PAISAJE DEL CINE AMERICANO
por Ricardo Baduell
This land is my land, this land is your land
This land was made for you and me
Woody Guthrie
En
el principio era John Wayne. La línea irregular del horizonte,
una franja de cielo por arriba, otra de pasto o polvo por abajo,
y como nexo, vertical, pequeña sólo por la distancia, una
silueta sin pasado decidida a afirmarse sobre todos los
elementos: John Wayne que determina, en plena tierra de nadie,
los límites de su propio territorio. Otros hombres, a los que
olvidaremos, se acercan y cuestionan su derecho a esa propiedad.
Wayne, que ha llegado primero, es otra vez el más rápido y
dispara. Fundido. Reaparece Wayne en la llanura, leyendo la
Biblia a los hombres que acaba de enterrar cristianamente. Dos
rústicas cruces, más precarias que los postes de su alambrado,
dan fe de su voluntad de encomendar sus actos a Dios. Libre de
culpa, enfrentando las circunstancias, Wayne hace cada vez lo que
es debido. Polvo somos y al polvo volvemos, recita de
pie ante las tumbas. Polvo y pólvora son elementos primarios de
la química del western, género cuyas leyes Wayne acata y
sostiene. Si la justicia suele ser restablecida por el triunfo de
un bueno sobre un malo en el duelo final, es porque entendemos
que también en el principio un bueno se impuso, determinando un
equilibrio que siempre es preciso recobrar. Pero esa escena nadie
la ha visto: llegamos siempre tarde al cine, con la película
empezada, y debemos conformarnos con lo que nos cuentan las
representaciones antes de que, como a todo forastero, nos llegue
la hora de partir sin rumbo cierto.
La escena antes descrita, en cambio, podemos verla cuantas veces queramos en Río Rojo, de Howard Hawks. Se encuentra, precisamente, al principio de la película, y determina las coordenadas de una problemática que el cine americano plantea a pesar suyo una y otra vez, ya que una y otra vez regresa al mismo escenario: el mítico paisaje del Oeste, atravesado por caravanas o carreteras según el siglo, pero inflamado siempre por la misma luz de leyenda ajena al tiempo. Sin embargo, si queremos mirar con lucidez de mortales este paisaje en apariencia infinito, probablemente lo cegador de su luz pueda ser atenuado a través de una representación abstracta. Después de todo, este salvaje territorio parece hecho para la geometría; es difícil resistirse a la calidad primaria, tal vez primordial, de sus elementos. Siendo así, quizás la pureza irreal de líneas y planos permita expresar mejor que la fotografía la universalidad del problema que la cámara viene, o vuelve, a examinar.
Como
un cineasta, un pintor encuadra. Y lo primero que salta a la
vista en esta locación es la determinante horizontal
ininterrumpida. Nada ofrece un marco natural al ojo, que debe
decidir por sí mismo y no con poca arbitrariedad los límites de
la representación. Pero, a la vez, la misma llana inmensidad
impone a la mirada un recorrido: a lo largo y a lo lejos,
escrutando el peligroso límite de la tierra con los párpados
entrecerrados por una luz ardiente que inclinará al pintor a los
contrastes violentos. Este paisaje abstracto, de sombríos trazos
negros sobre una superficie que vira del ocre al azul radiante,
ha de ser una pintura apaisada, cuyas medidas y proporciones
corresponderán idealmente a las del cinemascope, formato puesto
por Hollywood al servicio de la monumentalidad del gran
espectáculo en oposición a la cotidiana invasión televisiva.
Llegados a este punto, no debemos olvidar que, mucho antes de
prestar marco a las fingidas aventuras de hebreos y romanos, el
diseño horizontal era una tradición profundamente arraigada en
la cultura norteamericana.
Frank
Lloyd Wright no fue sólo un arquitecto innovador. Fue también
un hombre apegado a su suelo que, mientras sus compatriotas
sucumbían a la influencia del Estilo Internacional llegado de
Europa, siguió tomando como fuente de inspiración el paisaje de
su país. A la tradición constructiva urbana europea, centrada
en el diseño racional y basada en criterios lógicos y
funcionales, a esos muros de vidrio, hormigón y acero que le
hacían pensar en un mundo colectivista e inhumano, Wright opuso
una arquitectura autóctona, representada por las casas rurales
del Medio Oeste y de las praderas. Frente a las construcciones
europeas, sólidas, inmutables y permanentes, la casa americana
típica se plantea como un organismo en constante evolución, del
cual se construye en principio sólo el hogar, al que se irán
incorporando, con el tiempo y en sentido horizontal, según pueda
y necesite la familia, nuevas dependencias. A partir de esta
concepción, ligada al sueño americano de empezar desde cero y
tener un hogar propio, Wright desarrolló su concepto del
edificio como un todo orgánico, semejante a un ser vivo, capaz
de convertirse en el centro de un universo unificado; un hogar
integrado en el paisaje y el clima locales, que permitiría a sus
habitantes vivir en armonía con su entorno y hallar lo que
llamó la gran paz para llevar una vida plena y no
convencional.
Este
deseo de encontrar un lugar de pertenencia, un hogar, es uno de
los temas constantes del folklore americano, cuyos creadores e
intérpretes han sido no por casualidad cantantes vagabundos,
apegados sobre todo a sus guitarras, sus botas y las vías del
tren. Un ejemplo es Woody Guthrie, autor de la canción folk por
excelencia, Esta Tierra Es Mi Tierra, quien se negaba
a dormir en camas argumentando que era un hombre de la
carretera y no quería volverse blando.
Semejante contradicción entre el compromiso con un lugar y el
sentimiento de desarraigo es también el tema de Nicholas Ray,
cineasta en quien se cruzan varias de las referencias dadas.
Experto en folk, discípulo de Frank Lloyd Wright en su juventud,
Ray explicaba su repetida elección del cinemascope como una
preferencia por la línea horizontal, esencial en el trabajo de
su maestro y sobre la cual él mismo pudo asentar una visión
particular. Esta consistía en la integración, dentro de una
composición móvil, de elementos conflictivamente distribuidos a
lo largo de la pantalla; personajes, objetos y acciones que, al
ser puestos en relación por intencionados movimientos de cámara
y una elocuente planificación, ponían de manifiesto a su vez,
desde distintos ángulos, la problemática que los agitaba. Otros
artistas esenciales en la evolución de la cultura norteamericana
trabajaron en sentido horizontal: Jackson Pollock pintó el
universo en enormes telas apaisadas que apoyaba en el suelo, y
poetas tan representativos de la tradición americana como Walt
Whitman y Allen Ginsberg prefirieron, a la sucesión vertical de
versos breves, el despliegue de largos versículos a través de
la página. Sin embargo, como si el país no estuviera dispuesto
a alojar su propia cultura, ninguno de estos testimonios ilustra
la armonía deseada por Wright. En este sentido es muy
significativo el título de la última película de Nicholas Ray,
Nunca Podremos Volver a Casa, realizada con pantallas
múltiples que ponen diversas imágenes en relación sin llegar
jamás a integrarlas en una imagen total. Esta obra de los años
setenta, testimonio tanto de la generación nacida con Ray a
comienzos del siglo veinte como de la de sus discípulos y
colaboradores, nacida a mediados del mismo siglo, plantea el
conflicto civil de su país como insoluble dentro de las
condiciones impuestas en la época. Para entonces, como Guthrie,
Ray no toleraba dormir en camas; sólo que, a diferencia del
cantante cuarenta años atrás, el cineasta no vinculaba la
posición horizontal con el descanso sino con la muerte, tan
presente en Estados Unidos durante aquellos años de guerra en
Vietnam, disturbios raciales y políticos, creciente consumo de
drogas y manifestaciones de todo tipo de esperanzado o
desesperado descontento. Jackson Pollock, muerto en un accidente
automovilístico como los que solía reproducir Andy Warhol, no
había quedado solo en la carretera. ¿Qué puede decirnos el
clásico paisaje americano sobre tantas dificultades para
arraigar en él?
Situémonos
de nuevo ante el muro, ya que un caballete no podría contener
esta pintura renuente a ser abarcada de un vistazo. Sobre este
fondo de apariencia infinita y líneas primordiales, anterior a
las convulsiones que acabamos de describir, es hora de plantar
una figura. John Ford, que nunca filmó un paisaje vacío, puede
prestarnos a su protagonista más emblemático: nuestro ya
conocido John Wayne, mejor de a pie que a caballo por más
sólido, monolítico, como un faro en el desierto al que
caracterizaremos con un recto trazo grueso vertical. Ya está.
Una brusca alteración en el manso devenir horizontal, una simple
interrupción que por su mera y singular aparición hace que todo
gire en torno suyo. Acerquémonos. Tal vez sobrevivamos. Después
de todo, la confrontación entre Wayne y un partener que lo
cuestiona, como Montgomery Clift en Río Rojo, es una
situación casi tan repetida por el cine americano como el
regreso a este paisaje. ¿Se mostrará hostil el ganadero, o
simplemente nos mirará sin entendernos como a Clift cuando pone
en duda sus decisiones sobre el rumbo del arreo?
Jorge
Luis Borges destaca en uno de sus prólogos lo que él llama
la obsesión ética de los americanos del norte. En
otra nota señala cómo el cine estadounidense propone una y otra
vez a la admiración del espectador la aventura de un detective o
reportero que traba amistad con un gangster para después
traicionarlo denunciando sus crímenes. Para nosotros,
concluye Borges refiriéndose a los argentinos, ese hombre
es un canalla. El canalla al que se refiere no es el
gangster. Para los argentinos, entiende Borges, por encima de
todo está la lealtad entre individuos a que obliga la amistad;
para los americanos, en cambio, la obligación primera es hacia
una ley equitativa que no hace diferencias entre los ciudadanos.
¿Pero es tan transparente esta rectitud? ¿O una vez más
descubriremos, en palabras de Gilles Deleuze, que allí donde
creíamos que había ley sólo había deseo?
Retomemos
el sueño americano primitivo: empezar desde cero y tener un
hogar. Con ese deseo llega Wayne al paisaje del que hemos hecho
abstracción. En ese ilimitado mundo horizontal planta sus postes
y, al establecer una presencia humana donde a sus ojos no la
había, funda sin proponérselo un espacio y una ley. Ya que él
no reflexionará sobre ello, tendremos que hacerlo nosotros.
Empecemos entonces por entender bien su proceder: al demarcar su
territorio, Wayne, el pionero, no se pone un límite a sí mismo,
sino a los demás; en otras palabras, señala una propiedad.
¿Qué ley lo autoriza? La ausencia de ley, justamente, que hará
lugar al derecho adquirido por la fuerza de quien ha llegado
allí primero. En este anudamiento entre la instauración de la
propiedad privada y un derecho que se establece por su propia
afirmación, queda enunciado un tema al que el cine local no
dejará de volver tantas veces como al territorio donde la
cuestión es planteada.
Jean
Renoir, cineasta realista, contradijo la opinión en boga en su
época afirmando que no hay realismo en el cine americano, sino
una gran verdad. De esta manera lo caracterizaba como un cine
mítico, o sea ejemplar, cuyo reconocimiento en todo el mundo
sólo confirmaba su universalidad. El valor de un mito puede ser,
como ejemplo, positivo o negativo, pero su fuerza radica en lo
que aporta a la identidad de sus herederos. El pionero, que
avanza hacia lo desconocido y funda su hogar en tierra de nadie,
imponiendo su voluntad y su parecer sobre un mundo nuevo, endeuda
a las generaciones venideras con un modelo ineludible. En un film
como Shane, de George Stevens, observamos en qué
está centrada la cuestión del derecho: en la propiedad de la
tierra, que los granjeros vienen a disputarle a los ganaderos
décadas después de que éstos establecieran sus latifundios en
territorio salvaje. El progreso exige nuevos colonos, y los
ganaderos deberán reducir sus propiedades en favor de los
granjeros; pero, aunque éstos conquisten la realidad, serán en
cambio los vaqueros, los representantes del viejo Oeste, quienes
resulten inmortalizados en el mito. Es decir que, por debajo de
la democracia, el derecho ilimitado a la propiedad privada
persistirá como ideal y determinará en gran medida las reglas
de juego, bajo las formas de la iniciativa privada.
La
mayor o menor capacidad para lidiar con este modelo se reflejará
en el tratamiento formal del espacio por parte de los cineastas
americanos. Clásicos como Ford o Hawks, capaces de arraigar en
Hollywood y construir un cuerpo de obra sólido a lo largo de
varias décadas, presentarán sus conflictos dentro de un espacio
integrado, que muy a menudo será el del paisaje horizontal que
hemos pintado. Lo filmarán en largos y elegantes planos
abiertos, mostrando un mundo real y entero, capaz de contener y
resolver sus problemas. Ya hemos visto en cambio el caso de
Nicholas Ray, cuya visión termina desgarrada en una
multiplicidad de pantallas irreconciliables. Pero existe otro
director que, luego de un fulgurante comienzo en Hollywood,
siempre fue un extraño allí. Me refiero a Orson Welles, el más
cosmopolita de los cineastas de su país, quien desde su primera
hasta su última película mostró un espacio fragmentado tanto
por el montaje como por la variedad de las locaciones. Sus obras,
realizadas en ciudades diversas que simulaban ser una, en
territorios divididos por fronteras o atravesados por personajes
de dudoso pasaporte, ilustraban su propia experiencia vital de
expatriado. La extraterritorialidad elegida por un hombre tan
comprometido políticamente, ¿no indica algo sobre la tierra de
la que viene?
Al
referirse a los delatores del período McCarthysta, durante el
cual él mismo abandonó Hollywood, el ciudadano Welles declaró
lo siguiente: De mi generación somos muy pocos los que no
dimos nombres de otras personas. Semejante traición difiere de
la de un francés, por ejemplo, que fue delator de la Gestapo
para poder salvar la vida de su esposa. Lo malo de la izquierda
americana es que traicionó para salvar sus piscinas. Esta
es la cuestión. Westerns, videoclips, road movies y películas
de todo género aún presentan el regreso al paisaje primordial
del Oeste como la búsqueda, y a veces el hallazgo, del espacio
igualitario y abierto que sugiere la horizontalidad del terreno.
Sin embargo, films como Easy Rider o Thelma
& Louise nos muestran el breve destino de aquellos que
se aventuran sin un proyecto económico en ese territorio,
salvaje pero no libre, donde el colono sin vecinos fundó una vez
su rancho y el deseo de crecimiento ilimitado echó raíces. En
el paisaje horizontal, verticalmente, se alza ineludible un signo
de propiedad: no leerlo es ignorar en qué lugar nos encontramos
y, para mayor peligro, los valores en él vigentes, las leyes que
lo gobiernan y su principio rector.