Creador y creatura

Credo in unum Deum, Patrem omnipotentem,
factorem coeli et terrae, visibilium omnium et invisibilium.

Sección Astronomía y Física:

la física de nuestros oídos (primera parte)

En ediciones anteriores de Fides et Ratio, hemos realizado una aproximación básica a las propiedades del agua, «casuales» y fundamentales para la existencia de la vida tal cual la conocemos. De múltiples «casualidades» está repleta la Creación, y a medida que la física avanza en el terreno de la cuántica resulta más evidente la existencia indudable de un Diseñador Inteligente y la ausencia de fenómenos azarosos.

 

Acaso una circunstancia donde la física se hace cotidiana como pocas veces es en nuestros sentidos, los cuales nos permiten recibir los estímulos que nos rodean para comunicarnos con nuestro entorno. Un ejemplo cabal es el de la audición.

 

Para ello, recordemos como se forma un sonido para lograr comprender con mayor profundidad la maravilla sorprendente que es el oído, fruto para el evolucionismo de un mero hecho fortuito (pero repetido en forma serial en la mayoría de las criaturas vivientes...)

 

Todos sabemos que el aire no es un espacio vacío, sino que, por el contrario, es una mezcla de distintos gases (poco menos del 80% es nitrógeno, cerca del 21% es oxígeno y el ínfimo resto está conformado por otras sustancias). En realidad, la atmósfera, que nos parece tan ligera y exigua, es lo suficientemente pesada para que en este momento, sobre cada centímetro cuadrado de nuestra piel haya una columna de aire que pesa un kilogramo (si pensamos que una persona de talla promedio tiene una superficie corporal de cerca de 1.75 m2... ¡sobre ella gravitan más de 17 toneladas de aire!)

 

El aire, al ser una solución gaseosa, tiene sus moléculas separadas entre ellas, y permanentemente chocando entre sí. Si algún estímulo externo las hace vibrar, esas moléculas transmitirán esa vibración las unas a las otras en forma de ondas. Como una analogía entendible, ocurre lo propio que al arrojar una piedra al agua: en torno a la zona del impacto, se forman ondas circulares que se alejan del sector donde cayó la piedra.

 

Esas ondas mecánicas viajan por el aire a unos 330 metros por segundo. Es importante comprender que lo que se traslada es la onda en sí misma (técnicamente se la define como perturbación) y no las moléculas en sí mismas. Como es entendible, si las moléculas del medio están más próximas entre sí, la velocidad será mayor: cuanto más denso es un medio, más rápida es la trasmisión de la perturbación. Es por eso que esas ondas son más veloces en el agua que en el aire, o en una pared que en el agua, por ejemplo. Por el mismo motivo, no existe transmisión de estas ondas en el vacío (en realidad, las ficticias explosiones cinematográficas en el espacio exterior nunca podrían escucharse).

 

El sonido es el resultado de la percepción de esa vibración en los órganos destinados a recibirlas, como el oído. Estas ondas presentan una cierta frecuencia, esto es, una cantidad determinada de vibraciones por cada unidad de tiempo. En el mundo de la física, la cantidad de vibraciones que ocurren en un segundo se llaman Hertz, en honor a uno de los hombres de ciencia que desarrolló este tema. Esto significa que un sonido de 2000 Hz es aquel cuya onda “vibra” 2000 veces por segundo.

 

A mayor cantidad de Hertz, más agudo resulta el sonido; a menor cantidad de Hertz, el sonido resulta más grave. Existen ciertos sonidos tan agudos (aquellos que superan los 25000 Hz) que no pueden ser percibidos por el oído humano: son los llamados ultrasonidos, que cuentan con distintas aplicaciones en ciencias de la salud.

 

En la segunda parte de este ensayo, profundizaremos en los aspectos biológicos del sonido, en el modo en que nuestros oídos convierten esa onda mecánica tanto en voces como en música, y en la aplicación de los ultrasonidos en el terreno cotidiano. En síntesis, continuaremos maravillándonos de las “casualidades” que nos rodean...

 

  Revista Digital Fides et Ratio - Abril de 2007

 

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