Carlos
Peralta, escritor
argentino. Autor de un libro satírico Manual del gorila; otro de
ensayos, en preparación. Ha sido secretario de redacción o director de varias
revistas, colaborando en ellas y en otras publicaciones. Firma su trabajo en sátira
y humorismo con el seudónimo Carlos del Peral. Ha hecho numerosas
traducciones y trabaja actualmente en libros cinematográficos.
Entre don Pedro el carnicero y yo sólo cabían, por el momento, unas relaciones bastante restringidas. Nuestras vidas eran muy distintas. Para él, existir era cercenar infatigablemente animales en la fétida frescura de ¡a carnicería; para mí, arrancar numerosas hojas de un bloc barato y ponerlas en la máquina de escribir. Casi todos nuestros actos diarios se sujetaban a un ritual distinto. Yo lo visitaba para pagarle mi cuenta, pero no asistía a la fiesta de compromiso de su hija, por ejemplo. Tampoco habría tenido inconveniente alguno en hacerlo, llegado el caso. Sin embargo, lo que más me interesaba no eran las actitudes privadas que yo pudiera tomar sino la búsqueda en general del estrechamiento de las relaciones entre los hombres, de un mayor intercambio entre esos rituales.
Estos
pensamientos me ocupaban distraídamente cuando advertí que el dependiente salía
llevando a duras penas una canasta con un cuarto de res.
—¿Eso
será para el restaurante de la vuelta? —pregunté.
—No.
Es para ahí enfrente, el 4° B.
—Tendrán
"frigidaire" —dijo un fantasma verbal femenino que se apoderó de
mí.
—Todos
los días llevan lo mismo—contestó don Pedro.
—No
me diga. ¿Comen todo eso?
—Y
si no se lo comen, peor para ellos, ¿no le parece? —dijo el carnicero.
Enseguida
me enteré de que en el 4° B vivía un matrimonio solo. El hombre era bajito
y "de marrón". La mujer debía de ser muy perezosa, porque siempre
recibía al dependiente desaliñada. Aparte de eso y del cuarto de res, que por
lo visto era su único vicio, eran gente ordenada. Nunca volvían a su casa
después del anochecer, a eso de las ocho en verano y a las cinco en invierno.
Una vez, le había contado el portero a don Pedro, habían debido celebrar una
fiesta muy ruidosa, porque dos vecinos se quejaron. Parecía que un gracioso
había estado imitando voces de animales.
—¡Shh!
—dijo don Pedro llevando a los labios un trágico dedo manchado de sangre.
Entró un hombre de marrón: indudablemente, el mismo que consumía dos vacas
semanales o por lo menos una, si una digna consorte lo ayudaba. Apresurado, no
me vio. Sacó la cartera y empezó a contar billetes grandes, muy nuevos.
—Cuatro
mil —dijo—. Seiscientos... dos. Aquí tiene.
—Hola,
Carracido —le dije—. ¿Se acuerda de mí? —Lo había conocido años antes.
Era abogado.— Parece que somos vecinos.
—¿Qué
dice, Peralta? ¿Cómo le va? ¿Vive cerca? —preguntó con su vieja
cordialidad administrativa.
—Al
lado de su casa. A usted le va bien, por lo visto. ¿Comiendo mucho, no?
—No
—dijo—. Yo con cualquier cosita me arreglo. Y además,
usted comprende, el hígado.
—¿Y
entonces, cómo...?
—Ah,
¿usted dice por la carne? No, eso es otra cosa. —Pareció ensombrecerse y
luego profirió una especie de risa falsa, parecida a la tos. —Tengo mucho que
hacer. Adiós, amigo. Véngase una tardecita, temprano, un sábado, o un
domingo, a casa. Yo vivo ahí en el 860, 4° B. —Vaciló.— Sabe, me gustaría
charlar con usted. —Juraría que hubo en su voz un elemento suplicante, que
me intrigó.
—Voy
a ir —le contesté—. Hasta el sábado.
Don
Pedro lo siguió con la mirada.
—Vaya
a saber qué le ocurre —dijo—. Cada familia es un mundo.
Años
pasan sin que uno vea algún antiguo compañero del colegio, de la
universidad, de un lugar donde ha trabajado: ese día me encontré con dos.
Primero Carracido, después Gómez Campbell. Con el último fui a tomar el café
en el Boston, y le conté que había visto a Carracido. Lo recordó y no le gustó
el recuerdo: era evidente.
—No
me gusta ese tipo —dijo después—. Es un bicho lleno de líos y de vueltas.
—A
mí me parece inofensivo —comenté.
Calló
mientras el mozo servía el café.
—Yo
lo conocí hace muchos años —dijo—. Antes de entrar en el Ministerio estaba
en el Banco de Créditos. Ya se había casado. Fíjese que tuve que denunciarlo
porque se había llevado un montón de dinero a las carreras. Casi lo echan,
pero era amigo del gerente y pudo devolver lo que faltaba y se salvó.
Después lo nombraron asesor en el Ministerio: pelechó el hombre. También,
creo, recibió una herencia.
Este
Gómez Campbell, todavía no lo he dicho, era bastante canalla.
—Yo,
palabra —siguió Gómez—, me alegré y fui a felicitarlo. ¿Sabe lo que me
dijo? "Cállese, hipócrita”, así me calificó. A mí, que iba el
primero a saludarlo, con los brazos abiertos, con la mayor estima. Y eso no
puede ser. El hombre tiene que saber olvidar las rencillas y las pequeñeces.
Y si no sabe, como este Carracido, más tarde o más temprano lo castigan.
—Hizo una pausa para recalcar la severidad de su admonición.—Por él
conseguí el puesto, después de mucho andar. Y ahora, sabe, creo que le va mal
con la mujer. Ella anda por su lado y él por el suyo. Se ve que es demasiado
linda y le queda grande; y como la herencia era del suegro, un montón de casas,
se la tiene que aguantar.
La
orquesta destruía alegremente un valsecito.
—Por
mí, que reviente —concedió Gómez Campbell—. Y vea lo que son las cosas:
ha andado haciendo papelones con todas las empleadas del Ministerio. La mujer
no le llevará el apunte, claro.
Pronto
nos despedimos. Enseguida se agotó ese encuentro fortuito sostenido por el
vilipendio y la curiosidad. Gómez Campbell me dio la mano fríamente y se
perdió en Florida. Cada vez me resultaba más apasionante Carracido, gran
carnívoro, don Juan, casado con mujer hermosa y presumiblemente infiel,
bastante carrerista y algo ladrón. La verdad, nunca conocemos a nadie.
El
sábado pensé ir temprano, pero no pude. Me había propuesto terminar un cuento
que debía entregar el lunes (tal vez este mismo) y no lo logré. Me bañé, me
cambié de ropa, me sentí un poco frustrado y fui hasta el 860, 4° B. Eran las
siete y media. Carracido me recibió muy correcto, pero un poco inquieto,
abriendo la puerta muy gradualmente.
—Hola
—dijo—. No lo esperaba. Se le ha hecho un poco tarde.
—Hombre,
si tiene otra cosa que hacer, lo dejamos para mañana o pasado.
—No
—dijo con genuina cordialidad—. No, pase. Un segundo; que llamo a mi mujer.
Los
muebles eran de diversos estilos, pero no se acomodaban con mal gusto. Lo único
chocante era el quillango que cubría el diván, rasgado a lo largo como con
un cuchillo y casi partido en dos. Por otra parte, las patas del diván estaban
demasiado abiertas hacia afuera. Acaricié el quillango y lo dejé al oír la
voz de Carracido.
—Esta
es Rani —dijo.
La
miré fascinado. Todo lo que diga será poco. No sé, no creo haber visto nunca
una mujer más hermosa, unos ojos verdes más intensos, un andar más ponderable
y delicado. Me levanté y le di la mano, sin dejar de mirarla en los ojos. Bajó
levemente los párpados y se sentó a mi lado en el diván, silenciosa,
sonriente, con una fácil gracia felina. Haciendo un esfuerzo aparté de ella la
vista y miré hacia la ventana, pero sin dejar de recordar esas piernas que se
movían con la suavidad y el empuje de las olas. Afuera, sólo manchaba el azul
blando del atardecer de Buenos Aires una rápida nube que en ese preciso
instante pasaba del cobrizo al morado. Un ruido incongruente me distrajo:
Carracido tamborileaba con las uñas sobre la mesa a la velocidad de un tren
expreso. Lo miré y se detuvo.
—Rani,
ya debe estar listo tu baño —dijo.
—Sí,
querido —respondió ella amorosamente, estirando la mano, cerrada y apretada,
sobre el quillango.
—Rani
—insistió Carracido.
"Orden
tácita", pensé. "Está celoso; quiere que se vaya."
La
mujer se levantó y desapareció por una puerta. Antes dio vuelta la cabeza y me
miró.
—Podríamos
ir a tomar un trago al bar —sugirió Carracido. Me dio rabia y le dije:
—Lástima.
Se está bien aquí. Preferiría quedarme, si no le molesta.
Vaciló,
pero su cordialidad volvió y también ese aire desaplica que yo había visto
antes, esa vocación de perro.
—Bueno,
sí —dijo—. Tal vez, después de todo, sea mejor. Sabe Dios lo que es mejor.
—Fue hasta el aparador, trajo una botella y dos vasos. Antes de sentarse,
miró el reloj.
"Gómez
Campbell tiene razón", me dije. "Éste debe sobrellevar los caprichos
de la señora con más naturalidad que un buey.”
Y
en ese momento empezó el ronroneo. Primero lento, bajo, profundo; después, más
violento. Era un ronroneo, pero ¡qué ronroneo! Me parecía tener la cabeza
dentro de una colmena. Y no podía haberme mareado con una copa.
—No
es nada —dijo solícitamente Carracido—. Después pasa.
El
ronroneo partía de las habitaciones interiores. Lo siguió un estallido sonoro
que me puso en pie instantáneamente.
—¿Qué
fue eso? —grité, avanzando hacia la puerta.
—Nada,
nada —respondió él con firmeza, poniéndose en el paso.
No
le contesté; lo aparté con tal violencia que cayó hacia un lado, sobre un
sillón.
—¡No
grite! —dijo estólidamente. Y después—: ¡No se asuste! —Yo ya había
abierto la puerta. Al principio no vi nada; luego, una forma sinuosa se me acercó
en la oscuridad.
Era
un tigre. Un enorme tigre, totalmente fuera de lugar, rayado, pavoroso y
avanzando. Retrocedí; como en un sueño, sentí que Carracido me tomaba del
brazo. Volví a empujarlo, esta vez hacia adelante, llegué a la puerta de
entrada, abrí y me metí en el ascensor. El tigre se detuvo delante de mí. Tenía
en el lustroso cuello el collar de amatistas de Rani. Me cubrí los ojos para no
ver sus ojos verdes, y apreté el botón.
El
tigre me siguió por la escalera, a grandes saltos. Volví a subir y él subió.
Bajé, y esta vez se cansó del juego; lanzó un triunfante resoplido y salió a
la calle. Volví al departamento.
—¿Por
qué no me hizo caso? —dijo Carracido—. ¡Ahora se ha ido, imbécil! —Se
sirvió un vaso lleno de whisky y lo bebió de un trago. Lo imité. Carracido
apoyó la cabeza en sus brazos y sollozó.
—Yo
soy un hombre tranquilo —hipó—. Me casé con Rani sin soñar que de noche
se convertía en tigre.
Se
disculpaba. Era increíble pero se disculpaba.
—No
sabe usted lo que fueron los primeros tiempos, cuando vivíamos en las
afueras... —empezó, como cualquiera que cuenta una confidencia.
—¡Qué
me importa dónde vivieron! —exclamé exasperado—. Hay que llamar a la
policía, al zoológico, al circo. ¡No
se puede dejar un tigre suelto en la calle!
—No,
pierda cuidado. Mi señora no hace daño a nadie. A veces asusta un poco a la
gente. No se queje —agregó ya un poco borracho—; yo le dije a usted que
viniera temprano. Y lo peor es que no sé qué hacer; el mes pasado tuve que
malvender un terreno para pagarle al carnicero...
Bebió
como una bestia dos o tres vasos seguidos.
—Dicen
que hay un hindú, aquí en Buenos Aires... un mago... lo voy a ver uno de estos
días; tal vez pueda hacer algo.
Calló
y siguió sollozando suavemente.
Fumé
un rato largo. Imaginé, qué pesadilla, algunas escenas habituales de su vida.
Rani desvencijando el diván, porque ningún retozo le estaba permitido. Rani
devorando la carne cruda en algún momento de la noche, o deslizando su largo
cuerpo entre el mobiliario. Y Carracido, allí, mirándola... ¿cuándo dormiría?
—Bumburumbum
—dijo Carracido, definitivamente borracho. Dejó caer la cabeza al costado,
inerte, como una cosa. Paulatinamente, un tranquilo ronquido reemplazó su
llanto. Por fin había vuelto al mundo sencillo de los oficios, los escritos,
los expedientes. Debajo del sillón había un huesito.
Me
quedé hasta que llegó el día. Yo también debí dormir. A eso de las siete
tocaron el timbre. Abrí; era Rani. Venta despeinada, con la ropa en desorden,
las uñas sucias. Parecía confusa y avergonzada. Volví la cabeza para no
herirla, la dejé entrar, salí y me fui. Tenía razón don Pedro: cada familia
es un mundo.
Después
me mudé de barrio. Muchos meses más tarde, es curioso cómo se encadenan las
cosas que uno, para no desesperar, cree casuales, volví a encontrarme con Gómez
Campbell, una noche, en un bar de Rivadavia al cinco mil, frente a la plaza. Le
conté la historia: tal vez él me creyó loco, y cambió el tema. Salimos, caminando
en silencio por la plaza, y lo vimos a Carracido con un perrazo enorme. Un perro
grande, verdad, pero manso y tranquilo, con un collar de amatistas. Juraría que
me miró con sus anchos ojos verdes. Su dueño no nos había visto.
—¡El
hindú! —exclamé—. Pobre Carracido, parece que su problema se alivió un
poco. ¿Vamos a ver al matrimonio?
—Dejá
—dijo Gómez Campbell, disgustado y atemorizado—. No lo saludes. A mí no
me gustan estas cosas. Yo soy un tipo derecho. Con estos individuos lo mejor es
no meterse.
En
vano le dije que consideraba perjudicial esa distancia que se mantiene entre
hombre y hombre en Buenos Aires, ese desagrado por las rarezas de los demás,
en vano le aconsejé comprensión y tolerancia. Creo que ni me oyó.
Carlos
Peralta.