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Eso que llamamos hogar

Todo ser humano tiene el derecho a vivir, pero sobre todo a vivir dignamente. Es entonces donde entra el fundamental papel de la vivienda. Es una necesidad humana, nuestro refugio, nuestro eje central para el desarrollo de la vida cotidiana. Bajo los estatutos de nuestra vivienda construimos el resto de  nuestro desarrollo. En nuestro hogar nos instalamos y creamos redes familiares y sociales, ya que no es solo nuestro lugar de residencia, bajo el organizamos nuestra vida. Es el punto principal del resto del mundo que nos rodea. No importa la clase de persona que seamos,  nuestra raza, o deseos personales, ni siquiera nuestra ideología, porque en nuestro hogar somos los amos y señores. Nuestro hogar siempre nos recibirá con las puertas abiertas.
Muchas veces no importan que tan humilde sea el hogar, ya que (a pesar de lo redundante) es nuestro hogar. Ese término inexplicable que hace que podamos catalogar un lugar como propio.
Pero qué sucede cuando el espacio que usamos para dirigir el resto de nuestro desarrollo carece de  necesidades tan básicas como la privacidad. Esa característica que nos da la capacidad de sentirnos seguros y refugiados.
Antiguamente gran parte de la población solía habitar en lugares compartidos llamados conventillos. Sitios en que la gente convivía en espacios pequeños y rústicos. De características casi medievales. Los conventillos surgieron producto de la migración campo-ciudad. La gente soñaba con realizar sus sueños en las urbes, y sin tener el dinero suficiente, se aventuraban entre medio de gigantes de concreto y mercados con el propósito de lograr sus objetivos. Y así ante la falta de dinero, se veían obligados a alquilar una habitación de conventillo.
Estos conventillos no eran más que una casona de gran tamaño con diversas habitaciones, o en términos más técnicos: La propiedad destinada al arrendamiento por piezas o por secciones a la gente proletaria en que varias piezas o cuerpos de edificios arrendados a distintas personas tengan patio o zaguán en común.  
Los dueños, muchas veces dividían una habitación con el fin de hacer más productivo su negocio. Como resultado de esto, muchas de familias que caían en desgracia financiera no les quedaba más opción que emigrar hacia uno de estas habitaciones. Familias completas desarrollaron así su vida completa dentro de piezas que no superaban los 4 metros cuadrados.
Con el tiempo,  el habitar compartido en estos sitios, el exagerado número de habitantes, la basura y desechos de la comunidad. Estas casonas terminaban transformándose en verdaderos nidos de ratas y enfermedades. Donde la privacidad no existía y la insalubridad estaba a flor de labios.
Fue así como fueron proliferando los conventillos en el puerto, pauteados además por el emplazamiento geográfico de la ciudad de Valparaíso. Lo que los hizo distintos que los de otras urbes. Distintos, pero no mejores.
Es increíble pensar que esta situación existe en la actualidad. Escenarios en que las personas viven en el hacinamiento y la suciedad. Sin derecho a la privacidad en donde muchas veces la frontera entre el territorio del vecino y el propio es marcado por una frazada colgada en la pared.
Si bien es cierto, los conventillos son parte de nuestra historia y patrimonio. Pero el patrimonio hay que mantenerlo, cuidarlo y no descuidarlo por nada.
Es esta la principal lucha de los habitantes de conventillos lucha que ante todo propone el principio de tener una vida digna. Un hogar digno.
Sueños que nacen y otros que se derrumban bajo las podridas, húmedas, corroídas  y agujereadas paredes de un conventillo porteño.

 

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