No
sé cómo vamos a trabajar en esta sesión
porque he de confesarles que yo escribo, sobre todo,
para no tener que hablar. Creo que ésa es la
razón fundamental que tiene un escritor a lo
largo de muchas horas, de muchos días, de muchas
semanas, de meses, de años, en que trata de
pergeñar un texto y cuando uno lo termina,
lo que quiere, realmente, es olvidarlo. Yo creo que
muchos escritores (pienso fundamentalmente en esta
gran obra de Marcel Proust) escriben para recordar,
para recuperar el tiempo perdido. Yo, la verdad, en
toda proporción guardada, me identifico más
con algún personaje de Juan Carlos Onetti (Juan
María Braudsen) en La vida breve que dice:
|
“La vida no ha terminado. Todavía hay
esperanzas para el olvido”.
|
La verdad es que yo no escribo para recordar sino para olvidar,
porque creo que la literatura y, muy particularmente, la novela,
generalmente procede de un conflicto. Un conflicto que no
puede uno resolver en el transcurso de una sobremesa, que
necesita de un espacio más amplio para formularse,
y que cuando, finalmente, la novela que es el espacio de desarrollo
del planteamiento de ese conflicto está concluida,
no es que el conflicto se resuelva, pero evidentemente, el
conflicto ya no es propiedad del autor. Lo que hace el escritor
es sacarse del pecho ese conflicto y ponerlo en el pecho del
lector. De manera tal que yo no quisiera, realmente, volver
a poner el dedo en la llaga, que ya, de alguna forma, había
cicatrizado a lo largo de todo el tiempo de escritura. Ustedes
podrán decir, entonces, que los lectores, se multiplican
y son muchos los que padecen el conflicto, cuando es solamente
uno el autor que lo tiene y lo plantea. Pero también
hay que decir que la proporción entre el tiempo invertido
en la redacción de una novela y el tiempo invertido
en la lectura es muy diferente. Yo me he dado cuenta que soy
un escritor muy moroso, muy lento. Siempre me siento como
un miniaturista teniendo que pintar un mural y tengo un pincel
muy fino, muy pequeño, muy delgadito, para plantear
conflictos muy grandes. Lo cierto es que yo tardo (me he dado
cuenta de eso) un año en escribir lo que se lee en
una hora. Es un poco injusto, quizás. Esta novela me
llevó cuatro años de trabajo y es una novela
que se lee en cuatro horas. Seguramente algunos tienen la
maravilla de la lectura dinámica y, a lo mejor, la
leyeron más rápidamente. Yo no tengo mucho que
decir sobre una novela que ya escribí. Que escribí,
en buena medida, para quitar el conflicto que había
motivado su escritura, la escribí para olvidarme de
ese tema. Por otra parte, creo que el escritor es el menos
indicado para hablar de su propia obra. Esto es por una razón
muy sencilla: el escritor es el único que no ha tenido
nunca la posibilidad de abandonarse al oleaje de la escritura,
a la lectura ingenua y fresca de un determinado número
de páginas, porque tiene una conciencia mayor sobre
la génesis de esas páginas y, entonces, resulta
una lectura ya muy prejuiciada. Yo difícilmente podría
leer una novela mía con la frescura o la ingenuidad
con la que leo la novela de otro escritor. ¿Qué
es lo que puede decir un escritor sobre su novela? Cuando
alguien me pregunta qué quisiste decir con tal cosa,
la única respuesta que se me ocurre es: lo que dije,
justamente lo que dije. Trabajé tanto tiempo en aquello
que quería decir que era amorfo, compulso, caótico
para que, finalmente, se formalizara en lo que ahí
está expresado, que es lo que quería decir y
nada más. Y no hay ninguna otra cosa más que
quisiera yo añadir. De manera tal que pensar que un
escritor puede hablar sobre su propia obra me parece un poco
difícil. Quizás pueda hablar de la génesis
de esa obra, ¿pero realmente la génesis es importante
en un texto literario? Estoy absolutamente convencido de que
no hay contenidos preartísticos, sino que el arte se
hace en la formalización de eso que, antes del arte,
era amorfo. Yo no sé si sirve de algo explicar cómo
se escribió una novela, cómo se construyó,
qué problemas hubo. Eso puede ser interesante para
la genética pero, a lo mejor, no para la literatura.
De todas maneras, aquí estoy y si alguien quiere hacer
alguna pregunta y yo puedo responderla, estaría encantado
de platicar con ustedes, dado que la unilateralidad ya existe
por ser yo el autor de este texto y ustedes los lectores.
No quisiera que esa unilateralidad se duplicara y se prolongara.
Más bien a mí me encantaría escuchar
algo de ustedes porque, además, creo que un lector
puede siempre figurarse a un escritor; entre otras cosas porque,
con frecuencia, aparece su fotografía en la solapa
del libro, pero es muy difícil para un escritor imaginarse
a sus lectores. De repente ponerles rostro, voz y, sobre todo,
al saber que no es un solo lector (un escritor nunca escribe
para un solo lector, mientras que un lector cuando lee sí
lee el libro de un solo autor), esta especie de multiplicación
resulta entre milagrosa, inefable y muy emocionante. De manera
que, a partir de este momento, soy todo oídos.
¿Cuándo
desarrolló el personaje de Juan Manuel Barrientos?
Primero
fue Amor Propio y después Y retiemble en sus centros
la tierra. En Amor propio había, efectivamente, un
profesor bastante antipático, por cierto, muy solitario.
Cuando yo empecé a trabajar en la novela Y retiemble...
quise crear un personaje y, cuando ya llevaba un buen número
de páginas recorridas, me di cuenta que ese personaje
ya existía. Existía en la otra novela y simplemente
me plagié a mí mismo y me lo llevé
a las otras páginas. Con esto evité la posibilidad
de crear un personaje que ya existía y que se avenía
muy bien con lo que yo quería describir. Originalmente,
esa novela Y retiemble en sus centros la tierra no iba a
ser una novela sino un breve relato narrado en primera persona.
Ahí iba a dar cuenta de algún itinerario que
había hecho, con algunos amigos, por algunas cantinas,
antros, edificios y calles del centro histórico de
la ciudad de México. En principio, iba a formar parte
de mi libro Viaje sedentario, en donde hago muchas referencias
a la ciudad de México. A mí me parecía
importante tener un texto en ese libro donde hubiera una
especie de contraposición entro lo que ocurría
en la vida diurna y lo que pasaba en la vida nocturna. Conocer
una ciudad no es sólo conocer sus calles y edificios,
sino también conocer sus entrañas. Es decir,
sus bajos fondos, su noche, sus tugurios, con una mentalidad
un tanto surrealista (el día y la noche, el sueño
y la vigilia, la consciencia y el subconsciente). Pero cuando
empecé a trabajar en esa crónica me di cuenta
que daba para más y que, a lo mejor, tenía
algo importante entre las manos porque la ciudad que era,
originalmente, el objetivo de ese texto se me fue convirtiendo
en un personaje distinto, en un escenario realmente. Entonces,
me pareció que debía haber un personaje que
pudiera recorrer estas calles y que hubiera una suerte de
empatía entre la propia vida del personaje y la ciudad
que va recorriendo, porque todo el mundo se parece un poco
a su contexto. O se mimetiza con él que es lo que
ocurre, creo, con este personaje que es, de suyo, un personaje
decadente y que se va haciendo cada vez más mimético
con respecto a una ciudad igualmente decadente. Cuando advertí
esto quise crear un personaje y me di cuenta que ese personaje
con sus características de decadencia ya estaba en
Amor propio y, simplemente, lo pasé a otro libro.
Es más, ahora pretendo escribir otra novela donde
publique exactamente lo que este personaje, Juan Manuel
Barrientos, escribía cada mañana. Si ustedes
recuerdan, todas las mañanas, con un rigor y con
una gran puntualidad se levantaba a escribir. ¿Pero
que escribía Juan Manuel Barrientos? Lo que estoy
tratando de escribir ahora es, precisamente, los papeles
de este personaje. De manera que se me pasa de una novela
a otra como Pedro por su casa y me cuesta un poco de trabajo
decirle que ya no entre y cerrarle las puertas, dado que
ya se me volvió muy entrañable. En esta novela,
Y retiemble en sus centros la tierra, el personaje muere,
pero también habría la lectura de que no muere.
Para evitar cualquier confusión yo voy a hablar de
lo que escribió en vida y no de lo que va a escribir
después de muerto: eso me daría más
miedo.
¿Cuándo
escribe se preocupa por los múltiples sentidos que
proliferan en su texto o simplemente los deja fluir?
Yo
creo que toda obra literaria tiene siempre una dosis de
apertura y que, finalmente, la obra no está concluida
por parte del autor hasta que no halla un lector que la
lea. Evidentemente, cada lector tendrá una lectura
distinta y podrá ver cosas que, muchas veces, no
vio el propio escritor. Yo creo que hay una gran diferencia,
si me permiten alguna disquisición de carácter
teórico, entre el símbolo y la alegoría.
Cuando un escritor sabe exactamente el significado unívoco
de lo que está escribiendo, aunque sea con un lenguaje
figurado, de alguna forma utiliza la alegoría. La
alegoría, en ese sentido, como diría Borges,
cumple una función pedagógica. Es una forma
o un recurso para explicar de manera clara verdades o planteamientos
de cierta complejidad o abstracción. Pero el símbolo,
creo, es mucho más abierto y no necesariamente tiene
una univocidad, sino que el símbolo puede ser interpretado
de manera distinta por cada uno de los lectores. En La divina
comedia estamos ante una alegoría, pero en Moby Dick
–creo que hasta un perro que pudiera leer se daría
cuenta– hay un valor simbólico. No se trata
de una mera novela de aventuras marineras. Es algo mucho
más fuerte y la caza de la ballena blanca es una
obsesión que cobra dimensiones simbólicas,
pero que pueden ser diferentes en cada uno de los lectores
que lean la obra de Herman Melville. Yo me he dado cuenta
que cuando escribo un texto puedo tener una idea de lo que
quise decir, pero me he percatado que hay, de repente, algún
lector que ve cosas que yo jamás había visto
ni intuido. En una ocasión alguien, en la Universidad
de Puebla, hizo una tesis doctoral sobre esta novela y me
dejó verdaderamente impresionado, ya que era una
novela tan distinta a la que soñé, vi e imaginé
que me quedé deslumbrado. Por ejemplo, ustedes advertirán
en esta novela (esto si puede ser predeterminado) que hay
una relación narrativa muy fuerte con el via crucis.
Esto no era así al principio. Yo empecé a
escribir la historia de este personaje y, de repente, me
di cuenta que este personaje estaba en una situación
de autoinmolación. En México –no sé
como se dice aquí– cuando uno ha bebido demasiado
en la víspera se dice que está "crudo".
Es una palabra fuerte y muy descriptiva. Los españoles
dicen "resaca". Pero en México hay una
especie de apócope de "crudo" y se dice
que alguien está "cruz", es decir, que
está cargando su cruz. Está sufriendo un via
crucis. Decía por ahí un gran poeta mexicano
(Alí Chumacero) que el hombre "crudo" es
un "animal sagrado". Yo me di cuenta que tenía
este asunto entre las manos, de la inmolación de
un personaje, y entonces se me fue imponiendo la lectura
del via crucis. Pero, curiosamente, el via crucis (como
se conoce en los pueblos católicos) no está
fundamentado en ningún tipo de documento narrativo.
Los evangelios (los de San Lucas, San Marcos, etc.) son
evangelios que no tienen un gran desarrollo narrativo de
todo el proceso que siguió la figura de Cristo desde
que es condenado a muerte hasta que muere realmente. Todo
lo demás ha sido una especie de narrativa popular
que se ha manifestado, sobre todo, en una iconografía
plástica y que conocemos muy bien con las catorce
estaciones que, en mi novela, se corresponden con los catorce
capítulos del texto. Pero el via crucis no existe
en un texto literario. Yo, evidentemente, no tengo ninguna
intención de decir que mi personaje es una especie
de nuevo Jesucristo como ha ocurrido en tantas manifestaciones
cinematográficas. Pero sí que hay un proceso
inventado por un pueblo disconforme con la rapidez del tratamiento
anecdótico entre la condena a muerte y la crucifixión.
En verdad me sirvieron mucho los textos evangélicos
y, sobre todo, la representación iconográfica
del via crucis; al grado que esta novela debería
estar firmada por Gonzálo Celorio y San Pablo. Hubiera
sido más honesto.
¿Qué
tipo de apropiación hizo usted del barroco?
Pienso
que el estilo, como decía Roland Barthes, es el límite
entre la carne y el mundo. Es decir, uno no tiene necesariamente
consciencia del estilo. A mí me gustaría ser
poco barroco y se me "abarroca" por ciertos demonios.
También es porque el personaje en sí mismo
está en un contexto barroco. La ciudad de México
es una ciudad preponderantemente barroca, en su época
colonial, y no sólo en el sentido estricto o histórico
o estilístico del término, sino en un sentido
más lato y amplio. Claro que la amplitud del término
"barroco" ha llevado a cometer tales excesos –también
barrocos–, por ejemplo, Lezama Lima para diferenciar
el barroco del clásico decía: "La tierra
es clásica y el mar es barroco". O Alejo Carpentier
que habla de "mulatas barrocas" en Genio y figura…,
lo cual uno lo puede imaginar muy bien. Estas mujeres portentosas
que cuando caminan por el Malecón de La Habana parecen
que van nadando. Lo que quiero decir es que el barroco es
el contexto (en un sentido lato) de este personaje, porque
es una ciudad barroca no sólo por ese estilo propio
del siglo XVI que se importa de España hacia América,
como arte de "Contrarreforma" que aquí
cobra una personalidad propia y que se vuelve "arte
de contraconquista" según Lezama Lima y que
se va haciendo cada vez más amplio.
El barroco como estilo se prolonga durante todo el siglo
XVIII. Mientras que en España, con la dinastía
borbónica, el barroco es considerado un arte de mal
gusto y es completamente eliminado, relegado a un segundo
plano y se imponen los modelos franceses, particularmente
del neoclasicismo. El neoclasicismo, de algún modo,
relega al barroco y se impone. Pero en América esto
no ocurre. El neoclasicismo convive cotidianamente con el
barroco y el barroco se prolonga hasta nuestros días
en manifestaciones neobarrocas o en un barroco popular general.
Finalmente el personaje, un personaje que se va mimetizando
paulatinamente con esta ciudad caracterizada y tipificada
por su barroquismo, no puede más que estar sustentado
en un estilo barroco para que haya una suerte de relación
entre el tema y la manera de desarrollarlo. No es que haya
sido demasiado deliberado, sino que el estilo se va imponiendo,
se va haciendo un lugar propio, y finalmente va orientando
la propia voz que se ve acallada frente a la voz narrativa
que va dominando el decurso de un relato.
¿Desde
el punto de vista de la composición qué tratamiento
le dio a la ciudad?
La
ciudad de México es una especie de sucesión
de destrucciones. Por eso escribí un libro que se
llama México, ciudad de papel. Para mí, México
está más en la literatura que en la realidad
misma y la literatura se ha encargado de preservar una ciudad
que nosotros hemos tratado de destruir de manera sistemática.
Esta historia de destrucciones es muy fuerte y lo que tenemos
es una sucesión de ruinas que se van acomodando con
unos grandes desfasamientos cronológicos, y que hacen
pensar nuevamente en Alejo Carpentier cuando dice que las
ciudades latinoamericanas no tienen estilo. Luego se corrige
y dice que tienen un "tercer estilo": el estilo
de las cosas que no tienen estilo a fuerza de tener tantos
estilos sobrepuestos. La ciudad de México tuvo un
gran esplendor en la época prehispánica. Era
una ciudad lacustre, una ciudad realmente milagrosa. Los
cronistas de la época la compararon con Venecia,
pero era más acuosa que Venecia porque no se trataba
de que hubiera una tierra firme con canales, sino que se
trataba de un lago que tenía algunas calzadas que
unían a la tierra firme con un montículo en
el centro de estas dos lagunas, una de agua dulce y otra
de agua salada. Era, realmente, una ciudad portentosa como
queda descripta por los cronistas españoles. Pero,
qué ocurrió ahí. España tenía
metida en la cabeza la idea de la tierra, no la del agua.
Durante siete siglos habían luchado contra el Islam,
precisamente, para recuperar la tierra perdida. La tenencia
de la tierra, en el sistema feudal medieval, es el criterio
fundamental de todos los demás valores. En España
ocurre algo muy distinto a lo que ocurre en otros países
de Europa porque, justamente como la tierra está
ocupada por los árabes, el rey no tiene tierras que
repartir entre sus señores y estos señores
se ven precisados a recuperar esas tierras con sus propios
medios. Cuando recuperan una porción de ese territorio
no se lo entregan al rey, sino que se vuelven señores
de ese territorio reconquistado. El Cid, cuando reconquista
Valencia, se vuelve el señor de Valencia como Fernán
González se vuelve el señor de Castilla. Si
esto es así, hay que pensar que con toda la guerra
de la reconquista que dura ocho siglos, los españoles
tienen una idea de pertenencia o de tenencia de la tierra
mucho más arraigada que en otros países europeos
incluso. Prueba de ello es que mientras Francia es Francia
e Inglaterra es Inglaterra al final de la Edad Media, España
sigue siendo un puñado de reinos cristianos que tienen
tantas luchas entre sí como las que habían
tenido con respecto a los árabes. Lo de la unidad
española es bastante retórico. Quiero decir
que, de alguna forma, el descubrimiento y la conquista de
América es la prolongación de esta inercia
de voluntad de posesión de la tierra. Evidentemente,
que Rodrigo de Triana, desde aquella carabela, lo que grita
es "¡Tierra!". Cuando llegan a la tierra,
los españoles tratan de conquistar el centro del
imperio y con lo que se encuentran no es con tierra sino
con agua. La conquista de la gran Tenochtitlan es una conquista
que se hace por mar con trece bergantines que se construyen
en el altiplano de la república mexicana, aunque
todavía no lo era. Finalmente, se puede conquistar
esta ciudad, pero para conquistarla se destruye totalmente.
Entonces viene el proceso de desecación de ese lago,
porque el agua estaba identificada simbólica o emblemáticamente
con lo indígena y la tierra estaba absolutamente
identificada con el imperio español. Hay todo un
proceso de desecación que es lo peor que le puede
pasar a una ciudad lacustre. No es sólo acabar con
la ciudad, sino también con su propia vocación.
Durante tres o cuatro siglos (y aún ahora), los mexicanos
nos seguimos quejando de que nuestra ciudad se inunda. ¿Pues
cómo no se va a inundar? Es el agua que vuelve por
sus fueros, cuando lo más excepcional es que haya
asentamientos terrenales en esa ciudad que era lacustre.
Lo que quiero decir es que la ciudad de México quedó
totalmente arrasada y se trazó una ciudad a partir
de cero. En el siglo XVI con una mentalidad renacentista,
después vino el barroco y acabó con esa ciudad
renacentista, después vino el churrigueresco y afectó
mucho a esa ciudad barroca y después vino el neoclásico
y también la modificó. De manera tal que lo
que tenemos en la ciudad de México es una superposición
de estilos que hacen predominar el barroco. Esto se da porque,
entre otras cosas, el barroco es el arte del contraste,
la suma y la mixtura. Esta ciudad tiene todas estas características
a partir del momento de la conquista, en donde se han sobrepuesto
unos estilos sobre otros. Tenemos una especie de gran disparate
que es el disparate que trata describir el narrador en tercera
persona de Y Retiemble en sus centros la tierra.
¿Qué
autores lo han influenciado en su obra?
Es
una pregunta difícil, porque uno se ve obligado a
decir tres o cuatro y, a lo mejor, uno quiere decir cien
o uno solo. Es como cuando le preguntan a uno cuál
es la película que más te gusta. Es un poco
difícil. Hay algunos autores que han sido muy importantes
para la vida y otros autores, a lo mejor, han sido importantes
para la obra. No sabría donde trazar esa frontera
y tampoco sé bien si hay frontera o no. Lo que puedo
decir es que un escritor como Julio Cortázar me cambió
la vida totalmente. Mi vida está dividida entre antes
de Julio Cortázar y después de Julio Cortázar.
Es un asunto generacional también, no hablo sólo
por mí. Creo que puedo decir que nos cambió
la vida. Para quienes éramos jóvenes en los
sesenta y éramos estudiantes cuando surgieron los
grandes conflictos políticos de la revolución
del mayo parisino o del gran movimiento estudiantil mexicano
que terminó con una gran masacre, toda esta actitud
libertaria, esta manera de vivir menos solemne y sincera,
se debe fundamentalmente a un escritor como Julio Cortázar.
Él adquirió prácticamente una dimensión
bíblica. Yo estoy seguro que si desaparecieran todos
los ejemplares de Rayuela, aún los del cyberespacio,
entre mis amigos y yo la podríamos reconstruir. Me
puedo decir de memoria el capítulo séptimo
de Rayuela: "Toco tu boca, con un dedo toco el borde
de tu boca, voy dibujándola (…) como si por
primera vez tu boca se entreabriera (…) y que por
un azar que no busco comprender coincide exactamente con
tu boca que sonríe por debajo de la mano que te dibuja."
Después de leer Rayuela uno caminó de manera
distinta, hizo el amor de manera distinta, sobre todo leyó
de manera distinta. Por ejemplo, uno puede decir que Rayuela
o que Cortázar influyó en la manera de escribir
de las generaciones posteriores. Pero no sólo eso,
tuvo un poder retroactivo. Tuvo una gran influencia en escritores
anteriores. Qué cosa tan milagrosa y paradójica:
nos hizo leer de manera distinta. Estoy seguro que Edgar
Allan Poe o Apollinaire ya no se pueden leer de la misma
manera en que se leían después de que leímos
a Cortázar. Cada escritor es el producto de sus lecturas
y creo que es muy difícil determinar qué autores
son los que están presentes en un texto determinado.
Yo supongo que hay muchos de los que ni siquiera me he percatado.
¿Usted
tiene algún tipo de ritual para escribir?
Decía
mi amigo, el escritor Hugo Iriarte, que a una buena prosa
se le nota hasta una copita de jerez. Juan Manuel escribía
sobrio y yo soy un escritor matutino (escribo desde las
cinco y media de la mañana hasta las ocho y media
o nueve). Ese es mi único ritual. Este ritual me
lo impuse cuando dejé de fumar cigarrillos, porque
me resultaba muy difícil escribir sin fumar y me
resultaba más fácil vencer esa tentación
en la mañana que en la noche. Hace más de
veinte años que escribo en las madrugadas y me voy
al día con la tarea hecha. Prácticamente es
el único ritual, aunque escribí durante muchos
años siempre a lápiz y con pluma; recién
en el último tiempo empecé a escribir con
computadora.
¿Para
usted existe la inspiración o considera a la escritura
un trabajo?
No,
la inspiración no existe. Esperar la patada de la
musa a las doce de la noche no conduce a nada bueno. La
escritura –pienso yo– implica una revelación,
una evocación, quizás una intuición.
Pero nada de eso sirve si no hay una disciplina. Escribir
es una tarea muy pesada. Decía Thomas Mann que la
única diferencia entre un escritor y alguien que
no lo es, es que al escritor le cuesta mucho trabajo escribir.
Cuando no voy a comer a casa le dejo un recado a la cocinera
que dice: "Querida Baldomera, no voy a ir a comer".
Pero, ¿"Querida"? Qué va a pensar.
Entonces: "Baldomera". Tampoco. Hago tres borradores
para un recado. Es espantoso. Escribir es un fastidio. Yo
he de decir que detesto escribir. Alguien me puede preguntar:
si detestas escribir por qué escribes. Porque de
la misma manera que nada detesto más en la vida que
escribir, nada me gusta más en la vida que haber
escrito. No entendería la vida sin ese texto que
escribí. Si esa novela yo no la hubiera escrito,
el conflicto que motivó la escritura de la novela
todavía lo traería entre pecho y espalda.
Escribir es, para mí, una especie de terapia, de
olvido como decía al principio. No creo mucho en
la inspiración, ni siquiera en la inspiración
de los poetas. Uno puede tener una revelación, eso
que Gastón Bachelard llamaba un sacudimiento del
alma, una ensoñación. Pero para que esa ensoñación
prepoética se haga poética, el poeta tiene
que trabajar para darle forma a lo que es amorfo, por más
que se haya visualizado y que el alma se haya sacudido.
Yo creo que la escritura es un trabajo y es un trabajo arduo,
pesado, castigo, vocación o destino. Basta con que
se pueda prescindir de escribir –le decía Rainer
María Rilke al joven poeta Franz Kappus–, para
que no tenga el derecho de hacerlo jamás. Esa es
una de las consignas más fuerte que, en materia de
vocación literaria, yo he leído. Sólo
es equiparable a algo muy bien definido por Milan Kundera
en su novela La vida está en otra parte, cuando dice
de Jeromil: "Sólo un verdadero poeta sabe del
deseo de no ser poeta. De huir de esa casa de los espejos
en la que reina un silencio ensordecedor". Creo que
eso es la creación literaria.
¿Qué
opinión le merecen las políticas editoriales
que se ejercen sobre América Latina?
He
tenido alguna experiencia editorial porque me tocó,
alguna vez, ser director del Fondo de Cultura Económica
y sé que es un problema muy serio en América
Latina, por muchos motivos. Diría que el primero
es la terrible "balcanización" de los países
latinoamericanos. Hubo instituciones como el Fondo de Cultura
Económica o Casa de las Américas de Cuba,
durante un tiempo, que albergaron a escritores latinoamericanos
y en donde un escritor argentino se encontraba con un escritor
uruguayo quizás por primera vez. Hay nacionalismos
muy exacerbados todavía en América Latina.
Esta balcanización impide que haya un tránsito
literario como, de manera excepcional, se dio en el llamado
boom de la literatura hispanoamericana. Cada vez que yo
hablo del boom me refiero a un fenómeno editorial
más que literario. La misma palabra boom (o su sinónimo:
"la nueva novela hispanoamericana") da a entender
que se trata de un fenómeno que nació por
generación espontánea, como si no hubiera
antecedentes y consecuentes. Efectivamente, a finales del
franquismo, alguna editorial catalana (Seix Barral) instauró
el premio Biblioteca Breve que premió en 1962 a Mario
Vargas Llosa por La ciudad y los perros y se atendió
a una literatura latinoamericana, como si no tuviera ningún
antecedente en la mentalidad española. No podríamos
entender, sin duda, la novela del dictador latinoamericano
de Alejo Carpentier, García Márquez y Vargas
Llosa sin novelas como El señor presidente o Tirano
Banderas. De manera que ese fenómeno literario si,
porque fue una época de oro de la literatura hispanoamericana,
estuvo, en muy buena medida, determinado por ese gran reflector
que se prendió por motivos extraliterarios. Cuando
muere Franco (no es lo mismo que caer), España ya
no se interesa por América Latina, se preocupa más
por su inclusión en el Mercado Común Europeo
y pone los ojos en la literatura del centro de Europa. Surge,
entonces, una especie de designación peyorativa para
lo latinoamericano ("sudaca") y ya no se preocupa
más por nuestra literatura. En ese mismo momento
se acabó el gran auge editorial. Me parece muy grave.
Por otro lado, el criterio mercantil de los grandes consorcios
editoriales transnacionales se ha apoderado del fenómeno
libresco. En países como los nuestros, donde no hay
lectores, donde el tiraje tiene que ver con el precio unitario
del libro y el libro es caro necesariamente, el libro no
es negocio. Antes había instituciones (como lo sigue
siendo el Fondo de Cultura Económica) que venían
a adoptar la rentabilidad cultural sobre un criterio de
rentabilidad comercial. A mí me echaron del Fondo
porque querían que las subsidiarias (entre ellas
la de Argentina) fueran autosuficientes. En la medida en
que el Fondo de Cultura sea autosuficiente será una
editorial como cualquier otra y entonces quién va
a publicar a Kierkegaard, a Cassir, a Sor Juana Inés
de la Cruz que no son rentables económicamente, pero
que tienen que ser publicados porque son como alimentos
básicos de la cultura de los pueblos. Hay una crisis
editorial terrible por los grandes consorcios internacionales
que sofocan a las pequeñas editoriales de cada uno
de nuestros países que no pueden, por otra parte,
subsistir fuera de un criterio de mercado en poblaciones
que tienen, lamentablemente, un alto analfabetismo emocional.
Perdón que haya respondido de forma tan dramática
pero así es. Muchas Gracias.
*El encuentro tuvo lugar con los alumnos de la cátedra
de Literatura Latinoamericana, Facultad de Filosofía
y Letras, UBA, 21 de abril de 2003. Agradecemos a Celorio
y a Celina Manzoni por haber autorizado su difusión.
La selección y edición del texto desgrabado
estuvieron a cargo de la revista Marginalia.
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Gonzálo Celorio nació en México, D.F.,
25 de marzo de 1948. Estudió letras hispánicas
en la Universidad Nacional Autónoma de México.
Es miembro de número de la Academia Mexicana, fue Director
de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y del
Fondo de Cultura Económica. Ha escrito ensayo, crónica
y novela. Algunos de sus libros son: El alumno, México,
ciudad de papel, Amor propio, Y retiemble en sus centros la
tierra, El viaje sedentario que se hizo acreedor en 1997 al
Prix des Deux Océans que otorga el Festival de Biarritz.
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