Narrar la represión

Castello Daniel

 

La literatura, como espacio de cruce entre ficción y realidad, genera, en ciertos momentos, problemáticas teóricas de difícil definición. La literatura argentina de los últimos treinta años (por intentar una periodización) ha tenido la dura tarea de mantener viva la tensión entre ficción y realidad. Triste realidad, que ha sufrido el país y el resto de Latinoamérica: las dictaduras y la represión. Esto genera una polémica que se autoalimenta con cada intento de definirla y da lugar a la pregunta: ¿Cómo se narra la experiencia de la dictadura? ¿cómo dar cuenta del horror? La mirada crítica y los intentos de resolución y respuesta sobre esta temática se mantiene hasta nuestros días y no se agota en los intentos. Los ejemplos literarios son bastos y reavivan la polémica. Hay un riesgo eterno a rozar lo ofensivo. Hay, a veces, temor a lo frontal.

La reciente aparición de libros como el de Miguel Bonasso Diario de un clandestino y el más cercano de Osvaldo Bayer Rainer y Minou(1) con el consabido éxito editorial de ambos, demuestran que la discusión no es baladí.

Hay por lo menos cuatro escritores contemporáneos, vigentes, que dan cuenta de ésta problemática desde la ficción, en quienes conviven la relación literatura y teoría: Rodolfo Walsh, Manuel Puig, Ricardo Piglia y Juan José Saer. Ellos, desde distintas posiciones, encarnan la variedad de cuestiones que genera el tratamiento del tema: el exilio, la censura, la militancia, la función y el compromiso del intelectual; y todos, desde su punto de vista, el resultado estético. La delimitación del objeto de estudio en estos cuatro autores no es casual pero, de ninguna manera, clausura la variedad de escritores que hicieron literatura de y sobre la represión y trataron de polemizar sobre los condicionamientos estéticos que dicho trabajo genera.

El contacto directo con las dictaduras y la necesidad de definirse, por lo menos estéticamente, recuerda a la famosa pregunta de Adorno: ¿Como hacer poesía después de Auschwitz? Y esta pregunta supone no sólo un posicionamiento frente a la literatura sino, también, un replanteamiento de la identidad nacional. Este cuestionamiento sobre la identidad es un tópico constante de la literatura argentina y hasta se diría, fundante. La literatura programática y los intentos de construcción del ser nacional, fue el principal desvelo y legado de la generación del ’37 y marca permanente en las letras del siglo y medio posteriores. O sea, que los escritores argentinos tienen una larga tradición de literatura militante (con casos verdaderamente exitosos desde el punto de vista de la recepción como se da con Sarmiento) lo que los predispone de antemano ante la difícil tarea de contar nuestras nefastas experiencias. Esta búsqueda constante de la identidad remite casi instantáneamente a la novela policial y la novela policial remite, en este período a Rodolfo Walsh.

Rodolfo Walsh es el ejemplo del intelectual comprometido. Walsh comienza su carrera literaria escribiendo novelas policiales de las denominadas "inglesas" y luego se desplaza hacia algo más parecido a la novela negra norteamericana, donde el detective participa, como protagonista, de los hechos violentos que genera la investigación y corre los mismos riesgos que las víctimas a medida que avanza la pesquisa. La novedad en el tratamiento de estos policiales consiste en una especie de reportajes presentados "literariamente" (lo que después se llamó non-fiction novel) y que no es otra cosa que un desplazamiento o reacomodamiento dentro de las categorías literarias: El reportero-investigador es el propio autor, los riesgos los corre el propio autor y esto, sabido es, le costó la vida luego de dar a conocer su "Carta abierta a la junta militar".

Desplazamiento es la categoría justa para expresar el tratamiento que hace Juan José Saer al narrar el horror de la represión en Nadie, nada, nunca(2)(la repetición de las ‘n’ sugiere la denominación policial dada a los cadáveres no identificados: ‘NN’) donde un grupo de personas a orillas del Paraná viven temerosos por el asesinato sistemático de caballos que aterroriza a toda la localidad. El personaje que podría llamarse principal, el Gato Garay, está recluido en una isla y cuida un caballo por el que teme. La referencia al asesinato sistemático de personas, si no frontal, es evidente: el horror está por todas partes, el horror está en las calles y a la vuelta de la esquina; la gente está cercada, aislada, el horror está rondando y cubriendo todo. El comisario, se llama Caballo Leyva (lleva implícito la palabra Ley), que sugiere una relación con los crímenes y adelanta su asesinato, no encuentra al criminal. No se puede confiar en nadie, en nada, nunca. Hay, por supuesto, una investigación. Hay una búsqueda que nunca termina. El narrador es fluctuante, indeterminado. El libro utiliza la fragmentación como una constante narrativa. Para contar una realidad donde la información y la comprensión de la situación se obtiene de manera fragmentada.

El narrador es fundamental en el tratamiento de lo nefasto. Nadie quiere quedar emparentado, nadie quisiera, siquiera, tener que narrar estas cosas. Mientras mayor distancia impongamos, mejor. Y este distanciamiento con el objeto es una constante en la obra de Puig, donde la ausencia de narrador es una marca que atraviesa toda su literatura. El diálogo prescinde de un narrador y de la posibilidad de quedar emparentado a la problemática. Puig construye en El beso de la mujer araña uno de los mejores relatos sobre las dictaduras latinoamericanas sin tratar nunca directamente el tema. El diálogo en un calabozo entre un homosexual apresado por abuso de menores y un preso político van tejiendo solapadamente uno de los más completos testimonios de aquella época y casi sin hablar del tema. En Pubis angelical y Cae la noche tropical rescata también el exilio político y el desarraigo.

Piglia escribe, en la década del setenta, uno de los libros más leídos por la intelectualidad argentina: Respiración artificial. Y ya en los noventa La ciudad ausente. Piglia construye la narración desde la fragmentación y la discontinuidad narrativa. En Respiración artificial, que trata directamente el tema de la censura(3), el narrador es indeterminado. En La ciudad ausente, ausente. Esta ausencia de ciudad es también una ausencia de memoria, de identidad. La búsqueda constante se dirige hacia el "narrador" (de segundo orden) de esas historias: la máquina de narrar de Macedonio, una máquina que inventa historias que luego otros harán circular clandestinamente. Esas historias son, policialmente hablando, peligrosas para el orden establecido, son subversivas.

Se podría intentar, entonces, que la respuesta a la pregunta ¿Cómo narrar el horror?, está incluida en la misma pregunta. En el volver a preguntar. No existen fórmulas estéticas así como no existe forma de olvidar ese pasado. Lo único que existe es la memoria. "Ni olvido ni perdón". La literatura no puede eximir o castigar a los culpables de un genocidio pero si puede mantener viva la memoria, la identidad. Y la forma de mantenerla es replanteándose; ¿cómo contarlo? En esa pregunta y en la falta de respuestas está la respuesta. La distancia sobre el objeto es inevitable. La fragmentación formal y narrativa es inherente. El tema es, todavía, demasiado doloroso, y corre riesgo de quedar relegado por eso mismo, por doloroso. Se corre el riesgo de caer en el "Punto final".

 

(1)Bayer narra, principalmente, la relación entre los hijos de las víctimas y de los victimarios del nazismo y toca, solo colateralmente, las dictaduras en la Argentina. Este tratamiento, no sólo es suficiente sino que también, viene al caso para mi tesis.

(2)Al respecto puede verse: Beatriz Sarlo, "Narrar la percepción" en Punto de vista, Buenos Aires, Noviembre de 1980

(3)El protagonista es Emilio Renzi, seudónimo que usaba Piglia para firmar sus primeros artículos en Punto de vista, revista de resistencia cultural durante los años setenta.

 


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