Crux Sancta sit mihi lux, non Draco sit mihi lux, Vade Retro Satana,
numquam suadeas mihi vana, sunt mala quaea libas, ipse venena vivas
La relación de conflicto entre el hombre y la Creación, fruto de la desobediencia al plan original de Dios, ha puesto al propio ser humano y a la naturaleza al borde de la destrucción, fruto del desinterés de la humanidad por el medio ambiente. Ya el siervo de Dios Juan Pablo II nos llamaba a la reflexión para evitar una catástrofe a principios del corriente siglo, tal cual nos narraba en su Audiencia General del 17 de enero de 2001:
1. En el himno de alabanza que acabamos de proclamar (Sal 148, 1-5),
el Salmista convoca a todas las criaturas, llamándolas por su
nombre. En las alturas se asoman ángeles, sol, luna, estrellas y
cielos; en la tierra se mueven veintidós criaturas, tantas
cuantas son las letras del alfabeto hebreo, para indicar plenitud
y totalidad. El fiel es como «el pastor del ser», es decir,
aquel que conduce a Dios todos los seres, invitándolos a entonar
un «aleluya» de alabanza. El salmo nos introduce en una especie
de templo cósmico que tiene por ábside los cielos y por naves
las regiones del mundo, y en cuyo interior canta a Dios el coro
de las criaturas.
Esta visión podría ser, por un lado, la representación de un
paraíso perdido y, por otro, la del paraíso prometido. Por eso
el horizonte de un universo paradisíaco, que el Génesis coloca
en el origen mismo del mundo (capítulo 2), Isaías (capítulo 11)
y el Apocalipsis (capítulos 21-22) lo sitúan al final de la
historia. Se ve así que la armonía del hombre con su semejante,
con la Creación y con Dios es el proyecto que el Creador
persigue. Dicho proyecto ha sido y es alterado continuamente por
el pecado humano, que se inspira en un plan alternativo,
representado en el libro mismo del Génesis (capítulos 3-11), en
el que se describe la consolidación de una progresiva tensión
conflictiva con Dios, con el semejante e incluso con la
naturaleza.
2. El contraste entre los dos proyectos emerge nítidamente en la
vocación a la que la humanidad está llamada, según la Biblia,
y en las consecuencias provocadas por su infidelidad a esa
llamada. La criatura humana recibe una misión de gobierno sobre
la creación para hacer brillar todas sus potencialidades. Es una
delegación que el Rey divino le atribuye en los orígenes mismos
de la creación, cuando el hombre y la mujer, que son «imagen de
Dios» (Génesis 1, 27), reciben la orden de ser fecundos,
multiplicarse, llenar la tierra, someterla y dominar los peces
del mar, las aves del cielo y todo cuanto vive y se mueve sobre
la tierra (cf. Gn 1, 28). San Gregorio de Niza, uno de los 3
grandes Padres capadocios, comentaba: «Dios creó al hombre de
modo tal que pudiera desempeñar su función de rey de la tierra
(...). El hombre fue creado a imagen de Aquel que gobierna el
universo. Todo demuestra que, desde el principio, su naturaleza
está marcada por la realeza (...). Él es la imagen viva que
participa con su dignidad en la perfección del modelo divino"
(De hominis opificio, 4: PG 44, 136).
3. Sin embargo el señorío del hombre no es «absoluto, sino
ministerial, reflejo real del señorío único e infinito de Dios.
Por eso, el hombre debe vivirlo con sabiduría y amor,
participando de la sabiduría y del amor inconmensurables de
Dios» (Evangelium vitae, 52: L'Osservatore romano,
edición en lengua española, 31 de marzo de 1995, p. 12). En el
lenguaje bíblico «dar el nombre» a las criaturas (cf. Gn 2, 19-20)
es el signo de esta misión de conocimiento y de transformación
de la realidad creada. Es la misión no de un dueño absoluto e
incensurable, sino de un administrador del reino de Dios, llamado
a continuar la obra del Creador, una obra de vida y de paz. Su
tarea, definida en el libro de la Sabiduría, es la de gobernar
«el mundo con santidad y justicia» (Sb 9, 3).
Por desgracia, si la mirada recorre las regiones de nuestro
planeta, enseguida nos damos cuenta de que la humanidad ha
defraudado las expectativas divinas. Sobre todo en nuestro tiempo,
el hombre ha devastado sin vacilación llanuras y valles boscosos,
ha contaminado las aguas, ha deformado el hábitat de la tierra,
ha hecho irrespirable el aire, ha alterado los sistemas
hidrogeológicos y atmosféricos, ha desertizado espacios verdes,
ha realizado formas de industrialización salvaje, humillando -con
una imagen de Dante Alighieri (Paraíso, XXII, 151)- el "jardín"
que es la tierra, nuestra morada.
4. Es preciso, pues, estimular y sostener la «conversión
ecológica», que en estos últimos decenios ha hecho a la
humanidad más sensible respecto a la catástrofe hacia la cual
se estaba encaminando. El hombre no es ya «ministro» del
Creador. Pero, autónomo déspota, está comprendiendo que debe
finalmente detenerse ante el abismo. «También se debe
considerar positivamente una mayor atención a la calidad de vida
y a la ecología, que se registra sobre todo en las sociedades
más desarrolladas, en las que las expectativas de las personas
no se centran tanto en los problemas de la supervivencia cuanto
más bien en la búsqueda de una mejora global de las condiciones
de vida» (Evangelium vitae, 27: L'Osservatore romano,
edición en lengua española, 31 de marzo de 1995, p. 8). Por
consiguiente, no está en juego sólo una ecología «física»,
atenta a tutelar el hábitat de los diversos seres vivos, sino
también una ecología «humana», que haga más digna la
existencia de las criaturas, protegiendo el bien radical de la
vida en todas sus manifestaciones y preparando a las futuras
generaciones un ambiente que se acerque más al proyecto del
Creador.
5. Los hombres y mujeres, en esta nueva armonía con la
naturaleza y consigo mismos, vuelven a pasear por el jardín de
la Creación, tratando de hacer que los bienes de la tierra
estén disponibles para todos y no sólo para algunos
privilegiados, precisamente como sugería el jubileo bíblico (cf.
Lv 25, 8-13. 23). En medio de estas maravillas descubrimos la voz
del Creador, transmitida por el cielo y la tierra, por el día y
la noche: un lenguaje «sin palabras de las que se oiga el
sonido», capaz de cruzar todas las fronteras (cf. Sal 19, 2-5).
El libro de la Sabiduría, evocado por san Pablo, celebra esta
presencia de Dios en el universo recordando que «de la grandeza
y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a
contemplar a su Autor» (Sb 13, 5; cf. Rm 1, 20). Es lo que canta
también la tradición judía de los Chassidim: "¡Dondequiera
que yo vaya, Tú! ¡Dondequiera que yo esté, Tú...!
¡Dondequiera me vuelva, en cualquier parte que admire, sólo Tú,
de nuevo Tú, siempre Tú!" (M. Buber, I racconti dei
Chassidim, Milán 1979, p. 256).
Revista Digital Fides et Ratio - Octubre de 2007