Creador y creatura

Credo in unum Deum, Patrem omnipotentem,
factorem coeli et terrae, visibilium omnium et invisibilium.

Sección Astronomía y Física:

la física de nuestros oídos (segunda parte)

En la edición previa de Fides et Ratio, realizamos una sinóptica introducción al modo en que se forma el sonido. Esas ondas mecánicas a las que hacíamos referencia con anterioridad se propagan a través del aire hasta llegar a nuestros oídos.

 

Supongamos que, en un ejemplo concreto, escuchamos a alguien entonar los primeros versos del himno. Tal cual hemos comentado en la primera parte del ensayo, se forma una perturbación en el aire, transmitida en forma de ondas a través de la atmósfera. Esas ondas mecánicas «colisionan» contra las estructuras que forman el oído externo, fundamentalmente con la membrana que técnicamente llamamos tímpano.

 

El tímpano se encuentra protegido en las profundidades del conducto auditivo externo, el cual a su vez funciona como caja de resonancia de las ondas mecánicas, permitiendo una mejor llegada a la membrana. La vibración es conducida así a través de medios líquidos presentes en el interior del oído y, en forma muy simplificada, es «llevada» hasta estructuras neurológicas complejas, de las cuales la mejor estudiada es el llamado órgano de Corti.

 

Oído humano en corte esquemático. La leyenda superior derecha señala la localización del órgano de Corti

 

A este nivel, la información recibida como onda mecánica es «traducida» a una serie de impulsos nerviosos que llegan finalmente a la corteza del cerebro. Allí, la onda mecánica es «interpretada» como una estrofa del himno

 

Este proceso, aquí simplificado en forma hasta grotesca, es idéntico en esencia en todos los mamíferos.

 

Como también hemos descripto en la primera parte de este ensayo, en función de la frecuencia de la vibración sonora, los sonidos son catalogados por su timbre en Hertz (vibraciones por segundo). Cuanto mayor es el número de Hertz, más agudo es un sonido, y viceversa. El timbre de voz de una soprano, por ejemplo, se encuentra en los 6 a 8 mil Hertz (en términos técnicos, 6 a 8 kiloHertz). En cambio, el gruñido de un perro alcanza apenas los 300 Hz.

 

El oído humano es capaz de percibir hasta cerca de los 10 ó 12 kiloHz. Las vibraciones con frecuencias mayores son tan agudas que no pueden ser escuchadas, por lo cual no se las cataloga como sonidos, sino como ultrasonidos. Estas ondas mecánicas, en cambio, pueden ser oídas por otras criaturas, como los perros, los murciélagos, los delfines o muchos insectos. Son utilizadas en la práctica médica con distintas finalidades, siendo la más conocida y popular la generación de imágenes por ecografía (resulta acaso increíble que aquello que para algunos animales es un simple sonido, sea para nosotros una herramienta diagnóstica en salud).

 

Dado que los ultrasonidos suelen llevar consigo una gran cantidad de energía, se utilizan también con fines terapéuticos en la llamada litotricia extracorpórea, que consiste en destruir cálculos renales mediante el «bombardeo» con ultrasonidos.

 

Es importante remarcar que no se debe confundir la frecuencia de un sonido (esto es, la cantidad de Hertz, o sea lo agudo o grave del mismo) con su intensidad, esto es, con la potencia con la que impacta la onda mecánica contra la membrana timpánica. Dado que la gama de intensidades audibles por nosotros es muy amplia, se ha creado una escala para ello medida en decibeles.

 

 

Esa escala de decibeles es logarítmica y no aritmética. Para comprender mejor este concepto haremos una analogía a través de un ejemplo.

 

Comparemos dos distancias medidas en kilómetros. Así, la distancia que separa a Buenos Aires de Viedma es de unos 900 kilómetros. Por otro lado, sabemos que la distancia que separa a Buenos Aires de Bogotá es de unos 9000 kilómetros. Parece fácilmente comprensible que la segunda situación refleja una longitud 10 veces mayor que la primera, y, en efecto, eso es lo que ocurre. Estamos ante una escala aritmética, simple y sencilla para nuestra matemática de todos los días.

 

Comparemos ahora dos sonidos de diferentes intensidades. El sonido de una charla habitual entre personas es de unos 40 dB. En cambio, la intensidad sonora del tránsito en una esquina del centro de Buenos Aires en horario pico oscila alrededor de los 80 dB. Si la escala fuera aritmética, como en el ejemplo anterior, impresionaría que la segunda situación fuese exactamente el doble de la primera. En realidad, dado que los valores se obtienen a partir de logaritmos, un sonido de 80 dB en realidad es… diez mil veces más intenso que uno de 40 dB.

 

Si bien escapa a los objetivos de este ensayo explicar como hacer el cálculo, es más que maravilloso destacar que un humano puede percibir intensidades desde los 0 dB hasta los 120 dB, momento en que aparece daño traumático irreversible para nuestros oídos. Realizando las operaciones matemáticas pertinentes, descubriríamos que un sonido de 120 dB (estar parado junto a la turbina de un avión, por ejemplo) es UN BILLÓN de veces más intenso que el de 0 dB (el sonido mínimo de una brisa).

 

Este sorprendente fenómeno que representa la audición quizás resulte tan cotidiano que parece haber dejado de sorprendernos. ¿Acaso resulta racional pensar que el oído de los seres vivos es fruto del más absoluto azar, de una «casualidad» fortuita que capta, amplifica, depura y traduce una rudimentaria onda mecánica en el aire para convertirla en una frase de amor, en una sinfonía de Mozart o en una oración a María Santísima? Tal vez estas pequeñas maravillas de todos los días deberían hacernos reflexionar acerca de nuestro doble rol de humildes seres creados y de magníficas criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios. .

 

  Revista Digital Fides et Ratio - Mayo de 2007

 

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