Peces y panes

Sanctus, Sanctus, Sanctus, Dominus Deus Sabaoth. Pleni sunt coeli et terra gloria tua. Hosanna in excelsis

Sección Historia: 

la muerte de los Apóstoles (parte 3)

Como última parte de este ensayo, en el cual hemos descrito los días finales de la vida terrenal del Colegio Apostólico, relataremos la vuelta a la Casa del Padre de San Pedro y San Pablo. Como en las dos primeras partes, consideramos como fuentes a la Tradición y a la Sagrada Escritura.

 

Es conocido el enfrentamiento entre ambos apóstoles con los gnósticos, en particular con la figura de Simón el Mago, quien mantenía vínculo de amistad con la autoridad romana, en especial con el emperador Nerón. Según San León, Simón el Mago, tras su regreso, convocó al pueblo y anunció:

- Los galileos me han ultrajado gravemente. He decidido abandonar definitivamente esta ciudad en la que tantos favores les he hecho. No quiero seguir viviendo en la tierra. Oportunamente les comunicaré la fecha de mi ascensión al cielo.

Algunos días después convocó nuevamente al público para que cuantos lo deseasen fuesen testigos de su viaje a la gloria, y coronado de laurel subió al Capitolio (según relatara San Lino), se lanzó por los aires y empezó a volar. Al ver aquello, Pablo dijo a Pedro:

- A mí me corresponde orar, y a tí dar las órdenes debidas.

Nerón, que se hallaba presente, pensaba que los apóstoles eran embaucadores. Fue Pedro el que exclamó:

- ¡Espíritus de Satanás que lleváis a este hombre por el aire! ¡Yo os mando que no lo sostengáis más y que lo dejéis solo para que caiga y se estrelle!

En efecto, los demonios que lo sostenían por el aire, conminados por el Príncipe de los Apóstoles le retiraron su apoyo; Simón cayó al suelo y quedó muerto.

Entonces Nerón, lleno de dolor por el final de su amigo, detuvo a Pedro y a Pablo y encargó su vigilancia a un patricio llamado Paulino, el cual, a su vez, al guardián Mamertino que los llevara a la cárcel. Mamertino encerró a los dos apóstoles en un calabozo bajo la custodia de dos soldados, Proceso y Martiniano. Ambos fueron convertidos por San Pedro, lo cual resultó en la libertad de ambos prisioneros.

Este hecho le costó la vida a Proceso y Martiniano, pues Paulino, cuando Pedro y Pablo fueron martirizados, juzgó a ambos soldados y, al descubrir que eran cristianos, dio cuenta de ello a Nerón y mandó que fuesen inmediatamente decapitados.

Cuando Pedro salió de la cárcel, sus hermanos en la fe rogaron que huyera de la ciudad, y, aunque él al principio se resistió a hacerlo, finalmente convencido por ellos se dispuso a salir de Roma, y al llegar a una de las puertas de la muralla (según San Lino y San León), vio a Cristo que venía hacia él. Pedro, al verlo, le dijo:

- Domine, quo vadis?

- A Roma, para que me crucifiquen de nuevo.

- ¿Para que te crucifiquen de nuevo? – preguntó Pedro.

- Sí – contestó el Señor.

- En ese caso me vuelvo para que me crucifiquen también a mí contigo.

En aquel preciso momento el Señor subió al cielo ante la mirada atónita de San Pedro que comenzó a llorar de emoción, al entender que la crucifixión de que Cristo había hablado era la que a él le aguardaba, es decir, la que el Señor iba nuevamente a padecer a través de su propia crucifixión.

Volvió sobre sus pasos, se internó en la ciudad y refirió a los hermanos la visión que había tenido. Poco después, los soldados de Nerón lo detuvieron, y en calidad de prisionero lo condujeron a la presencia del prefecto Agripa. Según el relato de san Lino, la cara del apóstol, al comparecer ante el juez, brillaba como el sol.

Agripa al verle, le dijo:

- ¡De manera que tú eres ese sujeto que en determinadas reuniones con la plebe se da tanta importancia...! Tengo entendido que aprovechas tu influencia sobre las mujeres que te siguen para inculcarles que no se acuesten con sus maridos.

Pedro, encarándose con el prefecto, le respondió:

- Yo no me doy importancia ni presumo de nada ni de nada me glorío; pero sí te hago saber que lo único que de verdad me importa es ser fiel discípulo de mi Señor Jesucristo, el Crucificado.

Agripa condenó a Pedro a morir en una cruz; podía legalmente aplicársele este tormento, porque era forastero; en cambio, a Pablo, como era ciudadano romano y no podía según las leyes ser castigado con este procedimiento, lo condenó a muerte por decapitación.

Dionisio, en carta escrita a Timoteo con motivo de la muerte de Pablo, habla de la condena recaída sobre uno y otro apóstol: «¡Oh, hermano mío Timoteo! Si hubieses sido testigo de los últimos momentos de estos mártires, hubieras desfallecido de tristeza y de dolor. ¿Cómo oír sin llorar la publicación de aquellas sentencias en las que se decretaba la muerte de Pedro por crucifixión y la de Pablo por degollación? ¡Si hubieses visto como los gentiles y los judíos los maltrataban y lanzaban salivazos sobre sus rostros! Cuando llegó el momento en que deberían separarse para ser conducidos al lugar en que cada uno de ellos había de ser ejecutado, ¡momento verdaderamente terrible!, aquellas dos columnas del mundo fueron maniatadas entre los gemidos y sollozos de los hermanos que estábamos presentes. Entonces dijo Pablo a Pedro: "La paz sea contigo, ¡oh fundamento de todas las Iglesias y pastor universal de las ovejas y corderos de Cristo!". Pedro por su parte respondió a Pablo: "¡Que la paz te acompañe también a ti, predicador de las buenas costumbres, mediador de los justos y conductor de sus almas por los caminos de la salvación!". Una vez que separaron al uno del otro, pues no los mataron en el mismo sitio, yo seguí a mi maestro».

León y Marcelo refieren que en el momento en que Pedro iba a ser crucificado, el apóstol dijo: "Cuando crucificaron a mi Señor, pusieron su cuerpo sobre la cruz en posición natural, con los pies abajo y la cabeza en lo alto, en esto sus verdugos procedieron acertadamente, porque mi Señor descendió desde el cielo a la tierra; a mí, en cambio, debéis ponerme de manera distinta: con la cabeza abajo y los pies arriba; porque además de que no soy digno de ser crucificado del mismo modo que Él lo fue, yo, que he recibido la gracia de su llamada, voy a subir desde la tierra hasta el cielo; os ruego por tanto que, clavar mis miembros a la cruz, lo hagáis de tal forma que mis pies queden en lo alto y mi cabeza en la parte inferior del madero. Los verdugos tuvieron a bien acceder a este deseo y, en consecuencia, colocaron el cuerpo del santo sobre la cruz de manera que sus pies pudiesen ser clavados separadamente en los extremos del travesaño horizontal superior, y las manos en la parte baja del fuste, cerca del suelo".

El público que asistió a este espectáculo, en un momento dado comenzó a amotinarse, a proferir gritos contra Nerón y contra el prefecto, a pedir la muerte de ambos y a intentar la liberación de Pedro; pero éste les suplicó que no impidiesen la consumación de su martirio. Según los relatos de Hegesipo y de Lino, el Señor premió a cuantos llorando de compasión presenciaron la escena terrible, abriendo sus ojos y permitiendo que vieran a Pedro, ya crucificado, rodeado de ángeles y a Cristo colocado a la vera del mártir mostrando al apóstol un libro abierto. Hegesipo dice que Pedro al ver junto a sí el libro que Cristo le mostraba, comenzó a leer en voz alta, para que todos lo oyeran, lo que estaba escrito en él, y que lo que leyó fue lo siguiente: "Señor, yo he deseado imitarte; pero no me he considerado digno de ser crucificado en la posición en que a ti te crucificaron; porque tú siempre fuiste recto, excelso, elevado; nosotros, en cambio, somos hijos de aquel primer hombre que hundió su cabeza en la tierra; por eso, ya en nuestra manera de nacer representamos la caída de nuestro primer padre, puesto que nacemos inclinados hacia el suelo, tendiendo a derramarnos sobre él y con una naturaleza de condiciones tan cambiadas y tan propensa a incurrir en errores, que frecuentemente lo que juzgamos correcto en realidad no lo es. Tú, Señor, para mí significas todas las cosas; lo eres todo para mí; fuera de ti, no quiero nada. Mientras viva y sea capaz de razonar y pueda hablar, te diré siempre y con toda mi alma: ¡Gracias, mi Dios!".

Tras la visión, Pedro dio gracias a Dios, encomendó a su misericordia a los creyentes y expiró. Sus discípulos Marcelo y Apuleyo desenclavaron su cuerpo, lo ungieron con variados aromas, y lo sepultaron.

 

Por otro lado, San Pablo empezó a caminar con sus verdugos cuando se encontró con Plantila, que era una de sus discípulas. (según Dionisio, en cambio, la mujer se llamaba Lemobia). Ella comenzó entre sollozos a encomendarse a las oraciones del apóstol, quien tratando de tranquilizarla le dijo:

- Plantila, hija de la salvación eterna: dame el velo con que cubres tu cabeza; con él quiero vendarme los ojos; más adelante te lo devolveré.

Mientras se lo daba, los verdugos se mofaban de ella y transportaron a Pablo al sitio de su decapitación. El santo apóstol elevó sus manos al cielo, oró y dio gracias a Dios; se despidió de los cristianos que estaban presentes, se arrodilló, se vendó los ojos con el velo que Plantila le había dado, colocó su cuello sobre el tajo, e inmediatamente, en esta postura, fue decapitado; en el instante en que su cabeza salía despedida del tronco, su boca pronunció el nombre de Jesucristo. De la herida brotó un chorro de leche que impregnó las ropas del verdugo; luego comenzó a fluir sangre y a inundarse el ambiente de un olor muy agradable que emanaba del cuerpo del mártir y, mientras tanto, en el aire brilló una luz intensísima.

Sobre la muerte de San Pablo, Dionisio, en la carta que antes se ha mencionado, escribió a Timoteo lo siguiente: «En aquella tristísima hora, oh mi querido hermano, dijo el verdugo a Pablo: "Prepara tu cuello". Entonces el santo apóstol miró al cielo, hizo la señal de la cruz sobre su frente y sobre su pecho, y exclamó: "¡Oh Señor mío Jesucristo, en tus manos encomiendo mi espíritu!". Dicho esto, serenamente, con naturalidad, estiró su cuello y, al descargar el verdugo el hachazo con que le amputó la cabeza, recibió la corona del martirio; pero, en el mismo instante en que recibió el golpe mortal, el santísimo mártir desplegó un velo, recogió en él parte de la sangre que brotó de su herida, plegó de nuevo la tela, la anudó y se la entregó a Lemobia.»

 

Revista Digital Fides et Ratio - Agosto de 2007

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