Santo Tomás de Aquino (1225-1274), el «Doctor Angélico», patrono de la educación católica
Artículo especial: exorcismo en España
El hombre moderno ha perdido tanto la conciencia del mal como la capacidad de reconocer la habilidad del Maligno para hacernos creer que no existe. Si bien es imposible no advertir la fuerte presencia de los ángeles caídos en nuestro mundo de todos los días, existen casos donde esa influencia llega al absoluto extremo de la posesión diabólica.
Lejos de ser un mito primitivo, este tipo de acción de los demonios es real y concreto, siendo la Iglesia Católica la depositaria de la capacidad de expulsarlos de acuerdo al mandamiento directo de Nuestro Señor Jesucristo.
A título de ejemplo, reproducimos a continuación el artículo publicado por el periódico secular El Mundo de Madrid, el domingo 22 de septiembre de 2002, redactada por el periodista José Manuel Vidal, versado en temas religiosos (la nota original es accesible desde aquí).
–«Hic est
dies» (éste es el día), dice el exorcista con el crucifijo en la mano.
–No, responde una voz ronca de hombre que sale de la garganta de la posesa,
una preciosa chica de 20 años.
–«Exi nunc, Zabulon», (sal ahora, Zabulón), repite el sacerdote.
–No.
–¿Por qué no quieres salir?
–Para servir de testimonio.
–¿De testimonio de qué?
–De que Satanás existe.
Se corta la tensión en el ambiente penumbroso de la capilla. Satán luchando
contra Dios. Una batalla a la que asisto atónito y en primera fila por primera
vez en mi vida. «Esta debe de ser la razón por la que me invitó a presenciar
el exorcismo. El diablo quiere publicidad», pienso en medio del shock. Mi mente
gira a toda velocidad. Estamos en el clímax de un ritual que, hasta ahora, no
encajaba en mis esquemas. Y eso que en el seminario los curas siguieron
alimentando mi miedo infantil al Maligno, siempre dispuesto a tomar posesión de
un alma. Después del Concilio Vaticano II, el dogma de la existencia del diablo
pasó a ser una «parte vergonzosa de la doctrina» y, como tantos otros católicos,
también yo prescindí de ella.
El exorcista, José Antonio Fortea, párroco de Nuestra Señora de Zulema, está
exhausto. Y eso que sólo tiene 33 años. Pero lleva ya más de una hora
luchando, crucifijo en ristre, contra Satanás. Marta (nombre ficticio de la
posesa), en cambio, se encuentra tan fresca como al principio y no deja de
rugir, bufar, revolverse y agitar su cuerpo como un resorte. Con una fuerza
inusitada para una chica de 20 años, más bien menudita y de rasgos dulces. Son
las 12,30 de la mañana de un día cualquiera y llevo hora y media presenciando
un exorcismo.
Un par de días antes, recibí en mi móvil una llamada especial. Especial no
por ser de un cura (recibo muchas), sino por ser de un exorcista católico (hay
un par de ellos en España) que suelen mantenerse muy alejados de los
periodistas. Quiere invitarme a presenciar un exorcismo. Me quedé de piedra.
Asistir a un exorcismo oficiado por un sacerdote autorizado por el Vaticano es
un auténtico caramelo para alguien especializado en información religiosa.
Hasta ese momento y a pesar de llevar más de 20 años en la profesión, lo único
que había conseguido fue entrevistar al exorcista oficial de Roma, el padre
Gabriel Amorth. Ya entonces, al dedicarme su libro había escrito: «A José
Manuel, con mi gratitud y con la advertencia de no tener jamás miedo del diablo».
Confieso que por miedo decidí devolverle la llamada al padre Fortea y pedirle
que dejase venir conmigo a un compañero de la agencia EFE, también
especialista en información religiosa. Aceptó. Nerviosos, el día señalado
nos desplazamos en coche hasta la diócesis de Alcalá. Era un día radiante.
Llegamos a la parroquia con mucha antelación. Cuestión de prepararse psicológicamente.
Por el camino, bromitas y nervios. El exorcista nos había citado en su
parroquia, una iglesia moderna, de ladrillo rojo, situada entre pinos. El
interior, sencillo y limpio. Con un retablo y una gran cruz en medio. En un
lateral, la pila del agua bendita con una inscripción: «El agua bendita aleja
la tentación del demonio».
A las 10,30, el exorcista sale del templo y viene a nuestro encuentro. Es alto y
delgado. Lleva gafas y una barbita bien recortada. Su aspecto impone. Quizá,
por relacionarlo con su profesión de echador de demonios. Embutido en una
sotana de un negro inmaculado, su tez blanquecina y su frente despoblada todavía
resaltan más. Nos invita a dar un paseo para ponernos en antecedentes del caso.
«No soy ningún
showman ni quiero publicidad. Si estáis aquí es porque os necesito para
liberar a la chica. Tendréis que ser muy prudentes. No podréis dar pista
alguna que permita la identificación ni de la muchacha ni de su madre. Preferiría
que tampoco me nombraseis a mí, pero acepto ese sacrificio en aras de una mayor
credibilidad. Pero sólo Dios sabe lo que me cuesta y los problemas que me puede
acarrear. Y no tengáis miedo. A vosotros no os pasará nada».Insiste en la
seriedad del tema. Asegura que en el Antiguo Testamento aparece 18 veces la
palabra Satán. Y en el Nuevo Testamento, 35 veces la palabra diablo y 21 la
palabra demonio. El propio Jesús hizo muchos exorcismos o lo que los Evangelios
llaman «expulsar demonios». Fortea recuerda también que Juan Pablo II ha
realizado al menos tres exorcismos reconocidos y advierte que la creencia en el
diablo constituye uno de los pocos rasgos comunes a la práctica totalidad de
las religiones. «Es el punto ecuménico por excelencia». Aprovecha para hacer
un pequeño repaso por las distintas religiones y épocas históricas y las
diversas teorías. Sigo mostrándome incrédulo. Me da la sensación de que
trata de condicionarnos buscando justificaciones en la Historia.
Para hacerlo aterrizar en lo concreto, le preguntamos detalles del caso. Nos
cuenta que se trata de una chica poseída por siete demonios. Que ya expulsó a
seis, pero que el último se resiste.«Se llama Zabulón, es un diablo casi mudo
pero muy inteligente. Su nombre ya sale en la Biblia. Siempre queda el jefe para
el final. Llevo ya 16 sesiones y todavía no he conseguido expulsarlo, cuando en
los casos más normales, basta con dos o tres». No quiere dar más detalles de
la endemoniada. Sólo dice que vendrá acompañada por su madre, «que es una
santa», y que la posesión se debió a un hechizo que le hizo una compañera de
instituto, a los 16 años. «En una de las primeras sesiones le pregunté cómo
había entrado y me respondió un nombre que yo no conocía. Su madre me dijo
que era una compañera de clase, que había invocado a Satán para hacer un
hechizo de muerte contra ella. Y de hecho, primero estuvo gravísima y a punto
de morir. Una vez que sanó, comenzaron los fenómenos raros».
Desde entonces, su madre empieza a detectar cosas raras en su hija: muebles que
se mueven, objetos que se rompen y, sobre todo, una inquina especial hacia los
objetos religiosos, cuando era de misa dominical. Hasta que un día, de noche,
oye ruidos extraños, se levanta y, cuando abre la puerta de la habitación de
su hija, la ve sobre la cama, levitando.
Como no quiere perder a su única hija, comienza a buscar remedios. Habla con el
párroco, que la remite a dos famosos psiquiatras. Pero ambos diagnostican que
la chica es absolutamente normal. Ninguna explicación científica para los
constantes dolores de cabeza que torturan a su hija. Y entonces, María (nombre
ficticio de la madre), a sus 60 años, se lanza a la búsqueda de un exorcista.
Recorre casi todas las diócesis españolas. Ningún obispo quiere saber nada de
su caso. Está ya dispuesta a trasladarse con ella a Italia a ver al padre
Amorth, cuando le hablan de un exorcista español que acaba de salir en la tele
porque ha publicado un libro, Demoniacum, sobre los exorcismos.
En ese instante vemos llegar un taxi. «Son ellas», dice Fortea. María, la
madre, es pequeña, delgada. Su mirada es todo dolor: «Creo en Dios y sé que,
tarde o temprano, liberará a mi hija de las garras de Zabulón. Llevo cinco años
de calvario. No lo sabe nadie de mi familia. Ni mis hermanos», confiesa. María
es viuda y, cada vez que se desplaza desde su casa a la cita con el exorcista
(prácticamente, una sesión por semana), tiene que inventarse alguna excusa. «No
lo entenderían y no quiero que mi hija quede marcada para siempre».
A su lado, Marta sonríe tímidamente. Pequeña, de grandes ojos negros, un poco
tristes, tiene la cara picada de una mala adolescencia. Pelo negro, recogido en
una coleta. Los labios gruesos y sin pintar, aunque contraídos en una mueca
casi de dolor. Lleva unos vaqueros, un niqui azul cielo de manga corta y cuello
alto y unos zapatos negros. Es guapa. Sus ojos llaman la atención, pero más
que timidez desprenden miedo, mucho miedo. Me parece una chica de lo más normal
que, nos cuenta, estudia Matemáticas en la Universidad. «Es imposible que esté
poseída», pienso para mis adentros.
El padre Fortea abre la capilla, en los bajos de su parroquia donde dice misa a
diario, y vuelve a cerrar con llave por dentro. Es pequeña, acogedora. Dentro,
penumbra y silencio absoluto. Fuera, un sol radiante. El exorcista pide ayuda
para transportar una colchoneta forrada de plástico verde, grande y pesada,
para colocarla al pie del altar. La capilla, rectangular, tendrá unos 25 metros
cuadrados. Sin ventanas. En el centro, un altar enorme. Encima un mantel blanco
y seis velas encendidas, amén de una gran Cruz de Trinidad, apenas iluminada
por la luz mortecina de un halógeno. Al fondo, la imagen de un Pantocrátor
iluminado y el Santísimo. En un lateral, una imagen de la Virgen con el Niño
en brazos.
Nada más entrar en la capilla, madre e hija se preparan para el rito. Marta se
pone unos calcetines blancos, mientras su madre saca del bolso un rosario, un
crucifijo de unos 15 centímetros y una postal de la Virgen de Fátima, y los
coloca al lado de la colchoneta. Trato de registrar el más mínimo detalle en
mi mente. Sigo pensando que asisto a un montaje. Marta se recuesta en la
colchoneta boca arriba, mirando a la cruz. María se arrodilla a su lado, una
postura que no abandonará durante las siguientes dos horas y media. El padre
Fortea reza un rato de rodillas, se quita la sotana, bebe agua y se sitúa sobre
el extremo de la colchoneta más alejado del altar.
Presiento que el rito va a comenzar. Me siento, expectante, en el banco. El
exorcista extiende su mano derecha y la impone sobre el rostro de la joven, sin
tocarla. Luego, cierra los ojos, agacha la cabeza y susurra varias veces una
plegaria ininteligible. Un alarido desgarrador, el primero, rompe el silencio de
la capilla, penetra en mi alma y me pone la carne de gallina. No es humano. Es
un chillido sobrecogedor y profundo el que sale de la garganta de Marta. Pero no
puede ser ella. No es su tono de voz. Es ronco y masculino. El padre Fortea
sigue rezando y los rugidos se suceden. Poco a poco, el cuerpo de la joven se
estremece vivamente. Su cabeza se mueve de un lado a otro con lentitud al
principio, con inusitada rapidez después.
Ante la
salmodia del exorcista, la joven gime y se retuerce sin parar. Al instante, el
gemido se convierte en rugido desgarrador, altísimo, furioso. El exorcista
acaba de colocar el crucifijo sobre su vientre y entre sus pechos, mientras la
rocía con agua bendita. Patalea con tanta furia que el crucifijo se cae y la
madre lo recoge una y otra vez y se lo vuelve a colocar de nuevo, mientras le
acerca el rosario que Marta arroja a lo lejos, con furia. Parece tranquilizarse
un poco pero, inmediatamente, vuelve a rugir. No hay un momento de respiro. El
padre Fortea acaba de invocar a san Jorge y, al oírlo, la joven grita, bufa,
pone los ojos totalmente en blanco, arquea el cuerpo y se levanta toda entera un
palmo de la colchoneta. No doy crédito.
–Besa el crucifijo, dice el exorcista.
–No.
–Jesús es Rey.
–Assididididaj.
–Secuaz de Satanás, estás en tinieblas.
–Assididididaj
–Estás haciendo mucho bien. Por tu culpa, mucha gente va a creer en Dios.
–No.
–Sal, Zabulón, te lo ordeno en nombre de Cristo. Te espera la condenación
eterna. No hay salvación para ti.
Mientras el padre Fortea sigue conminando a Zabulón, las manos de la joven se
han ido transformando. Son como garras. El exorcista arrecia sus plegarias y sus
exhortaciones: «Hoy es el día. Sal, Zabulón. Sal de esta criatura en nombre
de Dios». La joven se desata en temblores. Los gritos se elevan hasta el
espanto. Y con voz ronca dice: «Asesinos». Es entonces cuando el padre Fortea
le pregunta por qué no sale y Zabulón le contesta: «Para que la gente crea en
Satanás».
Agotado, tras hora y media de lucha, el exorcista se levanta y sale de la
capilla. Esto no puede ser una impostura ni un montaje. Hay que tener muchas
agallas para dedicarse a esto. Y menos mal que los casos de posesión, según
cuenta después el padre Fortea, son muy pocos. Él lleva cinco años ejerciendo
y sólo ha tenido cuatro en España. Pero, mientras preparaba su tesis, asistió
a otros 13 exorcismos. Se nota que tiene práctica: manda, templa, insiste y,
con voz suave pero enérgica, tortura al diablo sin piedad. Con lo que más le
duele. Siempre en nombre de Dios. No parece tener miedo alguno. Y eso que ya
sabe lo que es ser atacado por Satanás. Una vez, en un exorcismo, dice que el
diablo le hizo sentir la misma sensación y el mismo dolor que el que lleva un
puñal clavado en el brazo.
Fortea sale de la capilla y mi corazón se acelera, pensando qué puede ocurrir
ahora sin la presencia tranquilizadora del exorcista. Pero no pasa nada. O sí.
María, la madre, toma las riendas del rito y comienza a repetir las mismas o
parecidas frases del exorcista. Con calma, pero con decisión, parece no
dirigirse a su hija, sino al Maligno que la posee:
–En nombre de Cristo te ordeno que salir.
–No.
–Abre los ojos y mira a la Virgen, le increpa mientras pone a su vista una
postal de la Virgen de Fátima. Pero, por toda respuesta, obtiene un bufido.
Entonces coge el crucifijo.
–Es tu Creador, ¿lo ves?
–Sí, dice la voz de ultratumba acompañada de rugidos y bufidos constantes.
–Míralo, Zabulón, no te resistas. Sabes que es tu día y tu hora. Ha llegado
tu día y tu hora.
–Noooo...
–¿Por qué te resistes?
–Estoy harto. Ya te lo dije muchas veces.
–Di a esos señores por qué no te vas.
–Uhhhh.
–Díselo claramente.
–No quiero.
–Díselo en nombre de Cristo
–Para que crean en Satanás.
–San Jorge, ven. San Jorge, ven. Ven, san Jorge. Sal de ella, san Jorge.
La posesa se detiene un segundo, sonríe y dice, con sorna:
–Sal, san Jorge...
Captura al vuelo el error de la improvisada exorcista y lo mismo hará, un rato
después, con una pequeña equivocación del padre Fortea. Pero María no se da
por vencida. Es una auténtica Dolorosa al pie de la cruz de su hija poseída.
Me da tanta pena que también yo me arrodillo y, entre lágrimas, suplico a Dios
(por lo bajo, no me atrevo a intervenir más directamente) que, por lo que más
quiera, libere a Marta. Mi compañero hace lo mismo. Hacía tiempo que no rezaba
con tanto fervor.
Entonces entra de nuevo el exorcista, toma una cajita con hostias consagradas
del sagrario y se coloca delante de la joven:
–Mira al Rey de Reyes y arrodíllate ante Él.
–No.
–Siervo desobediente y rebelde, arrodíllate, repite el padre Fortea, mientras
exhibe la hostia consagrada.
–Asesino, déjame.
–San Jorge, haz que se arrodille.
Y como un resorte, ante la mención de san Jorge, la posesa se arrodilla y el
padre Fortea le hace abrir la boca para que reciba la sagrada comunión. Y
continúa torturando al diablo que anida en Marta. Tras darle la comunión, toma
una Biblia y recita el Apocalipsis: «Entonces el diablo fue arrojado a la
lengua de fuego y azufre... allí será atormentado día y noche por los siglos
de los siglos». Y hace repetir al diablo frase por frase.
–Repite: Cuánto más me hubiera valido seguir a la luz.
–Cuánto-más-me-hubiera-valido-seguir-a-la-luz, repite a regañadientes y
arrastrando cada palabra.
Y así durante un buen rato. El exorcista parece un maestro que enseña a un niño
rebelde, que repite a la fuerza, entre bufidos y alaridos, frases como éstas:
«Señor, tú eres Rey. Yo soy tu criatura. Nada escapa a tu poder. Eres el Alfa
y Omega...»
–Ya no más. Me estoy cansando, gruñe.
Pero el padre Fortea arrecia en su acoso, toma un banquito y se sienta ante la
posesa con un crucifijo en la mano. «Hic est dies», repite con fuerza. Por un
momento, creo que lo va a conseguir.
–Cuanto más tardes en salir, más gente creerá en Dios. Eres un predicador
de Dios. Acércate, siéntate y besa a Cristo crucificado. Dale un beso de
respeto y homenaje.
Como zombi, Marta se sienta y se acerca a la cruz. Tiene los ojos en blanco y
echa espumarajos por la boca, pero besa el crucifijo. Entonces Fortea la toma
suavemente por un brazo, le hace levantar y la obliga a recorrer la capilla y
besar a la Virgen y al Sagrario.
–Aquí está Dios. Repite siete veces: Iesus, lux mundi. La posesa repite,
pero al terminar le lanza una mirada como de fuego y le dice:
–Asesino, déjame, no puedo más. Pero el exorcista continúa un buen rato.
Ha pasado otra hora. Fortea se toma un respiro. «Ahora usted», le dice a la
madre. Y sale de la capilla. Y María se inclina sobre su hija y comienza a
increpar a Zabulón:
–Tienes que dejar esta criatura. Por la sangre de Cristo, déjala ya. Sus ángeles
están con ella. Vienen los tres arcángeles. La Virgen te va a aplastar la
cabeza...
Zabulón sigue bufando y retorciéndose, pero no parece que esté dispuesto a
irse. Al rato entra de nuevo el padre Fortea:
–¿No temes la sentencia de Dios?
–Sé cual es, grita desgarrada.
El padre Fortea mira a la madre: «No se va a ir. Dejémoslo por hoy». Se
levanta y se va. Los gritos se detienen en seco. Noto cierta decepción en el
rostro de María. Me da la sensación de que esperaba que fuese hoy. Ha pasado
casi tres horas de rodillas, pero en su cara no hay signos de cansancio, sólo
de cierta desilusión. Recoge con paciencia la estampa de la Virgen y el
crucifijo y sale de la capilla. Mi compañero y yo nos quedamos solos con la
endemoniada. Unos segundos que se hacen eternos. Nos hemos quedado pegados al
banco, sin respiración. De pronto, se vuelve hacia nosotros, abre los ojos (que
ha mantenido en blanco durante tres horas) y nos lanza una mirada que no olvidaré
mientras viva. Sus ojos son de otro mundo. Nunca vi algo así en mi vida. Al
instante, la mirada vuelve a ser la de Marta, que nos sonríe, se levanta con
tranquilidad, se sienta en el banco y se quita los calcetines blancos que dobla
con sumo cuidado. Noto que apenas suda, a pesar de las tres horas de ejercicio
continuo. Se pone los pendientes y nos vuelve a sonreír.
–¿Cómo éstas?
–Cansada
–¿Sabes lo que ha ocurrido?
–No, no recuerdo. Y mientras nos habla, toma la estampa y el crucifijo, a los
que hace un rato tanto odiaba, y los besa con cariño.
–¿Te duele la garganta?
–No.
Y su voz es tan suave como cuando llegó. Nadie diría que por esa misma
garganta salieron aullidos durante tres horas.
–¿Sabes por qué estás aquí?
–Sí, eso lo sé. Sé que tengo...
No termina la frase. Respetamos su silencio. Salimos y nos sentamos en un salón
contiguo los cinco. Marta está tranquila. Vuelve a ser la chiquilla tímida de
antes. «Todas las noches», nos cuenta María, «antes de acostarme cojo el
crucifijo, del que nunca me separo, y bendigo mi habitación: «En nombre de
Dios, malos espíritus salid de esta habitación. Y ella, antes de acostarse,
siempre me pregunta: "¿Mamá, has bendecido la habitación?"» Pero aún
así pasa miedo. Como cuando las manos de su hija se convirtieron en garras al
tocar la cruz o cuando la persigue con los dedos abiertos, en forma de cuernos,
para clavárselos en los ojos.«Siempre amenazas que, afortunadamente, nunca
cumple».
Y antes de despedirse, repite una súplica: «Que se conciencien la gente y los
obispos. Que haya muchos más exorcistas». Abraza a su hija, se suben las dos
al coche del padre Fortea y se van. Marta se vuelve y nos mira. Sus ojos son el
grito de angustia del esclavo encadenado. El padre Fortea queda en llamarme
cuando se produzca la liberación definitiva.
Rezo por Marta y por su madre. Lo que vi no es un montaje.
Revista Digital Fides et Ratio - Abril de 2007