(Capítulo
primero de La Literatura Griega de la época
helenística e imperial, de Raffaele Cantarella, 1968, Buenos Aires, Losada,
1972)
El
término “helenismo”, que en griego significa en sentido genérico
“imitación de la cultura griega” y, en sentido más estricto, “forma
griega pura y correcta”, designa, a partir de Juan Gustavo Droysen que fue su
gran historiador (1808-1884), el período de expansión de la cultura griega en
Oriente, caracterizado, precisamente, por la fusión de elementos griegos con
elementos orientales.
Este
fenómeno histórico se produjo como resultado de la conquista de Alejandro
Magno (356-323 AC) quien, habiendo sucedido a su padre Filipo de Macedonia en el
año 336, entre les años 334 y 324, después de haber conquistado el imperio
persa, llevó las armas griegas al corazón de Asia, hasta el curso del Hipaspis
(hoy Beas, afluente del sur del Indo) e incluso hasta el Pendjab, sojuzgando los
territorios correspondientes a las actuales Turquía asiática, Siria, Iraq, Irán;
y Egipto hasta Assuán.
La
muerte prematura de Alejandro mostró muy pronto la fragilidad de esta
construcción demasiado grandiosa. Después de un período de intrincadas y
encarnizadas luchas entre los sucesores (diádocos) de Alejandro y
posteriormente entre sus descendientes, su herencia, alrededor del 275, aparece
dividida en tres grandes estados: 1) Egipto (y parte de Siria) de los Ptolomeos;
2) la Grecia continental (salvo la parte central, de las ligas etolia y aquea, y
Esparta, que era independiente) formaba el reino de Macedonia; y 3) el reino de
los Seléucidas, que comprendía aproximadamente la parte asiática.
Hacia
mediados de siglo se constituye finalmente la gran cuarta potencia de la época
helenística, el reino de Pérgamo (Misia), de los Atalidas. A fines de siglo (año
201), Roma, que interviene en el litigio provocado por las discordias de los
monarcas helenísticos, comienza a inmiscuirse en los asuntos de Asia; y ya la
paz de Amapea en el año 188, la ve como árbitro del mundo mediterráneo
oriental. Uno tras otro, los estados helenísticos se consumen en rivalidades
recíprocas y concluyen en la órbita de Roma, a la que, en el año 133, Atalo
III deja en herencia su propio reino.
Sólo
Egipto permanece independiente todavía un siglo más, pero el 1° de agosto del
año 30 AC también Alejandría cae en manos de Augusto, y Egipto se convierte
en provincia personal del emperador. El fin de la última monarquía helenística
es considerado, con razón, como el fin del propio período histórico. La misma
Grecia, en el año 27, se constituye en provincia senatorial romana con el
nombre de Acaya. El elemento griego ha concluido su fusión política en el
mundo que ya pertenece a Roma.
Con
frecuencia se olvida que el helenismo no había tenido necesidad de aguardar a
Alejandro para difundirse más allá de Grecia, tanto hacia Occidente como hacia
Oriente, después de la gran colonización realizada entre 750 y 550 AC. Se había
producido entonces una penetración comercial y cultural predominantemente pacífica,
consolidada por una profunda y duradera fusión étnica con las poblaciones indígenas.
Ahora,
en cambio, con Alejandro, los griegos actúan como conquistadores; la civilización
griega, y en primer término la lengua, se convierte la civilización oficial de
la clase dominante, es decir de un círculo limitado, y queda aislada en países
de civilización antiquísima (Egipto, Mesopotamia, etc.), entre pueblos y
lenguas absolutamente extraños al pueblo griego.
Debe
advertirse, sin embargo, que la conquista de Alejandro, que se dirigía contra
el enemigo tradicional de los griegos, o sea el imperio persa, miraba hacia el
Oriente, que resulta de esta manera conquistado por la civilización griega. El
Occidente griego, por su parte, aislado de la madre patria, será pronto
absorbido en la zona de influencia romana y perdido por Grecia, pero antes habrá
cumplido con la misión de intermediaria, a través de la Magna Grecia (sur de
Italia) entre la cultura griega y Roma.
En
realidad, esta cultura de los griegos vencedores estaba en alguna medida como
prisionera de países y pueblos sino hostiles, extranjeros; continuamente en
actitud de defensa contra la amenaza de que la absorbieran civilizaciones
vetustas y gloriosas, ante cuya fascinación ella misma no era insensible. Por
otra parte, los griegos tenían conciencia de ser los portadores de la más
elevada forma de civilización que el mundo hubiera elaborado jamás, y que por
los caracteres de la humanidad y universalidad que expresaba merecía
convertirse en el patrimonio común de todos los hombres. De ahí que, para
protegerla y difundirla era necesario organizarla: y primeramente en Egipto y
después en todo el mundo helenizado, surgieron instituciones que cobran vida y
se nutren del poder político, o sea de la corte.
Frustrados
el sueño y el ejemplo de Alejandro, de una fusión entre vencedores y vencidos,
la conquista todavía se mantenía firmemente en los territorios sometidos a
través de numerosas fundaciones en Oriente (la tercera y más importante oleada
de la colonización griega), en toda la zona del Asia Menor, sobre el litoral
sirio, a través de la zona mesopotámica hasta el golfo Pérsico.
Estas
fundaciones se tornan centros naturales de expansión de la cultura griega,
entre los cuales sobresalen, por su importancia y eficacia, las grandes
capitales de los grandes Estados helenísticos: Alejandría, principalmente, Pérgamo,
Antioquía, que comienzan una renovación urbanística y en parte arquitectónica,
para construir y adornar la morada del monarca y de la corte.
En
la nueva capital egipcia surgen, gracias a la liberalidad del príncipe, las
instituciones culturales que se difundirán en gran parte del mundo helenizado:
el “Museion” con las instituciones científicas anexas (el observatorio
astronómico, un jardín botánico y zoológico, un instituto anatómico) en las
cuales trabajan los sabios sin ninguna preocupación por la vida práctica;
finalmente la biblioteca que, en adquisiciones sucesivas, alcanzaría a contener
todo lo que la literatura -no solamente griega- había producido hasta el
momento (setecientos mil volúmenes, según algunas fuentes).
Las
posibilidades provenientes de esta colección dan origen a la filología, a la
interpretación de textos (en primer lugar Homero y luego los demás) y a la
historia literaria (catálogos e inventarios), que serán una valiosa ayuda para
la conservación de los textos antiguos. Junto a esta que sería la Universidad,
está además el “gymnasium” con su paideia cultural y física para la
primera formación de la juventud.
Estas
instituciones, debidas al consejo y la guía del filósofo peripatético
Demetrio Faléreo, prolongan, con una prodigalidad de medios que sólo el
monarca podía suministrar, instituciones atenienses semejantes, como la
Academia y especialmente el Liceo, de las que representan la evolución y el
potenciamiento. El hecho de que se difundan, aun en centros menores y en
ciudades libres como Pela, Éfeso, Delfos, Corinto, Siracusa, Rodas, Cos,
demuestra que ellas responden a una tendencia general de la civilización griega
en este período. Que las condiciones ofrecidas por tales instituciones fuesen
ideales para el progreso de las ciencias, comprendidas por las disciplinas históricas,
es una constatación obvia, apoyada incluso por ejemplos muy recientes. En
efecto, la época helenística ha visto, junto con el renacer de la poesía, un
nuevo y poderoso despertar del espíritu científico en todas las direcciones.
Más
aún, aparece ahora la figura del sabio puro, matemático o astrónomo por
ejemplo, mientras que en la época clásica el sabio se identifica casi siempre
con el filósofo, hasta que Aristóteles, instructor de Alejandro, aun
realizando la síntesis de estas actividades, muestra lo que podríamos llamar
las premisas necesarias de la separación. Igualmente es interesante observar
que también muchos poetas son hombres de ciencia; no sólo los fundadores de
las disciplinas filológicas y literarias, como Licofrón, Calímaco, Apolonio
de Rodas y otros, sino también científicos propiamente dichos como el matemático,
astrónomo y geógrafo Eratóstenes o bien el médico y naturalista Nicandro.
Los
caracteres de esta nueva civilización griega en tierra de conquista son
aquellos que le dan vigor y la fuerza de penetración necesarios para difundirse
en ambientes tan diversos entre sí y tan distintos de ella, pero son también
aquellos que la condicionan y que constituyen su diferencia fundamental con
respecto a la civilización de los siglos precedentes.
Ésta,
en los siglos V y IV AC, había sido la expresión y la creación de la polis,
sobre todo de Atenas, cuya afirmación más alta y el análisis más claro se
encuentran en el admirable discurso de Pericles en Tucídides. El fruto, vale
decir, de una libre organización civil y religiosa, de la que cada ciudadano se
siente, por su parte, artífice y beneficiario; una luz inmensa amada como una
cosa viva, por la cual es bello vivir y morir. Primero los poetas, luego los
historiadores y los filósofos habían sido la voz y la conciencia de esta
grandeza: y de una realidad espléndida habían hecho un mito y un ejemplo
permanente.
Ahora,
agotada la polis, se produce la caída de todos los grandes ideales que la habían
creado y que ella misma había formado: libertad, patria, religión. Ahora el
ciudadano no significa nada: el príncipe y su administración piensan en todo,
por todos. La historia no la hace ya la asamblea popular sino la voluntad del
monarca; la política, la paz y la guerra son hechas por las ambiciones o por
las disputas dinásticas. Para los griegos, ésta es tierra de conquista; no es
todavía (y quizá no lo sentirán nunca así) la “patria”, la tierra de los
padres, en nombre del cual Esquilo había cantado el himno de guerra para la
flota de Salamina.
Esta
es una tierra de conquista, de aventura y de intercambio: el combatiente no es
ya el ciudadano, sino el soldado de aventura y el mercenario. La cultura es de
importación: no se alimenta de naturales jugos terrestres, sino que se dirige,
particularmente durante las primeras generaciones, a un círculo poco numeroso,
constituido precisamente por elementos griegos y por elementos helenizados por
simpatía, por necesidad o por moda.
Este
contacto con pueblos, lenguas y civilizaciones nuevas produce ahora (a
diferencia del tiempo en que el hombre griego las sentía, si bien fascinantes,
fundamentalmente extrañas y hostiles, o sea “bárbaras”) un estado de ánimo
que en parte había ido madurando por natural evolución y prevaleciendo sobre
el exclusivismo regional, de concordia y de “filantropía” y de
cosmopolitismo.
Si
todavía no es un sentimiento, es sin duda la tentativa o el deseo de superar
las barreras de la lengua, la estirpe, de estado. Como sucede siempre, el
proceso de ósmosis es recíproco, y los griegos, si bien son quienes más dan,
a su vez reciben también. Así se advierte sobre todo en la arquitectura y en
la escultura, que denuncian la perdida del sentido griego de la medida y el
predominio del gusto oriental: piénsese en el Ara de Pérgamo o en el Coloso de
Rodas o en el Laocoonte.
La
influencia de Oriente reaparece en la concepción y la organización del estado
absoluto, concentrado en manos del monarca, y en el culto divino que se le
rinde, culto que ya Alejandro había pedido para sí, suscitando la invencible
repugnancia de los griegos, que se le tributará a él y a los diádocos después
de su muerte; que, en Egipto, fue rendido en vida a los monarcas Ptolomeo II y
su hermana-esposa Arsinoe II.
También
en las letras surge ahora (por lo que sabemos, por primera vez en la historia de
manera amplia y difundida, pues los intercambios en el área del Mediterráneo
oriental del XIV al XII AC de “El-Amarna” derivan más bien de relaciones
dinásticas y diplomáticas) la necesidad o la curiosidad de conocer las obras
de otras lenguas, a través de las traducciones, del hebreo seguramente;
probablemente también del egipcio y del caldeo.
La
civilización griega, por cierto, había elaborado ya sus valores fundamentales.
En ese momento, más que de creación se trata de extensión y de difusión;
pero no sin que, por eso mismo, se vayan revelando aspectos nuevos y originales.
Se ha afirmado que la ganancia en extensión significó una pérdida de
profundidad. Es una opinión superficial e inexacta, que constata, interpretándolo
erróneamente, un hecho obvio y por otras razones, verdadero: que el impulso
activo, la carga vital del espíritu griego tendía a agotarse.
Ningún
daño para la vitalidad y la grandeza de las creaciones le había sobrevenido en
efecto a la civilización griega en el período de las grandes colonizaciones,
que por la vastedad territorial no es muy inferior a la conquista de Alejandro.
Por otra parte, puesto que semejante trasplante cultural, guiado y organizado,
no había aparecido antes de este momento en estas proporciones y en estas
condiciones, el mismo constituye una experiencia interesantísima, aparte de las
consecuencias históricas y culturales que pasaremos a señalar.
Además,
suministrará una especia de prueba (que la civilización griega afrontará
ahora, victoriosamente, por primera vez) del carácter universal y de los
valores absolutos que la destinaban a convertirse en patrimonio común de la
humanidad.
En
los últimos tres siglos, del VI al IV AC, Grecia había alcanzado un admirable
y quizás jamás inigualado florecimiento en las artes, en el pensamiento y en
las ciencias que, en los siglos V y IV, había sido casi exclusivamente de
creación o de formación ateniense. Después de esto, que nos parece un
prodigio y que fue solamente un hecho natural, es asimismo natural que su
impulso tendiera a agotarse, en perfecto paralelismo con el imperio naval que
había sido el aspecto histórico-político del mismo espíritu de poder.
El
hecho es visible precisamente en Atenas, que quedó al margen de la acción de
las nuevas fuerzas, que provenían de un pueblo considerado poco menos que bárbaro,
aunque estuviera helenizado en la clase dominante: los macedonios, que con la
conquista militar, transfieren al plano universal la civilización que había
tenido su centro en Atenas. Atenas, que ya no será creadora ni de historia ni
de pensamiento, comienza su vida de tranquila ciudad al margen del helenismo,
con su tradición de ciudad consagrada a la cultura y a las artes.
Su
última gran manifestación literaria, la comedia nueva, es profundamente
significativa de la vida y de los ideales del momento; pero muchos de estos
poetas (como sucedía con los de la comedia post-aristofanesca) ya no son
atenienses. Tampoco la filosofía, que es otro gran mérito de la Atenas helenística,
es ateniense después de Platón, aunque esté localizada en Atenas como
consecuencia de la inmensa fuerza de una tradición insustituible; pero Aristóteles
y Teofrasto, como después Zenón y, en el fondo, también Epicuro, vienen de
otras partes del mundo griego.
Ahora
los centros de propulsión están fuera, en el mundo nuevo, principalmente en
Alejandría, que era de algún modo la más griega de las nuevas capitales helenísticas
en la orilla de aquel Mediterráneo que había sido siempre la vocación de los
griegos y en la que podemos recoger, más completos y evidentes, los aspectos
característicos de los nuevos tiempos, entre ellos lo que después se llamará
“mecenazgo”, es decir, protección acordada a las artes y a las ciencias
asegurando una vida tranquila y segura a sus cultores.
En
el campo literario, el hecho más visible y más importante es sin duda el
renacimiento de la poesía, que en el siglo IV había casi enmudecido. (...) En
cuanto a la expresión lingüística, la poesía emplea los “dialectos” ya
tradicionales de los géneros: el ático, en diversa proporción de pureza para
la tragedia y para la comedia, el homérico y el hesiódico para la epopeya, el
jónico variadamente mezclado para el yambo, la elegía y el epigrama. Pero
ahora, separados del ambiente en el cual habían nacido y en el cual se habían
influido recíprocamente, se limitan a suministrar de cada habla la pátina y el
color predominante (recuérdese que ninguno de los dialectos literarios es puro
ni refleja una localización geográfica, sino que todos son variadamente
mixtos: o sea, son lenguajes de arte) mientras se acentúa en ellos el tono
forzado y artificial del trasplante; con excepción, obviamente, de la comedia
ática.
De
esta impresión no se sustrae ni siquiera la lengua de Teócrito, que es
generalmente una mezcla del dórico paterno con el dialecto épico en proporción
diversa según los argumentos: lengua indudablemente original, con sus extraños
ecos, que dan a la poesía de Teócrito inigualable dulzura y sabias armonías.
Una rebuscada rareza es, en cambio, el eólico de dos composiciones de Teócrito,
como el dórico de dos himnos (V y VI) de Calímaco, de los cuales el último
está, además, en dístico elegíaco: ¡un verdadero pastiche literario, un
himno homérico en dialecto dórico y en metro elegíaco!
Un
cuadro lingüístico distinto ofrece en cambio la prosa, que se presenta con una
dignidad artística mucho menor con respecto a la poesía contemporánea. La
conquista de pueblos no griegos (y antes la confluencia del ejército de
elementos originarios de diversas partes del mundo griego), las relaciones con
los súbditos no sólo entre los distintos estados a través de la administración
y la cancillería y la difusión de una civilización única en gran parte del
mundo oriental, crean la necesidad de una lengua de intercambio que pueda ser
entendida por todos, de una lengua “común” (κοινή, es
decir, διάλεκτος).
Esta
lengua común no podía ser, en aquel momento de la evolución del griego, sino
la ática: sea porque ella misma había ya constituido en cierto modo una
“koiné” hablada (como lo atestigua ya hacia fines del siglo V el anónimo
autor de la constitución de Atenas, cap. II,8), sea por la enorme tradición de
cultura que ella representaba y que la colocaba naturalmente como la lengua más
difundida y a la vez más ilustre de Grecia.
No
obstante, el ático pierde aún más sus caracteres idiomáticos (morfológicos,
gramaticales y sintácticos) que ya había atenuado durante la hegemonía
ateniense, y tiende a normalizarse precisamente para responder a sus nuevas
funciones de “koiné”: la cual, en el concurso de las causas políticas y
sociales, concluirá por producir la desaparición de las antiguas hablas
locales.
Lengua
común, obviamente, es una expresión general y un poco abstracta, que contiene
aspectos muy diversos. Ante todo, la lengua hablada había sido distinta de la
lengua escrita literaria; pero de aquella sabemos bien poco, a través de los
papiros; respecto de éstos hay que recordar que aun la lengua más inculta,
cuando se escribe incluso con fines prácticos, adopta necesariamente un carácter
más elaborado. De la lengua, o sea de la prosa literaria, se conservan en
cambio numerosos e importantes documentos, ya que ésta fue la lengua de la
historia, de la filosofía, de la erudición, de las ciencias.
En
la lengua de Jenofonte, por ejemplo, ya se encuentran, quizá por las
vicisitudes del escritor, elementos de la “koiné”, o sea, no rigurosamente
áticos. Esta es la lengua de Aristóteles, Teofrasto, Epicuro, Zenón,
Posidonio y Epicteto, de los historiadores de Alejandro, de Polibio, de Diodoro
Sículo, de Filón y de Flavio Josefo; de científicos como Euclides o Herón de
Alejandría; de geógrafos como Estrabón y de narradores como los primeros
novelistas; de oradores y eruditos. De particular interés es, además, la
lengua de la traducción del Antiguo Testamento, los así llamados Setenta, y más
aún, la del Nuevo Testamento, tan próxima a la lengua hablada en las
comunidades helenizadas del Mediterráneo Oriental y que, con su difusión, ha
tenido una importancia enorme para todas las lenguas, a través de la cual se
propagó el cristianismo, además de la específica influencia ejercida sobre la
evolución del griego hasta hoy.
Considerado
en su triple aspecto de fenómeno histórico-político (y económico-social),
cultural y literario, el balance del helenismo puede considerarse altamente
positivo, y algunos de sus puntos ya han sido considerados. A ellos deben
agregarse dos hechos de importancia capital para la civilización del mundo.
En
primer lugar, la conquista y después la helenización del Oriente mediterráneo
atrajeron definitivamente estas regiones a la cultura (y en parte a la lengua)
griega. Frente a ellas la conquista romana no podía sino ser de carácter político
y administrativo: y, ni siquiera sin contrastes, incluso violentos. Además,
cuando el imperio, en la parte oriental, se haya hecho griego, es decir
bizantino, aun esto será un efecto de la profunda e ininterrumpida civilización
griega de aquellas regiones: y el imperio bizantino será griego por su cultura
y lengua hasta el siglo XV, como síntesis de los valores fundamentales de la
nueva civilización: la religiosidad cristiana, la cultura griega, la tradición
jurídica y político- administrativa de Roma.
Otro
hecho que debió ser de enorme importancia es el encuentro entre el mundo judío
y la cultura griega, que acaece en Alejandría en el siglo III AC. Es en ese
momento cuando, según nuestra fuente más antigua y autorizada, la Carta
a Filócrates del hebreo Aristeas (que vivió probablemente alrededor del
200, pero es una fecha muy controvertida), Ptolomeo II, por consejo de Demetrio
Faléreo, se hizo enviar de Jerusalén una copia de los libros sagrados hebreos
y llamó a Alejandría a setenta y dos sabios hebreos que (¡en setenta y dos días!)
hicieron la traducción al griego, llamada por eso de los Setenta
(o bien LXX).
Naturalmente
esta traducción representa un trabajo que duró mucho tiempo, y que sólo se
concluyó hacia la era cristiana; bajo el nombre de los Setenta se encuentran
comprendidos incluso algunos escritos apócrifos, originalmente compuestos en
griego. Además esta traducción no fue la única versión griega de los libros
sagrados hebreos: la siguieron la de Aquila de Sínope (siglo I DC), de Teodotión
de Éfeso (alrededor del 50 DC), del samaritano Simaco (alrededor del 175 DC) y
otras tres traducciones parciales. No hace falta señalar qué sensibilidad y qué
apertura de intereses manifestaron el Filadelfo o sus consejeros con la
necesidad de conocer directamente un mundo como el hebreo, tan profundamente
distinto (totalmente opuesto se diría) con respecto al griego.
Por
efecto de esta traducción, aunque se haya realizado, como es probable, para uso
de la numerosa colonia judía de Alejandría, acaece que la cultura hebrea
adopta como lengua propia el griego. Helenización que conquistó posteriormente
Palestina, donde el Nuevo Testamento fue escrito en griego, por ser la lengua más
difundida en el Mediterráneo Oriental y que constituía el mayor medio de
propaganda para la nueva religión. Basta haber señalado este hecho para
advertir la fusión excepcional que, en un momento decisivo para el mundo, he
ejercido la lengua griega.
Se
podría afirmar, por consiguiente, que el único punto negativo imputable al
helenismo es el político, o sea, la pérdida de la libertad para los griegos.
No asombra que la época moderna, fecunda en totalitarismos, haya visto en esto
más bien un mérito para Alejandro: que a costa de algo desdeñable como la
libertad, aseguró a los griego un destino hegemónico tan espléndido. Pero
tanto un punto de vista como el otro son polémicos y tendenciosos y no tienen
en cuenta la realidad, es decir el hecho de que la polis con su libertad
(Atenas, en esencia) se había deteriorado y agotado íntimamente como forma política,
aun antes de sucumbir, noblemente, ante los macedonios. El imperio de Alejandro
representa, por lo tanto, solamente el momento histórico en el cual concluye la
necesaria evolución del particularismo político griego: el único modo, o más
bien tentativa, de crear una “nación” griega. Pero ella fue solamente en
realidad, la premisa necesaria para aquella que permanecerá como la forma histórica
absoluta del imperio, el imperio por destino y vocación, el de Roma. Y será
una prueba de que, en cambio, era otra la misión de los griegos, en toda su
historia y bajo cualquier forma política.