POLÍTICA&ECONOMÍA

España consolida su prosperidad

Por Néstor Montillo

A los economistas formados a finales de la década de los ochenta y principios de los setenta casi nos cuesta creer lo que está pasando en la actualidad. Siempre se nos dijo que España había perdido el tren de la historia económica, que ya era demasiado tarde para recuperar el tiempo perdido, que lo máximo que podía ocurrir eran remedos, apaños y coyunturas efímeras, pero que se trataba de un país con una trayectoria subyacente de atraso y decadencia. Los libros y textos de la época eran la crónica de una frustración que no cesaba. Obviamente casi todos lo creíamos, aprendíamos en los manuales de Teoría Económica, siempre anglosajones, que el desarrollo histórico era consustancial a la libertad, el mercado y el capitalismo en democracia. Sin ellos no había asignación eficiente de recursos ni desarrollo sostenido a largo plazo. También el estudio paralelo y extraoficial del marxismo propiciaba las mismas conclusiones, el desarrollo de las fuerzas productivas chocaba con una superestructura ideológica obsoleta y con unas instituciones políticas en las que siempre habían dominado los absolutismos y las manos muertas. La propia dictadura de Franco era buen ejemplo de ello. Su desarrollo, sacrificando a los emigrantes, apuntalando industrias vetustas, vendiendo el país al capital extranjero y permitiendo los desequilibrios territoriales era una confirmación empírica de tales tesis.

Pesimismo en la transición

La Transición y la llegada de la democracia parecían confirmar el pesimismo. Nada había cambiado, sólo había más desindustrialización del naval, la siderurgia, la textil y de lo poco que había crecido malsanamente. Tampoco el cambio socialista alteró las percepciones fundamentales. Continuaron los descensos de empleo industrial, el paro se disparaba, surgían nuevos intervencionismos favoritistas y, como en los viejos tiempos, solo florecían obras públicas de escaparate, la expansión del sector público financiado con deuda pública y el crecimiento del paro a cotas nunca vistas.

La inflexión de 1996

El nuevo Gobierno de Aznar llegaba sin que se confiara excesivamente en sus políticas económicas. El centroderecha no tenía gran predicamento histórico, al fin y al cabo dominara siempre en España, salvo excepciones contadas, y nunca había hecho nada espectacular. El propio presidente era un funcionario de Hacienda cuya trayectoria en Castilla y León tampoco había asombrado a los analistas. Pero apostó con Rato por las medidas propias del modelo económico liberal. Que dicho sea de paso no son más que las recetas responsables de todo empresario privado sensato aplicadas al conjunto del sector público: cuadrar las cuentas, no endeudarse sin tino, dejar hacer al tejido civil productivo, soltar lastres de las empresa públicas y disciplinarse a los acuerdos económicos de la UE. Y comenzó a funcionar desde el primer momento. Se produjo lo que Fukuyama llama una convergencia en la confianza, un clímax de credibilidad en la seriedad del dirigente y su política económica que rebajó la incertidumbre y el riesgo respecto a la actuación económica de las autoridades gubernamentales. Se dispararon los proyectos y las actividades interiores, los agentes creyeron en la política de estabilidad y acometieron sus inversiones con expectativas más precisas.

Persistencia

Los éxitos iniciales fueron considerados por la oposición como un mero reflejo de la coyuntura exterior, como el efecto de un dinamismo pasivo. Pero no era un espejismo. Cuando las economías europeas entraron en crisis, por su persistencia en el intervencionismo socialdemócrata, la economía española se convirtió en afortunada excepción en crecimiento. De las economías de tamaño medio-grande era la única que tiraba del carro comunitario. Otra de inferior tamaño, con similares medidas, Irlanda, experimentaba su particular y espectacular desarrollo.

El milagro español

Siete años después, la continuidad del crecimiento permite hablar de un auténtico milagro español. Las cifras son elocuentes. En este período se ha venido generando empleo neto a un promedio anual de más de medio millón de puestos de trabajo. Es una cifra inédita, la mayor no sólo de todo el período democrático, sino de todo el siglo XX, desde 1900 hasta el tercer trimestre del 2003.

Téngase en cuenta que, en términos absolutos, crear más de cuatro millones de empleos fue un récord que ni se alcanzó en los cuarenta años de la etapa de Franco, cuando se registraron tres millones y medio.

Contener el intervencionismo

Una de las claves de la desigual trayectoria de las sociedades radica en su actitud ante la libertad económica. Los intervencionistas la suprimieron, sustituyéndola por la planificación del Estado; lo que en la práctica equivalió a dar todo el poder a una minoría de personas, cuando no a un dictador. Arruinaron sus países. El denostado y visionario crítico L. Mises tenía razón, la élite del poder no es capaz de suplantar las iniciativas y talento de millones de personas, que día a día construyen la riqueza y la intercambian a través del mercado libre. La supresión de la libertad económica cercena las libertades políticas, sociales y culturales.

Libertad individual

El liberalismo no es una lucha hobbesiana de todos contra todos. Eso es el estado de naturaleza. El liberalismo es un sistema de cooperación basado en la libertad individual y en la competencia bajo el estado de derecho y presidida por principios morales humanitarios. Es más, como apuntó Hayek, es un sistema antienvidia donde la realización del otro, es potencial de riqueza para uno mismo. Sin pretenderlo expresamente, la libertad genera comunidad responsable, donde se reconoce la importancia de los demás para el desarrollo de uno mismo.

En España la clave del modelo Aznar estribó en contener el intervencionismo estatal y devolver poder a la sociedad civil. Lo que, junto a la estabilidad y disciplina pública, ha desencadenado la prosperidad estatal y la ruptura de los mitos decadentistas y de la picaresca trilera. Ahora con más recursos y autoconfianza, los españoles tenemos mayor potencial comunitario y otra fortaleza social. Pero no habrá que confiarse, siempre acechan las ciegas ambiciones políticas para echarlo todo a perder en nombre de las nuevas utopías particularistas.

Tanto en términos absolutos, como en valores relativos o ritmos de crecimiento, ninguna otra etapa resiste la comparación con la actual. Las dos primeras décadas del siglo XX, de gobiernos de la Restauración, fueron períodos económicamente mediocres, erráticos, conflictivos e inestables. Los veinte fueron mejores, más por los ritmos de creación de empleo no primario que por los del total. El peso de un sector agrario que necesitaba desprenderse del exceso de agricultores limitaba sus registros generales. Por su parte, los treinta, con crisis internacional y guerra civil interna, fueron obviamente un paso atrás de graves consecuencias. Y ya durante la etapa franquista se registraron décadas de crecimiento al ralentí y en medio de penurias, hasta mediados de los cincuenta, e intensos avances a partir de los sesenta. En conjunto, una etapa de contrastes con un saldo global medio alto en perspectiva secular.

Precedentes democráticos

La democracia se estrenó en España con una crisis y una insegura conducción económica que se prolongó durante dos décadas. Los gobiernos de UCD, que protagonizaron la fundamental transición política, no fueron capaces de afrontar las necesarias reestructuraciones del viejo sistema. Su tiempo económico es la crónica de un continuo descenso de empleo en casi todos los sectores de actividad. Un factor más que propició el masivo apoyo a la alternativa de cambio propugnada por el PSOE.

Decepción socialista

Sin embargo la gestión socialista defraudó muchas de las expectativas que se habían creado. Generó poco empleo, a ritmos inferiores a los del franquismo, y con unas demandas de trabajo acrecentadas por los cambios sociales. Por lo que se disparó el paro, que alcanzó niveles máximos al final de su mandato. No logró detener la pérdida de tejido industrial, que continuó su senda descendente, y su permanente recurso a la Deuda Pública disparó los tipos de interés y hundió la inversión productiva. Sólo los servicios, apuntalados por el desmesurado crecimiento del sector público, ofrecieron significativos aumentos de empleo.

El primer gobierno del PP se caracterizó por intentar estabilizar las cuentas públicas y liberalizar la actividad privada. Lo que implicaba contención de gasto, privatización de empresas públicas y fomento de la competencia. También se introdujeron cambios en el mercado de trabajo. Habría menor intervencionismo y un descenso del sector público en el conjunto de la economía. Políticamente, se renunciaba al fácil electoralismo a corto plazo de gastar sin poner los correspondientes impuestos. Pero de resultar podría lograr mayor pago electoral a medio y largo plazo.

Uno de los efectos más importantes de la nueva política económica fue la de la caída de los tipos de interés. Al no disputar el Estado el ahorro social, éste quedó más disponible para la inversión productiva directa y a menores precios. Sus consecuencias fueron extraordinarias, se inició una senda expansiva que se ha gestionado prudentemente evitando en gran medida las perturbaciones coyunturales.

Su constancia y decisión permitió que los inversores ejecutaran con riesgo razonable sus nuevos proyectos, sin miedo a erraticidades políticas. Y el adecuado funcionamiento general del sistema económico permitió que España cumpliera los requisitos del Tratado de Maastrich y entrara de pleno derecho en la Unión Europea y en el grupo monetario del euro.

Crecimiento en todos los sectores

Otro de los efectos destacables del nuevo modelo estribó en la generalización sectorial del crecimiento. Por fin se recuperó el empleo industrial, que llevaba dos décadas en declive, y en poco más de siete años subió un 23%. La construcción y obra pública alcanzó cifras récord y se asistió a un sostenido aumento del empleo en los servicios.

Por lo demás, otra faceta de indudable valor político se detectó en la cristalización territorial del nuevo crecimiento. Ninguna comunidad quedó marginada del proceso de desarrollo, todas experimentaron sustanciales avances en la producción y el empleo. Por razones de espacio no es posible reseñar aquí el detalle de cada una de las diecisiete comunidades españolas, pero ya en un análisis anterior se expuso su plasmación en Galicia.

Flexibilizar el mercado laboral

A pesar del extraordinario ritmo de creación de empleo, no se ha llegado a la ocupación total. De la población con voluntad de trabajar, el 89% ha encontrado empleo y un 11% todavía no lo han logrado y está en el paro, con una proporción superior en el nuevo colectivo de mujeres que en de los hombres. Sin embargo. la tasa de paro se ha reducido a la mitad desde el elevado 22% que arrojó la etapa anterior. Los informes de los organismos internacionales señalan que el mercado laboral español adolece de importantes rigideces. Y para decirlo sin rodeos, que se deben al todavía excesivo coste de despido. Se trata de una cuestión delicada que ya ocasionó una huelga general, pero que es insoslayable.

Todas las empresas, todos los autónomos, saben que la demanda de sus productos y servicios no es fija ni estable. Los consumidores o demandantes tienen libertad para cambiar de proveedor, lo que no garantiza su estabilidad empresarial. Sobre esta base las empresas son renuentes a la contratación fija de forma universalizada con unas expectativas de despidos caros. Simplemente no pueden hacerlo en su gran mayoría, oportunistas y sinvergüenzas aparte.

Flexibilizar el despido puede ser un elementos de mayor estabilidad, de permanencia efectiva y contratación de mayor duración en la práctica. Ahora los contratos temporales están en torno al 30%, porcentajes similares a los de la etapa anterior. Afrontar el problema de atajar todavía más el desempleo y garantizar mayor estabilidad sobre presupuestos razonables es la gran cuestión pendiente. Los interlocutores sociales tienen la palabra. Se esperará a que pasen las elecciones generales.