Adoro te devote, latens deitas, quae sub his figuris vere latitas: tibi se cor meum totum subicit, quia te conemplans totum deficit, visus, tactus, gustus in te fallitur. Sed auditu solo tuto creditur, credo quiquid deixit Dei Filius: nil hoc Verbo veritatis verius.
Sección Anecdotario: la envidia como raíz del odio
1. La envidia es considerada por el
Aquinate como una de las raíces del odio. Ella es, desde el punto de vista
fenomenológico, una mirada fascinante. ¿Qué es la fascinación? Es
simplemente, según el diccionario, la acción de «aojar», de emitir un mal a
través de los ojos. ¿Hay en el acto comunicativo gentes que emiten maldad a
través de sus ojos? ¿Hay personas que con su mirada maléfica influyen
negativamente en el mismo acto comunicativo? Este es en síntesis el problema de
la «fascinación», en el que resalta, de un lado, el «aojador» o agente
fascinador y, de otro lado, el que provoca la fascinación.
Es preciso referirnos al hecho de que en nuestras sociedades aparece con
frecuencia una creencia inconsciente en una fuerza dispersa que, concentrada en
algunos hombres, se emite por los ojos y perjudica a otras personas en su salud
o en sus propiedades, impidiendo su felicidad en esta vida. Estos hombres son
los «fascinadores», pues emiten una fuerza que tendría la propiedad de dañar o
consumir las cosas sobre las cuales se fija. Se estima entonces, también
inconscientemente, que la pupila de este «fascinador» descarga sobre lo que
mira una sustancia invisible, semejante al veneno de la serpiente. Cuenta
Plutarco que Eutélidas tenía tanto poder negativo en sus pupilas que podía
dañarse a sí mismo con sólo mirarse al espejo. Ese poder fue llamado por los
latinos fascinum (de ahí nuestra palabra fascinación), que en castellano
también se llama aojo o mal de ojo. Cuando el «aojador» encuentra una cosa
viva y hermosa, buena, elevada, lanza contra ella la luz envenenada de sus
pupilas y la hace languidecer paulatinamente, o incluso la mata. Al hombre
sobre el que ha recaído el mal de ojo no podrá ya salirle bien ninguna tarea,
ningún proyecto: lo que emprenda o realice le saltará en mil pedazos; hasta el
futuro que estima queda amenazado. Los «fascinadores» suelen tener aspectos
contrahechos o mostrar una fealdad física, especialmente la apariencia facial,
la que se ve o que entra por los ojos.
El mal surgido del fascinador es provocado o inducido por las «cualidades» de
otros hombres, estimadas como negativas: por algo aprehendido como un mal
hubiera dicho Santo Tomás y, por tanto, motivo de aversión u odio. ¿Pero qué
cualidades son estimadas aquí como «negativas» y provocadoras de la reacción
maléfica de la «fascinación»? ¿Las buenas o las malas? Aunque parezca mentira,
normalmente son las buenas.
2. Lo negativo y provocador es la inteligencia, la belleza, las
cualidades, el
bienestar que se ve, por ejemplo, en una persona. Este ser inteligente,
capacitado o lleno de cualidades físicas, psíquicas y
sociales es el provocador, el inductor: por su carácter
presuntamente negativo, atrae el «mal de ojo»
del «fascinador».
Salta a la vista que el fascinador está atormentado en su interior por un
sentimiento de odio especial, provocado por la envidia, la cual no es otra
cosa que la tristeza o el pesar del bien y de la felicidad del otro. Envidia,
etimológicamente, viene del verbo latino videre que indica la acción de ver por
los ojos, y de la partícula in; de modo que invidere significa mirar con malos
ojos, proyectar sobre el otro el mal de ojo. En nuestro caso, decir envidioso
es decir fascinador del otro. De este modo se erige la envidia en raíz o madre
del odio a la persona: invidia est mater odii, primo ad proximum, decía Santo
Tomás.
El mundo antiguo conocía muchos caracteres de la envidia como pasión íntima.
Entre los griegos es representada como una mujer con la cabeza erizada de
serpientes y la mirada torcida y sombría. Su extraña mirada, junto con su tinte
cetrino, tienen una explicación fisiológica normal, pues en el acto de envidiar
sufre el hombre una acción cardiovascular constrictiva, la cual produce
lesiones viscerales microscópicas, dificulta la irrigación sanguínea y la
asimilación normal. La cabeza coronada de serpientes era símbolo de sus
perversas ideas; en cada mano llevaba un reptil: uno que inoculaba el veneno a
la gente; otro que se mordía la cola, simbolizando con ello el daño que el
envidioso se hace a sí mismo.
3. La filosofía clásica encontró fenomenológicamente al menos seis características
en el «envidioso».
Primero, al «envidioso» le produce pesar o descontento el bienestar y la
fortuna de los demás: invidia est tristitia de bono alterius, inquantum
aestimatur diminuere gloriam propriam. Por ejemplo, él ve los bienes del otro,
pero no las dificultades inherentes a su conducta, ni las privaciones y
desventajas que ha tenido que superar para conseguirlos.
Segundo, el envidioso es una persona próxima al provocador: próxima en espacio
y en fortuna. Yo no puedo envidiar a un Rockefeller, pero sí a don Próspero, el
charcutero de mi barrio, que se está enriqueciendo. Y si a don Próspero se le
rompiere una pierna, me consolaré pensando que ahora podría yo andar mejor por
la vida. La gran desigualdad provoca admiración, mientras que la desigualdad
mínima provoca envidia y ojeriza: invidia non est inter multum inaequales, sed
ad illos tantum, quibus potest quis se aequare vel praeferre. El estudiante
que se dirige a pie desde su barrio a
Tercero, lo que al envidioso le molesta no son tanto los valores materiales del
otro, sus cosas, cuanto la persona misma poseedora de esos valores. Aunque
siente el bien del otro como mal propio, dirige un odio mucho más profundo a la
persona que tiene el bien: su mal propiamente dicho es aquella persona colmada
de tantos bienes. Y por eso dirige contra el otro una parte de su carga
agresiva, queriendo anularlo: no pretende obtener sus bienes, sino destruirlos
y, a ser posible, destruirlo a él también. Su envidia es sádica; viene a decir:
"si yo no puedo tener eso, haré que no lo tengas tú".
Cuarto, cuanto más favores, atenciones o regalos haga el provocador al
fascinador, más fuerte será en éste el deseo de eliminar a aquél, pues la
dádiva le recordará siempre que él está en un grado inferior o de carencia. Y
aun cuando se lograra una perfecta justicia igualitaria, siempre quedaría la
desigualdad de inteligencia y de carácter, la cual sería motivo de envidia.
Quinto, como la mayoría de las veces el fascinador no puede destruir al otro y,
además, no puede soportar la idea de que le sobrevivan las personas
afortunadas, dirige contra sí mismo la otra parte de ese odio agresivo: no sólo
quiere destruir al otro, sino destruirse a sí mismo; es autodestructivo,
autodevorador, siendo su lema: «¡prefiero morirme antes que verte feliz!». El
fascinador es también masoquista. De ahí que digamos que alguien se muere de
envidia.
Sexto, el fascinador nunca descansa: ni siquiera la expropiación forzosa de la
fortuna del otro, en sentido igualitario, logra apagar su envidia. Por eso, si la
envidia fuese fiebre, todo el mundo habría muerto, dice el refrán.
Revista Digital Fides et Ratio - Noviembre de 2008