Credo in unum Deum, Patrem omnipotentem,
factorem coeli et terrae, visibilium omnium et invisibilium.
Por el Padre Mariano Artigas, para Aciprensa en 1995, reproducido por el Grupo de Investigaciones de Ciencia, Razón y Fe de la Universidad de Navarra.
La teoría del Big Bang,
Todo el mundo sabe algo de Galileo,
Newton o Einstein, por citar tres nombres especialmente ilustres de la física.
Pero pocos han oído hablar de Georges Lemaître, el padre de las teorías
actuales sobre el origen del universo.
Una trayectoria singular
Lemaître nació en Charleroi
(Bélgica) el 17 de julio de 1894, y murió el 20 de junio de 1966. No fue un
sacerdote que se dedicó a la ciencia ni un científico que se hizo sacerdote:
fue, desde el principio, las dos cosas. Desde muy joven descubrió su doble
vocación, y lo comentó con su familia. Su padre le aconsejó estudiar primero
Ingeniería, y así lo hizo, aunque su trayectoria se complicó porque se pasó a
la física y además porque, en mitad de sus estudios, estalló la primera guerra
mundial.
En 1911 fue admitido en
El observatorio astronómico de Cambridge estaba entonces dirigido por Sir Arthur Eddington, uno de los astrofísicos más importantes del siglo XX. Eran unos años muy importantes para la física. Einstein había formulado la relatividad especial en 1905, y en 1915 la relatividad general, que por vez primera permitía estudiar científicamente el universo en su conjunto. Lemaître siguió las enseñanzas de Eddington y también las de Rutherford, padre de la física nuclear. En junio de 1924 volvió a Bruselas, pero ese mismo año volvió a viajar por motivos científicos, esta vez a Canadá y Estados Unidos. En América, además de encontrar a Eddington, tuvo la oportunidad de conocer directamente a algunos físicos que, en aquellos momentos, estaban realizando trabajos pioneros en las observaciones astronómicas, y pasó el curso 1924-1925 trabajando en Harvard con uno de ellos, Harlow Shapley.
Desde octubre de 1925, Lemaître fue
profesor de
Lemaître se hizo famoso por dos
trabajos que están muy relacionados y se refieren al universo en su conjunto:
la expansión del universo, y su origen a partir de un «átomo primitivo».
La expansión del universo
Las ecuaciones de la relatividad
general, formuladas por Einstein en 1915, permitían estudiar el universo en su
conjunto. El mismo Einstein lo hizo, pero se encontró con un universo que no le
gustaba: era un universo que cambiaba con el tiempo, y Einstein, por motivos no
científicos, prefería un universo inalterable en su conjunto. Para conseguirlo,
realizó una maniobra que, al menos en la ciencia, suele ser mala: introdujo en
sus ecuaciones un término cuya única función era mantener al universo estable,
de acuerdo con sus preferencias personales. Se trataba de una magnitud a la que
denominó «constante cosmológica». Años más tarde, dijo que había sido el peor
error de su vida.
Otros físicos también habían
desarrollado los estudios del universo tomando como base la relatividad
general. Fueron especialmente importantes los trabajos del holandés Willem de Sitter
en 1917, y del ruso George Friedman en 1922 y 1924. Friedman formuló la
hipótesis de un universo en expansión, pero sus trabajos tuvieron escasa
repercusión en aquellos momentos.
Lemaître trabajó en esa línea hasta
que consiguió una explicación teórica del universo en expansión, y la publicó
en un artículo de 1927. Pero, aunque ese artículo era correcto y estaba de
acuerdo con los datos obtenidos por los astrofísicos de vanguardia en aquellos
años, no tuvo por el momento ningún impacto especial, a pesar de que Lemaître
fue a hablar de ese tema, personalmente, con Einstein en 1927 y con de Sitter
en 1928: ninguno de los dos le hizo caso.
Para que a uno le hagan caso, suele
ser importante tener un buen intercesor. El gran intercesor de Lemaître fue Eddington,
quien le conocía por haberle tenido como discípulo en Cambridge el curso
1923-1924. El 10 de enero de 1930 tuvo lugar en Londres una reunión de
La fama de Lemaître se consolidó en
1932. Muchos astrónomos y periodistas estaban presentes en Cambridge (Estados
Unidos), en la conferencia que Eddington pronunció el día 7 de septiembre en
olor de multitud, y en esa conferencia Eddington se refirió a la hipótesis de
Lemaître como una idea fundamental para comprender el universo (Lemaître estaba
presente en la conferencia). El día 9, en el Observatorio de Harvard, se pidió
a Eddington y Lemaître que explicasen su teoría.
El átomo primitivo
Si el universo está en expansión,
resulta lógico pensar que, en el pasado, ocupaba un espacio cada vez más
pequeño, hasta que, en algún momento original, todo el universo se encontraría
concentrado en una especie de «átomo primitivo». Esto es lo que casi todos los
científicos afirman hoy día, pero nadie había elaborado científicamente esa
idea antes de que Lemaître lo hiciera, en un artículo publicado en la
prestigiosa revista inglesa «Nature» el 9 de mayo de 1931.
El artículo era corto, y se titulaba
«El comienzo del mundo desde el punto de vista de la teoría cuántica». Lemaître
publicó otros artículos sobre el mismo tema en los años sucesivos, y llegó a
publicar un libro titulado «La hipótesis del átomo primitivo».
En la actualidad estamos
acostumbrados a estos temas, pero la situación era muy diferente en 1931. De
hecho, la idea de Lemaître tropezó no sólo con críticas, sino con una abierta
hostilidad por parte de científicos que reaccionaron a veces de modo violento.
Especialmente, Einstein encontraba esa hipótesis demasiado audaz e incluso
tendenciosa.
Llegamos así a una situación que se
podría calificar como «síndrome Galileo». Este síndrome tiene diferentes
manifestaciones, según los casos, pero responde a un mismo estado de ánimo: el
temor de que la religión pueda interferir con la autonomía de las ciencias. Sin
duda, una interferencia de ese tipo es indeseable; pero el síndrome Galileo se
produce cuando no existe realmente una interferencia y, sin embargo, se piensa
que existe.
En nuestro caso, se dio el síndrome
Galileo: varios científicos (entre ellos Einstein) veían con desconfianza la
propuesta de Lemaître, que era una hipótesis científica seria, porque, según su
opinión, podría favorecer a las ideas religiosas acerca de la creación. Pero
antes de analizar más de cerca las manifestaciones del «síndrome Galileo» en
este caso, vale la pena registrar cómo se desarrollaron las relaciones entre
Lemaître y Einstein.
Einstein y Lemaître
El artículo de Lemaître de 1927,
sobre la expansión del universo, no encontró mucho eco. Desde luego, Lemaître
no era un hombre que se quedase con los brazos cruzados. Convencido de la
importancia de su trabajo, fue a explicárselo al mismísimo Einstein.
El primer encuentro fue, más bien,
un encontronazo. Del 24 al 29 de octubre de 1927 tuvo lugar, en Bruselas, el
famoso quinto congreso Solvay, donde los grandes genios de la física
discutieron la nueva física cuántica. Lemaître buscó hablar con Einstein sobre
su artículo, y lo consiguió. Pero Einstein le dijo: «He leído su artículo. Sus
cálculos son correctos, pero su física es abominable». Lemaître, convencido de
que Einstein se equivocaba esta vez, buscó prolongar la conversación, y también
lo consiguió. El profesor Piccard, que acompañaba a Einstein para mostrarle su
laboratorio en
Las relaciones de Lemaître con Einstein
mejoraron más tarde. La primera aproximación vino a través de los reyes de
Bélgica, que se interesaron por los trabajos de Lemaître y le invitaron a la
corte. Einstein pasaba cada año por Bélgica para visitar a Lorentz y a de
Sitter, y en 1929 encontró una invitación de la reina Elizabeth, alemana como
Einstein, en la que le pedía que fuera a verla llevando su violón (tocar el
violón era una afición común a la reina y a Einstein): esa invitación fue
seguida por muchas otras, de modo que Einstein llegó a ser amigo de los reyes.
En una conversación, el rey preguntó a Einstein sobre la famosa teoría acerca
de la expansión del universo, e inevitablemente se habló de Lemaître; notando
que Einstein se sentía incómodo, la reina le invitó a improvisar, con ella, un
dúo de violón. Ya llovía sobre mojado.
Otra aproximación se produjo en
1930, en una ceremonia en Cambridge, donde Einstein encontró a Eddington. De
nuevo salió en la conversación la teoría del sacerdote belga, y Eddington la
defendió con entusiasmo.
Einstein tuvo varios años para
reflexionar antes de encontrarse de nuevo personalmente con Lemaître, en los
Estados Unidos. Lemaître había sido invitado por el famoso físico Robert
Millikan, director del Instituto de Tecnología de California. Entre sus
conferencias y seminarios, el 11 de enero de 1933 dirigió un seminario sobre
los rayos cósmicos, y Einstein se encontraba entre los asistentes. Esta vez,
Einstein se mostró muy afable y felicitó a Lemaître por la calidad de su
exposición. Después, ambos se fueron a discutir sus puntos de vista. Einstein
ya admitió entonces que el universo está en expansión; sin embargo, no le
convencía la teoría del átomo primitivo, que le recordaba demasiado la
creación. Einstein dudó de la buena fe de Lemaître en ese tema, y Lemaître, por
el momento, no insistió.
En mayo de 1933, Einstein dirigió
algunos seminarios en
De enero a junio de 1935, Lemaître
estuvo en los Estados Unidos como profesor invitado por el Instituto de
Estudios Avanzados de Princeton. En Princeton encontró por última vez a
Einstein.
Ciencia y religión
Volvamos al síndrome Galileo. A
Einstein le costó aceptar la expansión del universo, aunque finalmente tuvo que
rendirse ante ella, porque sus ideas religiosas se situaban en una línea que de
algún modo podría calificarse, con los debidos matices, como panteísta. Por
tanto, al otorgar de algún modo un carácter divino al universo, le costaba
admitir que el universo en su conjunto va cambiando con el tiempo. Los mismos
motivos le llevaron a rechazar la teoría del átomo primitivo. Un universo que
tiene una historia y que comienza en un estado muy singular le recordaba
demasiado la idea de creación.
Einstein no era el único científico
que sufría los efectos del síndrome Galileo. El simple hecho de ver a un
sacerdote católico metiéndose en cuestiones científicas parecía sugerir una
intromisión de los eclesiásticos en un terreno ajeno. Y si ese sacerdote
proponía, además, que el universo tenía un origen histórico, la presunta
intromisión parecía confirmarse: se trataría de un sacerdote que quería meter
en la ciencia la creación divina. Pero los trabajos científicos de Lemaître
eran serios, y finalmente todos los científicos, Einstein incluido, lo
reconocieron y le otorgaron todo tipo de honores.
Lamaître jamás intentó explotar la
ciencia en beneficio de la religión. Estaba convencido de que ciencia y
religión son dos caminos diferentes y complementarios que convergen en la
verdad. Al cabo de los años, declaraba en una entrevista concedida al New York
Times: «Yo me interesaba por la verdad desde el punto de vista de la salvación
y desde el punto de vista de la certeza científica. Me parecía que los dos
caminos conducen a la verdad, y decidí seguir ambos. Nada en mi vida
profesional, ni en lo que he encontrado en la ciencia y en la religión, me ha
inducido jamás a cambiar de opinión».
Un hecho resulta especialmente
significativo en este contexto. El 22 de noviembre de 1951, el Papa Pío XII
pronunció una famosa alocución ante
Lemaître dejó clara constancia de
sus ideas sobre las relaciones entre ciencia y fe. Uno de sus textos resulta
especialmente esclarecedor: «El científico cristiano debe dominar y aplicar con
sagacidad la técnica especial adecuada a su problema. Tiene los mismos medios
que su colega no creyente. También tiene la misma libertad de espíritu, al
menos si la idea que se hace de las verdades religiosas está a la altura de su
formación científica. Sabe que todo ha sido hecho por Dios, pero sabe también
que Dios no sustituye a sus creaturas. La actividad divina omnipresente se
encuentra por doquier esencialmente oculta. Nunca se podrá reducir el Ser
supremo a una hipótesis científica. La revelación divina no nos ha enseñado lo
que éramos capaces de descubrir por nosotros mismos, al menos cuando esas
verdades naturales no son indispensables para comprender la verdad
sobrenatural. Por tanto, el científico cristiano va hacia adelante libremente,
con la seguridad de que su investigación no puede entrar en conflicto con su
fe. Incluso quizá tiene una cierta ventaja sobre su colega no creyente; en
efecto, ambos se esfuerzan por descifrar la múltiple complejidad de la
naturaleza en la que se encuentran sobrepuestas y confundidas las diversas
etapas de la larga evolución del mundo, pero el creyente tiene la ventaja de
saber que el enigma tiene solución, que la escritura subyacente es al fin y al
cabo la obra de un Ser inteligente, y que por tanto el problema que plantea la
naturaleza puede ser resuelto y su dificultad está sin duda proporcionada a la
capacidad presente y futura de la humanidad. Probablemente esto no le
proporcionará nuevos recursos para su investigación, pero contribuirá a
fomentar en él ese sano optimismo sin el cual no se puede mantener durante
largo tiempo un esfuerzo sostenido. En cierto sentido, el científico prescinde
de su fe en su trabajo, no porque esa fe pudiera entorpecer su investigación,
sino porque no se relaciona directamente con su actividad científica». Estas
palabras, pronunciadas el 10 de septiembre de 1936 en un Congreso celebrado en
Malinas, sintetizan nítidamente la compatibilidad entre la ciencia y la fe, en
un mutuo respeto que evita indebidas interferencias, y a la vez muestran el
estímulo que la fe proporciona al científico cristiano para avanzar en su arduo
trabajo.