La caja chica

 

-Marisa, te digo que te quiero,chiquita mía.

-No te creo, farsante.

-¿Porqué mi amor? Eres cruel cuando jugás así con mis sentimientos. Me hacés sentir que estoy a punto de perderte.

-¿Así, eeeh? ¡Pues casáte conmigo, entonces!

-No puedo, ¡y vos sabés muy bien porqué!

-¡Claro! a tu pobre mujercita no vas a abandonarla ¿verdad?

Marisa tenía los cabellos revueltos e Ignacio podía ver relampaguear las pupilas encendidas detrás de la mata de pelo.

- ¡ Llevás treinta y cinco años de casado y es como si estuvieras momificado en ese matrimonio! ¡Pero a mí sí podés usarme de colchón cuando se te antoja!

-Mi vida, cómo podés decirle eso a papito. Vení, hagamos las paces. Dejame que te acaricie. ¿Qué hay por aquí? Mmmm, que mojadita que estás mi amor.

-¡Soltáme, me das asco!

- Pero mi gatita, no te das cuenta que por vos hago cualquier cosa …

- ¡Mentiroso!

- Claro, menos separarme de mi mujer ¡Cuántas veces lo hemos hablado! No puedo romper con mi familia, mis hijos… Encarnación es una santa, no puedo hacerle eso.

- ¡Una santa! Por eso venís a cojer conmigo, porque a tu mujer no le tocás un pelo.

- Ya no quiere, no siente deseos ... me dice. ¿Y que puedo hacer yo? Te encontré a vos pelusita de terciopelo. Vení, dale, mirá lo que tengo para vos…

- Viejo degenerado, a veces me das asco.

- Pelusita, te conozco tanto, ¿y sabés? me gusta que seas así. Cuánto más difícil es conquistarte, más me gustás… Tomá, mirá lo que te traje de regalo.

- No quiero verlo, no me interesa.

- Mirá si sos mimosa. Abrí el estuche. Es un regalo caro,¡eh!

Marisa se dió media vuelta con simulada indiferencia y tomó el paquete que Ignacio le alcanzaba. Todavía con cara enfadada comenzó a quitarle las cintas y el papel que lo envolvía. La habitación estaba iluminada por una tenue luz roja, el color que Ignacio prefería para sus encuentros furtivos. En el pequeño estuche de terciopelo una piedra brillante se tiñó de carmesí.

-¡Ay! ¡Qué divino! Me encanta. Nachito, mi amor.¡Sos fantástico! Justo el prendedor que quería para mi vestido de noche que me regalaste el mes pasado.

- Te va a quedar precioso.

- Todavía no lo había estrenado esperando tener un broche que lo resaltara. ¿Me perdonás?

- Mi cielo, la mejor piedra para resaltar ese vestido, sos vos terroncito de azúcar. Vení, mostrale a papito que realmente lo querés, y te perdona todo.

****

En el bar de la Rambla el ambiente se había puesto espeso con el humo de los cigarrillos y la máquina de café expreso que trabajaba sin parar. La gente se amontonaba alrededor de las mesas y el mostrador. El frío del invierno corría a todo el mundo de la calle, y Santos buscó también refugio en su bar preferido. Había quedado con Ignacio de encontrarse allí a las 11 de la noche. Tarde para un día de julio. Pero la ciudad todavía contaba con muchos noctámbulos que después del cine o el teatro, necesitaban comentar lo que habían visto. O simplemente se reunían después del trabajo. Como él, que venía de la redacción del periódico.

Santos pensó en Ignacio, su amigo. Tenían muchos años de diferencia entre sí, pero habían sellado una amistad por encima de sus disputas políticas –e incluso las morales. Porque Santos, si bien podía reírse de las acaloradas discuciones políticas que tenía con su amigo, aceptaba a regañadientes la conducta moral de Ignacio.

Prendió un cigarrillo y miró a través del vidrio empañado del bar. Los transeúntes caminaban inclinados para esquivar la fuertes ráfagas del viento y la llovizna. Soplaba del río, cuyo rugido apagado podía escucharse por encima de las voces. Trató de divisar al monstruo negro enfurecido secando la ventana con la manga de su saco, pero sólo vió la espuma blanca de las olas rompiendo en los acantilados.

- ¡Hola botija! ¿Estás tratando de descubrir los secretos de la noche?

- Hola papuchín, creí que ya no venías.

- ¡Vos sabés que el Nacho no te falla!

Qué tomamos, ¿un cortito para calentar el cuerpo?

- Bueno, yo quiero un cognac. Con un expreso hace maravillas.

- ¡Jodido que está el tiempo! Vengo del hotel.

Marisa te manda saludos…

- A mí no me metás en líos, no quiero saber nada de tus andanzas, y menos con esa pendeja.

- ¡¡Ja,ja,ja!! Vos no cambiás más.

Bueno, ¿como anda tu mujer y los chicos?

- Bien,sí. El domingo fuimos al Parque Rodó. Nos divertimos de lo lindo.

- Decime Santos, a veces pienso en los años que llevás casado con Leonor ¿Son siete,no?

- Sí, siete años.

- ¿Y, decime, hasta ahora nunca has tenido una aventurita? Ya sé, siempre me lo negás, pero con esa pinta debés de tener alguna admiradora. ¿Qué pasó con la turquita?

- Nada, somos amigos nomás.

- Dale,ché. Esa mina se te regalaba. Por poco no te montaba delante de todos en la redacción.

- Bueno, pero no pasó nada. Entendé, no puedo mentir a diestra y siniestra. Basta con hacerme la idea que tengo un fato con una minusa, y me da pánico. Además quiero a Leonor. Es una mujer con la que me siento pleno.

- Botija, no sabés lo que te perdés con tu monogamia fundamentalista. Sos tan conservador como en política.

- ¿No me digas? A veces te he escuchado opinar lo contrario.

- Raras excepciones. ¡Pero reconocé, carajo! ¿No es lindo seducir, ir paso a paso avanzando como un felino, mirando dónde están los puntos débiles y los fuertes; dónde es más vulnerable y más sensible ese animal maravilloso?…

- Viejo, que inspirado estás hoy…

- …y entonces das el salto para después zambullirte en el perfume de la hembra. Cada una huele distinto. ¿Te acordás de Teresita?

- No.

- Aquélla morena de la casa de publicidad. ¡Qué hembrón, Dios mío! Y qué olores tenía en su cuerpo. En las axilas…

- Pará la mano, Nacho. No me atropellés con los detalles. Decime para qué mierda me citaste aquí, al fin y al cabo no sería para contarme de los efluvios de la Teresita, me imagino.

- No Santito, es verdad. Perdoname, viejo, es que me entusiasmo con sólo pensar… Bueno, resulta que tengo un problema con el banco...

Ignacio sorbió pausadamente de su bebida y miró con intensidad a Santos. Tosió y se alisó los cabellos encanecidos que caían lacios y ralos, como la llovizna que golpeaba la ventana.

- Necesito hacer un depósito de siete mil pesos, pero no me alcanza la guita ahora. Y mañana tengo que tener la plata. Gasté mucho más de lo debido. No me dí cuenta, ¡te lo juro! y cuando reaccioné ya era tarde.

- Y Encarnación, ¿ no se ha enterado del buraco que tienen en la cuenta?

- No, es que se trata de la caja chica.

- ¿La caja chica?

- Sí, botija, la caja chica. En realidad es un secreto, Santito. Te pido que no se lo comentes a nadie, ni siquiera a Leonor,¿eeeh? Con esa guita cubro mis gastos extraordinarios… vos me entendés.

- ¡Que lo parió! ¡Si serás hijo de puta, papucho! ¿Y desde cuándo tenés esa famosa caja chica?

- ¡Ufff! De hace tiempo. En realidad, desde siempre. Y esta es la primera vez que me paso de la raya. Es que le regalé a Marisa un broche muy caro. Pero no podía dejar de hacerlo. La atorranta me lo insinuaba todo el tiempo…

- Cómo te juna esa mina. Cuánto más viejo te volvés, más caro te van a costar las minusas.

- ¡Sí serás jodido! No es por eso. Es que la quiero a esa gurisa.

- ¿A la vejez viruela?

- Y sí, pero también sé que en cualquier momento me saca de la troya.

- Nunca te vi tan pesimista.

Ignacio hizo como que no escuchaba el comentario de su amigo

- Entonces Santito ¿podés hacerme el favor de prestarme la guita?

- Tanto no tengo.

- ¿Y no podrás pedirle prestado a tu suegro?

- Bueno, mañana hablo con él. ¿Qué te pasa? Te veo pálido.

- No sé, me siento un poco descompuesto. Mejor me tomo un taxi y me voy a casa. Quedamos así, entonces. Llamame a casa cuando tengás todo listo. Creo que no voy a la oficina mañana, me siento mareado.

- Papuchín, ¡Aflojale, vos ya no estás para estos trotes!

***

La campanilla del teléfono llamó insistentemente. Santos trató de abrir sus ojos pero no pudo. Sintió que Leonor se levantaba de la cama y corría al teléfono. Escuchó su expresión de asombro a través de la puerta entreabierta. Santos trató de restregarse los ojos y comenzaba a abrirlos cuando Leonor entró agitada a la habitación.

- ¡Llamó Encarnación! ¡Han internado en el hospital a Ignacio! Un infarto. Está en el hospital Italiano.

Santos quedó paralizado. Mecánicamente se vistió como pudo, se lavó la cara y se fué sin desayunar al hospital.

Encarnación estaba allí con sus tres hijos adultos. Lloraba desconsoladamente. Los cuatro se volvieron cuando se dieron cuenta de su presencia.

- ¿Que pasó? –atinó a preguntar Santos.

- Murió hace quince minutos … dijo con voz ronca Armando, el mayor de los chicos.

- No puede ser, si anoche estuvimos conversando en el boliche…-balbuceó Santos.

Encarnación lo tomó de la manga de su abrigo. Todo el mundo corría por el pasillo del hospital. Los camilleros parecían participar de una competencia de eslalon cuando se abrían paso entre la gente transportando heridos a la sala de urgencia.

- Cuando llegó a casa me dijo que se sentía mal… Que estaba descompuesto. Yo lo llamé enseguida a Armandito, y vino volando. Como estudia medicina, lo examinó y se dió cuenta que podía ser un infarto. El tercero en un año –contó entre sollozos entrecortados.

- ¿El tercero? ¡A mí nunca me dijo nada!

Santos sentía que la tierra se abría bajo sus pies. El papuchín, su mejor amigo, estaba enfermo del corazón y no le había contado nunca nada. Ignacio se había ido así, sin darle una oportunidad de estar a su lado cuando más lo necesitaba, acompañándolo para darle coraje al iniciar ese viaje que tanto temía. Se lo había confesado una vez, en una noche de copas, cuando la conversación derivó inesperadamente a ese tema, cuando las primeras luces del alba comenzaban a apagar las primeras estrellas.

Un médico se acercó al grupo y llamó aparte a Encarnación.

- No te peocupés mamá. Yo arreglo todo –dijo Armando abrazando a su madre.

***

El timbre de la casa sonó con insistencia. Parado frente a la residencia de la familia Salvato, un joven empleado de banco sostenía un sobre en la mano. Su grueso sobretodo flameaba como una bandera cuando las ráfagas de viento arreciaban contra suyo.

- Mamá, un chico del banco dice que tiene un mensaje para papá –anunció Victoria, parada en el zagúan con aire confundido.

- Pero hija, dile lo que pasó.

- ¡Ay mamá!, dice que es importante. ¿Porqué no hablás vos con él?

Encarnación se arregló el pelo frente al espejo. Sus ojos estaban rojos de tanto llorar. Se puso un poco de color en las mejillas y en los labios, y se fue a recibir al chico del banco.

- Buenas tardes señora, vengo de parte del gerente, Don Gonzalo, usted sabe. Tengo una carta para su esposo.

- Hijo mío, ¡mi marido falleció esta mañana! ¿No puede esperar ese trámite?

- Es que señora, el gerente está muy preocupado porque don Ignacio le había prometido estar hoy a las once, con los siete mil que faltan en la cuenta…

- ¿Siete mil?… pero si estamos al día con el banco.

- No doña Encarnación, hay un déficit de siete mil pesos.

- A ver, dame la carta.

Encarnación no quería discutir más con el mocoso. Leería de una vez por todas lo que el gerente había escrito para salir de la duda y aclarar el problema. No podía ser tan importante.

Desplegó el papel cuidadosamente y leyó con cierta impaciencia. Lo que estaba impreso en el documento la hizo empalidecer aún más.

Leyó dos veces la carta y las cifras para cerciorarse que no se equivocaba.

- Mira hijo, dile a Don Gonzalo que yo me ocuparé mañana mismo de este asunto. Explícale lo de mi marido. Mañana todo se arregla, dile por favor.

Encarnación se dió media vuelta, cerró la puerta del zaguán y entró al amplio vestíbulo de su casa. Sus manos temblaban y su cuerpo se sacudía incontrolable.

- Mamá, ¿que te pasa? –atinó a preguntar alarmada Victoria.

- Nada hija, simplemente que son muchas las emociones. Subo a mi habitación y después hablamos.

Encarnación se recostó en la cama. Miró el techo pulcramente pintado de blanco mate, la elegante araña que colgaba del techo, con sus adornos de bronce y broqueles de cristal. Por el techo desfilaron como una película en blanco y negro los años compartidos con Ignacio. La zona oscura por la que nunca quiso preguntar cobró dimensión, se fue extendiendo en como un laberinto donde ella estaba atrapada. Respiró profundamente y pulsó un número de teléfono todavía con mano temblorosa.

- Buenas tardes. Empresa de pompas fúnebres El Ocaso ¿En qué podemos servirle?

- Soy la viuda de Ignacio Salvato. Mi nombre es Encarnación Vázquez. Hace un rato llamé y encargué un funeral de primera para mi marido.

La voz no le temblaba.

- Si señora, aquí tengo la lista… veamos, ataúd de cedro, manijas de bronce, siete coronas naturales, veinte ramos de flores…

- ¡Pare, no siga! Suspenda todo eso, por favor. Póngalo al finado en un cajón de pino. Coloque la corona más barata y el mínimo de ramos de flores. Si son artificiales, mejor. Y escuche bien, no lo llevaremos a la iglesia, ¿entendió? Lo velaremos ahí durante tres horas. Después lo incinera…

¡¿….?!

  • Sí,escuchó bien, lo incinera !!!
  • y a las cenizas ...
  • ¡ las mete en la caja chica !

Alberico Lecchini

 

 

 

 

 
   

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