Lo que Dios quiera, cuando Dios quiera, como Dios quiera
Sección Biografías: San Agustín
San
Agustín nació el 13 de noviembre
del año 354 en Tagaste, en el actual territorio de Tunicia, en
el norte de África. Su padre Patricio, de cierta posición
económica aunque no rico,
era pagano, pero por el ejemplo de su esposa Mónica, se
bautizó antes de morir.
Agustín tenía varios hermanos; él mismo habla de
Navigio, quien dejó varios
hijos al morir y de una hermana que se consagró a Nuestro
Señor.
Aunque Agustín ingresó en el catecumenado desde la infancia, no recibió por entonces el bautismo, de acuerdo con la costumbre de la época. En su juventud se dejó arrastrar por los malos ejemplos y, hasta los treinta y dos años, llevó una vida licenciosa y se vinculó con los maniqueos, según él mismo describe en sus "Confesiones". Dicha obra, que hace las delicias de "las gentes ansiosas de conocer las vidas ajenas, pero poco solícitas de enmendar la propia", no fue escrita para satisfacer esa curiosidad malsana, sino para mostrar la misericordia de que Dios había usado con un pecador y para que los contemporáneos del autor no le estimasen en más de lo que valía.
Su madre Mónica le había enseñado a
orar desde pequeño y lo había formado en la fe, de modo que el mismo Agustín
que cayó gravemente enfermo, pidió que le fuese conferido el bautismo y Mónica
hizo todos los preparativos para que lo recibiera, pero su salud mejoró y el
bautismo fue diferido (el propio santo condenó más tarde, la costumbre de
diferir el bautismo por miedo de pecar después de haberlo recibido)
Agustín daba gracias a Dios porque,
si bien las personas que le obligaban a aprender, sólo pensaban en las
"riquezas que pasan" y en la gloria perecedera",
Agustín fue a Cartago a fines del
año 370. Pronto se distinguió en la escuela de retórica y se entregó
ardientemente al estudio, aunque lo hacía sobre todo por vanidad y ambición.
Poco a poco se dejó arrastrar a una vida licenciosa, pero aun entonces
conservaba cierta decencia de alma, como lo reconocían sus propios compañeros.
No tardó en entablar relaciones amorosas con una mujer, con quien tuvo un hijo,
Adeodato, en el año 372.
Agustín prosiguió sus estudios en
Cartago. La lectura del "Hortensius"
de Cicerón le desvió de la retórica a la filosofía. También leyó las obras de
los escritores cristianos, pero la sencillez de su estilo le impidió comprender
su humildad y penetrar su espíritu. Por entonces cayó Agustín en el
maniqueísmo. Aquello fue, por decirlo así, una enfermedad de un alma noble,
angustiada por el "problema del mal", que trataba de resolver por un
dualismo metafísico y religioso, afirmando que Dios era el principio de todo
bien y la materia el principio de todo mal. La mala vida lleva siempre consigo
cierta oscuridad del entendimiento y cierta torpeza de la voluntad; esos males,
unidos al del orgullo, hicieron que Agustín profesara el maniqueísmo hasta los
veintiocho años. "Buscaba yo por el orgullo lo que sólo podía encontrar
por la humildad. Henchido de vanidad, abandoné el nido, creyéndome capaz de volar
y sólo conseguí caer por tierra", confesaba.
San Agustín dirigió durante nueve
años su propia escuela de gramática y retórica en Tagaste y Cartago. Entre
tanto, Mónica, confiada en las palabras de un santo obispo que, le había
anunciado que "el hijo de tantas lágrimas no podía perderse", no
cesaba de tratar de convertirle por la oración y la persuasión. Después de una
discusión con Fausto, el jefe de los maniqueos, Agustín empezó a desilusionarse
de estos herehos y partió en
El obispo de la ciudad, San
Ambrosio, le dio ciertas muestras de respeto. Por su parte, Agustín tenía
curiosidad por conocer a fondo al obispo, no tanto porque predicase la verdad,
cuanto porque era un hombre famoso por su erudición. Así pues, asistía
frecuentemente a los sermones de San Ambrosio, para satisfacer su curiosidad y
deleitarse con su elocuencia. Los sermones del santo obispo eran más
inteligentes que los discursos del hereje Fausto y empezaron a producir
impresión en la mente y el corazón de Agustín, quien al mismo tiempo, leía las
obras de Platón y Plotino. "Platón me llevó al conocimiento del verdadero
Dios y Jesucristo me mostró el camino". Santa Mónica, que le había seguido
a Milán, quería que Agustín se casara; por otra parte, la madre de Adeodato
retornó al África y dejó al niño con su padre. Pero nada de aquello consiguió
mover a Agustín a casarse o a observar la continencia y la lucha moral,
espiritual e intelectual continuó sin cambios.
Agustín comprendía la excelencia de
la castidad predicada por
El relato que San Simpliciano le
había hecho de la conversión de Victorino, el profesor romano neoplatónico, le
impresionó profundamente. Poco después, Agustín y su amigo Alipio recibieron la
visita de Ponticiano, el africano. Viendo las epístolas de San Pablo sobre la
mesa de Agustín, Ponticiano les habló de la vida de San Antonio y quedó muy
sorprendido al enterarse de que no conocían al santo. Después les refirió la
historia de dos hombres que se habían convertido por la lectura de la vida de
San Antonio. Las palabras de Ponticiano conmovieron mucho a Agustín, quien vio
con perfecta claridad las deformidades y manchas de su alma. En sus precedentes
intentos de conversión Agustín había pedido a Dios la gracia de la continencia,
pero con cierto temor de que se la concediese demasiado pronto: "En la
aurora de mi juventud, te había yo pedido la castidad, pero sólo a medias,
porque soy un miserable. Te decía yo, pues: 'Concédeme la gracia de la
castidad, pero todavía no'; porque tenía yo miedo de que me escuchases
demasiado pronto y me librases de esa enfermedad y lo que yo quería era que mi
lujuria se viese satisfecha y no extinguida". Avergonzado de haber sido
tan débil hasta entonces, Agustín dijo a Alipio en cuanto partió Ponticiano:
"¿Qué estamos haciendo? Los ignorantes arrebatan el Reino de los Cielos y
nosotros, con toda nuestra ciencia, nos quedamos atrás cobardemente,
revolcándonos en el pecado. Tenemos vergüenza de seguir el camino por el que
los ignorantes nos han precedido, cuando por el contrario, deberíamos
avergonzarnos de no avanzar por él".
Agustín se levantó y salió al jardín. Alipio le siguió, sorprendido de sus palabras y de su conducta. Ambos se sentaron en el rincón más alejado de la casa. Agustín era presa de un violento conflicto interior, desgarrado entre el llamado del Espíritu Santo a la castidad y el deleitable recuerdo de sus excesos. Y levantándose del sitio en que se hallaba sentado, fue a tenderse bajo un árbol, clamando: "¿Hasta cuándo, Señor? ¿Vas a estar siempre airado? ¡Olvida mis antiguos pecados!" Y se repetía con gran aflicción: "¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta mañana? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no voy a poner fin a mis iniquidades en este momento?" En tanto que se repetía esto y lloraba amargamente, oyó la voz de un niño que cantaba en la casa vecina una canción que decía: "Tolle lege, tolle lege" (Toma y lee, toma y lee). Agustín empezó a preguntarse si los niños acostumbraban repetir esas palabras en algún juego, pero no pudo recordar ninguno en el que esto sucediese. Entonces le vino a la memoria que San Antonio se había convertido al oír la lectura de un pasaje del Evangelio. Interpretó pues, las palabras del niño como una señal del cielo, dejó de llorar y se dirigió al sitio en que se hallaba Alipio con el libro de las Epístolas de San Pablo. Inmediatamente lo abrió y leyó en silencio las primeras palabras que cayeron bajo sus ojos: "No en las riñas y en la embriaguez, no en la lujuria y la impureza, no en la ambición y en la envidia: poneos en manos del Señor Jesucristo y abandonad la carne y la concupiscencia". Ese texto hizo desaparecer las últimas dudas de Agustín, que cerró el libro y relató serenamente a Alipio todo lo sucedido. Alipio leyó entonces el siguiente versículo de San Pablo: "Tomad con vosotros a los que son débiles en la fe". Aplicándose el texto a sí mismo, siguió a Agustín en la conversión. Ambos se dirigieron al punto a narrar lo sucedido a Santa Mónica, la cual alabó a Dios "que es capaz de colmar nuestros deseos en una forma que supera todo lo imaginable". Esta escena ocurrió en septiembre de 386, cuando Agustín tenía treinta y dos años.
El santo renunció inmediatamente al
profesorado y se trasladó a una casa de campo en Casiciaco, cerca de Milán, que
le había prestado su amigo Verecundo. Santa Mónica, su hermano Navigio, su hijo
Adeodato, San Alipio y algunos otros amigos, le siguieron a ese retiro, donde
vivieron en una especie de comunidad. Agustín se consagró a la oración y el
estudio. Entregado a la penitencia, a la vigilancia diligente de su corazón y
sus sentidos, dedicado a orar con gran humildad, el santo se preparó a recibir
la gracia del bautismo, que había de convertirle en una nueva criatura,
resucitada con Cristo. "Demasiado tarde, demasiado tarde empecé a amarte.
¡Hermosura siempre antigua y siempre nueva, demasiado tarde empecé a amarte! Tú
estabas conmigo y yo no estaba contigo. Yo estaba lejos, corriendo detrás de la
hermosura por Tí creada; las cosas que habían recibido de Tí el ser, me
mantenían lejos de Tí. Pero tú me llamaste. Me llamaste a gritos, y acabaste por
vencer mi sordera. Tú me iluminaste y tu luz acabó por penetrar en mis
tinieblas. Ahora que he gustado de tu suavidad estoy hambriento de Tí. Me has
tocado y mi corazón desea ardientemente tus abrazos". Los tres diálogos
"Contra los Académicos", "Sobre la vida feliz" y
"Sobre el orden", se basan en las conversaciones que Agustín tuvo con
sus amigos en esos siete meses.
En la víspera de
En la primera época de su predicación, Agustín
se dedicó a combatir el maniqueísmo y los comienzos del donatismo y consiguió
extirpar la costumbre de efectuar festejos en las capillas de los mártires. El
santo predicaba siempre en latín, a pesar de que los campesinos de ciertos
distritos de la diócesis sólo hablaban el púnico y era difícil encontrar
sacerdotes que les predicasen en su lengua.
En 395, San Agustín fue consagrado
obispo coadjutor de Valerio. Poco después murió este último y el santo le
sucedió en la sede de Hipona. Procedió inmediatamente a establecer la vida
común regular en su propia casa y exigió que todos los sacerdotes, diáconos y
subdiáconos que vivían con él renunciasen a sus propiedades y se atuviesen a
las reglas. Por otra parte, no admitía a las órdenes sino a aquellos que
aceptaban esa forma de vida. San Posidio, su biógrafo, cuenta que los vestidos
y los muebles eran modestos pero decentes y limpios. Los únicos objetos de
plata que había en la casa eran las cucharas; los platos eran de barro o de
madera. El santo era muy hospitalario, pero la comida que ofrecía era frugal,
si bien el uso mesurado del vino no estaba prohibido.
Durante las comidas, se leía algún
libro para evitar las conversaciones ligeras. Todos los clérigos comían en
común y se vestían del fondo común. Como lo dijo el Papa Pascual XI, "San
Agustín adoptó con fervor y contribuyó a regularizar la forma de vida común que
la primitiva Iglesia había aprobado como instituida por los Apóstoles". El
santo fundó también una comunidad femenina. A la muerte de su hermana, que fue
la primera "abadesa", escribió una carta sobre los primeros
principios ascéticos de la vida religiosa. En esa epístola y en dos sermones se
halla comprendida la llamada "Regla de San Agustín", que constituye
la base de las constituciones de tantos canónigos y canonesas regulares. El
santo obispo empleaba las rentas de su diócesis, como lo había hecho antes con
su patrimonio, en el socorro de los pobres. Posidio refiere que, en varias
ocasiones, mandó fundir los vasos sagrados para rescatar cautivos, como
antes lo había hecho San Ambrosio. San Agustín menciona en varias de sus cartas
y sermones la costumbre que había impuesto a sus fieles de vestir una vez al
año a los pobres de cada parroquia y, algunas veces, llegaba hasta a contraer
deudas para ayudar a los necesitados. Su caridad y celo por el bien espiritual
de sus prójimos era ilimitado. Así, decía a su pueblo: "No quiero salvarme
sin vosotros". "¿Cuál es mi deseo? ¿Para qué soy obispo? ¿Para qué he
venido al mundo? Sólo para vivir en Jesucristo, para vivir en El con vosotros.
Esa es mi pasión, mi honor, mi gloria, mi gozo y mi riqueza".
Se mostraba amable con los infieles
y frecuentemente los invitaba a comer con él; en cambio, se rehusaba a comer
con los cristianos de conducta públicamente escandalosa y les imponía con
severidad las penitencias canónicas y las censuras eclesiásticas. Aunque jamás
olvidaba la caridad, la mansedumbre y las buenas maneras, se oponía a todas las
injusticias sin excepción de personas. San Agustín se quejaba de que la
costumbre había hecho tan comunes ciertos pecados que, en caso de oponerse
abiertamente a ellos, haría más mal que bien y seguía fielmente las tres reglas
de San Ambrosio: no meterse a hacer matrimonios, no incitar a nadie a entrar en
la carrera militar y no aceptar invitaciones en su propia ciudad para no verse
obligado a salir demasiado. Generalmente, la correspondencia de los grandes
hombres es muy interesante por la luz que arroja sobre su vida y su pensamiento
íntimos. Así sucede, particularmente con la correspondencia de San Agustín. En
la carta quincuagésima cuarta, dirigida a Januario, alaba la comunión diría,
con tal de que se la reciba dignamente, con la humildad con que Zaqueo recibió
a Cristo en su casa; pero también alaba la costumbre de los que, siguiendo el
ejemplo del humilde centurión, sólo comulgan los sábados, los domingos y los
días de fiesta, para hacerlo con mayor devoción.
Durante los treinta y cinco años de
su episcopado, San Agustín tuvo que defender la fe católica contra muchas
herejías. Una de las principales fue la de los donatistas, quienes sostenían
que
En 411, se efectuó en Cartago una conferencia
entre los católicos y los donatistas que fue el principio de la decadencia de
esta herejía, pero, por la misma época, empezó la gran controversia pelagiana.
En efecto, los seguidores de Pelagio rechazaban la doctrina del pecado original
y afirmaban que la gracia no era necesaria para salvarse; como consecuencia de
su opinión sobre el pecado original, sostenía que el bautismo era un mero
título de admisión en el cielo. Pelagio llegó al África en 411 y aquel mismo
año, el sínodo de Cartago condenó por primera vez su doctrina. San Agustín no
asistió al concilio, pero desde ese momento empezó a hacer la guerra al
pelagianismo en sus cartas y sermones.
A fines del mismo año, el tribuno
San Marcelino le convenció de que escribiese su primer tratado contra los
pelagianos. Sin embargo, el santo no nombró en él a los autores de la herejía,
con la esperanza de así ganárselos y aun tributó ciertas alabanzas a Pelagio:
"Según he oído decir, es un hombre santo, muy ejercitado en la virtud
cristiana, un hombre bueno y digno de alabanza". Desgraciadamente Pelagio
se obstinó en sus errores. San Agustín le acosó implacablemente en las disputas
y condenaciones que le siguieron y se considera que
A raíz del saqueo de Roma por
Alarico, en 410, los paganos renovaron sus ataques contra el cristianismo. Como
respuesta, San Agustín empezó a escribir “
Para evitar los peligros de la
elección de su sucesor, después de su muerte, el santo propuso al clero y al
pueblo que eligiesen a Heraclio, el más joven de sus diáconos, quien fue
efectivamente designado en
San Agustín conservó todas sus
facultades hasta el último momento; por fin, el 28 de agosto de 430, volvió a
Las principales fuentes sobre la
vida y carácter de San Agustín son sus propios escritos, especialmente las Confesiones,
De Civitate Dei, la correspondencia
y los sermones.
San Agustín, ruega por nosotros