En
la tarde del 15 de julio de 1766, víspera de la Virgen del Carmen, rendía a
Dios su alma de apóstol el santo escolapio Pompilio María. Nacido
en Montecalvo (Italia) en 1710, de una familia adinerada y de mucho abolengo, cuando
apenas tenía diez años se encontró en el sótano de su casa un cuadro antiquísimo
de la Sma. Virgen y quitándole el polvo, lo colocó en su habitación
diciéndole a su madre: "Un día, cuando yo sea sacerdote, vendré y
celebraré la misa delante de este cuadro". A
los dieciséis años, a raíz de la cuaresma predicada en su patria, Montecalvo
Irpino, por el padre rector de las Escuelas Pías de la vecina capital de
Benevento, localidades ambas de la Italia meridional, escapó de su casa al
colegio de residencia del fervoroso predicador y le pidió la sotana calasancia.
Las razones de su buen padre, que siguió tras él, y era notable abogado,
fueron estériles ante la firme decisión del hijo. Y el noviciado y el
neoprofesorio, con sus estudios, no hicieron sino continuar el tenor de vida
inocente y penitente que ya en casa había llevado. Allá, en efecto, muchas
noches, tras la disciplina y la oración mental, el sueño se apoderaba de él
en el propio oratorio doméstico y le tendía en el pavimento, con la cabeza
apoyada sobre la tarima del altar, hasta la mañana siguiente. Terminada la
carrera escolapia, ejerce el apostolado de la enseñanza durante catorce años,
el primero de ellos con primeras letras en Turi y los trece restantes, con
Humanidades y Retórica, en Francavilla, Brindis, Ortona, Chieti y Lanciano, más
la prefectura de las Escuelas y la presidencia de la Archicofradía de la Buena
Muerte. De su apostolado entre los alumnos se recuerdan rasgos de sobrenatural
penetración. Uno de ellos es en Lanciano. Al comenzar su clase le advierten los
chicos la ausencia de Juan Capretti. El padre Pompilio se reconcentra y a los
pocos segundos exclama: "¡Pobre Capretti! No puede venir porque está
moribundo... Pero no será nada. Vayan dos en seguida a preguntar por él".
Y corren dos muchachos a su Casa con la anhelante pregunta. Sus padres se extrañan,
habiéndole oído levantarse y creyendo que estaba en la escuela con toda
normalidad. Suben temerosos a la habitación y, efectivamente, lo encuentran en
el suelo, de bruces, sin sentido, próximo a expirar. Sobresaltados le levantan,
le acuestan, le llaman repetidas veces, y al fin el pobre accidentado empieza a
volver en sí, balbuciendo entre sollozos: "¡Padre Pompilio, padre
Pompilio!". No sabía sino que, al levantarse, había sido presa de dolores
y escalofríos que le hacían desfallecer sin dejarle gritar. Después sólo sabía
que le había llamado su maestro y que ya se sentía vivir. Al volver al colegio
los dos emisarios el padre tomó pie para encarecer la necesidad de estar a
todas horas en gracia del Señor. Ni hay que añadir el prestigio de que
aureolaban al humilde padre sucesos semejantes. Pero en aquélla misma etapa
docente, de 1733 a 1747, a los dos años de ordenado de sacerdote, el Capítulo
provincial de 1736 acuerda facultarle para la predicación de la divina palabra,
sin eximirle, naturalmente, de sus tareas escolares; y por todos aquellos
mencionados colegios de la Pulla y de los Abruzos, en que enseña a tantos niños
y jóvenes, empieza a enfervorizar desde el púlpito a hombres y mujeres, destacándose
como misionero de fuerza y eficacia sorprendentes. Pronto merece el dictado de
apóstol de los Abruzos, tras intervenciones maravillosas que impresionan a
poblaciones enteras. En el mismo Lanciano, último de los colegios de esta
etapa, cercana ya la hora de medianoche, Pompilio sale una vez de su habitación,
abre la puerta de la iglesia, sálese a las calles vecinas y empieza a clamar
despertando a los despreocupados durmientes, para que se levanten todos y acudan
al templo, pues él inmediatamente les va a predicar. Hasta hace lanzar a vuelo
las campanas llamando a sermón. Ante tamaña novedad todo Lanciano se alborota
y se arremolina en torno al púlpito del apóstol. Y el santo vidente les
anuncia estremecido que un horrendo terremoto se va a dejar sentir en toda la
comarca, pero que ellos no teman, pues su celestial Patrona la Virgen del Puente
intercede de manera singular por la afortunada población. En efecto, aún está
hablando cuando un ronco fragor subterráneo, que avanza desde la lejanía, hace
temblar el suelo y vacilar los edificios, oprimiendo de espanto y crispando de
nerviosismo a la totalidad del auditorio. Afortunadamente, el sismo se desvía,
y un respiro de alivio sucede al agobio. La alarma del Santo no ha sido vana. La
explosión de gratitud tras la oleada de terror es confesión colectiva del
fruto de aquellas vigilias, henchidas de proféticas visiones, en que el santo
predicador, cual otro Abraham, participa en la mediación y el secreto de los
castigos y de las condescendencias divinas. Cuando después
de varios años de ser sacerdote, va por primera vez a celebrar la Santa Misa en
su casa, su madre,
sin recordar lo que él había dicho en su niñez, le preparó el altar frente
al cuadro que de niño había sacado del sótano. Pompilio al final de la misa
exclamó: "Bendito sea Dios que me ha permitido cumplir aquellas palabras
que de niño dije al encontrar este cuadro de la Virgen Santa en el sótano:
"Un día celebraré misa ante esta imagen de la Sma. Virgen".Segunda
etapa en la vida escolapia de San Pompilio es su estancia en Nápoles por otros
doce años, 1747-1759. Tanto en el colegio de Caravaggio como en el de la
Duquesa, ambos en la capital del reino napolitano, hallará campo más vasto
para su celo. Desde Lanciano había solicitado del Papa el título de misionero
apostólico. Benedicto XIV no le contestó; pero intensificó las misiones en
las Dos Sicilias, en tanto que los superiores de la Orden desligaban a Pompilio
de la tarea de la enseñanza para dedicarle plenamente a capellán permanente,
predicador cotidiano y a confesor continuo de chicos y grandes en la iglesia de
los respectivos colegios. Y en tal ambiente, y como director de la Archicofradía
de la Caridad de Dios, se entrega a una vida apostólica fervorosísima, que
Dios sella con incontables y sorprendentes prodigios. Tal vez hace falta en Nápoles
un revulsivo así, cuando el regalismo de Tanucci, ministro del rey Carlos, el
que luego en España será Carlos III, amenaza a la Iglesia en el reino no menos
que el jansenismo de los capellorini. Una madre acude un día a la iglesia de
Caravaggio con el inaplazable problema de que se le ha caído su hijito a un
pozo. Pompilio se compadece, parte con ella hasta el brocal, hace la señal de
la cruz, y en los procesos consta la maravilla de que el nivel de las aguas
empieza a subir, como si el pozo las regurgitara, hasta que aflora el niño,
ileso y sonriente, al alcance de la mano de su madre enloquecida. Una penitente
del taumaturgo sufre los malos tratos de su marido, hombre vicioso y de áspera
condición. Se encomienda a las oraciones de su confesor y experimentan las
cosas tal cambio que hasta el esposo invita a un paseo por el campo el próximo
domingo a su antes odiada mujer. Corre ella a contárselo al confesor, pero éste,
sin darle total crédito, la pone en recelo y la aconseja que le llame, si llega
a verse en peligro. Realízase lo del paseo dominical, mas ya en pleno campo el
pérfido consorte saca un cuchillo y trata de asesinarla; pero, al invocar ella
al padre Pompilio, aparece su figura demacrada y austera, arrebata el arma al
asesino y le increpa de tal forma que cae de hinojos compungido y con promesa de
confesión. Va, efectivamente, a confesarse a la mañana siguiente con el propio
San Pompilio, y éste le muestra el consabido cuchillo. Pero lo más notable es
que, a la hora precisa del frustrado atentado, el Santo estaba en público, en
el púlpito de su iglesia, e interrumpió unos momentos su sermón, como abstraído
en otra cosa, y lo continuó después sin aludir a nada. No tardó en saberse
todo y quedó depuesto en los testimonios procesales. La bilocación no es fenómeno
desconocido en las vidas de los santos. Más tierno y humano fue el incidente
del sermón del 17 de noviembre de 1756. Lo interrumpió en el momento más
inspirado de un párrafo vibrante; permaneció mudo unos minutos, que al
expectante público parecieron eternos, y a continuación explicó:
"Suplico un requiem aeternam por el alma bendita de mi madre, que en este
instante acaba de fallecer". Y así innumerables hechos asombrosos. Mas la
santidad no se prueba en los prodigios, sino en la tribulación y el
sufrimiento. ¿Fue política externa de regalismo? ¡Fue política interna de
separación de provincias entre la Pulla y la Napolitana? ¿Fueron -y es lo más
probable- maquinaciones de los capellonni jansenistas que chocaban con las
misericordiosas benignidades del confesionario del padre Pompilio? Lo cierto es
que tanto del palacio real como de la cancillería arzobispal salieron órdenes
a principios de 1759 suspendiendo del ministerio y desterrando del reino al
taumaturgo de Nápoles. Los caballos de la calesa que le llevó primero al
colegio de Posilino no quisieron arrancar hasta que el padre rector dio por
obediencia la orden al propio desterrado. Consumado el primer paso, llegó de
Roma el destino a Luga, en la Emlia, y a Ancona, en las Marcas, regiones
centrales de Italia con colegios que no eran de la Pulla ni de Nápoles. De
cuatro años fue esta que podemos llamar tercera etapa de la vida apostólica de
San Pompilio, ni menos fervorosa ni menos fecunda que la de Nápoles o los
Abruzos, y avalada además con la resignación y humildad con que abrazó toda
obediencia. Pero el Señor dispuso su rehabilitación con la vuelta triunfal a Nápoles,
el rectorado de Manfredonia, el apostolado en su ciudad natal de Montecalvo y el
rectorado con el magisterio de novicios en Campi Salentino de la Pulla, donde
brillaron sus últimos destellos y dejó con sus huesos la ejemplaridad de su
santísima muerte. Por cierto, aquí revivió la figura del entero escolapio con
sus preocupaciones docentes y hasta haciéndose cargo provisional de la escuela
de los pequeñines. Pero no hay que omitir el doble carácter de externa
austeridad y de dulzura interior que tiene las dos caras de la espiritualidad
pompiliana. En pleno siglo XVIII, el de Voltaire y Rousseau, del enciclopedismo
y del regalismo, del iluminismo y racionalismo, pródromos de la Revolución
Francesa, San Pompilio predicó principalmente de los Novísimos o Postrimerías
con los acentos de un San Vicente Ferrer, y plasmó la devoción a las almas del
purgatorio en prodigios que pueden parecer ridículos al contarlos, pero que
dejaron honda huella de pasmo y terror en los testigos presenciales al
realizarse, como el rezar el rosario alternando con las calaveras de la cripta o
carnerario de la iglesia de Caravaggio, o saludar y recibir contestación verbal
de los esqueletos del cementerio de Montecalvo, y no en forma privada, sino ante
multitudes. Por otra parte, su devoción a la Virgen obtuvo coloquios como el
del Ave María contestado con un "Ave, Pompilio" de parte de la Mamma
bel-la, como él llamó siempre a Nuestra Señora, y el bel-lo Amante fue el
Corazón de Jesús, cuya devoción propagó con tantos favores y prodigios como
Santa Margarita María de Alacoque. Fue, pues, San Pompilio una llamarada de
sobrenaturalismo en los momentos mismos en que empezaba el intento de
descristianización de los siglos XVIII y XIX de la Edad Moderna. Declarado venerable por Gregorio XVI en 1830, fue
beatificado por León XIII en 1890 y canonizado por Pío XI el 19 de marzo de
1934
|