quieres decir con eso?
Susana
(señalando
el ojo de buey). —No
hay nada allí, Daniel. No hay ningún barco anclado.
Daniel.
—¡Estás
loca... o ciega! La Mary Allen esta ahí a la vista de cualquiera, con
las señales colorada y verde. Esos imbéciles mintieron al decir que había naufragado.
Y yo he sido un imbécil también.
Susana.
—Pero,
Daniel, si no hay nada. (Va otra vez al ojo de buey.) Ningún barco. Fíjate.
Daniel.
—Lo
he visto, te digo! Desde arriba se ve bien. (La deja y vuelve a su asiento,
junto a la mesa. Susana lo sigue, suplicando atemorizada.)
Susana.
—¡Daniel!
No tienes que dejarte... Estás nervioso y temblando, Daniel. (Le pone una
mano tranquilizadora en la frente.)
Daniel
(rechazándola
ásperamente). —Ciega,
imbécil.
(Bartlett
vuelve
a la habitación. Su cara está transfigurada con el éxtasis de un sueño que
se ha cumplido.)
Bartlett.
—Están
arreando un bote... los tres... Horne y Cates y Jimmy Kanaka. Están remando
hacia la orilla. Oigo el ruido de los remos. ¡Oigan! (Una pausa.)
Daniel
(exaltado).
—¡Ya
oigo!
Susana
(que
se ha sentado junto a su hermano; con cauteloso murmullo). —Es
el viento y el mar lo que oyes, Daniel. ¡Por favor!
Bartlett
(bruscamente).
—¡Oigan!
Han desembarcado. Han vuelto como yo juré que iban a volver. Estarán
subiendo ahora por el sendero.
(Se
queda en una actitud de rígida atención. Daniel
se estira hacia adelante en la silla. El sonido del viento y del mar
cesan de golpe, y hay un grave silencio. Un denso resplandor verde inunda
lentamente la habitación, semejante a un líquido de rítmicas oleadas, como
de grandes profundidades del mar, apenas penetradas de luz.)
Daniel
(agarrando
la mano de su hermana, ahogándose). —¡Fíjate
cómo cambia la luz! ¡Verde y oro! (Se
estremece.)
¡Muy
al fondo del mar! ¡Hace años que estoy ahogado! ¡Sálvame! ¡Sálvame!
Susana
(palmeándole
la mano, para tranquilizarlo). —No
es más que la luz de la luna, Daniel. No ha cambiado nada. Tranquilízate,
hermano, no es nada.
(La
luz verde se intensifica, más y más.)
Bartlett
(con
un canturreo monótono). —Se
mueven lentamente... lentamente. Son pesadísimos... los dos cofres. ¡Oigan!
Están abajo, en la puerta, ¿oyen?
Daniel
(poniéndose
bruscamente de pie). —¡Oigo!
Dejé la puerta abierta.
Bartlett.—¿Para
ellos?
Daniel.
—Para
ellos.
Susana
(estremeciéndose).—¡Chiist!
(El ruido de una puerta golpeada se oye desde abajo.)
Daniel
(a
su hermana). —Ahí
tienes. ¿Oíste?
Susana.
—Una
persiana que se golpea con el viento.
Daniel.
—No
hay viento.
Bartlett.
—¡Ya
suben! ¡Fuerza, muchachos! ¡Son pesadísimos... pesadísimos! (El chapoteo
de pies descalzos suena abajo, después sube las escaleras.)
Daniel.
—¿Los
oyes, ahora?
Susana.
—Son
las ratas. No es nada, Daniel.
Bartlett
(abalanzándose
a la puerta y abriéndola de par en par). —Entren
muchachos, entren... ¡Dios los bendiga... están de vuelta!
(Las
formas de Silas Horne, Cates y Jimmy Kanaka emergen sin ruido en la pieza, desde
las escaleras. Los dos últimos llevan pesados cofres con incrustaciones.
Horne es un viejo esquinado, de nariz de loro, con pantalones grises de algodón
y una camiseta abierta sobre el pecho peludo. Jimmy es un malayo alto, nervudo,
bronceado y joven. No usa más que un taparrabos. Cates es bajo, gordo, y viste
pantalones de tela ordinaria y una chaqueta blanca, de marinero, manchada de
herrumbre. Todos están descalzos. Chorrea agua de sus ropas podridas y
empapadas. Sus cabellos están enmarañados, entretejidos con algas viscosas.
Sus ojos, mientras se desplazan silenciosamente en el cuarto, están muy
abiertos, pero como si no vieran nada. Su carne, a la luz verde, sugiere la putrefacción.
Sus cuerpos se hamacan flojamente, desganadamente, rítmicamente, como si
siguieran el movimiento de las grandes corrientes submarinas.)
Daniel
(adelantando
un paso hacia ellos). —Mira.
(Frenéticamente.) ¡Bienvenidos, muchachos!
Susana
(tomándole
del brazo). —Siéntate,
Daniel. Si no es nada. No hay nadie aquí. Papá, ¡siéntate!
Bartlett
(sonriendo,
burlonamente y poniéndose un dedo sobre los labios). —Aquí
no, muchachos, aquí no... no delante de él. (Señala al hijo.) No tiene
derecho, ahora. Vengan. El tesoro es para nosotros. Nos iremos los tres con él.
Vengan. (Va hacia la escala de cámara. Los tres lo siguen. Al pie de la
escala Horne pone su ondulante mano en el hombro de Bartlett, y con la otra le
tiende un pedazo de papel. Bartlett lo toma y ríe triunfalmente.) Bien
hecho... para él... ¡Bien hecho! (Sale. Las figuras lo siguen hamacándose
rítmicamente.)
Daniel
(con
frenesí). —Espérenme.
(Se lanza hacia la escala.)
Susana
(tratando
de sujetarlo). —¡Daniel,
no! (La rechaza y sube por la escalera. Golpea contra la trampa, que parece
haber sido cerrada para mantenerlo abajo.)
Susana
(histéricamente,
corre enloquecida hacia la puerta del fondo). —¡Socorro!
¡Socorro!
(Al
acercarse a la puerta, aparece el doctor Higgins,
subiendo apresurado por la escalera.)
Higgins
(nervioso).
—Un
momento, señorita. ¿Qué sucede?
Susana
(con
dificultad). —¡Mi
padre... allá arriba!
Higgins.
—No
veo... ¿dónde está mi linterna? ¡Ah! (Proyecta su luz sobre la cara
aterrorizada de Susana, luego por todo el cuarto. El resplandor verde
desaparece. Se oyen otra vez el viento y el mar. Entra la clara luz de la luna
por los ojos de buey. Higgins se precipita por la escala de cámara. Daniel
sigue golpeando la parte baja de la trampa.) A ver, Bartlett. Déjeme probar
a mí.
Daniel
(baja
mirando opacamente al doctor). —La
han cerrado. No puedo subir.
Higgins
(mira
para arriba, la voz asombrada). —¿Qué
le pasa, Bartlett? Está abierta. (Empieza a subir.)
Daniel
(como
previniéndose). —¡Cuidado,
hombre! ¡Cuidado con ellos!
Higgins
(desde
arriba). —¿Ellos?
¿Quiénes? No hay nadie aquí. (De pronto alarmado.) Vengan. ¡Ayúdenme
un poco! ¡Se ha desmayado!
(Daniel
sube
lentamente. Susana atraviesa la
escena y enciende el farol, con el que vuelve al pie de la escala de cámara.
Hay ruido de forcejeo, arriba. Reaparecen trayendo el cuerpo del capitán Bartlett.)
Higgins.
—¡Con
cuidado! (Lo acuestan en la cama del fondo. Susana pone el farol en el suelo,
junto a la cama. Higgins se inclina para auscultarlo. Se levanta, después,
moviendo la cabeza.) Siento...
Susana
(opacamente).
—¿Muerto?
Higgins
(asintiendo).
—A
mi juicio le falló el corazón. (Tratando de consolarla.) Quizá es
mejor así, ya que...
Daniel
(como
en una visión). —Horne
le entregó algo. ¿Usted lo vio?
Susana
(retorciéndose
las manos). —Oh,
Daniel, estáte quieto. Se ha muerto. (A Higgins, con lamentable súplica.)
Haga el favor, váyase... váyase...
Higgins.
—¿No
puedo serles útil en algo?
Susana.
—Váyase...
por favor... (Higgins saluda fríamente y se va. Daniel se va acercando al
cuerpo de su padre como atraído por una irresistible fascinación.)
Daniel.
—¿No
viste? Horne le entregó algo.
Susana
(sollozando).
—¡Daniel!
¡Daniel! ¡Déjalo! ¡No lo toques, Daniel! ¡Déjalo!
(Pero el hermano no le hace caso. Sigue mirando la mano derecha de su padre, que cuelga a un costado de la cama. Se abalanza sobre ella y abriendo con mucho esfuerzo los dedos rígidos se apodera de una pelotita de papel.)
Daniel
(agitándola
sobre su cabeza con un grito de triunfo). —Mira.
(Se inclina y la despliega a la luz del farol.) ¡El mapa de la isla! ¡Fíjate!
¡No lo he perdido al fin! ¡Queda todavía una oportunidad... mi oportunidad! (Con
grave decisión insensata.) ¡Cuando hayamos vendido la casa iré... y lo
encontraré! ¡Fíjate! ¡Fíjate!, está escrito de su puño y letra:
"El tesoro está sepultado donde está marcada la cruz."
Susana
(tapándose
la cara con las manos). —¡Dios
mío! ¡Dios mío! Vamos, Daniel. ¡Vámonos!
Eugene
O´Neill:
The Moon of the Caribees (1923).