Adoro te devote, latens deitas, quae sub his figuris vere latitas: tibi se cor meum totum subicit, quia te conemplans totum deficit, visus, tactus, gustus in te fallitur. Sed auditu solo tuto creditur, credo quiquid deixit Dei Filius: nil hoc Verbo veritatis verius.
Sección Anecdotario: inhumación, incineración, resurrección
Carta escrita por el Monseñor Francisco Gil Hellín, arzopispo de Burgos, en noviembre de 2008
Uno de nuestros grandes clásicos,
Jorge Manrique, escribió estos versos inmortales a la muerte de su padre don
Rodrigo: “Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar/, que es el morir”.
Jorge Manrique era un poeta profundamente creyente. Por eso, sus versos no son
una elegía desgarrada y trágica sino un canto de fe cristiana. Están, sí,
llenos de buen sentido y realismo, pero, a la vez, de esperanza, y son una
llamada a vivir la vida desde la dimensión de la fe. Porque puede añadir: “Este
mundo bueno fue/ si bien usásemos d'él/ como debemos/; porque, según nuestra
fe/, es para ganar aquel/ que atendemos”.
Nada más lejos, por tanto, de la mente del poeta castellano que una
consideración trágica de la existencia. Trágico sería considerar la vida como
un río que no puede librarse de desembocar en el mar de la muerte para hundirse
hasta el abismo y desaparecer. "Nacer para morir" y "morir para
desaparecer": no cabe mayor tragedia. Pero pasar por este mundo para
"ganar aquel que atendemos" es darle a la vida un horizonte de
sentido y finalidad. O, si se prefiere, responder adecuadamente a los grandes
interrogantes que anidan en todo corazón humano y que, más pronto o más tarde,
afloran a la superficie y reclaman una respuesta convincente: "Por qué
nacer, por qué vivir, por qué sufrir, por qué morir".
La fe cristiana -que profesaba Jorge Manrique y confesamos los que creemos hoy
en Jesucristo- no quita dramatismo a la muerte ni hace que ésta deje de ser
"el máximo enigma de la vida humana" (GS 18). Pero convierte este
enigma en certeza de una vida sin fin, porque nos asegura que la muerte es el
paso a la plenitud de la vida verdadera. Por eso, la Iglesia llama dies natalis (día del nacimiento) al día
de la muerte de un cristiano verdadero.
En este horizonte, la muerte no es el final desastroso de la existencia y la
desaparición completa de un ser humano, sino prolongación de la vida en un
estado nuevo. Lo dice muy bien la Liturgia de las exequias: "Porque la
vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina; se trasforma, y al deshacerse
nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el Cielo". De
este modo, el "morir con Cristo", que comienza en el Bautismo, llega
a su plenitud cuando morimos para resucitar con Cristo y ya nunca más volver a
morir.
"La Resurrección de la carne" nos da la clave para entender el
sentido que tiene la muerte para los que creemos en Cristo. Gracias a nuestra
fe en que resucitaremos, para nosotros la muerte es el paso a la Vida, abrir la
ventana de una eternidad dichosa, cambiar de vestido pero no de ser, trocar la
debilidad y el dolor en gozo rebosante.
Esto explica que tratemos los cadáveres con tanto respeto y veneración: les
vestimos, les rociamos con agua bendita, les incensamos, les depositamos en un
lugar bendecido. Tradicionalmente los hemos depositado en la tierra de un
Camposanto. Hoy, con frecuencia, los colocamos en un nicho o, quizás, en un
panteón. La Iglesia prefiere que sigamos esta costumbre, aunque no prohíbe la
incineración. Pero lo esencial no es la incineración ni la inhumación. Lo que
realmente cuenta es la fe en la resurrección. Tanto, que al difunto que manda
quemar su cadáver porque no cree en ella, se ve obligada a privarle de sus
exequias.
La Resurrección llena también de consuelo el corazón humano, pues nos asegura
que nuestros seres queridos siguen unidos a nosotros más allá de la muerte y
están esperando encontrarnos de nuevo para ya nunca más separarnos. Por eso,
cuando aderezamos o adornamos su tumba, cuando rezamos una oración o mandamos
celebrar por ellos una misa, no caemos en un sentimentalismo bobalicón y
superficial, sino que nos adentramos en el mundo fascinante de la comunión de
los santos.
Revista Digital Fides et Ratio - Abril de 2009