por
Jerónimo Brignone
Percy
Shelley dijo alguna vez (frase luego favorita de nuestro Leopoldo Lugones):
“Todos somos griegos”. Borges lo completó afirmando: “Todos somos griegos
en el exilio”.
Si
esto es de algún modo así (como muchos lo sentimos), no es poca cosa el tomar
contacto con la lengua griega del modo que sea: a través de la tan abundante
producción de música maravillosa a lo largo de todo este siglo, o de la
sonoridad del amable clima lingüístico que rodea a cualquier visitante moderno
de estas mágicas tierras, o del estudio de las letras clásicas.
Es
un lugar común aquél de que la inmensa mayoría de las piezas que fundan
nuestra cultura occidental tienen su origen en Grecia. Y uno de los valores más
interesantes es, quizás, el del Humanismo helénico, la pluralidad y la armonía
participativa de la democracia por ellos inventada. Desde el punto de vista lingüístico,
tenemos no solo el alfabeto, sino una cuantiosa base de nuestro léxico (Borges,
en un arrebato más cercano a la verdad poética que a la verdad científica,
dijo que el setenta por ciento de nuestra lengua es de origen griego). Es
probable que un motivo de la gran seducción que ejerce la lengua griega sea
que, al mismo tiempo que suena lejana tanto en el tiempo como en el espacio (por
su remisión a lo oriental), ciertas semejanzas con nuestras lenguas romances la
acercan lo suficiente como para sentirla parte de nuestro pasado, algo así como
un mítico subestrato geológico, quizás fundante, como lo quería el filósofo
Heidegger.
El
hecho es que su hermandad con nuestra lengua madre, el latín, permite reconocer
ese parentesco, que sobre todo para nosotros los habitantes de Buenos Aires, los
hispanoparlantes rioplatenses o “porteños”, nos resuena, inclusive en términos
acústicos, como mucho más cercano. A mis padres primero, y luego a muchos
otros porteños, escuché decir que cuando estuvieron en Grecia se sintieron en
casa en muchos sentidos, pero sobre todo porque el griego hablado ateniense se
parecía sorprendentemente a nuestro castellano rioplatense, de hecho, mucho más
que el sonido del italiano, ni hablar del francés, e, inclusive y, paradójicamente,
del español.
¿Será
quizás porque nuestro castellano bonaerense está tan teñido del sonido
italiano (a principios del siglo XX, el 50% de la población de Buenos Aires
provenía de ese país), y esa mezcla redunda en la similitud consignada? ¿O
habrá también elementos de índole más sociológica, tales como que tanto
Atenas como Buenos Aires son ciudades prioritariamente portuarias, con su
consiguiente cosmopolitismo e internacionalización (conocidas son, dicho sea de
paso, las influencias del tango en cierta parte de la música griega, mediadas
por la comunidad de hábitos de los marineros griegos y las dos culturas
orilleras)?
Una
experiencia personal ilustrativa, al respecto, fue la de los dos años de
representación de una versión propia de Edipo Rey que incluía grandes
segmentos en griego moderno. La casi totalidad de los espectadores que la vieron
no conocían la lengua, y muchas veces me preguntaron: ¿seguro que no era
italiano? ¿pero eso no era turco? ¿por qué hablabas como un gallego? (vale
aclarar que los griegos nativos felicitaban calurosamente, sorprendidos por lo
idiomático de lo que se oía en escena). Divertida síntesis, la de las tres
lenguas mencionadas, que surgían como la respuesta que se les configuraba en su
interior ante la alteridad del idioma desconocido: síntesis que, creo, refiere
a lo antes consignado.
Para
muchos (y sobre todo, para los intelectuales de la Antigüedad -no solamente
griegos-) el idioma griego es de una musicalidad y riqueza formal casi
inigualables. A quienes les fascina lo exótico, o la mitología, o el fenómeno
de la cultura en general (sea en términos literarios, filosóficos o políticos),
y, sobre todo, de la lengua (especialmente la etimología de las palabras o los
procesos tan fascinantes de cambio lingüístico), el conocimiento del idioma
griego es todo un acontecimiento, inevitablemente seductor.
Pero
el primer escollo que aparece es su alfabeto, en principio diferente al nuestro,
y que suele desanimar los primeros entusiasmos. Una verdadera lástima, porque
como sabe cualquiera que lo superó, el escollo es apenas una ilusión. Remito
para ello al artículo correspondiente en esta página. Adjunto algunos otros
artículos, unos más breves o introductorios que otros, para aquellos curiosos
que, espero, puedan encontrar en estos textos un mayor estímulo para iniciarse
en esta lengua maravillosa, y, sino, de todos modos, haber conocido algo de la
misma.
Un
último comentario en esta breve y desordenada introducción personal a los artículos:
tanto a mí como, sobre todo a Helena Barakovic, la actriz que trabajó conmigo
en Edipo Rey representando a Yocasta, Tiresias, Creón y el Pastor, nos pasó
que, durante el proceso de memorización de las partes en griego antiguo (mucho
más esforzado para ella, que no conocía la lengua), prorrumpieron extrañas
pesadillas nocturnas con imágenes arcaicas, estatuas y monstruos diversos muy vívidos,
casi prehistóricos, inextricablemente mezclados con los jirones memorizados.
Algo así como una experiencia arquetípica, en el sentido más amplio y etimológico
de la palabra.
Experiencia
arquetípica que me hace pensar que, si existe algo así como el Inconsciente
Colectivo postulado por C. G. Jung (o los “registros Akhásicos” de cierto
esoterismo), esta lengua se viene hablando desde hace veinticinco siglos, al
menos, y es parte entonces de un acervo colectivo subliminal; y, si es cercana
en algo a la verdad la creencia de tantos millones en el fenómeno de la
reencarnación, entonces ya hemos hablado esta lengua más de una vez en
nuestras vidas pasadas, dado que durante siglos fue la lengua de comunicación
internacional, tal como hoy lo es el inglés. De todos modos, de no ser
verdaderas estas hipótesis, valen como metáfora de un fenómeno real, que es
el de la innegable base léxica e ideológica que tiene el idioma y el
pensamiento griegos respecto del nuestro, y que subyace y tiñe, por ende,
nuestro modo de hablar, de pensar y, por lo tanto, de sentir.