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1º Convocatoria Literaria en Letra Universal


Mirta González

El cadáver

Se despertó como todas las mañanas, primero abrió un ojo, suspiró profundamente, se rasco la cabeza y apagó el ridículo despertador con forma de ancla que conservaba desde la infancia y aún latía. Destapó su cuerpo con agilidad y de un salto aterrizó en el suelo alfombrado color carmín de su habitación.
Dormía solo desde hacía cinco años, desde la mañana gris en que perdió a la luz de sus ojos, a su alma gemela; la cual salió para su trabajo de secretaria y nunca mas apareció, dejándole un sabor amargo en la boca y una soledad inmensa. La incertidumbre no le permitió echarla al olvido, esperanzado pensó que tal vez deseó un tiempo lejos de él y de su propuesta de casamiento. No le guardó rencor, ni en el momento que despertaba sobresaltado, ensopado en sudor agrio; estirando su brazo en la cama, buscando la silueta mordaz de su amada.
Clara era o es una morena de piernas largas con cara de gata mansa y risa desesperada, que se cruzó por casualidad cuando iba a comprar el diario de todos los días. Ella lo miró y solo bastó una mueca de su boca para que los ojos negros azabache de Carlos, brillaran más que el sol mañanero y sus dientes perlados asomaran en sus labios carnosos; quedaron enfrentados y el tiempo se tomo un descanso, el mundo paro de girar, las bocinas de los autos se silenciaron, dando paso al tic tac del corazón y el aire cambio de perfume. Solo bastó una fracción de segundo, para que él brazo de el se extendiera lentamente y se sacara el sombrero, para reverenciarla; ella como hipnotizada y tonta, se puso roja de vergüenza, pero sin desclavar sus pupila verde oliva de las de Carlos.
Desde ese momento fueron inseparables, parecían gemelos, hermanos, amigos, amantes y hasta un matrimonio de ancianos eternos que no se resignaban a dejarse de amar ni aunque la muerte les golpeara la puerta. Tal pasión existía entre las sabanas, que más de una vez, fueron a parar al hospital, con síntomas de deshidratación y descompensaciones crónicas. Mucha felicidad, demasiada irrealidad, eran piezas perfectas, encastradas firmemente hasta el último detalle, destilaban tanto sentimiento, que los que pasaban por su lado, se asqueaban y desfallecían en las veredas, las vecinas, llenas de envidia.
Como todo lo bueno, no duró mucho, solo cinco meses y medio, lo justo para tomar coraje, comprar el anillo costoso de ensueños y el ramo de rosas rojas mas fresco y perfumado de la florería. Llegarse hasta la casa decrépita y molida por el tiempo, de su adorada Clara y en un acrobático movimiento, tocar el timbre y ella salir y el arrodillarse con cara de perro fiel, que le ofreció sin decir una sola palabra, la cajita de terciopelo azul marino y el ramo descomunal de cincuenta y cinco flores, representantes de cada día que ella yació en girones y manotazos dentro de su cama colonial con angelitos tallados. La muchacha, tomo el anillo, se lo metió en el bolsillo, agarro el ramo lo dejo a un costado de la puerta y con un fuerza violenta, tomo al futuro esposo de la corbata, lo llevo en andas hasta la habitación y lo arrojo sobre la cama, haciéndole el amor con tal furia y despecho, que se cayeron los cuadros de las paredes y él terminó durmiéndose afiebrado y contracturado.
A las ocho en punto, Clara lo besó en los labios secos y le impregnó su sabor a almendras ácidas de su boca. Ya vestida y bañada, partió a la oficina donde trabajaba como secretaria ejecutiva desde hacia diez años. Ese fue el único beso de futura esposa, y no se apareció más. A pesar que Carlos la buscó en los lugares de costumbre, puso la denuncia policial y la familia de ella hizo otro tanto, la mujer no dio señales ni de existencia, ni de falta de la misma. Se la tragó la tierra, cuando el desdichado la amaba como nunca amaría ni en esta u otra vida a nadie.
Con el paso de los años el se fue creando historias y hasta se las creyó, con tal de justificar a su amada, primero pensó que se fue a recorrer el mundo, antes de dejarle su libertad como esposa, luego sintió que tal vez se había casado en otro lugar con un tipo mas feo que él, algún amigo de la infancia, pero que pronto al darse cuenta que no era felíz, correría de nuevo a sus brazos, porque lo necesitaba como el aire. Pero en el mismo instante deshizo tal juzgamiento, reprochándose ser tan mal pensado, más tarde supuso que era una prueba que le tendió para ver hasta que punto la amaba y cuanto estaba dispuesto a esperar por ella; también quiso creer que no estaba lista para ese paso tan importante en sus vidas y decidió no engañarse y volver cuando estuviera segura de su amor; pero nunca la pensó, ni la imagino, ni la soñó, ni la presintió muerta.
Varias mujeres se le atravesaron a lo largo de esos años, desde adolescentes inexpertas con sed de lujuria y las hormonas alteradas del crecimiento, pasando por mujeres casadas, solteras, viudas y divorciadas, en total se acostó con setecientas dos damas desconocidas, que no lograron apaciguar ni un segundo el fuego amoroso que sentía cuando rozaba sus labios en el cuello pétreo de su Clara, todas tenían la cara de Clara, ojos verde oliva, estaturas parecidas y risas sonoras; ninguna era Clara, ni serían, aunque nacieran de nuevo para satisfacer su cuerpo de hombre viril, un cuerpo sin alma, que solo esperaba y gozaba a destajo.
Preparo su café arábigo sin azúcar, dentro de un filtro de papel usado miles de veces, lo saboreó despacio, peinado con gomina y empapado en un perfume a pinos suizos, que despertaba los más bajos instinto de las mujeres transeúntes. Su camisa sin arrugas con rayas azules, corbata gris y tiradores de daban un aire de dandy indiscutiblemente sexy; la mirada clavada en la foto de Clara, parecía un puñal, poseía una en cada habitación de la casa, hasta en el baño, en la billetera, en la heladera y nunca llevó a una de sus damas a su casa, la cama era un templo donde solo con su legítima amada pudo crear la felicidad, esa cosa abstracta que le da un sentido al sentido y valor al valiente.
Sorbió la bebida amarga, dejó la taza sucia sobre la mesa y se calzó los zapatos de cuero marrón, luego se zampó el saco de gabardina de seda negro y se deslizó por la puerta sin apuros, pero a paso firme, en segundos estaba en la calle a diez cuadras de su trabajo.
Tenía una labor fuera de lo apreciado, para sus padres la noticia les cayó como milagro, Carlitos había decidido ser doctor, y en exactamente cinco años y con el promedio alto, sin competidores que le hagan sombra se recibió de médico en la facultad de su ciudad. Lo malo de tanta perfección fue cuando les comunicó sin pestañear a sus progenitores que sería doctor de los muertos; solo le tomo un tiempo corto y se vió trabajando en la morgue del hospital público.
La única que no se quedo impávida cuando se entero de su profesión fue Clara, ella lo tomo risueña y lo molestaba diciéndole que si él le hacia la autopsia, no le dejara cosida las carnes como salchichón y que le jurara que solo él, y por todos los medios posibles e imposibles, tocaría su cuerpo. Carlos de solo pensarlo, sentía como un escalofrió que se le metía por los huesos, mientras ella le mordía la oreja y jugueteaba con su pelo, no le decía nada, como cuando le propuso matrimonio sin proponérselo. Y ella aceptó o el creyó que acepto con la mirada.
Llegó puntual como de costumbre, se lavó las manos, se coloco el delantal descartable verde agua y los guantes de látex a su medida, saludo a su ayudante, un aprendíz de pacotilla que más se la pasaba vomitando que ayudando. Le pregunto en voz baja pero entendible que tenían para ese día y el muchacho pálido natural de ojos profundos grises, le contesto a medias, que se trataba de una mujer joven que parecía haber muerto degollada y fue encontrada el día anterior en la calle Guemez al setecientos dos más o menos.
Carlos frunció dinámicamente el ceño y afilo, imaginariamente, el bisturí entre los dedos, pensando que por su barrió no escucho la sirena de la ambulancia, ni la policía, que notoriamente se hacen oír a distancias largas; luego recordó que no estaba en su casa, sino que se la paso retozando en brazos de una viuda treinta años mayor y luego se fue a dormir a su cama de angelitos tallados. Su reacción al comentario fue la misma que, tantas veces multiplicada por miles, hizo por la información de su trabajo, se encogió de hombros y destapó el cadáver, primero observo los pies pequeñitos de doncella, fue subiendo con sus ojos negros por el contorno de sus piernas sin pensar en nada, llego hasta el sexo rapado, paso por el ombligo arrugado, escalo esos senos firmes y rosados, se detuvo en el corte morado y con sangre coagulada del cuello largo y cuando llego al rostro, dio gracias al cielo por haberle devuelto a su amada Clara aunque fuera muerta y maldijo a la memoria, y a su debilidad de hombre, que por haber pasado por tantas pieles, no reconoció la de su mujer, tantas veces besada por sus labios.
Tiempo después, se supo por los diarios y por declaraciones de vecinas chusmas, que la dama andaba por el barrio en horas no acordes para un señorita de bien, vigilando una casa del barrio Guemez, cuando el destino impredecible dejó que justo pasara por allí, un hombre de mala vida y forcejeara a la muchacha para robarle la alianza de compromiso, no alcanzándole el botín, saco de sus ropas un cuchillo y la degolló, arrebatándole el sentido de su vida al forense…



de Mirta González
Tierra Del Fuego, Argentina
edad: 30 años


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