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La mano

 

Baila en el aire acompañando las palabras hasta que ya no importa lo que dicen, y se convierten sólo en el ritmo que marca su vaivén. La mano sabe cómo hechizar; sube, baja y se arquea con esa gracia de la que está dotada.

Todo el universo es ahora una mano en movimiento; el mensaje secreto de los dedos que se juntan y separan, el brillo de exhiben las uñas, los pliegues de la piel.

Una mano se rinde cuando está entre otras dos, así se entregan las manos. Se dejan hacer entre las palmas redondeadas y los dedos hábiles, sabiendo el daño que pueden causarle pero sin temerlo. Tal vez un sólo golpe seco en un movimiento estudiado, pueda dejarla inútil, pero la mano es así de confiada e inocente.

Se deja oler, porque sabe que no hay ofrenda más íntima que la de su aroma, aún mucho más que la de su sabor. Se alean con la piel los otros perfumes, quizá el papel, el sudor y el tabaco sean los que primero se hacen notar disparando un alud de recuerdos molestamente imprecisos.

La mano posee la temperatura justa, la rugosidad exacta y esa carnosidad amable que hacen que la boca no pueda resistirse.

La boca no se resiste, no lo intenta siquiera.

La lengua cae en picada hacia el nacimiento de la mano, donde la anatomía dicta que la muñeca deja de serlo, en ese lugar donde se ostentan las venas con descaro. La lengua se recuesta por completo y se desliza por la piel. El primer contacto está cargado de salitre y toda la boca se regocija. 

La palma se ahueca y le da cobijo. Los pliegues se hacen extasiantes, diferentes cada uno en largo y profundidad. La carne tienta y la boca se deja tentar. La carne recibe los dientes que la apretan, que la sostienen con la firmeza justa como para no herirla.

La boca quiere más pero se sosega, se aparta y duda. Se ubica en la cima de uno de los dedos, le deja conocer sus labios, se los hace dibujar como si nunca antes hubieran tenido forma.

El dedo determina esa boca para siempre. Se hunde en su propia creación, la recorre por dentro. Descubre los dientes en un par de arcos perlados e imperfectos, los toca. Busca la lengua y la sorprende ocultando la vulnerable suavidad sobre la que duerme.

La boca no espera y sorbe con fuerza. El dedo queda gustosamente atrapado. Y así desfilan uno a uno, solos, en pares, en tríos, los dedos por la boca hasta saciarse; hasta perder la noción de la contextura de ellos mismos. Se burlan del resto de la mano, pero la mano no se da cuenta porque sigue siendo confiada e inocente.

Nath

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