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EXILIO

de Alejandra Pizarnik


Esta manía de saberme ángel,
sin edad,
sin muerte en qué vivirme,
sin piedad por mi nombre
ni por mis huesos que lloran vagando.

¿Y quién no tiene un amor?
¿Y quién no goza entre amapolas?
¿Y quién no posee un fuego, una muerte,
un miedo, algo horrible,
aunque fuere con plumas,
aunque fuere con sonrisas?

Siniestro delirio amar a una sombra.
La sombra no muere.
Y mi amor
sólo abraza a lo que fluye
como lava del infierno: ...

sigue ...


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PAULO COELHO; EL ZAHIR

Soy un hombre libre

Ella, Esther, corresponsal de guerra recién llegada de Irak porque la invasión del país es inminente, treinta años, casada, sin hijos. Él, un hombre no identificado, aproximadamente veintitrés o veinticinco años, moreno, rasgos mongoles. Ambos fueron vistos por última vez en un café de la calle Faubourg Saint–Honoré.
La policía fue informada de que ya se habían visto antes, aunque nadie sabía cuántas veces: Esther siempre dijo que el hombre cuya identidad ocultaba bajo el nombre de Mikhail era alguien muy importante, aunque jamás explicó si era importante para su carrera de periodista, o para ella, como mujer.
La policía inició una investigación formal. Se barajaron las posibilidades de secuestro, chantaje y secuestro seguido de muerte, lo cual no sería de extrañar en absoluto, ya que su trabajo la obligaba a estar frecuen-temente en contacto con personas ligadas a células terroristas, en busca de información. Descubrieron que en su cuenta bancaria se retiró regularmente dinero en las semanas anteriores a su desaparición: los investigadores consideraron que eso podía estar relacionado con el pago de información. No se había llevado ninguna prenda de ropa pero, curiosamente, su pasaporte no fue encontrado.
Él, un desconocido, muy joven, sin ficha en la policía, sin ninguna pista que permitiese su identificación.
Ella, Esther, dos premios internacionales de periodismo, treinta años, casada.
Mi mujer.
Inmediatamente me ponen bajo sospecha y soy detenido, ya que me he negado a decir cuál era mi paradero el día de su desaparición. Pero el carcelero acaba de abrir la puerta y ha dicho que soy un hombre libre.
¿Por qué soy un hombre libre? Porque hoy en día todo el mundo lo sabe todo de todo el mundo, sólo con desear la información, ahí está: dónde se utilizó la tarjeta de crédito, sitios que frecuentamos, con quién dor-mimos. En mi caso, fue más fácil: una mujer, también periodista, ami-ga de mi mujer, pero divorciada –y, por tanto, sin problema en decir que estaba conmigo–, se ofreció para atestiguar a mi favor al saber que había sido detenido. Dio pruebas concretas de que estaba con ella el día y la noche de la desaparición de Esther.
Voy a hablar con el inspector jefe, que me devuelve mis cosas, me pide disculpas, afirma que mi rápida detención se llevó a cabo bajo el ampa-ro de la ley y que no podré acusar ni procesar al Estado. Le explico que no tengo la menor intención de hacerlo, sé que cualquiera está siempre bajo sospecha y es vigilado veinticua¬tro horas al día, aunque no haya cometido ningún crimen.
–Es usted libre –dice, repitiendo las palabras del carcelero. Le pregun-to: ¿no es posible que realmente le haya ocurrido algo a mi mujer? Ella ya me había comentado que, por culpa de su enorme red de contactos en el submundo del terrorismo, al¬guna que otra vez sentía que sus pa-sos eran seguidos de lejos. El inspector desvía la conversación. Yo insisto, pero no me dice nada.
Le pregunto si ella puede viajar con su pasaporte, él dice que sí, ya que no ha cometido ningún crimen: ¿por qué no iba a po¬der salir y entrar libremente del país?
–Entonces, ¿existe la posibilidad de que ya no esté en Fran¬cia? –¿Cree usted que lo ha abandonado por culpa de la mujer con la que se acuesta?
No es asunto suyo, respondo. El inspector deja un segundo lo que está haciendo, se pone serio, dice que me han detenido porque es el proce-dimiento de rutina, pero que siente mucho la desaparición de mi mujer. También él está casado y, aunque no le gusten mis libros (¡entonces sabe quién soy! ¡No es tan igno¬rante como parece!), es capaz de po-nerse en mi situación, sabe que es difícil el trance por el que estoy pa-sando.
Le pregunto qué debo hacer a partir de ahora. Me da su tarjeta, me pi-de que lo informe si tengo alguna noticia; es una esce¬na que veo en to-das las películas, no me convence, los inspecto¬res siempre saben más de lo que cuentan.
Me pregunta si había visto alguna vez a la persona que esta¬ba con Est-her la última vez que la vieron. Respondo que sabía su nombre en cla-ve, pero que nunca lo había conocido personalmente.
Me pregunta si tenemos problemas en casa. Le digo que es¬tamos juntos desde hace más de diez años y que tenemos todos los problemas nor-males de una pareja, ni más ni menos.
Me pregunta, delicadamente, si habíamos hablado reciente¬mente de di-vorcio o si mi mujer estaba considerando separarse.
Respondo que esa hipótesis jamás existió, aunque –y repito, «como todas las parejas»– tuviésemos algunas discusiones de vez en cuando.
–¿Con frecuencia o de vez en cuando?
–De vez en cuando –insisto.
Me pregunta más delicadamente aún, si ella desconfiaba de mi aventu-ra con su amiga. Le digo que fue la primera vez –y la última– que nos acostamos. No era una aventura, en realidad, era por la ausencia de obligaciones, el día era aburrido, no tenía nada que hacer después de la comida, el juego de la seducción es algo que siempre nos despierta a la vida, y por eso acabamos en la cama.
–¿Se acuesta usted con alguien sólo porque el día es abu¬rrido? Pienso en contestarle que ese tipo de preguntas no forman parte de la investigación, pero necesito su complicidad, tal vez me sirva más ade-lante; después de todo, hay una institución in¬visible llamada Banco de Favores, que siempre me ha sido muy útil.
–A veces pasa. No hay nada interesante que hacer; ella bus¬ca emocio-nes, yo busco aventura, y ya está. Al día siguiente, am¬bos fingimos que no ha pasado nada, y la vida sigue.
Él me lo agradece, me tiende la mano, dice que en su mundo no es del todo así. Hay aburrimiento, tedio e incluso ganas de irse a la cama con alguien, pero las cosas son mucho más con¬troladas, y nadie hace lo que piensa o quiere.
–Tal vez con los artistas las cosas sean más libres –comenta.
Respondo que conozco su mundo, pero no quiero entrar ahora en com-paraciones sobre nuestras diferentes opiniones de la sociedad y de los seres humanos. Permanezco en silencio, aguardando el siguiente paso.
–Hablando de libertad, puede usted marcharse –dice el ins¬pector un poco decepcionado ante el hecho de que el escritor se niegue a hablar con la policía–. Ahora que lo conozco personal¬mente, voy a leer sus li-bros; en verdad, he dicho que no me gus¬taban, pero nunca he leído ninguno.
No es la primera ni la última vez que oigo esta frase. Por lo menos, el episodio ha servido para ganar otro lector. Me despi¬do y me voy.

Soy libre. He salido de prisión, mi mujer ha desparecido en circunstan-cias misteriosas, no tengo un horario fijo para trabajar, no tengo problemas para relacionarme, soy rico, famoso y, si de verdad Esther me ha abandonado, encontraré rápidamente a alguien para sustituirla. Soy libre e independiente.
¿Pero qué es la libertad?
He pasado gran parte de mi vida siendo esclavo de algo, así que debería entender el significado de esta palabra. Desde niño he luchado para que fuese mi tesoro más importante. Luché contra mis padres, que querían que fuese ingeniero en vez de escritor.
Luché contra mis amigos en el colegio, que ya desde el principio me escogieron para ser víc-tima de sus bromas perversas, y sólo después de mucha sangre brota-da de mi nariz y de la de ellos, sólo después de muchas tardes en las que tenía que esconderle a mi madre las cicatrices –porque era yo el que debía resolver mis problemas, y no ella–, conseguí demostrar que podía sobrellevar una paliza sin llorar. Luché para conseguir un trabajo del que vivir, trabajé de repartidor en una ferretería, para librarme del famoso chantaje familiar, «nosotros te damos dinero, pero tienes que hacer esto y aquello».
Luché –aunque sin ningún resultado– por la chica que ama¬ba en la ado-lescencia y que también me amaba; acabó dejándome porque sus pa-dres la convencieron de que yo no tenía fu¬turo.
Luché contra el ambiente hostil del periodismo, mi siguiente empleo, donde el primer jefe me tuvo tres horas esperando, y no me prestó atención hasta que empecé a romper en pedazos el libro que estaba leyendo: me miró sorprendido, y vio que era una persona capaz de per-severar y de enfrentarse al enemigo, cualidades esenciales para un buen reportero. Luché por el ideal so¬cialista, acabé en prisión, salí y seguí luchando, sintiéndome héroe de la clase obrera, hasta que escuché a los Beatles y decidí que era mucho más divertido disfrutar del rock que de Marx. Luché por el amor de mi primera, mi segunda, mi tercera mu¬jer. Luché para tener el valor de separarme de la primera, de la segunda y de la tercera, porque el amor no había resistido, y yo necesita-ba seguir adelante, hasta encontrar a la persona venida a este mundo para conocerme, y no era ninguna de las tres.
Luché para tener el valor de dejar el trabajo en el periódico y lanzarme a la aventura de escribir un libro, incluso sabiendo que en mi país no había nadie que pudiese vivir de la literatura. Desistí al cabo de un año, después de más de mil páginas escritas, que parecían absolutamente geniales porque ni yo mismo era capaz de comprenderlas.
Mientras luchaba, veía a personas hablando en nombre de la libertad, y cuanto más defendían este derecho único, más escla¬vas se mostraban de los deseos de sus padres, de un matrimonio en el que prometían quedarse junto al otro «el resto de su vida», de la báscula, de los regí-menes, de los proyectos interrumpidos a la mitad, de los amores a los que no se podía decir «no» o «bas¬ta», de los fines de semana en que se veían obligadas a comer con quien no deseaban. Esclavas del lujo, de la apariencia del lujo, de la apariencia de la apariencia del lujo. Esclavas de una vida que no habían escogido, pero que habían decidido vivir porque alguien las había convencido de que era mejor para ellas. Y así seguían en sus días y noches iguales, donde la aventura era una pala-bra en un libro o una imagen en la televisión siempre en¬cendida, y cuando una puerta cualquiera se abría, siempre decían: «No me inter-esa, no me apetece.»
¿Cómo podían saber si les apetecía o no si nunca lo habían intentado? Pero era inútil preguntar: en verdad, tenían miedo de cualquier cambio que viniese a sacudir el mundo al que esta¬ban acostumbradas.
El inspector dice que soy libre. Libre soy ahora, y libre era dentro de prisión, porque la libertad aún sigue siendo lo que más aprecio en este mundo. Claro que eso me llevó a beber vi¬nos que no me gustaron, a hacer cosas que no debería haber he¬cho y que no volveré a repetir, a tener muchas cicatrices en mi cuerpo y en mi alma, a herir a alguna gente, a la cual acabé pi¬diendo perdón, en una época en la que com-prendí que podía hacer cualquier cosa, excepto forzar a otra persona a seguirme en mi locura, en mi sed de vivir. No me arrepiento de los mo¬mentos en los que sufrí, llevo mis cicatrices como si fueran me¬dallas, sé que la libertad tiene un precio alto, tan alto como el precio de la escla-vitud; la única diferencia es que pagas con pla¬cer y con una sonrisa, in-cluso cuando es una sonrisa manchada de lágrimas.

Salgo de la comisaría y hace un día bonito, un domingo de sol en el que nada encaja con mi estado de ánimo. Mi abogado me está esperando fuera con algunas palabras de consuelo y un ramo de flores. Dice que ha llamado a todos los hospitales, de¬pósitos (ese tipo de cosas que siempre se hacen cuando alguien tarda en llegar a casa), pero que no ha localizado a Esther. Dice que ha conseguido evitar que los periodis-tas supieran dónde es¬taba detenido. Dice que necesita hablar conmigo para trazar una estrategia jurídica que me permita defenderme de una acu¬sación futura. Le agradezco su atención. Sé que no desea trazar ninguna estrategia jurídica; en verdad, no quiere dejarme solo porque no sabe cómo voy a reaccionar (¿me emborracharé y me detendrán otra vez? ¿Montaré un escándalo? ¿Intentaré suici¬darme?). Respondo que tengo cosas importantes que hacer y que tanto él como yo sabe-mos que no tengo ningún problema con la ley. Él insiste, pero yo no le doy opción; después de todo, soy un hombre libre.

Libertad. Libertad para estar miserablemente solo.
Cojo un taxi hasta el centro de París, le pido que pare junto al Arco de Triunfo. Empiezo a caminar por los Campos Elíseos en dirección al hotel Bristol, donde acostumbraba a tomar cho¬colate caliente con Esther siempre que uno de los dos volvía de una misión en el extranjero. Para nosotros era como el ritual de volver a casa, una inmersión en el amor que nos mantenía uni¬dos, aunque la vida nos empujase cada vez más hacia caminos diferentes.
Sigo andando. La gente sonríe, los niños están alegres por estas pocas horas de primavera en pleno invierno, el tráfico flu¬ye libremente, todo parece en orden, excepto que ninguna de es¬tas personas sabe, o finge no saber, o simplemente no le interesa el hecho de que acabo de per-der a mi mujer. ¿Acaso no entien¬den cuánto estoy sufriendo? Deberían sentirse todos tristes, compadecidos, solidarios con un hombre que tie-ne el alma sangrando de amor; pero siguen riéndose, inmersos en sus peque¬ñas y miserables vidas que sólo existen los fines de semana.
Qué pensamiento tan ridículo: muchas de las personas con las que se cruzan también llevan el alma hecha pedazos, y yo no sé por qué ni cómo sufren.
Entro en un bar a comprar tabaco, la persona me responde en inglés. Paso por una farmacia a buscar un tipo de caramelos de menta que me encanta, y el empleado me habla inglés (en ambas ocasiones pido los productos en francés). Antes de llegar al hotel, me interrumpen dos chicos recién llegados de Toulouse; quieren saber dónde está cierta tienda, han abordado a va¬rias personas, nadie entiende lo que dicen. ¿Qué es esto? ¿Han cambiado la lengua de los Campos Elíseos durante estas veinti¬cuatro horas en que he estado detenido?
El turismo y el dinero pueden hacer milagros: pero ¿cómo es que no me he dado cuenta de eso antes? Porque, por lo visto, Esther y yo ya no tomamos ese chocolate hace mucho tiempo, incluso aunque ambos ha-yamos viajado y vuelto varias veces durante este período. Siempre hay algo más importante. Siem¬pre hay algún compromiso inaplazable. Sí, mi amor, tomaremos ese chocolate la próxima vez, vuelve pronto, sa-bes que hoy ten¬go una entrevista realmente importante y no puedo ir a buscarte al aeropuerto, coge un taxi, mi teléfono móvil está encendido, puedes llamarme si tienes una urgencia, en caso contrario, nos vemos por la noche.
¡Teléfono móvil! Lo saco del bolsillo, lo enciendo inmediata¬mente, sue-na varias veces, cada vez mi corazón da un salto, veo en la pequeña pantalla los nombres de personas que me están buscando, pero no atiendo a nadie. Ojalá apareciese un número «sin identificación»; sólo podría ser ella, ya que este número de teléfono está restringido a poco más de veinte personas, que han jurado no pasarlo jamás.
No aparece, todos son números de amigos o de profesionales muy alle-gados. Deben de querer saber qué ha pasado, quieren ayudar (¿ayudar cómo?), saber si nece¬sito algo.

El teléfono sigue sonando. ¿Debo contestar? ¿Debo verme con algunas de estas personas?
Decido permanecer solo hasta entender bien qué está pa¬sando. Llego al Bristol, que Esther siempre describía como uno de los pocos hoteles de París donde los clientes son tratados como huéspedes y no como vagabundos en busca de cobijo. Me salu¬dan como si fuese alguien de la casa, escojo una mesa delante del bello reloj, escucho el piano, miro el jardín allí fuera.
Tengo que ser práctico, estudiar las alternativas, la vida sigue adelante. No soy ni el primero, ni el último hombre que ha sido abandonado por su mujer; pero ¿por qué tenía que pasar un día de sol, con la gente en la calle sonriendo, los niños cantando, con las primeras señales de la primavera, el sol brillando y los conductores respetando los pasos de cebra?
Cojo una servilleta, voy a sacarme todas estas ideas de la ca¬beza y a ponerlas sobre el papel. Vamos a dejar los sentimientos de lado y ver qué debo hacer:

A) Considerar la posibilidad de que realmente haya sido se¬cuestrada, su vida está en peligro en este momento, soy su mari¬do, su compañero de todos los momentos, tengo que mover cie¬lo y tierra para encontrar-la.
Respuesta a esta posibilidad: falta su pasaporte. La policía no lo sabe, pero también faltan algunos objetos de uso personal y una cartera con imágenes de santos protectores, que siempre lleva consigo cuando via-ja a otro país. Ha sacado dinero del banco.
Conclusión: se estaba preparando para marcharse.
B) Considerar la posibilidad de que haya creído en una pro¬mesa que ha terminado convirtiéndose en una trampa.
Respuesta: ha estado en situaciones peligrosas muchas ve¬ces; forma parte de su trabajo. Pero siempre me prevenía, ya que yo era la única persona en quien podía confiar totalmente. Me decía dónde debía estar, con quién iba a entrar en contacto (aunque, para no ponerme en peli-gro, la mayoría de las veces usaba el nombre de guerra de la persona) y lo que debía hacer en el caso de que ella no volviese a una hora de-terminada.
Conclusión: no tenía en mente una reunión con sus fuentes de informa-ción.
C) Considerar la posibilidad de que haya encontrado a otro hombre.
Respuesta: no hay respuesta. Es, de todas las hipótesis, la única que tiene sentido. Pero no puedo aceptarlo, no puedo aceptar que se vaya así de esta manera, sin decirme por lo me¬nos la razón. Tanto Esther como yo siempre nos hemos enorgu¬llecido de afrontar todas las dificul-tades de la vida en común. Hemos sufrido, pero nunca nos hemos men-tido el uno al otro (aunque formaba parte de las reglas del juego omitir algunos ca¬sos extraconyugales). Sé que ella empezó a cambiar mucho des¬pués de conocer al tal Mikhail, pero ¿justifica eso la ruptura de un matrimonio de diez años?
Aunque se hubiera acostado con él y se hubiese enamorado, ¿acaso no iba a poner en la balanza todos nuestros momentos juntos, todo lo que habíamos logrado, antes de partir hacia una aventura sin vuelta? Era li-bre para viajar cuando quisiese, vivía rodeada de hombres, soldados que no veían una mujer desde hace mucho tiempo, yo jamás le pregun-té nada, ella jamás me dijo cosa alguna. Ambos éramos libres y nos enorgullecíamos de ello.

Pero Esther había desaparecido. Había dejado pistas sólo para mí, como si fuese un mensaje secreto: me marcho.
¿Por qué?
¿Acaso merece la pena responder a esta pregunta?
No. Ya que en la respuesta está escondida mi propia incapa¬cidad para mantener a mi lado a la mujer que amo. ¿Vale la pena buscarla para convencerla de que vuelva conmigo? ¿Im¬plorar, mendigar otra oportu-nidad para nuestro matrimonio?
Parece ridículo: es mejor sufrir como ya he sufrido antes, cuando otras personas a las que amé acabaron dejándome. Es mejor lamer mis heri-das, como también hice en el pasado. Pasaré algún tiempo pensando en ella, me convertiré en una persona amarga, irritaré a mis amigos por-que no tengo otro tema de con¬versación que no sea el abandono de mi mujer. Intentaré justi¬ficar todo lo que pasó, pasaré días y noches revi-viendo cada momento a su lado, acabaré por concluir que fue dura conmigo, que siempre he intentado ser y hacer lo mejor. Conoceré a otras mujeres. Al caminar por la calle, a cada momento me voy a cru¬zar con una persona que puede ser ella. Sufrir día y noche, no¬che y día. Esto puede durar semanas, meses, tal vez más de un año.
Hasta que cierta mañana me despierto, me doy cuenta de que estoy pensando en algo diferente y comprendo que lo peor ya ha pasado.
El corazón está herido, pero se recupera, y consi¬gue ver la belleza de la vida otra vez. Ya ha pasado antes, volve¬rá a pasar, estoy seguro. Cuando alguien parte es porque otro al¬guien va a llegar; encontraré otra vez el amor.

Por un momento, saboreo la idea de mi nueva condición: soltero y mi-llonario. Puedo salir con quien quiera, a plena luz del día.
Puedo com-portarme en las fiestas como no me he com¬portado durante todos estos años. La información correrá de prisa, y pronto muchas mujeres, jóve-nes o no tan jóvenes, ricas o no tan ricas como pretenden ser, inteli-gentes o tal vez simple¬mente educadas para decir lo que creen que a mí me gustaría oír, estarán llamando a mi puerta.
Quiero creer que es genial estar libre. Libre otra vez.
Prepa¬rado para encontrar al verdadero amor de mi vida, a aquella mujer que me está esperando y que jamás me dejará vivir otra vez esta situación humi-llante.

Acabo el chocolate, miro el reloj, sé que todavía es pronto para tener esa agradable sensación de que formo parte de la hu¬manidad de nuevo. Durante algunos momentos sueño con la idea de que Esther entrará por aquella puerta, caminando por las bellas alfombras persas, se sentará a mi lado sin decir nada, encenderá un cigarrillo, mirará el jardín interior y me cogerá de la mano. Pasa media hora, durante ese tiempo me creo la histo¬ria que acabo de inventar, hasta darme cuenta de que se trata simplemente de otro delirio.
Resuelvo no volver a casa. Voy a la recepción, pido una ha¬bitación, un cepillo de dientes y un desodorante. El hotel está lleno, pero el gerente lo arregla: acabo en una bonita suite con vistas a la torre Eiffel, una te-rraza, los tejados de París, las luces que se encienden poco a poco, las familias que se reúnen para cenar este domingo. Y vuelve la misma sensación que tuve en los Campos Elíseos: cuanto más hermoso es to-do lo que hay a mi alrededor, más miserable me siento.

Nada de televisión. Nada de cenar. Me siento en la terraza y hago una retrospectiva de mi vida, un joven que soñaba con ser un famoso escri-tor y, de repente, ve que la realidad es completa¬mente diferente; escri-be en una lengua que casi nadie lee, en un país en el que decían que no había lectores. Su familia lo fuerza a entrar en una universidad (cual-quiera sirve, hijo mío, siempre que consigas un título, porque, en caso contrario, jamás podrás ser alguien en la vida). Él se rebela, recorre el mundo durante la época hippie, acaba conociendo a un cantante, com-pone algunas letras de canciones y de repente consigue ganar más di-nero que su hermana, que había escuchado lo que sus padres decían y ha¬bía decidido convertirse en ingeniera química.
Escribo más letras, el cantante tiene cada vez más éxito, com¬pro algu-nos apartamentos, me peleo con el cantante, pero tengo dinero sufi-ciente para pasar los siguientes años sin trabajar. Me caso la primera vez con una mujer mayor que yo, aprendo mu¬cho –a hacer el amor, a conducir, a hablar inglés, a acostarme tarde–, pero acabamos separán-donos porque soy lo que ella con¬sidera un tipo «emocionalmente inma-duro, que vive pendiente de cualquier chica con los pechos grandes». Me caso la segunda y la tercera vez con personas que pienso que me darán estabili¬dad emocional: consigo lo que deseo, pero descubro que la soña¬da estabilidad viene acompañada de un profundo tedio.
Otros dos divorcios. De nuevo, la libertad, pero es simple¬mente una sensación; libertad no es la ausencia de compromi¬sos, sino la capacidad de escoger –y comprometerme– con lo que es mejor para mí.
Continúo la búsqueda amorosa, continúo escribiendo letras.
Cuando me preguntan qué hago, respondo que soy escritor. Cuan¬do dicen que sólo conocen mis letras de canciones, digo que eso es simplemente una parte de mi trabajo. Cuando se disculpan y dicen que no han leído ningún libro mío, explico que estoy tra¬bajando en un proyecto, lo cual es men-tira. En verdad, tengo di¬nero, tengo contactos, lo que no tengo es el co-raje de escribir un libro: mi sueño se ha convertido en posible. Si lo in-tento y fallo, no sé cómo será el resto de mi vida; por eso, es mejor vi-vir pen¬sando en un sueño que enfrentarse a la posibilidad de verlo irse al traste.
Un día, una periodista viene a entrevistarme: quiere saber lo que signi-fica para mí que mi trabajo se conozca en todo el país, sin que nadie sepa quién soy, ya que normalmente sólo aparece el cantante en los medios de comunicación. Bonita, inteligente, callada. Volvemos a en-contrarnos en una fiesta, ya no hay presión del trabajo, consigo llevármela a la cama esa misma noche. Me enamoro, ella cree que fue algo sin importancia. La llamo, siempre dice que está ocupada. Cuanto más me rechaza, más interés siento, hasta que consigo convencerla para que pase un fin de semana en mi casa de campo (aunque fuese la ove-ja negra, ser rebelde muchas veces compensa, era el único de mis ami-gos que a esas alturas de la vida ya había conseguido comprar una casa de campo).
Durante tres días estamos aislados, contemplando el mar, cocino para ella, ella me cuenta historias de su trabajo y acaba enamorándose de mí. Volvemos a la ciudad, empieza a dormir regularmente en mi apartamento. Una mañana, sale más tem¬prano y vuelve con su máquina de escribir: a partir de ahí, sin decir nada, mi casa se va convirtiendo en su casa.

Empiezan los mismos conflictos que tuve con mis mujeres anteriores: ellas siempre buscando estabilidad, fidelidad, yo bus¬cando aventura y lo desconocido. Esta vez, sin embargo, la rela¬ción dura más; aun así, dos años después, pienso que es el mo¬mento de que Esther vuelva a llevar-se para su casa la máquina de escribir y todo lo que vino con ella.
–Creo que no va a salir bien.
–Pero tú me amas y yo te amo, ¿no?
–No lo sé. Si me preguntas si me gusta tu compañía, la respuesta es sí. Sin embargo, si quieres saber si puedo vivir sin ti, la respuesta también es sí.
–Yo no querría haber nacido hombre, estoy muy contenta con mi condi-ción de mujer. Al fin y al cabo, todo lo que esperáis de nosotras es que cocinemos bien. Por otro lado, de los hombres se espera todo, absolu-tamente todo: que sean capaces de mantener la casa, de hacer el amor, de defender a la prole, de conseguir la comida, de tener éxito.
–No se trata de eso: estoy muy satisfecho conmigo mismo. Me gusta tu compañía, pero estoy convencido de que no saldrá bien.
–Te gusta mi compañía, pero detestas estar sólo contigo mis¬mo.
Siem-pre buscas la aventura para olvidar cosas importantes.
Vives pendiente de la adrenalina en tus venas y olvidas que por ellas tiene que correr la sangre, y nada más.
–No huyo de cosas importantes. ¿Qué es importante, por ejemplo?
–Escribir un libro.
–Eso puedo hacerlo en cualquier momento.
–Entonces hazlo. Después, si quieres, nos separamos.




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