Lee los
avisos clasificados con ansiedad y duda, pensando en
qué parte de ella surgió semejante idea. Tirada en
la cama bocabajo con el diario sobre la almohada, se
estira hasta el teléfono y se prepara. En el primer
número la atiende una voz que, no sabe por qué, le
resulta desagradable y queda descartada. En la
siguiente llamada todo parece perfecto, y cuando el
hombre propone el lugar de encuentro, ella se sabe
mojada. El sitio es aceptado, y la paga también.
Con un vestido corto, sin ropa interior, entra en el
pub de pocas luces y mucha gente. Duda si podrá
reconocerlo, o él a ella, en la agitación de
mujeres y hombres que aparentemente se encuentran por
lo mismo. Alicia espera que la descripción de su
vestido baste, y se acerca a la barra.
Con una cerveza en la mano se siente menos sola y
observa el lugar. La música es fuerte, y para
hablar, todos se acercan bocas y oídos. Hay gente
sentada a las mesas, otros se agolpan en la barra, y
algunos se mueven en una pista de baile que no es
más que un rincón oscuro. Los mozos van y vienen
bandeja en mano, con la agilidad adquirida de
esquivar clientes.
El muchacho se para frente a ella. Aparenta muchos
menos años de los acusados por teléfono. De cabello
renegrido y piel muy blanca, el cuerpo bien
contorneado y rasgos suaves. Alicia tarda en encajar
aquella voz en este cuerpo tan joven, pero
definitivamente le gusta.
Ella le ofrece su cerveza y, apoyándole una mano en
la cadera, él toma un buen trago a ojos cerrados.
Alicia mira, a través del vidrio, los labios
generosos que se abren para llenarle la boca de
dorado.
El muchacho la guía al rincón dudoso de los
bailarines, donde los otros cuerpos pegados se
balancean al ritmo, y así se mueven ellos también.
En el frotar de una pelvis contra otra Alicia
encuentra el sexo duro y, por un momento, imagina
rodearle la cintura con ambas piernas para ser
penetrada ahí mismo.
Él dice vamos.
Caminan los dos callados hasta un departamento,
quizá donde vive él, piensa Alicia, o sólo su
lugar de trabajo. El aire de la calle disuelve
lentamente el efecto del pub, y cruzando la puerta
del edificio, duda.
El muchacho llama el ascensor, y adivinando que algo
pasa, abre la puerta y con una caricia a lo largo de
su espalda, la empuja imperceptiblemente. Ella se
encuentra de cara al espejo y el muchacho se para
detrás, hunde su cabeza en el cuello para lamer, se
apoya esta vez en su culo. Alicia se menea sin
pensarlo, con tantas ganas, que de no ser porque el
ascensor se detiene, pasaría la noche subiendo y
bajando por el edificio.
Entran en el departamento y él se arrodilla delante
suyo, solícito, servicial. Ella paga por cada
centímetro de esa piel y pide que se desnude, que se
tienda en la cama. Él obedece dejándose observar el
tórax ancho y las caderas huesudas. Le dice que se
acaricie solo y las manos bajan por el pecho para
amasar el sexo firme que se hincha ante ella.
Alicia camina sobre la cama, con un pie a cada lado,
a lo largo ese cuerpo casi lampiño. Se detiene a la
altura de la cabeza. Ella pide, y recibe el torso que
se yergue en el aire para encajar el rostro entre sus
piernas; la lengua, la nariz, los labios que la comen
bajo el vestido.
Ahora se aparta, da unos pasos hacia atrás y busca
el lugar exacto para sentarse y perderlo dentro de
ella. Primero disfruta la punta complaciente, hasta
que el hambre la empuja hacia abajo con todo el peso
de su cuerpo. Aletea, mariposa gigante, trepando y
cayendo por la carne henchida; cesa todo movimiento
por unos segundos, y retoma el vuelo hasta el
orgasmo.
Con un beso sobre la boca, sale del hombre y se
arrodilla a su lado quebrando la cintura, ofrendando
el espacio secreto. Una mano se aferra a su cintura,
la otra sostiene el sexo que ya comienza a ubicarse
por detrás. Arañándole suavemente la espalda, él
reconoce el momento exacto y penetra.
Ella se muerde los labios, pero en poco más se menea
como en el ascensor, y otro orgasmo llega de origen
impreciso, tan generoso que parece no terminar nunca.
Le dice que salga, que vuelva a tenderse boca arriba,
que quiere mirarlo. Se sienta a un costado y lo
masturba. Lo ve convulsionarse y descargar por el
aire sus chorros blanquísimos, en un mar de
gruñidos y jadeos de ambos.
Termina de escurrirse y Alicia le besa la frente
mientras abotona su vestido.
Se
despide rápido ... Deja los billetes sobre la mesa.
Nath