TRAS LA ASTROLOGIA
MAPUCHE
, por Jerónimo
Brignone
(Este artículo fue publicado
en al revista Gente de Astrología n° 25,
Marzo 2003)
Buenos Aires, 21 de Enero de 1989. Dispuesto a escribir bajo el amparo de
los sones implacables del Arte de la Fuga, ahora detenidos por el corte de luz.
Arquitectura perfecta del espíritu, me remite a un aforismo caro al medio
astrológico: “Dios geometriza”.
Sí. Pero para ello debió primero hacerlo a Bach.
I
Desde hacía rato me debatía torturado por lo que vivía como ciertas
inconsistencias en la práctica y justificación del asunto astrológico. ¿Saber
deducido, construído, revelado? ¿Máquina, lenguaje, aspirina? Etcétera.
Entre los asuntos más inquietantes, figuraba la insidiosa sospecha y acusación
(Gramsci, Adorno) que pesaba sobre la astrología como herramienta de dominio
político. Por ejemplo, si uno de los fundamentos simbólicos históricamente
insoslayables de la secuencia zodiacal es el ciclo estacional en el hemisferio
norte, ¿por qué funciona acá (abajo)? La respuesta de Rudhyar es hábil, en
cuanto a categorizarla como lenguaje (pensemos, por ejemplo, en el castellano).
Pero entramos así en el orden del constructo, haciendo temblar tanto las
estructuras de la ontología teosófica como a las pretensiones cientificistas
ejemplificadas en las ya míticas estadísticas de Gauquelin o Addey.
Al respecto, una tarde me había enfrascado en una discusión con un
estudiante herido en su amor propio nacional que prefería desautorizar la noción
estacional y alegar que los rayos que nos mandan los seres angélicos desde las
esferas trascendían esos localismos (Jung opinó alguna vez que un mecánico
materialismo subyace en la concepción teosófica cuando se la vulgariza. ¡Pobrecito,
no sabía lo que iban a hacer con su propia obra, di-vulgarizada!). Aludiendo a
la noción de lenguaje, a la relativa eficacia de lo que nos llega como astrología
china y a los experimentos realizados con la astrología maya, discurría yo
como respuesta que si los indios argentinos hubieran tenido una astrología
elaborada con sus inevitables componentes localistas, sería con seguridad
igualmente aplicable a nosotros o a cualquier europeo.
Y justamente esa misma noche, en una reunión de amigos, un ser bastante
peculiar atrajo la atención de todos sobre sí por sus fuertes vínculos con la
cultura mapuche. El tal personaje, de aspecto algo mefistofélico, decía haber
vivido con los mapuche desde los tres años de edad, ser actualmente maestro
rural, y respondía a nuestras ávidas preguntas pintando el cuadro de una
civilización bajo todo punto de vista ideal, sumergida por la desidia y el
autoritarismo civilizados.
Por supuesto, había un astrología. Al parecer, no eclíptica, cuyos
signos eran, quizás, las constelaciones circumpolares. Pero reconocía no saber
mucho del tema.
II
A orillas del lago Moquehue, la cordillera a nuestras espaldas. Antv, el
disco solar, se retira (conuhueantv), bañando oblicuamente de oro el contorno
andino. Se perfila, clara, la silueta de la Bella Durmiente, atracción turística,
prodigio de la erosión. ¿Quién habrá visto por primera vez ese rostro -tan
claro-, esos senos virginales cincelados en las formas rocosas? ¿Es concebible
que alguna vez hubieran sido sólo rocas, que su calidad de significante fuera
necesariamente posterior a su antropomorfización?
Cuando de chico mi madre me devolvía la taza de té, me parecía
imposible que antes no pudiera yo haber visto, que no hubiera adivinado lo que
tan claramente se ordenaba en la imagen sugerida, tan potente y eficaz, como
luego se encargaría de confirmar el tiempo. Maggie Hyde insiste en que la
astrología está más cerca de la lectura (sic) de las hojas de té que lo que
nos gustaría pensar. Pero para leer, ¿no tuvo alguien que escribir? Barbault,
tras Jung, sugiere que las constelaciones fueron los primeros tests de Rorschach
de la humanidad.
A mi derredor todo parece tan bellamente ordenado, salido de la mano de
un paisajista romántico (huelga advertir que mi percepción no es “pura”
-esa audaz ingenuidad fenomenológica-). Es una necesidad tan vital, tan, diría,
biológica, unir esos puntos que van brotando en el espejo lacustre. ¡Si
pareciera que ellos mismos se agrupan!
Reflejadas en la límpida superficie del lago se ven muchas más
estrellas que al levantar la mirada en Buenos Aires: miserable destino de astrólogo
urbano. Orión (Huechupal) brilla en este reino del revés, y su cinturón
cristiano, las Tres Marías, se engalana de “barbarismos”: Culapal,
Huelurito, Punon Choique. Namun Choique, el Triángulo Austral, fulgura equilátero.
Me divierte pensar en lo que hubiera hecho con él Platón, de vivir en estas
latitudes. Pero desde algún punto de la galaxia serán, ya no Triángulo, sino
Tres Marías. ¿Habrá allí algún Platón para trazar la recta
correspondiente, la senda? La de los mapuche es la Vía Láctea, Huenulevu o
Rupuepu, y para referirse a la muerte dicen: “Caminar por las estrellas”.
El reflejo fantasmal ondula y serpea, ya que acaba de saltar una trucha.
Cualquier movimiento es inquietante, pues los lugareños hablan por lo bajo del
monstruo del lago. Para mi sorpresa, no sólo los chicos o los araucanos (o
paisanos, como los llaman acá), sino que todos hablan del monstruo con respeto.
Hasta un erudito nos explicaba su atestiguada apariencia antidiluviana con
complicadas teorías que convierten a los lagos en surgientes oceánicas.
Mientras, una chiquita nos aseguraba, ansiosamente tranquilizadora, que su papá
decía que eran supersticiones, un anzuelo turístico.
Como sea, a unos metros de la orilla el suelo se hunde en profundidades
literalmente insondadas, en un vasto azul infranqueable, y la gente, cuando se
anima a bañarse, es sumamente cauta. La increíble acústica natural (parece
ser el agua) nos trae las risas y voces de otros acampantes, desde la orilla
opuesta, a kilómetros de distancia. Sobre el agua, las estrellas imprimen su
iridiscencia. Bajo el agua, quizás esté nadando, inercial, una figura oscura y
pretérita. ¿Coincidirá en algún momento su silueta con esas chispas heladas?
¿A cuáles les tocará? Es decir, ¿a quiénes constelaría, bautizaría? ¿No
sería prudente con-siderar a esa figura, creación de-mente o naturaleza (qué
importa), cuando la tierra tiembla y a escasos kilómetros estalla desde hace días
el volcán Lonquimai, cubriéndonos con su continua lluvia de cenizas de sabor
picante, mediatizando a las mismas estrellas?
Un rugido anuncia la furia de Pillán, deidad mayor mapuche, señor del
trueno y los volcanes. Esto ya escapa demasiado a mi ordenada vida porteña. Por
suerte reconozco, prístina y reconfortante, a la Cruz del Sur, Melipal o
Melirito. Pienso en mi padre, quien, como marino y meteorólogo, se valía del
firmamento para guiarse y predecir. En estas ansias mías geminianas...
Una lectora de hojas de té y un meteorólogo. ¿Qué diría Lacan si yo
dijera que “soy” astrólogo?
III
Museo etnográfico, instituto de antropología, biblioteca nacional,
centro indígena, frenético intento de agotar la información bibliográfica
previa. ¿El proyecto? El dueño de casa de aquella reunión, íntimo amigo mío,
va ir al sur con el mencionado maestro rural a interiorizarse de la situación
mapuche en calidad de sociólogo y periodista. Hacía años que quería yo
volver a esas mágicas y queridas tierras, y el rescate de esa hipotética
astrología local se me ofrecía como óptima excusa. No sólo por curiosidad o
avidez técnica, sino sobre todo por sus consecuencias epistemológicas.
El tema de una epistemología astrológica se me aparecía harto
descuidado, teniendo en cuenta que debía ser un piedra de base y de toque
infaltable y que, curiosamente, parecía faltar. No me bastaba con esa línea
que había decidido trazar desde Oscar Adler (con su sínodo genial entre
esoterismo y filosofías occidentales) a Rudhyar (y su bella noción de la
astrología como “álgebra de la vida” y “técnica de comprensión”, así
como su demiúrgica inserción del mundo junguiano en el discurso astrológico),
de ahí a Barbault (y su lúcido paso psicoanalítico por Jung a la semiología
francesa moderna), pasando por Feyerabend, el realismo fantástico y otros filósofos
críticos de la ciencia moderna, por algunos abiertos y bienintencionados sociólogos
franceses (sobre todo Philippe Defrance y Edgar Morin, quienes posaron sobre la
astrología una de las tantas miradas contemporáneas de las que está tan
necesitada), hasta llegar, tentativamente, al movimiento inglés contemporáneo
(especialmente Dean y su crítica sistemática y su contraparte, Cornelius y
Hyde, con su asunción del problema horario en una astrología hermenéutica, más
heurística que epigráfica, de la que tenemos un buen ejemplo en las revistas
Astrología del Caba del 109 al 113).
Pero, ¿cómo reprocharle a la Astrología no estar a la altura de estos
tiempos, si no se sabe cuál es esa altura? El derrumbe del edificio positivista
(y del muro) es demasiado reciente, y todavía el neopositivismo se puede dar el
lujo de sacarnos la lengua y decir, como Galileo: “Eppur si muove!”. Absurdo
espejo, desde la alcantarilla a la que pretende recluirla junto al psicoanálisis
y al marxismo (extraña bolsa de gatos de Mario Bunge), la astrología le
replica, y con todo derecho: “Eppur si muove!”. Y es que el tema de la
eficacia operativa no ha sido todavía medularmente resuelto por la epistemología
revisionista, y el tiempo sigue acumulando desafiantes prodigios -milagros- técnicos,
debidos a la labor artesanal e incansable de innumerables investigadores, tanto
en el campo tecnológico en general, como en el específicamente astrológico.
Lamentablemente, la justificación o cosmovisión que alienta el trabajo
centenario de estos benditos saturninos suele estar demasiado librada a la
ecuación personal, dejando brumosamente acéfalo el cuerpo así logrado. Y es
en esas brumas que prefiero que dibujen sus imágenes maravillosas los dioses de
mi panteón personal: los cineastas, magos contemporáneos. Anárquica elección
nacida de un horizonte incierto, porque mientras, grandes intereses monopólicos
editoriales y vaya a saber si ideológicos, unidos al esnobismo de nuestra
burguesía local y a la angustia y cada vez mayor desilustración de nuestra
pequeña burguesía, parecieran querer llenar ese vacío con una inmensa cabeza
de plástico, sólidamente moldeada por epígonos de epígonos: el triste espectáculo
de la astrología yanqui (y sus copias hispanas), con el videojuego del karma y
su hedor de dólar y coca-cola.
¿Pero no llena esto supuestamente una necesidad? Y aquí se infiltra un
eterno problema axiológico: la necesidad, ¿crea valor? ¿Y qué de las
necesidades creadas “artificialmente”? Astrología urbana como ninguna,
astrología de salón, con su, de tan trillada, cobarde referencia a la
autoridad del difunto suizo y su invocación a una supuesta psicología profunda
que, de hecho y con suerte, es psicología de revista femenina, pábulo de
masas.
“Eppur si muove!”. En un arrebato de cólera e impaciencia me brota
el epíteto “La Astrología Estúpida”, y con esto sé, claramente, que
estoy hablando de mi propia esfera celeste, de mi propio orbe sublunar. De mí.
Agotado e intoxicado por mi inexperiencia, mi ignorancia, mi arrogancia, me
distrae una última reflexión: Astrología Estúpida... entonces, ¿no será,
como el Caballero del Santo Grial, por eso mismo (perdón, Nietzsche), santa?
IV
El kultrún es el instrumento que percute la machi, médica y chamán, en
sus ritos curativos y en el Nguillatún, la rogativa anual que las comunidades
mapuche elevan pidiendo abundancia al venerable Gnechén. La decoración del
parche del instrumento, el trelke, nos remite vertiginosamente a una conocida
figura.
El círculo, que se pinta durante el ritual, es el límite del mundo y
simboliza el universo. Un trazo divisorio horizontal (siempre parten, como el
sol y los astros, del Este), representando a la cordillera de los Andes, divide
al círculo en Rañín Kume (mitad benéfica, la que está al frente) y Rañín
Wekapu (mitad nefasta, diabólica, la que está de espaldas). El recorrido
diario del sol traza la perpendicular, generando la cruz y los cuatro puntos
cardinales: Puel, salida del sol, fuente de vida y salud (y según tradición
oral, de llegada del pueblo mapuche); Mullu o Lafken, el ocaso, reducto de las
almas de los muertos y los maremotos; Willi, Sur, origen de la sabiduría; y
Pikun, Norte, de donde proviene el infitum, daño o enfermedad e, históricamente,
las invasiones incaica y española. Se delimitan así los cuadro cuadrantes (el
cuatro es el número sagrado, protagonista absoluto), meli witran mapu, los
“cuatro lugares de la tierra”. SE, beneficioso; NO, malo; NE, moderadamente
bueno; y SO, moderadamente maléfico.
El punto central es el eje existencial, el centro del espacio vivido,
materializado tridimensionalmente por el rewe, el árbol sagrado, nexo presente
entre el cielo, la tierra y el infierno, entre las siete plataformas cósmicas
cuadradas. Es el centro del Nguillatún y hogar ritual de la machi, la cual lo
trepa por siete escalones para entrar en extático diálogo con Gnechén,
rodeada por su gente y por Mariepuantv (doce soles). Me cuenta un lugareño que
sobre el rewe había disertado hacía tiempo un entendido, señalando puntos de
contacto con el calendario azteca y babilónico. Lamentablemente, mi informante
no recordaba el apellido del sujeto en cuestión.
Los dibujos de pentáculos y medialunas en los cuadrantes del kultrún
nos devuelven a su referencia cósmica. Asimismo, hay un complejo simbolismo
cromático inherente. Horizontalmente, los cuadrantes boreales, negros (kurru)
como el mar y la noche (pun); el SE, blanco (liku, ayon) como la claridad del día
y la luz de las estrellas (huangulen); el SO, azul (kallfu) como el cielo calmo;
y en el centro, el verde (karu) de la Naturaleza. Verticalmente, la tierra de
arriba (Wenu Mapu), el reino del bien o cuatro lugares de arriba (meli ñan
wenu), con las cuatro gamas del nevado azul andino: blanco, azul, violeta y
celeste; los reinos del mal, inmediatos a la horizontalidad, anka wenu (medio
arriba) y miche mapu (tierra de abajo) alternan el negro con el rojo (kollu),
color de la lucha, la sangre, el fuego, el cielo pre-ventoso y el sol abrasador,
prudentemente prohibido en el Nguillatún; y en la plataforma existencial
horizontal, alrededor del verde central, los ya mencionados negro, blanco y azul
con su dialéctica bien-mal.
La machi construye su propio kultrún, y antes de sellar el trelke, le
insufla su propio aliento, hermanándose con él y repitiendo así el acto
cosmogónico de Gnemapún. Se nos insiste obsesivamente en que los poderes de la
machi (rol otrora asignado a los varones homosexuales pasivos, los weyes) no son
innatos, sino adquiridos y transferidos. Por supuesto, hay indicios previos,
como los sueños premonitorios, pero una vez decidido el destino de la futura
machi (Wuñelfe, lucero del alba, participa de algún modo en esta decisión),
empieza un intenso proceso de torturas físicas y esotéricas transferencias de
la machi mayor hacia la menor en oscuras cuevas tapiadas o la misma ruka (casa)
de la mayor, resguardada por guardias mapuche, finalizando con la incisión o
punción lingual de la novicia, a la que, en el caso ideal, se la clava por la
lengua al tronco de su futura ruka y rewe durante unos días.
Los poderes y sabiduría así adquiridos son proverbiales. El paleontólogo
Garate Zubillaga nos contaba de la ya mítica y extinta Doña Carmen de Antigual
(de Caichihuil), a quien acudían devotamente enfermos desde todo el globo,
sobre todo desde Europa. O el caso, ya habitual en estos lugares, que nos expone
la dueña de la hostería mientras prepara el queso. Su madre -Doña Angela,
viuda de Garro, quien hace treinta y cinco años construyó la hostería, y nos
sonríe detrás del mostrador-, desahuciada y sentenciada por los médicos, había
acudido a desgano a una machi, con la infaltable y esencial muestra de orina. Le
había bastado a ésta una mirada a la muestra para repetir el diagnóstico
conocido por la buena señora, pero sin eufemismos. Los remedios especialmente
preparados por la machi para el caso están logrando lo que años de medicina
civilizada no pudieron.
Doña Angela asiente, quedamente, con la cabeza. Su hija (“De Leo”,
había declarado, dramática) hace un alto en su labor, y comenta: “Y que no
me digan que esto se ve, así. Que se puede ver.” Y luego de una pausa,
concluye: “Hay otra mirada”.
Un rato más tarde, mi amigo me confesaría: “Qué terrible, tantos años
de sociología, de antropología estructural y epistemología, para llegar a esa
misma frase”.
V
¡Alerta! ¡Alerta! Ya nos lo había advertido el padre Valerio, recio y
admirable espíritu itálico, desde hace veintitrés años apóstol de
Ruckachoroi: ¡Cuidado con las versiones de segunda mano, muchachos, sólo tomen
en cuenta las directas! Ya vinieron tantos que con dos o tres frases que
escucharon, se armaron toda una historia, la que querían escuchar, y
escribieron y editaron tanta pavada por ahí! (“Mea culpa”, susurrábamos,
pecadores horrorizados). De hecho, la misma advertencia que nos hiciera el
director del museo de Zapala, y que dicta el sentido común. ¿Pero cómo lograr
en tan poco tiempo la tan ansiada transmisión directa, sin dinero ni locomoción
propia, abandonados por el tal mefistófeles? Y sobre todo, ¿dónde? Porque de
eso se trataba la pesquisa: acumulando versiones, tratar de orientarnos, de
lograr una topografía de utilidad.
¡Pero alerta! ¡A no fiarse de Géminis! ¿A quién podría refutarle
que lo referido más arriba sobre el orden cósmico mapuche es una mentira de pe
a pa? O para ser mas suaves, una construcción personal de astrólogo
trasnochado, una nada arbitraria selección de datos escogidos y reordenados
capciosamente... ¡para colmo, datos seguramente de por sí ya reos del mismo
delito (¿la mala fe sartreana?)! Pero, ¿de qué objetividad se puede hablar,
si ni siquiera se puede apelar a una intersubjetividad en esta tierra de nadie,
de bárbaros conquistadores? Rubén Pérez Bargallo, María Esther Grebe, Dick
Ibarra Grasso y tantos más que no registré, todos advirtiendo sobre sus
informes parciales, la propia constelación de opiniones fragmentadas,
intuiciones y sueños... Las diferentes grafías que pretenden expresar la fonética
mapuche (mapudungu) bien pueden simbolizar las inmensas contradicciones que se
suscitan al comparar distintas versiones de un mismo tema. La matriz ideológica,
la intención ordenadora de tal o cual visión, es a veces conmovedoramente
perspicua. Aquí una alemana germaniza las fábulas mapuche para luego decir que
se advierten sorprendentes vínculos con fábulas germanas, allá un católico
se maravilla de la identidad entre Gnechén y la figura homóloga cristiana (¿será
un arquetipo del inconsciente colectivo?), luego de siglos de genocidio
procatequizante, acullá un estructuralista de izquierda ensalza a la pareja
Unkushé y Unfuchá (“madre y padre eternos”) y a Pillán
(“antepasado”), contraponiéndolos a la figura posterior de Gnechén
(“dominar-gente”), para que te quede bien clarito el efecto del imperialismo
capitalista y vaticano.
Pero más álgido se pone el asunto a la hora de determinar el origen del
pueblo mapuche: vinieron por el estrecho de Behring hace 40.000 años (Garate
Zubillaga nos dice, entre mate y mate, que ningún antropólogo norteamericano
acepta la tesis del istmo, porque ¡sería reconocer que pasaron por Rusia!),
están desde hace 20.000, 8.000 años, 5.000 años, escasos 1.000 años,
vinieron del Amazonas, del Norte, de Australia, los trajeron los
extraterrestres, son sobrevivientes de Gondwana, o mejor, de la Atlántida,
provienen del indiscutible tronco común africano, pero ¡cuidado!, avisan los
antropólogos suspicaces, la visión de un origen único es un residuo de la
antigua miopía etnocéntrica, útil instrumento del poder establecido... Etc.,
etc., etc.
Con una situación exactamente análoga me había encontrado al querer
esbozar una historia de nuestra astrología euroasiática. Por lo viso, la
historia está lejos de constituirse en un saber positivo, y se ofrece a gusto
del consumidor. ¿Qué opción se presta mejor a mi tesis? O, intentando el
infrecuente juego de la honestidad, ¿cuál es la verdad “objetiva”?
Dada la composición orgánica del kultrún, dicen que no hay pruebas
arqueológicas de que sea anterior al período hispánico (mas bien lo
contrario), pese a la tradición oral. Entonces, ¿quién me garantiza que, más
que una expresión local de una cosmovisión particular, no sean las cenizas de
la afición astrológica de algún ambiguo saleciano o franciscano de la
conquista? ¿O, por más que fuera expresión de una astrología todavía por
verificar, qué más da ya, si es la astrología ya conocida, importada desde su
cuna en algún milenio indeterminado e indeterminable?
Sonia afirma que en la zona no hay Nguillatún, José Belmar
(hospitalario erudito español) nos dice que hay Nguillatún y cacique, pero que
no hay machi. El padre Valerio que machis no, bueno, habría que cruzar la
frontera... Garate Zubillaga afirma que hay machis ejerciendo en tal y cual
lugar. En lo que todos están de acuerdo es en no haber oído nunca hablar de
una astrología mapuche, situación apoyada por la tesis del filósofo croata
Juan Benigar, quien después de cuarenta años de convivencia con los indígenas,
sostiene que no tienen una noción abstracta de tiempo, espacio o causalidad, ni
hablar entonces de un orden astrológico, aunque más no fuera intuitivo.
Cómo conjugar entonces estas declaraciones con el sencillo discurso del
anciano Marinau, que me habla tranquilamente de que los nacidos en Mayo tienen
suerte, que un triste destino acompaña a los nacidos en Marzo, Agosto y
Octubre, que los nacidos en luna nueva (chomcuyen o huecuyen) salen flacos y de
corta vida, que los de luna creciente (purncuyen) o llena (aponcuyen) son
grandes, de mucha suerte y vitalidad, y los de luna menguante (nagmencuyen), de
poca. Que así como un recién nacido lleva el nombre de aquello que estaba
cerca (en una maravillosa connivencia y aceptación de lo dado, el sentido por
contigüidad), la madre mapuche, que siempre va a parir mirando al Este, observa
el astro que también nace en ese momento, ya que será la guía perpetua del
recién nacido, quien lo podrá consultar en momentos de necesidad. Cuyen (la
luna), Wuñelfe (el lucero) y Melihuanlen (“las cuatro estrellas”)
determinan el sexo, desarrollo y duración vitales, denotan la calidad de la
salud, fertilidad, luz, animales, pasto y espíritu. Todo esto, dice Marinau, lo
saben las machi.
El cacique Vicente Puel, desde siglos de ultraje y depredación, con su
mirada altiva y acusadora, nos pregunta: “¿De qué nos sirve contestarles? ¿En
qué nos van a ayudar?”. Nuestra respuesta, por obvia, es balbuceada. Un
abismo cultural nos separa, pero sobre todo, un abismo de intereses. Invocar el
amor al conocimiento sería engañapichanga. Tan o más salvaje que Roca o
Sarmiento en esta micro-conquista del desierto, excursión a los indios mapuche,
me vienen las imágenes del pillaje, los violadores de cementerios indígenas,
mercenarios que se hacen la América en los anticuarios de San Telmo. El
cacique, desafiante, nos informa que ya hacía tiempo sabían de la sequía y la
erupción del Lonquimai. Por las estrellas. ¿Las machi? No, otros hombres se
dedican a eso. Stop.
¿A qué estamos jugando? ¿Sabrá qué quiero que me conteste? El
director del museo nos había prevenido que el paisano ya era muy ladino en esto
de adivinar qué quería que le dijera el huinca, para así ligarse un tintillo
(pieza indispensable de la dinámica política austral, cuya mágica
accesibilidad está financiada por los estancieros patagónicos). ¿Son entonces
las nieblas del alcohol, la injusticia y el sojuzgamiento, o hay, como sostiene
Ibarra Grasso, sociedades secretas masculinas resguardando herméticamente un
saber preciso? ¿Hasta qué punto mis preguntas no condenan a las respuestas?
Quizás estén inventando ahora para mí, en mi honor, quizás estén
haciendo astrología.
Oswald Wirth dijo alguna vez que adivinar es imaginar con justeza, y papá
Jung, que lo desconocido se nos presenta como campo óptimo para la proyección
inconsciente, para la expresión de nuestra esencialidad. Sin ir a algo tan
lejano como las constelaciones, la nigredo o los mapuche, la cacofonía que rodeó
a la aparición del SIDA se nos enrostra como un ejemplo fascinante. ¡Interpretaciones
para todos los gustos! O como diría Foucault, para todos los deseos.
Géminis-Géminis en XII (¡oh, astrología de salón!), preso en los
laberintos de mi mente, tratando con estas líneas de dibujarlos, de ordenarlos,
para así quizás encontrar un sentido. La salida.
VI
La cordillera, imponente, con su maravilloso equilibrio entre el gótico
y el románico. Por entre el verde tapiz de los bosques, elevándose, las
araucarias, enormes dinosaurios orantes. Connubio del color y el pastel, armonía
originaria del sereno agreste, todo resume intensa y quieta completud. La
teluria se me conjuga con mi barrio natal europeizante: sobreborda saber que no
hay nada que envidiarle al Olimpo o al Walhalla. Las rectas que trazan los rayos
del sol ordenan la policromía del entorno, y su quedo murmullo evoca una letanía.
¡El mundo deviene ecclesia y re-ligere! Tentando la fuga de Dédalo, intento
beber las aguas del Leteo, busco rastrear la experiencia primigenia de los
caldeos y los griegos. Del mapuche. O para ser más correctos, invento la mía.
Acá, donde los elementos se mezclan en perfecta proporción, en un fértil
diálogo de mutua aceptación, todo es posible, ya que así como ellos se
funden, yo, que soy uno más, soy ellos y me hablan a mí. ¿Cómo no comulgar
con esta luna, este sol y estas estrellas, con sus ritmos, sus movimientos y su
charla, de la que soy locutario absoluto? Esta agua, este có, que baja desde
las blancas alturas entre árboles y peñascos escondidos para alimentarme, para
limpiarme, para reflejarme y para sosegarme, me dice que todo, entones, es uno.
Se define al mapuche como esencialmente poeta, y su lengua así lo
atestigua. ¡Imposible no serlo con este entorno! Hay culturas en las que todavía
no está el acto diferenciado del habla, en las que nombrar es hacer. En el
cansado high-kitsch de mi posmodernidad, mitologizo al mapuche y lo supongo en
la misma situación del gnóstico premedieval. ¡Tantas imágenes y conceptos,
tanta bullente indeterminación, tanto para elegir y ordenar! En ese maravilloso
caldo de cultivo cristalizó ese prodigio de sincretismo que es nuestra bella
Astrología.
Cuando traza los cuadrantes, el mapuche ordena y re-crea. Define una
melodía de entre el entorno polifónico, y luego la usa como mapa y ladrillo:
hasta antes de tomar el mate, salpica a los cuatro puntos cardinales, siempre
desde el Este y en el orden riguroso de la marcha solar. Hoy, el hombre de
ciudad busca orientarse entre tanto ladrillo y tanto mapa acumulado a través de
los siglos, y a la inversa, se vale de una flor o una estrella. A alguno no le
alcanza, y necesita de una estrella mapuche. El hombre como dador de sentido, ángel
- máquina - animal significante y significado, puro estar ahí, encadenado
irremediablemente en la lábil y ubicua barra divisoria del algoritmo de
Saussure (“signo = significante / significado”).
Todavía hoy se polemiza sobre si se corresponde mejor Saturno, Urano o
Neptuno con el oficio del astrólogo. ¿Pero qué pasa con Plutón? A más de
medio siglo de su descubrimiento, se nos devela, inquietante, la imagen sugerida
por Maggie Hyde, el astrólogo instalado en el centro de la telaraña del
destino.
A la hora de rectificar una carta, asumido el inmenso e inevitable desafío
moral y metafísico que supone ya no sólo la responsabilidad de leer, sino
también de escribir, elegir el instante físico, re-crear la aleación
micro-macrocósmica, es inútil que apele obsesivamente a todo mi rigor politécnico,
que rece humildemente o que invoque la mística del azar: llega un momento en el
que hay que pronunciarse. El momento de decisión. Y decido. Confiando, como decía
el místico, en que Él “me” vive.
El astrólogo como Demiurgo: la astrología del Hades.
VII
Mefistófeles se nos escurrió de entre las manos como el mercurio de los
alquimistas. Pocas horas antes de salir, nos encontramos sin dinero y en la
perspectiva de un campo ignoto y sin guía.
Sé que todo esto me quiere decir algo, pero todavía no oigo con
claridad. Sí puedo percibir claramente la límpida matemática del clave
bachiano. ¿Sería ésta la música que buscaba Kepler cuando encontró sus tres
leyes del movimiento planetario? ¡A tanta cosmovisión podría estar
expresando, según como se la considere! La ronda de Platón, Aristóteles,
Leibniz, Spinoza, Hegel, Schopenhauer, Heidegger, Popper, Baudrillard... “La
astrología es el estructuralismo más abierto”, dijo un semiólogo francés.
Al remanido rótulo “pseudociencia”, yo replicba “metaciencia”. Pero,
indudablemente, es metafilosofía. Y praxis.
El tema de una astrología mapuche no ha sido tratado con rigor académico
por nadie, que yo sepa, y, obviamente, mucho menos por mí. Es más que probable
que algún investigador chileno hace rato tenga todas esas piezas
"objetivas" que nos faltan. De ser así, ruego por su solidaridad.
Pese a todo, creo haber hecho con estas líneas, de algún modo oscuro y extraño,
astrología.
Entonces, qué decir de esta tan, tan querida ciencia, arte, etc. (sobre
todo etc.). A fuerza de ser honesto y a riesgo de ser hereje, sólo me queda
confesar, parafraseando a nuestro genial urdidor de laberintos, ciego especular:
"No nos une el amor, sino el espanto. Será por eso que la quiero
tanto".
EPILOGO
Buenos Aires, enero de 2003. Este artículo, subtitulado “Atisbo epistemológico y topología de un signo”, fue escrito hace catorce años para la única revista de astrología que teníamos por aquel entonces, y rechazado por su editor. Años más tarde, tuvo la misma suerte con la otra única revista astrológica en papel. Desde su escritura ha corrido mucha agua bajo el puente. No recuerdo bien quién dijo: “Si mi amigo es tuerto, lo miro de perfil”. Entre otras cosas, mi relación con la Astrología pasó de la pasión y el espanto a un amor mucho más tranquilo, gracias a innumerables confirmaciones cotidianas, tanto vivenciales como “científicas”, y, por otro lado, a la posibilidad de haber hecho realidad una interacción más eficaz y plena con el medio.
Así y todo, habiéndome topado
hoy de nuevo con este escrito, sentí que prefería compartirlo, pese a ya no
comulgar con algunas de sus conclusiones. Amén de que cada una de las anécdotas
narradas en esta crónica ocurrieron “en la vida real”, el estilo me pareció
infrecuente, y creo que a pocos puede habérseles escapado que esta humorada,
con la excusa de hablar sobre la astrología mapuche, es una obrita literaria
que se complace en describir autobiográficamente un tramo del camino de un
signo zodiacal (en este caso, Géminis), y al mismo tiempo, proponer algunos
temas de reflexión sobre nuestra propia Astrología Occidental.