La Guerra Santa de la DGT.

Iba
a la corrida más importante de la feria sin cinturón de seguridad. La
guardia Civil le puso una multa pero, para que no llegara tarde al
paseillo, le escoltó hasta la plaza en un simpático gesto.
En mala hora, porque Cinemómetro —el primero de la tarde— le
dejó occiso al tercer capotazo. Del mal el menos: ya había pagado la multa
por no llevar el cinturón.
No me digan que las muertes por asta de toro no son un
«problema social» y los accidentes de tráfico sí. Usted es un individuo,
con derechos y obligaciones individuales, no una porción de la sociedad.
Si no paga a hacienda, será sancionado independientemente de que el fraude
fiscal sea o no un «problema social». Por tanto, sobre su decisión de
ponerse en peligro no debería haber más autoridad que usted.
Y, además, la monserga del «problema social» es una patraña;
problemas hay muchos y no todos se tratan de la misma forma. En el año
2004, y según el Ministerio de Sanidad y Consumo, murieron en España 4.990
personas en accidentes de tráfico. Por cáncer de próstata, en ese periodo,
5.694 (según la misma
fuente, que no tiene o no publica datos más recientes).
Seguramente muchas personas no habrían muerto en accidente de
tráfico si hubieran llevado bien puesto el cinturón de seguridad. Es
posible que algunos de esos tumores en la próstata no hubieran sido
fatales si los hubieran localizado a tiempo.
Y, sin embargo, no le van a multar si no acude regularmente al
médico. No van a colocar cámaras en los servicios para detectar a los que
lo visitan con demasiada frecuencia. No va usted a pagar anuncios que
digan «Busca tu razón para hacerte un examen rectal».
Nada de eso va a ocurrir (de momento) porque no sería tolerado
(supongo). En cambio, ahora más que nunca, en nombre de la «seguridad
vial» se cometen disparates (por
cierto) y atropellos que no serían consentidos en ningún otro ámbito.
La escasa exigencia de eficacia que hay sobre quienes nos gobiernan, fuera
de las necias disputas partidistas, queda en nula cuando se trata de la
administración del tráfico.
Cada día hay más represión sobre los conductores, cada día se
exageran más las campañas para infundir miedo. Nada de eso tiene efecto en
el objetivo de reducir sustancialmente los accidentes y, sin embargo, esa
ineficacia no se percibe como un problema. Si el palo falla, es que no han
pegado bastante fuerte.
El desatino en la gestión del tráfico ha llegado hasta unos de
los recursos más usuales entre los incompetentes y los totalitarios:
culpar a un enemigo.
Es posible que usted haya pensado de otro conductor que lo
mejor para todos sería que no condujera (yo sí lo he hecho). Es posible
que algún conductor haya pensado eso mismo de usted (de mí seguramente lo
han pensado). Ahí está el enemigo: esa masa difusa de indeseables que
ponen a otros en peligro y que cualquiera puede reconocer fácilmente. Para
acabar con ellos, vale todo.
Para actuar contra ese enemigo la autoridad al cargo del
tráfico primero debe identificarlo. Actualmente lo hace mediante dos
procedimientos católicos medievales. Uno es el de «matadlos a todos, Dios
escogerá a los suyos» (cita).
Se colocan los radares donde resultan más rentables y se pesca a todo el
que va a una velocidad considerada «peligrosa», sea al que sale a la
carretera con propósitos homicidas, sea a un señor que pasaba despistado
por allí. El otro es próximo a la ordalía, una vez hecha la acusación, hay
muy pocas posibilidades de poder demostrar inocencia.
Creo firmemente que hay personas que conducen y no deberían
hacerlo, porque ponen en peligro a otros con frecuencia. No sé cuántas son
y no creo que ninguno de los métodos empleados sirva realmente para
identificarlas. Pero, aunque se diera con un método eficaz para hacerlo,
hay un segundo problema: qué proporción de los accidentes causa esa
minoría de conductores indeseables.
Uno de los antecesores de Navarro (menos malo que él y parecía
difícil), llegó a afirmar simultáneamente que el exceso de velocidad era
la primera causa de accidentes y que sólo una minoría de los conductores
rebasaba los límites de velocidad. Supongo que esa minoría tenía que
correr mucho para llegar a tiempo a todos los accidentes.
Acabar con el enemigo, además de dejarles sin justificación,
serviría de poco si la mayoría de los accidentes se producen porque nos
distraemos, porque nos equivocamos, porque no estamos en condiciones de
conducir, por falta de aptitud o por mala actitud.
Poner radares y multar severamente a quienes excedan un límite
de velocidad puede servir para reducir accidentes, siempre y cuando el
radar esté en un lugar donde rebasar ese límite cause accidentes. No es
eso lo que se busca, sino crear «miedo a la velocidad». Pero, si los
excesos de velocidad no son voluntarios, si lo que ocurre cuando hay un
accidente causado por un exceso es un fallo de apreciación (por error,
distracción, borrachera o cualquier otra causa), todo ese miedo es inútil.
Tan inútil como ordenar «mantenga la distancia de seguridad»,
si la mayoría de los conductores no son conscientes de cuánta distancia es
necesaria, según la velocidad y la adherencia.
Tan inútil como multar por no llevar el cinturón abrochado, si
la mayoría lo lleva mal puesto porque sólo quiere evitar una multa. Todos
los recursos dedicados a proclamar la obligación de ponérselo y sancionar
a quienes no lo hacen habrían estado mejor empleados de dos maneras:
explicando por qué es necesario y enseñando
cómo hacerlo
correctamente
a quienes sí se lo quieren poner.
Pues
no. En lugar de enseñar, guerra santa.
Por:
Juan Manuel Pichardo. Km77.com
Fecha:
Lunes 28 de Mayo de 2007.
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