Oh,
Dios, que con tu sangre vuelta un ígneo torrente
definiste
las sendas de la muerte y la vida
y
en cada llaga abierta te transformaste en fuente
de
luz para nosotros: la humanidad caída.
Tú
que morir quisiste con los brazos abiertos
para
que comprendieran el gesto de tus manos,
horizontal
justicia para vivos y muertos,
la
gloria y la tragedia de todos los humanos,
ven.
Ruédame la piedra de mi sepulcro oscuro,
llega
ante mi cadáver, rasga este mal sudario
que
tan pegado llevo de haber vivido impuro,
inútil,
como el hueco de un vacío incensario.
Si
tuviste palabras de perdón para aquellos
que
al verte hecho pedazos, se burlaron de Ti,
tal
vez viste mi rostro confuso entre uno de ellos.
Perdóname,
Dios mío, porque yo estuve allí. Te
vi morir grandioso. Como un pájaro helado
que
al borde de su nido, con las alas abiertas,
–en
agónica estampa– y el pecho desgarrado
amparaba
a sus crías bajo sus plumas yertas. Porque
en tu gesto cupo la humanidad entera,
uniste
cielo y tierra y oeste y este en luz;
tu
corazón en medio. Carne, hierro y madera,
sellaron
el profundo misterio de la cruz. Apártame
la piedra de mi tumba, que es tarde.
Mi
lámpara está llena de aceite. Quiero arder.
No
dejes que me canten más gallos por cobarde.
Mi
fe promete un alba. Sé tú mi amanecer.
Perdóname
estos años baldíos. Un buen huerto
me
diste y, por descuido, lo tengo sin labrar.
Fecunda
mi esperanza, florece en mi desierto
y
apártame la piedra. ¡No quiero seguir muerto!
¡Apártame
la piedra, para resucitar!
Jorge Antonio Doré* |