CONCLUSIÓN
Su
Madre, nuestra Madre
Y
henos aquí, llegados al término de estas meditaciones sobre la figura de María
a través de los cuatro evangelistas. Es cierto que todo ellos nos hablan de María
con la intención última de decir lo que desean acerca de Jesús. Sus discursos
acerca de Cristo encuentran en ella luz y apoyo. Pero ninguno pudo prescindir de
ella para hablar de Jesús y presentárnoslo como Evangelio, que es decir: como
anuncio de salvación.
María
no es el Evangelio. No hay ningún evangelio de María. Pero, sin María,
tampoco hay Evangelio. Y ella no falta en ninguno de los cuatro.
Ella
no sólo es necesaria para envolver a Jesús en pañales (y lavarlos...). No sólo
es necesaria para sostener los primeros pasos vacilantes de su niño sobre
nuestra tierra de hombres. Su misión no sólo es coextensiva con la del Jesús
terreno, sino que va más allá de su muerte en la Cruz: acompaña su resurrección
y el surgimiento de su Iglesia.
Vestida
de sol, coronada de estrellas, de pie sobre la luna, María, como su Hijo,
permanece. Y aunque el mundo y los astros se desgasten como un vestido viejo,
para confusión de los que en estas cosas pusieron su seguridad y vanagloria,
María permanecerá, como la Palabra de Dios de la que es Eco.
María,
Madre de Jesús, pertenece al acervo de los bienes comunes a Jesús y a sus discípulos.
Su Padre es nuestro Padre. Su hora, nuestra hora. Su gloria, nuestra gloria. Su
Madre, nuestra Madre.