En
el año de gracia de 1098 -el mismo en que los primeros cruzados de toda
Europa respondían a los llamamientos del Papa Urbano II y a las prédicas de
Pedro el Ermitaño, aprestándose a embarcar para la conquista de los Santos
Lugares; el mismo también en que el anciano abad Roberto de Melesines tomaba
posesión en tierras del ducado de Borgoña de un salvaje trozo de bosque
pantanoso, sombrío y dramático, llamado Citeaux, para poner los cimientos del
monasterio que tanta gloria daría a la Iglesia de Jesucristo por la admirable
virtud de sus monjes, mantenida sin desmayo a través de los siglos- vio la
suave luz de la Saboya, en el Bourg de Saint-Maurice, aldea cercana a la ciudad
de Vienne, un niño, segundo hijo de un matrimonio de honrados labradores, que
recibió con las aguas del bautismo el nombre del Príncipe de los Apóstoles,
llevado por su progenitor.
Crecido
en un hogar cristiano y modesto, Pedro -por tradición y voluntad paterna-
debía seguir apegado a los oficios campesinos con sus hermanos menores,
mientras el mayor, Lamberto, cultivaba su intelecto en las escuelas y
universidades del país con el fin de emprender, al llegar a la madurez, las
altas misiones en las que se cosechan los laureles civiles o eclesiásticos. No
obstante, los mejores dones del Espíritu Santo -lúcida inteligencia, memoria
portentosa, férrea voluntad para el estudio- se revelaron tan precozmente en
el pequeño Pedro, que su padre hubo de acceder a verle abandonar los viñedos
del predio familiar para sentarse al lado del primogénito en los duros bancos
escolares. La mano predestinada a cavar, escardar, podar y vendimiar aprendió
velozmente a manejar el punzón de los doctos, y los ojuelos infantiles a leer
en los venerables pergaminos conservados en las bibliotecas saboyanas, el griego
y el latín de los poetas, los filósofos y los Padres de la Iglesia. El joven
estudiante suscitaba el asombro de maestros y condiscípulos por la gravedad de
su talante y la facilidad rayana en el prodigio con que asimilaba -como si las
tuviese ya sabidas por inspiración divina antes de serle explicadas- las más
arduas lecciones de Letras clásicas, la pomposa riqueza lírica de los salmos,
los intrincados problemas de la filosofía y los hondos misterios teológicos. Y
mayor aún era el pasmo con que las gentes admiraban la transparencia angélica
de su alma adolescente, de nítida pureza y clarividente compenetración con las
doctrinas de Nuestro Señor Jesucristo.
Apenas
cumplidos los veinte años y aprendido cuanto los sabios profesores pudieran
enseñarle, el mancebo -sobre el que coincidían unánimes los felices
augurios de elevados destinos mundanales- manifestó a su padre el propósito,
albergado en su corazón desde la infancia, de apartarse de cualquier camino que
condujera a la gloria terrena para emprender los del retiro y el silencio de la
vida contemplativa. Tan firme era su voz al expresar ese anhelo, que el padre
renunció a los hermosos sueños soñados para el hijo con ilusión y orgullo
humanos y, sin vacilación alguna, entregó a Dios aquel deslumbrador diamante
que el propio Dios habíase complacido en crear y pulir. Pedro ingresó como
novicio en el recién fundado monasterio cisterciense de Boneval, enclavado en
la comarca en que naciera. Desde que en la solemne ceremonia del Capítulo vistió
la blanca librea de Nuestra Señora, el joven religioso se convirtió en vivísimo
estímulo para las virtudes de sus hermanos más ancianos y austeros por los
rigores penitenciales heroicamente aplicados a su cuerpo juvenil y por la
obediencia, humildad, laboriosidad y mansedumbre puestas en el desempeño de los
diferentes oficios monacales.
A
pesar de la espesa muralla de aislamiento que rodeaba a los monasterios
contemplativos, el aire -lleno del nombre de Bernardo de Fontaines, joven abad
de Claraval desde 1115- se filtraba por puertas y ventanas, proporcionando un
constante incentivo de santidad a la devoción de los monjes. A imitación de
Bernardo de Claraval, el joven Pedro de Boneval consiguió que toda su familia
"alcanzase a Cristo". Primero el hermano mayor, Lamberto; luego el
hermano y la hermanita pequeños; por último los padres, se desprendieron -como Tescelin de Fontaines y sus hijos- de la servidumbre de la tierra para
alistarse en la del cielo: los varones, en la misma abadía de Boneval; las
mujeres, en la recoleta clausura de un convento de religiosas.
La
semilla cisterciense se espigaba por toda Europa en nuevos monasterios. Una
increíble proliferación de vocaciones y fundaciones parecía cubrir el Viejo
Continente con la nieve de las cogullas de los monjes blancos. El abad de
Boneval, falto de espacio en su abadía para acoger a tantos postulantes,
estableció una nueva casa de Dios en la falda de los Alpes. Por hallarse
situada en la confluencia de varias provincias la nueva abadía recibió el
nombre simbólico de Estámedio. Para gobernarla fue designado fray Pedro, cuyas
dotes de mando y religiosidad compensaban su juventud.
La
caridad -una inmensa caridad que inundaba todos los actos y todos los minutos
de su existencia-, al sobresalir por encima de todas las demás virtudes
cistercienses atesoradas por su alma, convirtió al abad de Estámedio en el
hombre más famoso y admirado del ducado de Saboya y del contiguo Delfinado.
Hasta el punto de que, al fallecer el arzobispo de Tarantasia -Tarentaise o
Tarantaise, provincia saboyana que recibía su nombre de la ciudad así llamada,
en cuya archidiócesis, establecida en el siglo V, se encontraba el
monasterio-hospital de Estámedio-, el clamor popular exigió la elevación
del abad Pedro a la silla archiepiscopal. La voz del pueblo atravesó los Alpes
y llegó hasta Roma. El Santo Padre, conocedor de las excelsas cualidades del
abad, no dudó en concederle la mitra.
La
noticia de su nombramiento sobrecogió al abad. Él quería servir a Dios en la
soledad y el apartamiento de la estrecha observancia cisterciense, con la oración
y la penitencia, con la humildad y la oscuridad, muy unido a sus monjes y lejos
de las voces estridentes del mundo. Una y otra vez se negó suavemente a aceptar
el cayado que se le ofrecía para guiar a la grey de los fieles tarantasianos.
Siendo inútiles todos los ruegos para hacerle torcer aquella decisión negativa
tenazmente sostenida, el clero y los seglares de la archidiócesis acudieron a
la autoridad del Capítulo General del Cister, en donde la inefable dulzura
persuasiva de San Bernardo consiguió vencer los mil reparos y escrúpulos de la
modestia en que el abad Pedro se apoyaba, forzándole a sacrificar -por
obediencia- la paz de su cenobio a la confusión del mundo y a convertirse en
pastor de almas.
La
diócesis de Tarantasia -como otras muchas en aquellos tiempos- padecía
todos los males morales de la época: la dureza y crueldad del régimen feudal,
los fermentos heréticos, la simonía, las depredaciones y rapiñas de los despóticos
barones, los abandonos y flaquezas, las codicias y las supersticiones, así como
otros muchos pecados del espíritu o la carne. Pero el nuevo arzobispo supo empuñar
el báculo con mano enérgica y extremar sus austeridades a fin de imponer
respeto y dar ejemplo a los orgullosos señores, a los clérigos levantiscos,
perezosos o en exceso aseglarados, y, en fin, a los fieles de fe entibiada por
las circunstancias. Con el despliegue de su talento, su virtud y su firmeza el
arzobispo Pedro no tardó mucho tiempo en devolver a su diócesis el orden y la
sobriedad perdidos, para lo cual no vaciló en utilizar toda clase de arbitrios
singulares y edificantes con los que excitaba la caridad hacía el prójimo y el
celo por las cosas divinas.
Cuando
era necesario para el mayor esplendor del culto, Pedro de Boneval se revestía
con los ricos ropajes de su jerarquía, sin abandonar por ello la túnica y
escapulario cistercienses, bajo los que llevaba, pegado a la carne, un áspero
cilicio. Desterrada implacablemente de su mesa la tremenda gula medieval, imponía
la rigurosa dieta del refectorio monástico -pan y legumbres hervidas sin
condimentar- que compartía con cuantos mendigos se acercaban a sus puertas -abiertas siempre de par en par para los pobres-
suplicando por el amor de
Dios una limosna. Ni un solo día abandonó el horario de preces del Cister. Se
levantaba para los maitines a las dos de la mañana y no volvíase a acostar en
todo el día. Recorría continuamente su diócesis -a pie casi siempre-,
llevando el consuelo de su ministerio, de su presencia y de su palabra a los
menesterosos, a los enfermos, a los pecadores más empedernidos, a quienes
prodigaba las mieles y caricias de Jesucristo. Los hagiógrafos refieren que
muchas veces, por no tener otra cosa que dar a los pobres, se despojaba en,
pleno invierno de sus vestiduras, e incluso llegaba a sustraer para los más
necesitados los parcos alimentos de sus familiares y servidores. En dos de los
abruptos pasos alpinos fundó refugios en donde acoger a caminantes y
peregrinos, encomendando su custodia a los monjes de Estámedio.
El
bienestar extendido por la archidiócesis de Tarantasia gracias a la bondadosa
sabiduría y a la enérgica prudencia de su prelado suscitaba en sus feligreses
una oleada de amor y reverencia que envolvía todos sus pasos. Las conversiones
y hechos milagrosos, al sucederse sin interrupción, ensanchaban de tal forma su
popularidad que, temeroso ante aquella inmensa aureola de santidad de la que se
juzgaba indigno y, sobre todo, sospechando que pudiera ser una añagaza del
enemigo para empañar de vanagloria el limpio cristal de su sencillez, decidió
huir de Tarantasia y buscar refugio en Alemania, país en donde no era conocido.
Hízolo así en secreto, y, una vez en tierras germánicas, solicitó su admisión
como simple hermano converso en una abadía de la Orden. Por ser frecuentes sus
viajes, sus familiares y feligreses tardaron algún tiempo en darse cuenta de su
desaparición. Cuando el rebaño comprendió que se había quedado sin pastor,
su angustia y su zozobra fueron infinitas. Como todas las pesquisas realizadas
resultaran inútiles, se le consideró muerto, si bien una remota esperanza,
palpitante en todos los corazones, aconsejó dejar vacante la sede.
Mientras
las gentes lloraban doloridas la pérdida de su arzobispo, Pedro, escondido para
Dios en el monasterio alemán, se ocupaba en los trabajos más rudos y penosos,
como si fuese un gañán ignorante y no uno de los más sabios y santos jerarcas
de la Iglesia de Cristo. Mas he aquí que un mozo saboyano, educado desde la niñez
como paje del arzobispo de Tarantasia, hallándose de viaje en Alemania, acertó
a pasar ante el monasterio. Llamó a la puerta para pedir alojamiento en la
hospedería, siendo recibido por el hospedero con todos los honores establecidos
en la Regla de San Benito para acoger a los huéspedes. Cuando, después de dar
descanso a su persona y a su corcel, se disponía a proseguir su jornada, el
caminante vio salir a la Comunidad formada en larga hilera silenciosa para
dirigirse a sus labores campesinas. Con asombrado gozo el viajero reconoció en
uno de los conversos de hábito pardo y largas barbas grises a su venerado
arzobispo, cargadas las espaldas con los aperos de labranza. Sin poder dominar
su alegría, y violando las normas que el huésped de un monasterio cisterciense
está obligado a guardar, corrió a postrarse a los pies de su prelado,
proclamando a gritos su nombre. Pedro de Tarantasia, sin poder conservar ya el
incógnito, recibió allí mismo el filial homenaje de la Comunidad germana, que
por boca de su abad se excusaba de no haber sido capaz de reconocer en la
incomparable santidad del abnegado hermano la del famoso arzobispo de
Tarantasia, misteriosamente desaparecido de su diócesis, cuya historia llevaban
y traían por toda Europa los juglares, los mercaderes, los soldados y los demás
trotacaminos. En la inesperada llegada de su antiguo paje Pedro adivinó una
orden providencial y emprendió con él el regreso a su diócesis. Inútil decir
las vehementes explosiones de júbilo que acogieron su presencia.
Durante
el año que estuvo ausente habían renacido en Tarantasia muchas malas hierbas y
descarriádose numerosas ovejas. El arzobispo reanudó sus tareas pastorales con
el mismo celo de antaño, acompañado, como siempre, del éxito y la gloria.
Una
virtud, inédita hasta entonces, florecía ahora en el alma del santo arzobispo:
la de "componer discordias y desterrar el rencor de los ánimos
enemistados", de que habla uno de sus biógrafos. Su palabra, de cálida
elocuencia, era capaz de apaciguar en un instante cualquier antigua y erizada
rencilla, de tipo personal o político, hermanando en un abrazo de paz y de
fraternidad a los más irreconciliables enemigos, Y de apagar la sed de venganza
para convertirla en hambre de amor. Con esa virtud, después de aplacar las
rivalidades ancestrales de muchos grandes señores de Saboya y el Delfinado, de
unir matrimonios deshechos y de cortar instintos fratricidas; fue llamado a
mediar -con diplomacia que sólo hubiera podido superar San Bernardo- en las
diferencias surgidas entre los monarcas de Francia e Inglaterra, divididos por
sus ambiciones personales y por el cisma provocado por el emperador Federico de
Alemania a la muerte del pontífice Adriano IV, al empeñarse en sostener en el
trono de San Pedro al antipapa Víctor, frente a los legítimos derechos de
Alejandro III, elegido por veintiuno de los veintitrés cardenales que entonces
componían el Sacro Colegio.
La
actitud del emperador Federico venía a continuar la vieja polémica de las
Investiduras surgida entre su antecesor Enrique IV y el papa Gregorio VII. Los
titulares del Sacro Imperio Romano se creían con derecho "divino" a
ejercer su autoridad sobre todos los hombres y todas las tierras, mientras los
pontífices sostenían que la Iglesia debía estar fuera de la autoridad del
Estado, Incluso algunos papas, llevando a sus últimas consecuencias las teorías
de San Agustín sobre el reinado de Dios en la tierra, pretendían ejercer una
soberanía temporal sobre todas las naciones. La lucha entre las dos potestades
había de prolongarse durante toda la Edad Media e influir sobre muchos
acontecimientos de la Edad Moderna.
La
oposición de Pedro de Tarantasia al capricho del emperador -que había
logrado atraer a su partido a numerosos caballeros, obispos y prelados- fue
tan firme que provocó la cólera de Federico. El emperador desterró de sus
Estados a los cistercienses, si bien no se atrevía a esgrimir su poderío
contra el arzobispo, a quien temía y respetaba a pesar de los terribles
anatemas que Pedro fulminaba contra él y de las excitaciones de sus cortesanos.
Más
adelante, el Papa Alejandro envió a Pedro de Tarantasia en varias ocasiones
como su legado, para desempeñar delicadas misiones de la política de Dios en
Francia, Saboya, Lorena e Italia, realizadas siempre con exquisito tacto. Al
regresar de una de ellas el anciano arzobispo, fatigado de treinta y tres años
de gobierno de su diócesis, debilitado el cuerpo por el rigor de tantas
penitencias y trabajos, que no extinguieron los fuegos de su espíritu, enfermó
de gravedad en una aldea cercana al monasterio cisterciense de Bellvaux, al que
fue trasladado para esperar a la muerte, como quieren los usos de la Orden,
sobre una cruz de paja y de ceniza extendidas en el suelo. Su muerte, acaecida,
al parecer, el 14 de septiembre de 1174, tuvo la dulce serenidad, la santa
tranquilidad que hace sublime el tránsito de los bienaventurados. Murió entre
los rezos de los monjes blancos que le rodeaban extáticos. Una muchedumbre
acongojada llegó desde todos los confines de la comarca para contemplar sus
despojos, expuestos durante tres días a la veneración de los fieles. Su cuerpo
recibió sepultura ante el altar de Nuestra Señora en la iglesia del
monasterio. Pocos años después, en 1191, el arzobispo de Tarantasia fue
canonizado por el papa Celestino III, Jacinto Robo, que había subido al trono
de San Pedro el año antes, a los ochenta y cinco de edad. Celestino III,
contemporáneo del gran arzobispo y conocedor de sus méritos para figurar entre
los elegidos en la gloria del Señor, decretó su santificación y que la
Iglesia católica conmemorara su festividad el día 8 de mayo, que en todos los
monasterios cistercienses de la estricta observancia del mundo se celebra con
solemnidad de doble, o sea de dos misas y lecciones propias.
FELIPE
XIMÉNEZ DE SANDOVAL
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