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Umbral de la otra realidad

LIBER ALBITRIO
¿posibilidad o condenación?


Material extraído del ciclo de conferencias realizadas por Prezioso del 15 al 19 de abril de 2002 en el Museo Gustav Moreau (Paris) auspiciado por Fondation Struganoudt

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No hay duda que el Destino está siempre presente, emboscado detrás de la ilusoria cortina del libre albedrío, observándonos a todos; vigilante de nuestras acciones, ya sean individuales o colectivas, siempre estará allí, a la espera de las decisiones acertadas o erróneas que en algún momento tomemos; y si fuesen equivocadas, sus consecuencias pueden llegar a ser de proporciones devastadoras.
Vivimos en un Universo que nos compele a participar constantemente del perverso juego del acierto-error, una y otra vez, requisito fundamental para mantener el derecho de permanecer en esta vida.
Sabemos que el precio de carecer de información adecuada conlleva a tomar decisiones equivocadas; pero ¿Hasta qué punto puede llegar la perversión del sistema, que obliga a jugar también a seres que no cuentan ni con la menor Información y que son asistidos únicamente por su Instinto?

Viene a mi memoria un pequeño hecho doméstico que viví hace algún tiempo y que me gustaría en éste momento compartir.
Se trató de un simple pero significativo encuentro con la crueldad del sistema natural; una clara muestra de lo que les sucede a quienes no tienen la protección del Destino:
Me encontraba en la cocina de mi casa buscando cierta vajilla, cuando en el interior de una alacena, entre tantos platos, vasos, y copas que estaba exhumando, hallé una olvidada taza de desayuno; al momento de tomarla en mis manos advertí que contenía algo inusual; me acerqué con ella hasta la ventana por donde entraba la luz del mediodía y pude observar claramente mi descubrimiento.
La polvorienta taza tenia en su interior, casi tapizando perfectamente toda su boca, una elaborada tela de araña; los finísimos hilos de seda brillaban iridiscentes por vez primera a la luz del día. Esa obra de ingeniería se encontraba perfectamente realizada y terminada, la resistencia y elasticidad de su estructura estaba preparada para cumplir con su función vital: Capturar insectos.
Pude imaginarme a la araña tejiendo laboriosamente su tela, confiada en el funcionamiento del sistema, siguiendo todos los pasos que el Instinto le marcara, sin saltearse ninguno ni incurrir en fallas, salvo una.
Sosteniendo la taza en mis manos contemplé en silencio el pequeño escenario del drama.
La tela primorosamente extendida sobre la boca de la taza permanecía en pasiva espera a la llegada de algún insecto. Pero no había evidencia de que alguna vez hubiese caído alguno en ella. Lo que sí había en el centro de la tela era el diminuto y acurrucado cadáver de la ingeniera.
La pequeña araña, una vez terminada su obra, esperó y esperó la llegada del alimento vital, sin advertir que había construído su esperanza en un lugar equivocado; un sitio donde nunca podría llegarle el insecto salvador; por esa sencilla razón, ella fue muriendo lentamente de hambre.
¿Habrá terminado su vida, llevándose el interrogante de no saber porqué el sistema falló, cuando no hizo más que cumplir con los impulsos del Instinto?
La araña no tiene que aprender cómo tejer su tela, aunque el acto de hacerlo puede estar adaptado a diferentes circunstancias. Si su tela representa un notable ejemplo de la evolución de la conducta instintiva
¿Porqué la naturaleza la condenó?
¿También la araña tuvo su cuota de libre albedrío?
¿Para ella también hubo información ausente?
¿Porqué ponerla a prueba?
Si de antemano se sabía que solo cumpliría con el mandato instintivo y que no estaba capacitada para enfrentar el libre albedrío.
¡Cuantos seres humanos, a diario despliegan sus telas de manera adecuada, como lo dicta la cultura, las creencias, su inteligencia, basándose en la experiencia, en los afectos, confiando en el resultado!
Apoyados en la certeza de ser hijos de Dios, de ese ser de infinita bondad que no permitiría que queden atrapados en la taza del Infortunio.
¿O sí?

Pero lo acontecido en el micromundo de la araña, también sucede a escala humana, y a veces ese drama involucra y golpea a toda una cultura.
Un ejemplo de ello sucedió en el Pacífico Sur, a unos 3.700 km al oeste de la costa chilena, en una remota isla que emergió de las aguas, gracias al furor de tres volcanes, ahora extintos.
Se la denomina Pascua (o Rapa-Nui, en polinesio) y tiene una superficie triangular de 117 km2, cubierta solo de herbazales, su principal fuente de agua dulce procede de las lluvias que forman lagos en los cráteres de los volcanes.
En 1722 cuando llegaron los primeros europeos, miles de polinesios habitaban la isla, pero a finales del siglo XIX las enfermedades y el tráfico de esclavos habían reducido la población a menos de 200 personas.
Esta isla es conocida por unos misteriosos monumentos de piedra volcánica llamados moai, representan enormes cabezas con narices y orejas alargadas, algunos llevan coronas cilíndricas de toba roja que llegan a pesar hasta 27 toneladas.
Se han hallado un centenar de ellos y sus alturas varían entre tres y doce metros, se encuentran ubicados sobre las pendientes de un volcán, todos mirando hacia el mar.
Sobre los riscos también hay enormes plataformas enterradas que sirvieron como santuarios, construídos con bloques de piedra unidos sin argamasa, sobre cada plataforma se colocaron de cuatro a seis moai. En algunos casos, debajo se han encontrado cámaras con tumbas individuales o colectivas.
Las rocas para su construcción se extrajeron del cráter Rano Raraku, en el que los exploradores descubrieron un inmenso moai sin terminar de 21 m de longitud.
¿Y cual es la historia?
Se conoce muy poco sobre el pueblo que construyó estos megalitos y que también talló tablillas de madera; los indicios arqueológicos y botánicos sugieren que estos no tendrían ninguna vinculación con los polinesios que habitaron posteriormente la isla; los misteriosos constructores eran de origen sudamericano llegados en canoas desde las islas Marquesas, hace unos dieciocho siglos atrás.
Pero luego desaparecieron.
Todos los elementos encontrados van tejiendo una crónica siniestra de lo que allí aconteció.
Suponemos que por alguna razón estos primitivos habitantes se dividieron en dos grandes clanes; uno de los cuales dominó al otro, a un punto tal que lo sometió a una ignominiosa esclavitud.
Los miembros del clan dominante se caracterizaban por deformar los lóbulos de sus orejas, agrandándolos con la inserción de tablillas de madera.
Con el correr del tiempo desarrollaron una extraña creencia en un dios que llegaría proveniente del mar y que vendría en su salvación.
Ese culto los llevó a realizar los enigmáticos moai que serían la representación de ellos mismos en actitud de vigilante espera.
La pesada tarea de construir los megalitos le fue ordenada a los miembros del clan sojuzgado; labor que requirió, entre otras cosas, de gran cantidad de madera, necesaria para confeccionar andamios, cuñas, rodillos para desplazar sobre ellos a los moai hasta su ubicación definitiva.
Dicha madera la obtuvieron de los bosques de palmeras que en su momento cubrían gran parte de la isla.
No sabemos durante cuanto tiempo desarrollaron su cultura, solo podemos imaginar el esfuerzo invertido en la construcción de sus toscos monumentos.
Pero resulta claro que fueron dejando de lado las tareas esenciales que hacen al mantenimiento de cualquier comunidad, como ser el cuidado de sus recursos naturales y las fuentes de alimentación tales como la ganadería y la agricultura.
La realización de estas esculturas se fue tornando obsesiva y constante, tal vez aferrados a la creencia de que cuantos más moai colocaran mirando al mar, más probabilidades tendrían de que el dios los divisara y viniera por ellos.
Por tal motivo siguieron talando indiscriminadamente las palmeras hasta llegar a un punto que agotaron sus recursos naturales y dejaron a la isla completamente desbastada.
La lógica indica que en el curso de pocas generaciones se vieron atrapados dentro de una nefasta ecuación: El aumento explosivo de su población y la extinción de sus recursos renovables.
La población del clan esclavo creció desmedidamente, debido a la necesidad de cubrir la constante demanda de mano de obra, mientras los recursos naturales se iban agotando dramáticamente por falta de cuidado y sensatez.
La cuestión es que en un punto determinado de su historia se vieron sin fauna ni flora, solos con sus hieráticos megalitos.
A tal punto faltó la madera que no pudieron fabricar más canoas para la navegación ni para la pesca.
Entonces la tragedia desencadenó sobre ellos su estocada final.
El hambre, la decepción en sus creencias, la inutilidad de sus obras, la crueldad de los amos y el odio de los esclavizados, hicieron que estallase la revolución.
Los miembros de los dos clanes debieron enfrentarse con terrible salvajismo, a matar o morir; transformando a la pequeña isla en el escenario de la más cruel de las masacres.
Cada facción atacó y mató sin contemplaciones a mujeres, viejos y niños por igual, y en una geografía tan reducida como esa, sin posibilidades de escapar o esconderse, podemos suponer que no demoraron mucho en cumplir su cometido, hasta que finalmente los esclavos obtuvieron la victoria sobre sus amos. Debieron ser ellos mismos quienes tumbaron los moai, como una forma de furioso y postrer desquite.
Pero los supervivientes, aunque vencedores, estaban maltrechos, heridos y hambrientos; ya no tenían posibilidades de recuperarse como comunidad organizada.
Se encontraban atrapados en una isla yerma; sin recursos alimentarios, y sin botes que les permitieran emigrar hacia otras posibles islas.
Como impulsado por una misteriosa ley, el drama una vez desencadenado no se detiene, se profundiza arrastrando a todos sus protagonistas hacia abajo, hasta el final, hasta tocar el más oscuro fondo de la tragedia.
Por eso los vencedores cambiaron el laurel de la victoria por la desesperada locura que los llevaría a comerse los unos a los otros.
Solo quedaron los olvidados moai que fueron los mudos testigos del canibalismo que reinó brevemente sobre la fatídica isla, pero el tiempo suficiente como para borrar todo vestigio de vida.

La tragedia de la araña y la de los isleños tienen sus similitudes. Son extremos de una misma recta.
Tanto en una taza, como en una isla es posible encontrar las huellas dejadas por las garras del Destino.
La Bestia se desplaza sobre la recta que une infinitos puntos, que aunque parezcan divergentes, son conectivos, similares y fatídicos.
Todo el que crea tener el derecho a la vida, debe saber también que tiene la obligación de tributar por él. El Destino no es otra cosa que un implacable recaudador de impuestos que nos desangra con su pago; También es el verdugo que ejecuta la ley de selección natural, terrible guadaña que solo pueden evitar los más aptos, los mejor dotados, los más evolucionados; siempre y cuando lo sigan siendo.
Tanto sea en una pequeña taza, en una isla, o en un planeta aislado como el nuestro, el Destino cobra su cuota a la estupidez.
Él nos observa mientras deja que sigamos tejiendo nuestra tela, o esculpiendo los monumentos a nuestra locura.
¿Cuan grande tiene que ser la tela?
¿En qué sitio la hemos construído? ¿Es que nadie mira a su alrededor ni toma conciencia del lugar donde nos encontramos?
¿Cuántos moai levantaremos aún, antes de darnos cuenta que en nuestra isla ya no quedan palmeras?
¿Es que aún piensan que alguien vendrá por nosotros?
¿Quién?
¿....hay alguien allí......?


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