Hermanos: obediencia
no es bajar la cabeza
y aceptar ciegamente lo
que imponga el de arriba.
Cumpliendo con la
agenda de los equivocados
seremos coadjutores de
graves injusticias.
La obediencia es un
acto de amor premeditado,
no una
entrega al jerarca que, por capricho, exija
que arriemos
para siempre nuestras santas banderas
para izar
estandartes manchados de herejía.
Nuestra obediencia
es deuda con Dios; incuestionable,
que no
admite adulterios, que a todo hombre aplica.
Ante las
tentaciones de los ángeles negros,
debemos ser
rebeldes hasta el fin de los días.
El mal ha conseguido
penetrar el santuario,
desplegar
sus raíces sobre inocentes vidas
y ha tentado
a los sabios a reescribir a Cristo
con
renglones torcidos y palabras vacías. La
iglesia, deslumbrada por los cantos del mundo,
se postra
ante la historia como una madre indigna
mientras
abre a las falsas religiones los brazos
de una
unidad que atenta contra la ley divina. Mirad,
mirad los templos desolados y fríos
donde hace
medio siglo la fe resplandecía;
mirad si
vuestras mesas pueden llamarse altares,
mirad si es
reverente la nueva eucaristía. Velad,
hermanos míos. La confusión es mucha.
Llevad en
vuestras manos la lámpara encendida
que a la
esposa de Cristo se la llevan en brazos
para rasgar
sus velos, deshonrarla y herirla.
No troquéis por
cizaña la fe de vuestros padres,
no aceptéis
en el alma nuevas ideologías,
no cambiéis
la promesa de la Sangre de Cristo
por una
cucharada de lentejas podridas.
No temáis rechazar
con solemne firmeza,
a los
irrespetuosos jerarcas que hoy se alían
con el
mundo y la carne para ofender a Cristo
y al santo
y doloroso Corazón de María.
Buscad, que aún
quedan nobles sacerdotes y fieles
que,
inconmovibles, guardan la perenne doctrina.
Hallad la
puerta estrecha. Orad por los errados.
Vivid
la fe de antaño. Amad la antigua Misa.
Jorge Antonio Doré* |