Crux Sancta sit mihi lux, non Draco sit mihi lux, Vade Retro Satana,
numquam suadeas mihi vana, sunt mala quaea libas, ipse venena vivas
El dengue
ingresó a América Latina
probablemente a fines del siglo XVIII, como consecuencia del
tráfico de
esclavos. De hecho, la etimología del nombre de la
enfermedad procede de la
expresión «ki denga kepo»,
que
significa gran molestia. El vector, el mosquito Aedes aegypti, fue
identificado
por primera vez en nuestro continente en 1906.
De todos modos,
no fue hasta mediados
del siglo XX que investigadores de la talla de Sabin y Kimura
identificaron al agente
causante de esta enfermedad infecciosa aguda, provocada por un
flavivirus. Este
virus tiene 4 serotipos, denominados Den
El mosquito
adquiere el virus después
de picar a un humano infectado y es capaz, a su vez, de transmitir la
infección
a otra persona con una nueva picadura. No sólo los monos
pueden actuar como
reservorios de la enfermedad, sino que se ha documentado que existe
transmisión
transovárica: la hembra transmite el virus a su descendencia
y los huevos, en
las condiciones apropiadas, dan lugar a larvas infectadas al siguiente
ciclo
(no es necesaria la presencia de reservorios humanos para la
propagación de la
enfermedad).
Por otra parte,
en América Latina
existe una extensa infestación, debido en otras causas
fundamentales al pobre
control del vector, a los sistemas de abastecimiento de agua de baja
confiabilidad, a la mayor producción de recipientes
descartables y al
deficiente manejo de los residuos. Vale destacar que también
influyen los
movimientos migratorios y, sin dudas, la urbanización:
mientras que 1950 el 40%
de la población latinoamericana vivía en zonas
urbanas, esta tasa alcanza en el
siglo XXI al 75%. Muchos de nuestros conciudadanos habitan en
asentamientos
informales caracterizados por la elevada densidad poblacional y por la
pobreza,
sin servicios elementales como electricidad, agua corriente,
alcantarillas y recolección
de residuos.
Desde el punto
de vista clínico, la
enfermedad puede cursar con cuatro presentaciones diferentes:
(1) La
infección
sin enfermedad manifiesta:
sólo es detectable por el estudio de
respuesta inmune por medio de pruebas específicas de
laboratorio. Se estima que
una gran proporción de los infectados serían
asintomáticos en el curso de una
epidemia.
(2) El
síndrome
febril indiferenciado:
se caracteriza por la presencia de
fiebre elevada, pero con escasa repercusión general. En
general la duración es
breve y no se asocia con complicaciones.
(3) El dengue
clásico: el
período de incubación desde la
picadura del agente vector es de alrededor de una semana. El comienzo
es
abrupto, con fiebre que responde poco a los antitérmicos,
relacionada con
cefalea intensa, muchas veces acompañada de fotofobia
(sensibilidad anormal a
la luz) y de intensos dolores musculares (mialgias) en las 4
extremidades y el
tronco. Estos síntomas se acompañan de intensa
postración y agotamiento mental
y físico, que le han valido la denominación
popular de “fiebre quebrantahuesos”
o “la quebradora”. Un dato importante es la falta
de síntomas respiratorios,
que aleja la posibilidad de diagnósticos infecciosos
alternativos. En cambio,
ocasionalmente se describe la presencia de vómitos o dolor
abdominal,
relacionados con la propia fiebre, la cual en general cede hacia el
quinto día.
Cerca de la mitad de los afectados presenta después de esta
fase un exantema
asociado con prurito y la presencia de adenopatías
(agrandamiento de los
ganglios linfáticos), período en el que puede
recrudecer la fiebre. La convalecencia
de la enfermedad es prolongada, con cefalea, adinamia y mialgias
residuales que
pueden durar meses.
(4) El dengue
hemorrágico: al principio
es indistinguible del dengue clásico, pero hacia el quinto
día del proceso
surgen dolor abdominal intenso, asociado con vómitos y con
deterioro del estado
de conciencia o, por el contrario, excitación psicomotriz.
En estos casos, se
observa una disminución en el recuento de plaquetas, las
células de la sangre
responsables de parte del proceso normal de coagulación.
Como consecuencia,
aparecen hemorragias tanto cutáneas como internas, con
descenso de la presión
arterial y de la irrigación normal de los tejidos que puede
provocar shock y
extravasación de líquidos hacia otras cavidades
(ascitis, derrame pericárdico,
derrame pleural, edemas). La mortalidad del dengue
hemorrágico es del 30% y se
debe en especial al propio shock o a las complicaciones por
sobreinfección
bacteriana.
Dado que no
existe en la actualidad
una vacuna preventiva ni un tratamiento efectivo de la enfermedad,
sólo se
efectúa reposo domiciliario o bajo internación cuando es necesario, con vigilancia de la coagulación
y del estado de hidratación,
disminuyendo la fiebre con fármacos que no interfieren en la
función de las
plaquetas, como el paracetamol. En consecuencia, es necesario un
combate
agresivo contra el vector, evitando el estancamiento de agua limpia, en
la cual
el mosquito desova (recipientes, neumáticos, floreros
expuestos). El dengue, al
igual que el paludismo o la fiebre amarilla, es una enfermedad
vinculada con la
condición de vida de la población y con la pobreza
de nuestros hermanos. Sólo con
educación y solidaridad es posible evitar que esta
enfermedad se convierta en
una endemia en el extremo sur de nuestro continente.