Vertiginosa Caída

 

... nuestras almas están en nuestras manos.
Pues hacemos con ellas todas las cosas.
Ray Bradbury

 

Entró en su casa cansado, luego de una larga jornada de trabajo, cerró la puerta y se echó en su viejo sillón de pana verde, haciendo chirriar los resortes bajo su peso. Buscó dentro de su tapado, revolviendo los bolsillos, hasta encontrar una caja de fósforos y encendió un cigarrillo para relajarse. Se quedó observando la llama hasta que esta se extinguió entre sus manos. Tiró el fósforo dentro de un cenicero, que había sobre el apoya brazos, y cerró los ojos, dejando que los sucesos de aquel día se derramasen sin control dentro de su mente.

Recordó haber ido a una galería, a pocas cuadras de su casa, para entrevistarse con el dueño y convencerlo de que lo dejase exponer sus obras. Él era escultor y alfarero. Habían estado un rato discutiendo sobre la fecha de exposición y del costo de la entrada. Finalmente se había dirigido cansado, a la estación para tomarse el tren que lo llevaría de regreso a su casa. Hasta entonces había sido un día normal y todo le había salido bien pero, en el andén, mientras aguardaba al tren, algo había sucedido.

Se levantó del sillón y se dirigió a la cocina para prepararse una taza de café. Cuando fue a agarrar la taza esta resbaló de su mano y fue a dar contra el piso estallando en un montón de pequeños fragmentos blancos. Se agachó y los recogió descuidadamente, un hilo de sangre recorrió la yema de uno de sus dedos al rozar el filo de un pedazo pequeño. Echó los trozos en el tacho de basura y tomó otra taza.

Mientras revolvía el espeso brebaje siguió recordando. Él aguardaba sobre el andén y una niña se mecía distraída a pocos pasos de la vía. Mientras tanto unos chicos jugaban a la pelota alrededor suyo. Recordó ver el tren acercándose, la niña se veía extraña, observaba las vías como hipnotizada, perdida. Se había acercado a ella, algo en su interior le había dicho que lo hiciese. Entonces la niña había saltado, él había llegado junto a ella y la niña había saltado. No había llegado a hacer nada, no había podido siquiera extender su brazo para tomarla, la niña había sido demasiado rápida y el tren había pasado sobre ella. Un horror y un espanto. Un escalofrío le recorrió el cuerpo mientras lo recordaba. En seguida había llegado la ambulancia y la policía, aunque demasiado tarde para ella.

Volvió al sillón con la taza en la mano, y apagó el cigarrillo en el cenicero. Terminó su bebida, cerró los ojos y revivió aquel momento en su mente. El tren acercándose, la niña cayendo y él observando, no haciendo nada, podría haber extendido él brazo, haberla tomado del hombro, pero habría sido en vano, “¿Verdad?”, no la hubiese alcanzado. ¿Por qué no había extendido su mano? ¿Por qué no se había movido? “ Eso no importa” pensó “ no hubiese llegado” se dijo tratando de calmarse. Se observó las manos, “ no podría haber hecho nada” insistió pero, sin embargo, algo en su interior no estaba tan seguro.

Se levantó y se dirigió a su pequeño taller en el fondo de la vivienda, donde esculpía sus obras. Necesitaba distraerse. Se sentó en la banqueta de madera donde solía trabajar y comenzó a darle forma a su próxima labor. Las manos comenzaron a deslizarse sobre la superficie por cuenta propia, modelando la arcilla. Estirando y contrayendo la masa plástica como si tuviesen vida. Pero algo andaba mal, su mano derecha, no se movía como de costumbre, no creaba sino que descomponía la cerámica, alterando su forma y desfigurándola. “ ¿Qué me sucede?” se preguntó en un suspiro. Se vió las manos, notó una mancha en una de ellas, de un rojizo obscuro, casi imperceptible. Se fregó ansioso tratando de que desapareciera, pero la mancha no se iba. “ No podría haber hecho nada” trató de convencerse pero al mismo tiempo, dentro suyo, se continuaba preguntando “¿Porqué no extendiste el brazo? ¿Porqué no le tendiste tu mano?”. “ Porque no hubiese llegado” gritó sin darse cuenta. Se observó la mano, esta le temblaba delatora, acusadora. “ Yo no tuve la culpa, yo no la empujé” murmuró. “ Pero tampoco intentaste sostenerla” volvió a hablar la voz. La mancha en su mano se había ido acrecentando, roja granate, profunda, expandiéndose por su piel como agua podrida. Tenía razón, ni siquiera lo había intentado pero, ¿por qué?. “Podría haber caído yo también” se dijo. “Ah, ahí está. Ese es el motivo, no la ayudaste por que quizá te hubieses caído. Pudiste haberla ayudado pero no lo hiciste por miedo a caerte” lo acusó la voz. “ NO. No había nada que yo pudiese haber hecho” volvió a gritar. Se paró nervioso y tiró sin querer la banqueta. La mano le temblaba descontroladamente. Se fue al baño a lavársela para quitarse aquella mancha profunda, sanguinolienta, que la obscurecía. Intentó calmarse mirándose al espejo. Volvió a mirarse la mano, la mancha se había ido, sus manos volvían a verse limpias. Respiró más tranquilo, todo era una tontería, el no tenía la culpa de nada. Se apoyó sobre el lava manos agachando la cabeza para distender los músculos contracturados del cuello. Cerró los ojos y los volvió a abrir enfrentándose con la mirada acusadora que ahora le devolvía el espejo. Bajó la vista y descurbrió que la mancha había vuelto a formarse sobre la superficie de su mano. No había ayudado a la niña, no la había ayudado por que había temido caerse. “ No es cierto, no es cierto” se repitió para sus adentros. Se dirigió al taller tambaleándose. La escultura sobre la que había estado trabajando también estaba manchada, al igual que el banquillo donde se había sentado. “ El banquillo” pensó “ ahora seré procesado por mi crimen” y luego gritó “ ¿Quién vendrá a juzgarme ?” se rió incómodo. Un temblor le recorrió todo el cuerpo. Aplastó su trabajo furioso, él no había tenido la culpa. Recogió el banquillo y, fregándolo con un extremo de su tapado, volvió a sentarse y reemprendió la obra. “ Tu la mataste. No la ayudaste y así la mataste. Fue tu culpa” “ No es cierto, no había nada que yo pudiese haber hecho” “Podrías haberla ayudado, podrías haberlo intentado” “No, no hubiese podido” “Podrías haberlo intentado” “ Es cierto” “ Y no lo hiciste” “Hubiese caído” “Y entonces dejaste que se cayera” “Sí” “Por tu culpa ella está muerta.” “Es cierto, la maté.” cerró los ojos “Dejé que se cayera y así la maté” Observó la escultura, escarlata, toda manchada. Sus manos. Se contorsionaban burlándose de él. Todas manchadas. Mancilladas por la culpa. Él no la había ayudado. Observó la mesa. La mancha se había extendido. Había devorado la mesada. Todo lo que había tocado estaba sucio. Intentó limpiarlo pero era imposible. Todo lo que tocaba estaba tiznado como sus manos.

Desesperado se fue a la cocina. Allí la mancha también había hecho su labor. Ahora la cocina estaba sucia. Tenía que terminar con todo aquello. Era su culpa. Él la había dejado caer. Y ahora su mano estaba sucia. Llena de culpa.

Abrió un cajón. Tratando de no notar la mancha que se comenzaba a formar en el pestillo. Tomó una cuchilla. Debía terminar con aquello.

El arma silbó en el aire y corto la carne, corto el hueso, corto la culpa. El escultor cayó inconsciente al suelo.