¿POR QUÉ TOMAS A MAL QUE YO SEA
BUENO?"
EL EVANGELIO AQUÍ Y AHORA
Radio
María
Cuarto
Miércoles 20ª Semana
Buenas
tardes queridos oyentes:
Me
alegro de rencontrarme con ustedes, en la Radio de Nuestra Madre, para comentar
el evangelio de la misa ferial de hoy, miércoles de la 20ª semana del tiempo
ordinario
Hoy
se nos lee la parábola del dueño de la
viña que le paga igual a todos los vendimiadores. Podríamos llamarla la
parábola del dueño dadivoso, del dueño generoso, cuya generosidad, sin embargo,
no es comprendida. Este pasaje se encuentra al comienzo del capítulo 20 del
Evangelio según San Mateo, desde el versículo primero hasta el 16.
Aunque
supongo que la mayoría de nuestros oyentes ya tendrán a mano la Sagrada
Escritura, quiero recordar la conveniencia de tener delante el texto sagrado, y
a ser posible abierto en la página que vamos a leer.
Repito
Mateo 20, 1 al 16. La parábola del dueño de la viña dadivoso.
¿Está?
En
mi comentario de este pasaje, deberé referirme también al pasaje anterior y al
que le sigue. El anterior contiene el relato de la vocación del joven rico con
su falta de decisión para seguir a Jesús, continúa con una palabra de Jesús
acerca de la dificultad de los ricos para entrar en el Reino de Dios, y
finaliza con la respuesta que Jesús le da a Pedro acerca de lo que pueden
esperar los que, a diferencia del joven rico, habiéndolo dejado todo, lo han
seguido.
El
pasaje evangélico que sigue a la parábola del dueño de la viña dadivoso, es el
tercer anuncio de la Pasión que se avecina.
Ya
la sola situación de esta parábola, nos está diciendo que ella tiene que ver
con los que siguen a Jesús y los que no. Y nos muestra, como un relámpago
lejano, un vislumbre de que la recompensa de los discípulos, y ese misterioso
ciento por uno de recompensa, pasa por el misterio de la cruz e incluye la
gloria de la persecución por amar a Jesús, o –dicho de otra manera- de la
identificación con el maestro. Sin embargo, como todas las cosas de Dios, esa
comunión amorosa en los padecimientos de Cristo sólo es entendible para los que
aman a Dios. Sólo ellos pueden, como dice el Salmo, gustar y ver la bondad del
Señor.
Te
adelanto esto, querido oyente, para que comprendas que este evangelio de hoy,
hay que entenderlo en el contexto del pasaje evangélico amplio dentro del cual
está engarzado. Doble razón, pues, para tener el texto evangélico a mano y no
perderse nada de las palabras de Jesús.
María
madre nuestra, tú que guardas en el corazón los misterios y palabras de tu
hijo, enséñanos a comprenderlas como tú las comprendes y ayúdame a exponer sus
misterios de vida eterna, de modo que inflamen en todos los oyentes la caridad
divina en que arde tu corazón Inmaculado. Amén.
Oigamos
la parábola:
Jesús dijo a sus discípulos esta parábola:
«El Reino de los Cielos se parece a un propietario que
salió muy de madrugada a contratar obreros para trabajar en su viña. Trató con
ellos un denario por día y los envío a su viña.
Volvió a salir a media mañana y, al ver a otros
desocupados en la plaza, les dijo: "Vayan ustedes también a mi viña y les
pagaré lo que sea justo." Y ellos fueron.
Volvió a salir al mediodía y a media tarde, e hizo lo
mismo. Al caer la tarde salió de nuevo y, encontrando todavía a otros, les
dijo: "¿Cómo se han quedado todo el día aquí, sin hacer nada?." Ellos
les respondieron: "Nadie nos ha contratado." Entonces les dijo:
"Vayan también ustedes a mi viña."
Al terminar el día, el propietario llamó a su mayordomo y
le dijo: "Llama a los obreros y págales el jornal, comenzando por los
últimos y terminando por los primeros."
Fueron entonces los que habían llegado al caer la tarde y
recibieron cada uno un denario. Llegaron después los primeros, creyendo que
iban a recibir algo más, pero recibieron igualmente un denario. Y al recibirlo,
protestaban contra el propietario, diciendo: "Estos últimos trabajaron
nada más que una hora, y tú les das lo mismo que a nosotros, que hemos
soportado el peso del trabajo y el calor durante toda la jornada."
El propietario respondió a uno de ellos: "Amigo, no
soy injusto contigo, ¿acaso no habíamos tratado en un denario? Toma lo que es
tuyo y vete. Quiero dar a este que llega último lo mismo que a ti. ¿No tengo
derecho a disponer de mis bienes como me parece? ¿Por qué tomas a mal que yo
sea bueno?"
Así, los últimos serán los primeros y los primeros serán
los últimos. »
Hasta
aquí las palabras del Santo Evangelio según San Mateo.
Queridos oyentes, mi comentario a este pasaje, será hoy
de carácter meditativo. Y esa meditación se centrará principalmente en las dos
frases finales: ¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno? Así, los últimos
serán los primeros y los primeros serán los últimos.» La parábola está al
servicio de la comprensión de estas afirmaciones
San Mateo es el único evangelista que nos narra esta
parábola de Jesús.
La
ha colocado aquí para completar la enseñanza anterior sobre la recompensa que
el Padre dará a los que dejan todo para seguir a Jesús, recompensa la que el
joven rico se ha autoexcluído por negarse a seguirlo. Recompensa a la que
Pedro, figura del discípulo, es acreedor por haberlo dejado todo para seguir a
Jesús. Recompensa que, sin embargo, no parece tal a primera vista, tanto que
Pedro la rechaza cuando Jesús la plantea.
San
Mateo, en efecto, quiere conectar esta parábola con el anuncio de la Pasión,
que va a relatarnos poco después y que parecería contradecirla, porque no se
entiende cómo un fracaso como el de la cruz pueda ser considerado un ciento
por uno.
La
enseñanza de Jesús sobre lo que pueden esperar sus discípulos, que viene antes
de la parábola del dueño de la viña generoso, termina con la misma frase
que oímos al fin de la lectura: “Hay muchos primeros que serán últimos y
muchos últimos que serán primeros”
La
parábola del dueño de la viña queda así como encerrada entre paréntesis por
esta frase de Jesús que se repite al comienzo y al fin: “Los últimos serán
los primeros y los primeros últimos”.
Este
recurso de repetir una misma frase al comienzo y al fin de un pasaje es lo que
se llama una inclusión. Todo el pasaje de la Sagrada Escritura queda
como incluido o contenido, o como encerrado entre paréntesis por una misma
frase que se repite al principio y al fin. Normalmente, la inclusión quiere
subrayar que esa frase es muy importante. La repetición misma pretende atraer
nuestra atención sobre ella y advertirnos que encierra sentidos misteriosos, que no aparecen a primera vista
y que debemos tratar de penetrar y comprender.
Mateo
ha colocado esta parábola aquí, como demostración de lo que esa misteriosa
frase de Jesús afirma: “los primeros serán últimos y los últimos serán
primeros”. Modo de proceder de Dios que da pie para que el hombre se cuestione
su bondad.
La
manera de proceder que tiene Dios, no la entendemos los hombres. Contradice
nuestra sabiduría, nuestros conceptos de justicia e injusticia, de bondad y
maldad. Va a menudo a contrapelo de lo que los hombres acostumbran pensar. Y
por eso mismo, los hombres no comprendemos, por lo general, los caminos de la
bondad de Dios para con los hombres que él nos ha revelado en su Hijo
Jesucristo.
Hay frases de Jesús, como ésta que san Mateo nos repite
hoy con insistencia, dos veces en menos de veinte versículos, que están como
envueltas en un misterio provocador.
Dicen
mucho y ocultan otro tanto. Nos llenan el espíritu con una multitud de
sugerencias embriagadoras pero inasibles. Tan pronto como queremos aferrar y
examinar sus brumas luminosas, parecen desvanecérsenos entre los dedos y
escapar a los lazos con que nuestra razón quiere atraparlas. Se resisten a que
las atrapemos, porque pareciera que son ellas las que desean atraparnos a
nosotros con su encanto y su fascinación; aprisionarnos en sus redes y dejar
nuestra lógica como cautiva de sus paradojas.
Si
queremos apoderarnos de ellas, huyen un tramo y nos invitan a aproximarnos un
poco, para huir de nuevo. De ese modo nos van atrayendo en su seguimiento. No
se nos dicen para que nos adueñemos de ellas, sino para que ellas se adueñen de
nuestro corazón y de nuestras potencias: de nuestros sentidos, de nuestra
inteligencia, de nuestra voluntad y de nuestra memoria.
Son
como semillas de Dios, pero que no se nos ofrecen para molerlas y convertirlas
en pan, sino para enterrarlas en un corazón enamorado de Dios, y cultivarlas
allí, contemplando su desarrollo. Llevan dentro una verdad desconocida que no
podremos contemplar hasta que haya germinado en nuestra alma, y haya crecido
hasta transformarse en una planta robusta.
O,
quizás más divinamente aún, nos convierten a nosotros mismos en semilla de su
verdad, para que esa verdad germine y fructifique en nuestras vidas y dé fruto
para una vida eterna.
A esa clase de proverbios de sabiduría divina pertenecen
estas frases de hoy: “¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno? Hay muchos
últimos que serán primeros y muchos primeros que serán últimos”.
Es
un dicho sapiencial. Y pasa con los dichos sapienciales, que cada cual puede
entenderlo a su manera. Hasta un no creyente, o el creyente de otra religión
podrá explicar en qué sentido lo entiende.
Pero
lo propio de las frases de la sabiduría divina en la Sagrada Escritura, es que
desdicen todos los relativismos de la libre interpretación. Su sentido no es el
que el lector ignorante o perezoso se saca temerariamente, atrevidamente, de la
galera. Su sentido no es otro que el que Dios le da y que, al mismo tiempo
queda como velado para el soberbio que se cree sabio. Queda velado para que no
la entienda cuando cree haberla entendido, revela su sentido al sabio y al
humilde, al que ama a Dios. Sólo se revela al que se dispone humildemente a
recibirlo de la misma meditación de la Sagrada Escritura, trasmitida por el
magisterio de la Iglesia y asistida por el Espíritu Santo.
Los
dichos sapienciales no se comprenden sin una revelación, sin que Dios nos
introduzca en sus secretos, en el misterio de su Reino.
Quiero adelantarte querido oyente, el sentido que tiene
este dicho sapiencial en los labios de Jesús. Procederé como los que desde el
comienzo, adelantan la tesis que luego procederán a 1) mostrar a quien le
interese, 2) a demostrar al que dude de ella y 3) a probársela al que considere
que no es verdadera.
Y voy a comenzar, querido oyente,
haciéndote una pregunta que puede parecerte una adivinanza pero no lo es,
porque no quiero que la tomes como un desafío a la agudeza de tu inteligencia o
de tu imaginación, sino como una invitación a que pidas la gracia del Espíritu
para comprenderla. Que pidas ser sumergido en la intimidad de Jesús, para
comprender como sólo pueden comprender los discípulos.
La
frase es ésta: ¿Quién es el último que resultó ser el primero y mostró con
ello la bondad de Dios? Sí : ¿Quién es ese que todos consideraron último y que
resultó que había sido el primero para Dios?.
Medítala,
órala un poquito. Pídele a María santísima, pídele a Jesús que te la explique,
que te dé su Santo Espíritu que nos prometió que nos enseñaría todas las cosas.
Tienes
unos momentos para meditarla en tu corazón ¿Quién es ese que todos
consideraron último y que resultó que había sido el primero revelando con ello
la bondad de Dios?.
¿Dos o tres minutos ?Si la operadora medita, su
meditación le dará la medida y puede extenderse o abreviar.
Estoy casi seguro, querido oyente, de que te han
respondido y te han enseñado interiormente la respuesta a esa pregunta. ¿Verdad
que has comprendido que ése a quien los hombres consideramos como el último y
ajusticiamos como al peor de los criminales en el horrendo suplicio de la cruz
reservado, como es hoy la silla eléctrica, como público escarmiento a los
esclavos rebeldes, a los sediciosos y a los peores asesinos y enemigos
públicos? ¿Verdad que has comprendido que es Aquél de quien dice Juan: vino
a los suyos pero los suyos no lo recibieron? (Jn 1,11). Quizás el Espíritu
Santo le ha traído a la memoria a algún oyente, más familiarizado con la
Sagrada Escritura, aquél pasaje del capítulo 53 del libro del profeta Isaías
que habla del salvador menospreciado:
“Creció como un retoño [...], como un raigón que brota en
tierra árida,
sin forma ni hermosura que
atrajera nuestras miradas,
sin un aspecto que pudiera
agradarnos. Despreciado, desechado por los hombres,
abrumado de dolores y
familiarizado con los sufrimientos,
como alguien ante quien se
da vuelta la cara,
tan despreciado, que lo
tuvimos por nada
[...] ”nosotros lo
considerábamos golpeado, herido por Dios y humillado”
[...] “fue contado entre
los culpables”
[...] ”lo enterraron entre
los malvados y fue a la misma fosa con los malhechores” (Isaías 53)
El mismo Jesús se aplicó a sí mismo el título de
servidor sufriente, cuando, para corregir a sus discípulos que se disputaban el
primer lugar les enseñó: «Sabéis que los que son tenidos como jefes de las
naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su
poder.
Pero
no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande
entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre
vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser
servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos. » (Marcos 10,42-45)
Y cuando quiere caracterizarse
como Maestro y señalarnos qué es lo que podemos aprender de él, nos dice: « Venid a mí todos los que estáis fatigados y
agobiados, y yo os aliviaré. Tomad
sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y
hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga
ligera. » (Mateo 11,28-30).
San Pablo como buen discípulo de Jesús tenía muy
bien sabida y aprendida la lección de la pequeñez. Pablo cuyo nombre hebreo era
Saulo, eligió para sí mismo un nombre latino que quiere decir “Poca cosa”.
Paulus, en latín significa en efecto, poco, poca cosa. Con ese nombre, en el
que Pablo expresa la conciencia que tiene de sí mismo, -que expresa la
conciencia de su nada y de ser totalmente obra de Dios-, comienza todas sus
cartas. Cuando Pablo quiere pintarnos los sentimientos y el corazón de Jesús
para que lo imitemos, nos dice que Jesús, siendo Dios, como era, a quien se
debe toda gloria, no vino a buscar su gloria sino la del Padre y quiso pasar
por un don nadie: “Siendo de condición divina... Pasó por uno de tantos”.
Vale la pena que recordemos ese pasaje de la carta a
los Filipenses donde se condensa el ejemplo del primero que se hizo último y al
que el Padre, por su humillación lo hizo primero:
“Tened
entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo:
El
cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios.
Sino
que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a
los hombres y apareciendo en su porte como un hombre cualquiera;
se
humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz.
Por
lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre.
Para
que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en
los abismos,
y
toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre. (Filipenses 2,5-11)
Raramente nos detenemos a ponderar la importancia capital
que tiene en la enseñanza de Jesús el culto de la pequeñez y la aversión a la
búsqueda de la propia gloria y grandeza. Por eso vale la pena que hoy nos
detengamos a profundizar en esas enseñanzas.
Jesús, ha ido adelante con
su ejemplo inaugurando en su vida el camino de la pequeñez, se complace en
llamar pequeños a sus discípulos para contradecir las luchas por la
grandeza y las rivalidades por los primeros puestos y precedencias que
reprochaba a los escribas y en el que ve con dolor que incurren sus discípulos,
a pesar de que los pone en guardia contra ello.
Jesús inauguró el secreto
divino de la 'pequeñez' de manera consciente para contradecir la idea de
grandeza representada por el rabinismo, y llamó a sus discípulos: los
'pequeños' con esa intención." Recordemos las veces que aconseja no buscar
los primeros puestos en los banquetes, ni la popularidad y el ser saludado por
las calles.
Con la misma
pequeñez tiene que ver el título de hermanitos míos, o hermanitos míos más
pequeños, que Jesús les da a sus discípulos. Los discípulos son hermanos
de Jesús cuando, por cumplir la voluntad del Padre, se configuran con el Hijo
obediente. Y por el misterio de esa configuración, el Padre los hace pequeños
como Jesús. A esa pequeñez apuntan las Bienaventuranzas y otros dichos de
Jesús.
Fraternidad y
pequeñez resultan así sinónimos y se
conjugan en el diminutivo hermanitos y el superlativo los más
pequeños.
Recordemos aquí también,
porque viene a propósito, el dicho de Jesús acerca de Juan Bautista: "No
ha surgido entre los nacidos de mujer uno más grande que Juan Bautista; sin
embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él" (Mt
11,11). Se ha visto, agudamente, en este dicho de Jesús un indicio de su lucha
contra las metas mundanas de la grandeza. "El discípulo puede ser
aún más grande que el más grande. Lo será cuando sea más pequeño que él. Y como
es un sinsentido, según el juicio común de los hombres, decir que uno sea el
más grande por ser el más pequeño, es necesario agregar: 'en el Reino de los Cielos'.
Como se ve, este dicho de
Jesús encierra la misma oposición entre lo grande y lo pequeño, que el que
estamos meditando: “Los primeros serán los últimos y los últimos primeros”. Los
que quieran ser primeros y procuren serlo, quedarán confundidos y resultarán
últimos. Al revés si se hacen últimos y servidores de todos, siguiendo el
ejemplo del Hijo del Hombre servidor sufriente, reinarán con él: tendrán el
ciento por uno de todo lo que menospreciaron, empezando por su propia gloria
La lucha de Jesús contra el afán de grandeza humana no consistió
únicamente en esos dichos a las que nos referimos (Mt 11,25; 18,1; 19,14;
19,30, sino que fue el signo visible y eficaz de todo su actuar. En la realización
de su servicio y en su Pasión el discípulo se hará más pequeño que el Bautista,
¿cuándo? ¿cómo? ¿se acuerdan?
...haciéndose bautizar por
el Bautista, que no quería hacerlo.
Por eso mismo, Jesús será
más grande que aquél que reconocía como “el mayor de los nacidos de mujer"
Detengámonos
ahora por un momento, querido oyente, a aplicar esta máxima de sabiduría que
hemos aprendido de Jesús, al caso del joven rico, que eligió no seguirlo.
Los ricos son considerados por el mundo los primeros. En
realidad, ellos tienen un poder económico que los hace influyentes ante los
poderosos y los que gobiernan. Los comerciantes y los adinerados, los
financistas y los banqueros pueden jactarse de ser los que gobiernan el mundo.
El dinero, además, les permite prescindir de sus
relaciones con los demás. El dinero les permite comprar todo lo que les es
necesario. Vivienda (con piscina y en un barrio cercado), alimentación,
vestido, diversión, viajes (en primera de lujo, por supuesto), vacaciones,
entretenimiento, placeres, atención de su salud en las mejores clínicas y con
los mejores especialistas.
Me contó un sacerdote amigo, que no tiene experiencia de
viajes a Europa y que tuvo que viajar por segunda vez a Inglaterra hace unos
meses. La primera vez lo habían tenido un largo rato demorado en la oficina de
Migraciones del Aeropuerto londinense, sometido a un minucioso examen de sus
documentos, de los motivos de su viaje y del contenido de su billetera. Todo
eso le había resultado bastante humillante y quería ahorrárselo esta segunda
vez. Así que se fue a consultar a un laico amigo, muy experimentado en viajes
de negocios por todo el mundo.
El
buen amigo le oyó atentamente el relato de sus peripecias, examinó sus
documentos, se impuso de la cifra de dólares que había llevado en la billetera
y encontró que todo estaba okey. No se explicaba por qué el oficial de
migraciones lo había tenido que someter a aquél ultraje burocrático. “No le
habrás caído simpático, o ese día estaría de mal humor, o tendrá algún resentimiento con los curas católicos, y
peor si además es argentino”.
La
conversación se detuvo un poco en los prejuicios anticatólicos que hay por ahí
y de los prejuicios antiargentinos. Pero la industria turística, por interés
comercial, sabe esconder esas cosas bajo la alfombra, así que tampoco eso
explicaba del todo lo sucedido.
Y
me decía mi amigo sacerdote: ¿y sabés, al final, lo que me aconsejó? Que más
que dólares en la billetera, llevara una buena tarjeta de crédito, de esas
internacionales que usan los ricos (y me dijo el nombre al que no le quiero
hacer propaganda por Radio María). Que sacara una con el depósito mínimo y que
no la usara en todo el viaje, pero que la llevara, y que si no alcanzaba al
depósito mínimo, él me lo financiaba hasta que volviera.
Dicho
y hecho. Llega a Migraciones del Aeropuerto londinense, un funcionario
displicente le pide los documentos. Le entrega el pasaporte, carta de
invitación y demás, con la tarjeta de crédito bien visible encima de todo. El
funcionario la ve, la mira, la da vuelta, y sin detenerse a examinar el resto
de la documentación ni hacerle más preguntas, le sella el pasaporte y... pase
el que sigue...
¿Cortina de unos diez segundos?
Cuando
hay dinero de por medio, parece que lo personal es prescindible. Y parece que
el dinero no sólo permitiese prescindir de lo interpersonal sino que enseñase a
prescindir de eso. Creo que esa es la barrera que no logra saltar el joven
rico, cuando Jesús lo invita a comprometerse con él, a poner en él su seguridad
y su confianza, y a prescindir de todas las seguridades y del rango social que
le conferían sus riquezas.
Jesús
interrogado por el joven rico acerca de lo que debía hacer para tener la vida
eterna, pudo decirle: “no me la puedes comprar con todo lo que tienes”. Si
hubiera sido otro, o si hubiera querido bromear pudiera haberle dicho: “Te la
vendo. Dame todo lo que tienes y el resto ya le buscaremos una financiación”.
Pero
resulta que la vida eterna no es algo que se pueda vender, comprar u obtener,
porque no es otra cosa que la caridad, o sea amor de amistad con Dios. Tener la
vida eterna es convertirse en amigo de Jesús. Y como dice la Escritura: “Si
alguien ofreciese toda su fortuna a cambio de la amistad, se haría
despreciable” (Cantar 8,7)
Hasta
Jesús se habría hecho despreciable si le hubiera querido vender su amor al
joven a cambio de su fortuna. ¡No! ¡qué horror! La amistad verdadera, la que
hace feliz al corazón del hombre, no se negocia.
¡El
joven rico se habría hecho despreciable si hubiera hecho una oferta para
comprar el amor de Jesús! Él, simplemente, no sospechaba que la vida eterna
dependiese de otra cosa que de un comportamiento correcto, según la ley. Cuando
le pregunta a Jesús qué debe hacer para ganar la vida eterna, quizás no espera
que se le pida nada más de lo que hace. Quizás espera que se lo confirme en que
lo que está haciendo es suficiente; que es suficiente con tener convicciones
éticas correctas y ceñir a ellas la conducta.
Por
algo la respuesta de Jesús parece tomarlo de sorpresa y se va triste.
Jesús
no le responde: hijo, tú ya eres bueno; lo que haces es suficiente. Sigue así
que alcanzarás la vida eterna.
No:
según la respuesta de Jesús, tenía que regalar toda su fortuna como algo
inservible para obtener lo que realmente cuenta. Tirar su fortuna, como tiró su
manto Bartimeo, el mendigo ciego, para salir corriendo detrás de Jesús, cuando
le dijeron: “¡el maestro te llama!” (Marcos 10.50.52).
El
evangelio de Marcos subraya el contraste entre el joven rico y este ciego
desprendido del manto que era todo su haber. A diferencia del joven rico, el
ciego Bartimeo tiró su prenda multiuso de mendigo: su manto que oficiaba de atadito
para el viaje y de mantel para sentarse a comer su mendrugo y de frazada
para envolverse y pasar la noche fría bajo un árbol tratando de protegerse del
rocío y de ponchito para los días de viento helado y sin sol. Como aquella viejecita viuda echó sus dos
últimos centavos en el tesoro del templo, tiró Bartimeo el manto para seguir a
Jesús como discípulo. Lo echó a los pies de Jesús el primero y mucho antes de
que los demás discípulos le alfombraran a Jesús, con sus mantos, el camino de
entrada en Jerusalén. En esto, el gesto de desprendimiento de Bartimeo fue como
profético y el ciego vio más que todos y lo vio antes que todos.
A
Jesús le tenemos que alfombrar el camino con todo lo que somos y tenemos, para
que entre en nuestro corazón pisando sobre todo. Una suprema amistad como es la
de Dios, se lo merece. De ella dice la Escritura: “Junto con ella me vinieron
todos los bienes, y ella tenía en sus manos una riqueza incalculable”
(Sabiduría 7,11) que Mateo traduce: “buscad el Reino de Dios y su justicia y
todo lo demás os vendrá por añadidura” ( Mateo 6,33). El no puede servirnos de
soporte para algo que queramos poner por encima de Él. Porque el que encuentra
esa perla preciosa, va y vende todo lo que tiene para comprarla.
Bartimeo,
pues, lo olvidó y salió corriendo detrás de Jesús, y se hizo su discípulo y lo
seguía por el camino. Había recobrado la vista para poder seguirlo, para poder
verlo, para poder amarlo. La vista de la fe, primero. La de los ojos también,
como signo y sacramento eficaz de la fe infundida en su corazón.
Hubiera
bastado recibir la visión interior de la fe para recibir la salvación. Pero
Bartimeo recibió también la luz de los ojos. Y con esa visión nueva, me lo
imagino en el Calvario, mirando desde lejos la crucifixión de su maestro y
bienhechor. Y me imagino que entre todos los ojos curiosos, sádicos,
incrédulos, burlones de la muchedumbre que no se apartaban del crucificado; entre
esa multitud de ojos que los ojos de Jesús podían recorrer con su mirada desde
lo alto de la cruz, leyendo compasivo en ellos las miserias de aquellas almas
necesitadas de salvación por las que Él se ofrecía; entre aquella multitud de
ojos, la mirada de Jesús pudo cruzarse con los ojos de Bartimeo; pudo reconocer
entre la muchedumbre aquellos ojos creyentes, que él había abierto a la luz de
la fe y del sol juntamente.
Aquellos
ojos, sí, eran los de un discípulo y lo miraban llenos de piedad y de caridad,
en medio del océano de miradas insensibles, adversas o de odio. No lamentó
Bartimeo haber recibido la vista para contemplar aquél cruel espectáculo.
Agradeció eternamente una curación tan a tiempo y oportuna para hacerlo testigo
del signo supremo de la caridad de Dios. Aquel amor inmenso revelado en la cruz
para el que los hombres somos, todos, ciegos de nacimiento.
Quizás
el joven rico, al enterarse del final desastroso de Jesús en Jerusalén, poco
después de invitarlo a dejar todo para seguirlo, se pudo decir: ¡Menos mal que
no le hice caso! ¡Mirá si llego a hacerle caso y venderlo todo para seguirlo!
Si
el joven rico dio un suspiro de alivio y se felicitó por no haber seguido a
quien poco después terminó de manera tan trágica; Bartimeo, por el contrario, se
consideró feliz por haber creído.
Pero
no creamos tampoco que la riqueza sea un obstáculo invencible para que lo
asalte y lo subyugue la caridad divina. La fuerza de la caridad es grande. Como
dice el Cantar. “El océano de las aguas no podría apagar la caridad, ni los
ríos anegarla” (Cantar 8,7). Y todos hemos sido testigos de la fuerza de la
gracia que ha movido almas ricas y bien acomodadas a dejarlo todo y tirarlo
todo, como Bartimeo su manto, para seguir a Jesús. Sí, la caridad a Jesús,
también salva a los ricos de sus riquezas, como salva a los pobres de sus
estrecheces. A todos los libera y los enriquece la fuerza divina de la caridad.
Es
ella la que hace de los últimos primeros y de los primeros últimos. Porque la
caridad invierte las escalas de valores humanas y las cambia por la escala de
valores divinas.
Te invito a leer, querido oyente, en el evangelio de
Mateo capítulo 19, versículo 27 y siguientes. O sea en el pasaje del evangelio
que los que me siguen con la Sagrada Escritura a la vista y abierta en el texto
de hoy, pueden encontrar inmediatamente antes. Repito Mateo 19,27
“Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo: Nosotros
hemos dejado todo y te hemos seguido ¿qué nos espera?”
Esta pregunta de Pedro hay que entenderla después de lo
que acababa de suceder con el joven rico, y de la inquietud que sobrevino entre
los discípulos con lo que Jesús les dijo después a propósito de lo sucedido.
El
joven rico se había acercado a Jesús preguntándole: “Maestro ¿qué he de
hacer para obtener la vida eterna?” Y acababa de irse triste, porque no se
había atrevido a seguir la invitación de Jesús: “Si quieres ser perfecto,
vete, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres; así tendrás un tesoro en
los cielos. Luego ven y sígueme. Al oír esto el joven se fue muy triste porque
poseía muchos bienes. Entonces Jesús les dijo a sus discípulos: yo les aseguro
que es difícil que un rico entre en el reino de los cielos. Vuelvo a decírselo,
le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar
en el reino de los cielos.
Al
oír esto los discípulos se quedaron de lo más asombrados y se preguntaban:
“entonces ¿quién podrá salvarse? Jesús, mirándolos fijamente dijo: Para los
hombres eso es imposible, pero para Dios todo es posible.
Entonces
Pedro, tomando la palabra, le dijo: “Ya lo ves, que nosotros lo hemos dejado
todo y te hemos seguido; ¿qué recibiremos entonces?
Jesús les dijo: Yo os aseguro que vosotros los que me habéis seguido,
en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria,
os sentaréis también vosotros en doce tronos para juzgar a las doce tribus de
Israel. Y todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre,
hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida
eterna Y muchos primeros serán últimos y muchos últimos primeros”.
El
joven rico preguntaba por la vida eterna. Y la vida eterna es lo que Jesús
termina prometiéndole a Pedro.
Entre
Pedro y el joven rico hay una diferencia. El joven rico pregunta antes de
haberse decidido a seguir a Jesús. Pedro, pregunta después de haberlo dejado
todo para seguirlo.
El
joven rico no logró fiarse de la promesa de Jesús. No tenemos que suponer
necesariamente que su alma fuera avariciosa. Basta para explicar su indecisión
las responsabilidades que trae una administración de bienes cuantiosos. El
joven rico pudo haber pensado que había muchos que dependían de él... que sus
empresas creaban tantas fuentes de trabajo... se sentía quizás dependiente de
los que dependían de él...
Las
riquezas no sólo atan por el pecado de avaricia, sino por las preocupaciones,
por las obligaciones que crean. La palabra cayó en el corazón del joven rico
como la semilla entre las espinas, o sea, como una inspiración de Dios en el
corazón de una persona demasiado preocupada por los bienes de este mundo.
¡A
cuántos no les queda tiempo para ir a misa el domingo porque las esclavitudes
laborales a las que las somete el Faraón ha terminado quitándoles la libertad
de los hijos de Dios!
Algún
oyente podrá decir quizás, “Bueno. Es lógico. Usted, padre, es un sacerdote y
tenía que salir defendiendo la misa del domingo”. Y algún otro podrá aprovechar
a decirle a ese miembro de la familia que no está yendo a misa el domingo:
“¿Ves lo que dice el Padre? ¡que hay que ir a misa!”
Entiéndaseme
bien. No estoy defendiendo la Misa. Estoy defendiendo la libertad de los Hijos
de Dios. Porque el Faraón te quita primero el tiempo de ir a Misa, luego te
quita el deseo de ir a Misa, después te quita la necesidad de orar a Dios, y
por fin te convierte de Hijo de Dios que eras y a lo que estabas llamado, en un
esclavo que amasa ladrillos para fabricar pirámides.
Tu
desgracia hijo mío, hijo de Dios, es que el faraón te arrebata el amor de Dios
y te hace sordo a las voces de tu Padre, que son las que engendran, dan vida y
salvan, ahora y en la eternidad.
Porque
en el fondo, de lo que se trata, es de escuchar una palabra de Jesús, de
escuchar una promesa de Jesús, y de creer que esa palabra me está dirigida, es
fiable, es verdadera, puedo creer en ella.
Eso
había hecho Pedro. Y por eso, tiene todo derecho a preguntar: “Nosotros
hemos dejado todo y te hemos seguido ¿qué nos espera?”
Hay
inquietud en esta pregunta de Pedro. A esta altura del evangelio las nubes se
van espesando sobre Jesús y hay como relámpagos lejanos que aunque Pedro
pretenda ignorar, no dejan de inquietarlo. A esta altura del Evangelio Jesús
les ha anunciado ya dos veces que se aproxima la Pasión. La primera vez en el
capítulo 16 versículo 21 y la segunda vez en el capítulo 17 versículo 22.
Jesús
había comenzado a enseñarles a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y
que padecería mucho por causa de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los
maestros de la ley, que lo matarían pero que al tercer día resucitaría.
Entonces, Pedro lo había tomado aparte y se había puesto a reprenderlo y
recriminarle: “Dios no lo quiera Señor, no te ocurrirá esto”.
¡No
lo hubiera hecho!
Jesús
volviéndose hacia Pedro lo reprendió: “¡Quítate de mi vista y ponte detrás de
mí Satanás! ¡Conviértete en discípulo mío, Satanás, y vuelve a ser Pedro!
Pedro, Pedro, Piedra. Eres para mí en este momento una Piedra de tropiezo en
vez de la Piedra sobre la que esperaba fundar mi Iglesia! ¡Tus pensamientos no
son los de Dios sino los de los hombres! Tú me pones obstáculos en el camino de
la pasión y piedras para hacerme tropezar. Tú deberías seguirme como buen
discípulo por el camino de la Cruz y pretendes apartar del camino a tu maestro.
¡Pedro! ¿Quién es aquí el maestro de quién? ¿Acaso quieres tú enseñarme el
camino a mí? ¿Acaso quieres enmendarme la plana?
Pedro
se había quedado en el molde. El segundo anuncio de la Pasión lo había
entristecido como a los demás apóstoles y discípulos, pero había tragado saliva
y algo de bilis revuelta y se había callado la boca. Ahora, a raíz de lo del
joven rico y de las duras palabras de Jesús acerca de la dificultad para entrar
en el Reino de Dios que tienen los ricos, la inquietud contenida, hinchada de
presentimientos negros reprimidos, se le reventó como una ampolla:
“Nosotros
hemos dejado todo y te hemos seguido ¿qué nos espera?” Sí, qué nos
espera Jesús. A dónde nos estás llevando. Estos anuncios de muerte y fracasos
que nos vienes haciendo y que no permites que te cuestionemos, no son nada
tranquilizadores para gente de trabajo y de bien, que lo ha dejado todo para
seguirte, que se ha embarcado en una aventura por amor a ti y confiando en tus
palabras. ¿qué nos espera? Porque tus preanuncios nos intranquilizan y nos
hacen dudar.
El
joven rico no se había atrevido a dejar nada. La invitación que le hizo Jesús
tuvo lugar en el camino durante el último viaje de Jesús a Jerusalén. Podemos
imaginarnos que la invitación al joven rico tuvo lugar una semana o un mes
antes de la Pasión. Y podemos imaginarnos lo que habrá pensado el joven rico
cuando se enteró del fin de Jesús. ¿Pensó quizás ¡de la que me libré!?
¿Pensó quizás: “¡Pero este Jesús era un irresponsable!, ¡mirá si le hago
caso!”?
Lo
del joven rico pudo resolverse quizás con un suspiro de alivio.
Pedro
en cambio había roto los puentes y quemado las naves. Se había comprometido
totalmente con Jesús y le había dado el corazón. Pero lo suyo no era un asunto
del corazón sino de la cabeza. Un asunto de pensamientos. Al decir de Jesús:
“tus pensamientos no son los de Dios sino los de los hombres”
Lo
de Pedro era ceguera ante la Cruz. ¿Y quién será capaz de tirarle la primera
piedra? Ya se encargaría el Espíritu Santo de enseñarle lo que le faltaba. “No
hagas impuro lo que Dios ha hecho puro”. Pablo le reprendería: “si tú siendo
judío vives como gentil ¿cómo fuerzas a los gentiles a judaizar!” Muriendo y
aprendiendo, dice el refrán. Y tiene más verdad y mucho más misteriosa y
profunda de la que sospechan los que lo usan. Por lo menos para los discípulos
de Cristo y para los Hijos de Dios, la muerte es también un asunto de sabiduría
divina, que el pensamiento de los hombres no pueden entender ni explicar.
Y
a eso apunta la frase de sabiduría que nos inculca Jesús hoy: “Hay muchos
primeros que serán últimos y muchos últimos que serán primeros” Porque la
bondad de Dios no la entienden los
hombres.
Yo,
siendo inocente, voy a la Pasión y me verán ajusticiado como al reo digno del
peor suplicio y de la muerte más infamante.
Ese
que es considerado el último por todos los poderes de este mundo, ese es el
primero, y por él serán juzgados todos los poderes de este mundo. Y los que
están con él, aunque sean considerados por el mundo como los últimos, esos son
los primeros y los elegidos del Padre. Ellos son primogénitos. Y en esto se
revela una bondad de Dios que sólo los que lo aman como el Hijo, solamente los
que tienen corazón de hijos, pueden comprender.
Para
entender las cosas de Dios, la carne de nada sirve. Ella sólo atinará a
protestar como los trabajadores de la primera hora. Es el Espíritu, es decir la
caridad, el amor divino, el que sondea los misterios de Dios y entra en los
tesoros de su bondad.
Quiero terminar leyendo y comentando brevemente el salmo
72. Este salmo es una meditación sapiencial sobre el misterio de la retribución
de los malos y de los buenos. Comienza afirmando la bondad de Dios. Después se
extraña de que a los malos les vaya bien y a los buenos les vaya mal. Y por
fin, entrando en el misterio de Dios, se da cuenta de lo torpe que ha sido para
entender y se alegra con la visión de la bondad divina. Oremos con este Salmo.
¡Qué bueno es Dios para el
justo,
El Señor para los limpios de corazón.
Pero yo por poco doy un
mal paso,
Casi resbalaron mis pisadas:
Porque envidiaba a los
perversos,
Viendo prosperar a los malvados.
Y
el salmista pasa a contarnos los pensamientos que revolvía en su corazón
Para ellos no hay
sinsabores,
Están sanos y orondos;
No pasan las fatigas
humanas
Ni sufren como los demás.
Por eso su collar es el
orgullo,
Y los cubre un vestido de violencia;
De las carnes les rezuma
la maldad,
El corazón les rebosa de malas ideas.
Insultan y hablan mal,
Y desde lo alto amenazan con la opresión.
¿No
es verdad, querido oyente, que pareciera que los malvados se han apoderado del
mundo y lo gobiernan en su provecho? ¿No nos pasa a nosotros que no
comprendemos esto y alguna vez nos preguntamos: ¿Y Dios dónde está? ¿Cómo
permite que triunfen los malos?
No sólo los malos, prosigue
meditando el salmista, sino los impíos, los enemigos de Dios:
Su boca se atreve con el
cielo,
Y su lengua recorre la tierra.
Y el éxito que tienen los
malvados se convierte en una tentación para los seguidores de Dios. Muchos se
van por los caminos de los malvados porque ven que tienen éxito, ven que son
los primeros. El salmista lo comprueba diciendo:
Y se bebe sus palabras.
Ellos dicen: “¿Es que Dios
lo va a saber,
Se va a enterar el Altísimo?
Así son los malvados:
Siempre seguros, acumulan riquezas.
Entonces
– se pregunta el salmista - ¿para
qué he limpiado yo mi corazón
Y he lavado en la inocencia mis manos?
¿Para qué aguanto yo todo
el día
y me corrijo cada mañana?
Dicho
en otras palabras que quizás nuestro corazón pueda reconocer como propias:
¿Para qué me sirve amarte Señor? ¿Si a los que te amamos nos tiran todos a la
papelera? ¿dónde está tu bondad con los que te aman? A nosotros, como a los
viñadores de la primera hora, también nos resulta escandalosa e incomprensible,
incompatible con tu bondad, esa manera de proceder con los que te aman,
empezando por tu Hijo Jesucristo. Y sin embargo, sabemos que no te podemos
reprochar nada ni dudar de tu bondad:
Si
yo dijera –prosigue el salmista – “Voy
a hablar como ellos”
Renegaría de la estirpe de
tus hijos.
Meditaba yo para
entenderlo,
Pero me resultaba muy difícil:
Hasta que entré en el
misterio de Dios,
Y comprendí el destino de ellos
Sí, cuando el salmista se
sumerge amorosamente en la intimidad del amor divino comprende que el premio de
los que aman a Dios es Dios mismo y la desgracia de los que no lo aman,
aunque sean prósperos, sanos y poderosos, es no amarlo:
Es verdad –prosigue el salmista – los pones en el
resbaladero,
Los precipitas en la ruina:
En un momento causan
horror,
Y acaban consumidos de espanto.
Como un sueño al
despertar, Señor,
Al despertarte desprecias sus sombras.
Cuando mi corazón se
agriaba – envidiando su bienestar –
Y me punzaba en mi interior,
Yo era un necio y un
ignorante,
Yo era un animal ante ti.
Pero yo siempre estaré
contigo,
Tú agarras mi mano derecha – como un Papá que lleva de la mano a su niñito -
Me guías según tus planes
Y me llevas a un destino glorioso.
¿Acaso no te tengo a ti en
el cielo?
Y contigo ¿qué me importa la tierra - en la que se quedó prisionero el joven rico?
Por Dios, mi lote perpetuo. Todo es cuestión de amor. Todo es cuestión de haber
experimentado tu bondad y amarte, de haber entrado en tu misterio. Entonces
todo es claro. También el camino de la Cruz, por el que nos precede tu Hijo.
Sí: - concluye el salmista – los que se alejan de ti se
pierden,
Tú destruyes a los que te son infieles. Más bien, ellos mismos se autodestruyen y se apartan
de ti, como el joven rico, entrando en el cono de sombras de la tristeza de no
amarte.
Para mí lo bueno es estar junto
a Dios,
Hacer del Señor mi refugio.
Dios
mío, si mi corazón reconoce como suyo este sentimiento del salmista, ¡gracias!
Si no es este mi sentimiento
pero desearía que mi corazón sintiese así: ¡dame esa gracia!
Que, para mí, lo bueno sea
estar junto a ti y tener en ti mi refugio. Y si he entrado en ese refugio, si
he entrado en ese reposo y descanso que eres tú, entonces comprenderé que
aunque el mundo considere como últimos a los que te amamos, para ti, para tu
bondad, somos los primeros. Y para nosotros también, Tú eres el primero y el
último, el Alfa y el Omega, y ante ti el mundo es como un envase descartable.
Porque: Para nosotros, lo bueno es estar junto a ti y hacer de ti nuestro
refugio. Amen.