Lo que Dios quiera, cuando Dios quiera, como Dios quiera
Sección Biografías:
Louis Pasteur
Louis Pasteur nació en Francia en 1822, en la
localidad de Dole. Su padre era trabajador de una curtiembre y su madre, una
obrera. desarrollando su
infancia en Arbois. Criado en la pequeña ciudad provinciana de Arbois, jamás abandonó
la sencillez de sus orígenes, lo cual no le impidió poner en acción del don
de su inteligencia y llegar al Doctorado en Ciencias en la Escuela Superior
Normal de París con sólo 25 años.
Si bien Pasteur exploró numerosas actividades en el vasto terreno de la ciencia, sus comienzos se dirigieron específicamente a la química y fue el primer científico en advertir la existencia de isómeros ópticos, esto es, en diferenciar la forma en que las moléculas desvían los rayos de luz polarizada cuando son analizadas. Hoy conocemos, por ejemplo, que todos los aminoácidos que forman nuestras proteínas desvian los haces de luz a la izquierda (por ello se los llama levoisómeros).
Al llegar a los 32 años alcanzó el cargo de Decano
en la Universidad de Lille, tiempos en los cuales orientó sus tareas de
investigación al campo de la fermentación. Postuló que organismos no
visibles y extremadamente pequeños (microorganismos) eran los responsables de este proceso, lo cual le
valió crudas críticas de sus contemporáneos, quienes defendían el concepto de
la «generación espontánea». Según esta hipótesis, a partir de la materia
inerte podían producirse distintos organismos de manera aleatoria (microbios, gusanos,
roedores, etc).
La existencia de formas microscópicas de vida, en
realidad, se
conocía desde el siglo XVII, cuando A. van Leeuwenhoeck descubrió en forma
casi casual el microscopio óptico y la miríada de seres que pueblan una gota
de agua.
Sin embargo, Pasteur no sólo identificó
microorganismos variados sino que demostró que la erradicación de los mismos
impedía la fermentación y los mecanismos de putrefacción, permitiendo una
adecuada conservación de distintos productos. Aún hoy aplicamos su
descubrimiento para conservar la leche y en su honor lo seguimos llamando pasteurización.
Estos avances en la microbiología orientaron a
Pasteur a reconocer a los microorganismos como responsables de numerosas
afecciones, no sólo en humanos. Fue él quien reconoció el origen biológico
de la pebrina (peste que afecta a los gusanos de seda y en consecuencia
perjudicial para la industria textil); fue Pasteur quien documentó la
epidemiología del ántrax en las ovejas (desarrollando para ello una vacuna) y
finalmente, coronando esta cadena de maravillas, fue quien logró en 1885 la
primera vacuna para la rabia, exitosa para el género humano.
Este logro puntual tuvo enorme trascendencia a nivel
popular y convirtió a Pasteur en un verdadero héroe nacional francés.
Sin embargo, el dato quizás más destacable en la prolífica vida de Louis Pasteur, es que hasta el último de sus días (el 28 de septiembre de 1895), practicó su fe católica de modo fervoroso y sencillo, virtud adquirida en su infancia gracias a su madre. Creo que resulta interesante poner en boca del gran médico español Gregorio Marañón estos comentarios sobre este aspecto de la vida de Pasteur, redactados en 1933 para la Real Academia Española:
«¡Qué gran lección ésta para las
generaciones de investigadores actuales, educados desde mediados del pasado
siglo en un materialismo impenitente! La verdad es que tenemos el deber de oírla;
que no hay razón para poner un gesto admirativo ante la labor investigadora de
Pasteur y un gesto de indiferencia ante este rango de su espiritualidad, tan íntimamente
ligada a su obra entera. Pero nosotros, los españoles, que soñanos con una
España diferente, tenemos que hacer nuestro comentario especial; puesto que
España es un país de católicos, aceptemos este gran ejemplo de cómo a la
sombra de una fe sencilla puede crecer con esplendor el árbol de la Ciencia.
Conformes, sí; pero anotemos también que si Pasteur fue un creyente, no fue un
fanático. Supo ir a todos los
rincones de las ciencias naturales con la lámpara de la fe encendida en lo recóndito
de su alma; pero esa fe no fue jamás un prejuicio para su pensamiento científico.
No investigaba los cristales y los fermentos y los microbios para buscar a Dios;
porque sabía que Dios estaba en todas partes, sin necesidad de buscarlo. Es
decir, que la idea de Dios no sea el objeto de nuestra preocupación científica.
Dios puede preceder a nuestro pensamiento, si tenemos la suerte de nacer con fe
en el alma. O bien puede aparecérsenos, de impreviso, como se aparecía a los
ojos sencillos de los pescadores de Galilea, al doblar una esquina de la vida.
Lo que es inútil y ridículo es buscarle a través de los lentes de un
microscopio.»
Revista Digital Fides et Ratio - Abril de 2006