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" EL PATITO FEO "
Como
cada verano, a la Señora Pata le dio por empollar y todas sus amigas del corral
estaban deseosas de ver a sus patitos, que siempre eran los más guapos de todos.
Llegó el día en que los patitos comenzaron a abrir los huevos poco a poco y
todos se congregaron ante el nido para verles por primera vez.
Uno a uno fueron saliendo hasta seis preciosos patitos, cada uno acompañado por
los gritos de alborozo de la Señora Pata y de sus amigas. Tan contentas estaban
que tardaron un poco en darse cuenta de que un huevo, el más grande de los
siete, aún no se había abierto.
Todos concentraron su atención en el huevo que permanecía intacto, incluso los
patitos recién nacidos, esperando ver algún signo de movimiento.
Al poco, el huevo comenzó a romperse y de él salió un sonriente pato, más
grande que sus hermanos, pero ¡oh, sorpresa!, muchísimo más feo y desgarbado
que los otros seis...
La
Señora Pata se moría de vergüenza por haber tenido un patito tan feísimo y
le apartó con el ala mientras prestaba atención a los otros seis.
El patito se quedó tristísimo porque se empezó a dar cuenta de que allí no
le querían...
Pasaron los días y su aspecto no mejoraba, al contrario, empeoraba, pues crecía
muy rápido y era flacucho y desgarbado, además de bastante torpe el pobrecito.
Sus hermanos le jugaban pesadas bromas y se reían constantemente de él llamándole
feo y torpe.
El patito decidió que debía buscar un lugar donde pudiese encontrar amigos que
de verdad le quisieran a pesar de su desastroso aspecto y una mañana muy
temprano, antes de que se levantase el granjero, huyó por un agujero del
cercado.
Así
llegó a otra granja, donde una vieja le recogió y el patito feo creyó que había
encontrado un sitio donde por fin le querrían y cuidarían, pero se equivocó
también, porque la vieja era mala y sólo quería que el pobre patito le
sirviera de primer plato. También se fue de aquí corriendo.
Llegó el invierno y el patito feo casi se muere de hambre pues tuvo que buscar
comida entre el hielo y la nieve y tuvo que huir de cazadores que pretendían
dispararle.
Al fin llegó la primavera y el patito pasó por un estanque donde encontró las
aves más bellas que jamás había visto hasta entonces. Eran elegantes, gráciles
y se movían con tanta distinción que se sintió totalmente acomplejado porque
él era muy torpe. De todas formas, como no tenía nada que perder se acercó a
ellas y les preguntó si podía bañarse también.
Los cisnes, pues eran cisnes las aves que el patito vio en el estanque, le
respondieron:
-
¡Claro que sí, eres uno de los nuestros!
A lo que el patito respondió:
-¡No
os burléis de mí!. Ya sé que soy feo y desgarbado, pero no deberíais reír
por eso...
-
Mira tu reflejo en el estanque -le dijeron ellos- y verás cómo no te mentimos.
El patito se introdujo incrédulo en el agua transparente y lo que vio le dejó
maravillado. ¡Durante el largo invierno se había transformado en un precioso
cisne!. Aquel patito feo y desgarbado era ahora el cisne más blanco y elegante
de todos cuantos había en el estanque.
Así fue como el patito feo se unió a los suyos y vivió feliz para siempre.
fin.
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El
lobo y las siete cabritas.
Érase una vez una vieja cabra que tenía siete
cabritas, a las que quería tan tiernamente como una madre puede querer a sus
hijos. Un día quiso salir al bosque a buscar comida y llamó a sus pequeñuelas.
- Hijas mías -les dijo-, me voy al bosque; mucho ojo con el lobo, pues si entra
en la casa os devorará a todas sin dejar ni un pelo. El muy bribón suele
disfrazarse, pero lo conoceréis enseguida por su bronca voz y sus negras patas.
Las cabritas respondieron:
-Tendremos mucho cuidado, madrecita. Podéis marcharos tranquila.
Despidióse la vieja con un balido y, confiada, emprendió su camino. No había
transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y una voz dijo:
- Abrid, hijitas. Soy vuestra madre, que estoy de vuelta y os traigo algo para
cada una.
Pero las cabritas comprendieron, por lo rudo de la voz, que era el lobo.
- No te abriremos -exclamaron-. No eres nuestra madre. Ella tiene una voz suave
y cariñosa, y la tuya es bronca: eres el lobo.
Fuese éste a la tienda y se compró un buen trozo de yeso. Se lo comió para
suavizarse la voz y volvió a la casita. Llamando nuevamente a la puerta:
- Abrid hijitas -dijo-. Vuestra madre os trae algo a cada una.
Pero el lobo había puesto una negra pata en la ventana, y al verla las
cabritas, exclamaron:
- No, no te abriremos; nuestra madre no tiene las patas negras como tú. ¡Eres
el lobo!
Corrió entonces el muy bribón a un tahonero y le dijo:
- Mira, me he lastimado un pie; úntamelo con un poco de pasta.
Untada que tuvo ya la pata, fue al encuentro del molinero:
- Échame harina blanca en el pie -díjole. El molinero, comprendiendo que el
lobo tramaba alguna tropelía, negóse al principio, pero la fiera lo amenazó:
-Si no lo haces, te devoro-. El hombre, asustado, le blanqueó la pata. Sí, así
es la gente.
Volvió el rufián por tercera vez a la puerta y, llamando, dijo: -Abrid, pequeñas;
es vuestra madrecita querida, que está de regreso y os trae buenas cosas del
bosque-. Las cabritas replicaron:
- Enséñanos la pata; queremos asegurarnos de que eres nuestra madre.
La fiera puso la pata en la ventana, y, al ver ellas que era blanca, creyeron
que eran verdad sus palabras y se apresuraron a abrir. Pero fue el lobo quien
entró. ¡Qué sobresalto, Dios mío! ¡Y qué prisas por esconderse todas! Metióse
una debajo de la mesa; la otra, en la cama; la tercera, en el horno; la cuarta,
en la cocina; la quinta, en el armario; la sexta, debajo de la fregadera, y la más
pequeña, en la caja del reloj. Pero el lobo fue descubriéndolas una tras otra
y, sin gastar cumplidos, se las engulló a todas menos a la más pequeñita que,
oculta en la caja del reloj, pudo escapar a sus pesquisas. Ya ahíto y
satisfecho, el lobo se alejó a un trote ligero y, llegado a un verde prado,
tumbóse a dormir a la sombra de un árbol.
Al cabo de poco regresó a casa la vieja cabra. ¡Santo Dios, lo que vio! La
puerta, abierta de par en par; la mesa, las sillas y bancos, todo volcado y
revuelto; la jofaina, rota en mil pedazos; las mantas y almohadas, por el suelo.
Buscó a sus hijitas, pero no aparecieron por ninguna parte; llamólas a todas
por sus nombres, pero ninguna contestó. Hasta que llególe la vez a la última,
la cual, con vocecita queda, dijo:
- Madre querida, estoy en la caja del reloj.
Sacóla la cabra, y entonces la pequeña le explicó que había venido el lobo y
se había comido a las demás. ¡Imaginad con qué desconsuelo lloraba la madre
la pérdida de sus hijitas!
Cuando ya no le quedaban más lágrimas, salió al campo en compañía de su
pequeña, y, al llegar al prado, vio al lobo dormido debajo del árbol, roncando
tan fuertemente que hacía temblar las ramas. Al observarlo de cerca, parecióle
que algo se movía y agitaba en su abultada barriga.
¡Válgame Dios! -pensó-. - ¿Si serán mis pobres hijitas, que se las ha
merendado y que están vivas aún?
Y envió a la pequeña a casa, a toda prisa, en busca de tijeras, aguja e hilo.
Abrió la panza al monstruo, y apenas había empezado a cortar cuando una de las
cabritas asomó la cabeza. Al seguir cortando saltaron las seis afuera, una tras
otra, todas vivitas y sin daño alguno, pues la bestia, en su glotonería, las
había engullido enteras. ¡Allí era de ver su regocijo! ¡Con cuánto cariño
abrazaron a su mamaíta, brincando como sastre en bodas! Pero la cabra dijo:
-Traedme ahora piedras; llenaremos con ellas la panza de esta condenada bestia,
aprovechando que duerme.
Las siete cabritas corrieron en busca de piedras y las fueron metiendo en la
barriga, hasta que ya no cupieron más. La madre cosió la piel con tanta
presteza y suavidad, que la fiera no se dio cuenta de nada ni hizo el menor
movimiento.
Terminada ya su siesta, el lobo se levantó, y, como los guijarros que le
llenaban el estómago le diesen mucha sed, encaminóse a un pozo para beber.
Mientras andaba, moviéndose de un lado a otro, los guijarros de su panza
chocaban entre sí con gran ruido, por lo que exclamó:
- ¿Qué será este ruido que suena en mi barriga? Creí que eran seis cabritas,
mas ahora me parecen chinitas.
Al llegar al pozo e inclinarse sobre el brocal, el peso de las piedras lo
arrastró y lo hizo caer al fondo, donde se ahogó miserablemente. Viéndolo las
cabritas, acudieron corriendo y gritando jubilosas:
- ¡Muerto está el lobo! ¡Muerto está el lobo!
Y, con su madre, se pusieron a bailar en coro en torno al pozo.
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Diciembre de 2003.
Argentina.
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