Revista Horda
N° 1-Año 2000
 

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APORTE PARA EL ANALISIS DE LA RECONSTRUCCION DEL SUJETO SOCIAL REVOLUCIONARIO

Luis Garay
Investigador

Santiago del Estero, tierra de promisión, madre de ciudades, fundada en 1553, ha recorrido casi 500 años de historia desde la ocupación europea. ¿Y antes? ¿y los 8 mil años de antigüedad en los que se calcula la presencia en nuestro territorio? ¿no cuentan?. O es que hemos cumplido fría y escuetamente con ese período oscuro de nuestro ser que hunde sus raíces en el tiempo al clasificarlos simple y sencillamente como la prehistoria santiagueña, digna sólo de un museo. Como quien barre la basura bajo la alfombra, nuestra vida transcurrió bajo el luminoso faro que desde Europa irradió la luz para nuestra historia. La historia más oprobiosa de dominación y opresión del pueblo americano y los ingentes esfuerzos por ocultarlas y por ocultar el profundo tajo producido en nuestro devenir concretado a través de uno de los mayores genocidios de la historia mundial y del que no ha dejado de manar abundante sangre. Se ha cortado el hilo de nuestra historia de nuestros 8.500 años de existencia, conocemos sólo a medias 500. ¿Y los 8000 restantes? ¿se han perdido? ¿o laten aún en la sangre del pueblo?. De ese pueblo genérico, de miles de rostros anónimos de un pueblo que lo dio todo, y le quitaron sus tierras, sus ríos, sus selvas, que dio su sangre en las grandes guerras y su fuerza de trabajo en las minas, en los obrajes y sólo se les pagó con dolor, miseria y muerte. No es hace 500 años, sino desde hace 500 años que nuestros pueblos en el sentido más genérico del término, se ven sometidos a los designios y caprichos de los intereses más disímiles que han desolado nuestro suelo y que sólo nos vieron como fuente inagotable de recursos en algunos tiempos o verdaderas canteras humanas, en otros, pero nunca o casi nunca para salvar pocas o muy honrosas circunstancias, como verdaderos y necesarios protagonistas de nuestra historia.

 Se ha sostenido muchas veces, que la memoria histórica se ha perdido, que el hilo conducente que hilvana las causas a los efectos, que a su vez son causas de otras, y que van construyendo la trama de la historia se ha cortado, pero está intacta, quizás no se asemeje a las grandes construcciones de los hechos y circunstancias que estamos acostumbrados a ver, a estudiar e incluso a armar y que son necesarias por cierto, siempre que sean documentos a la verdad, está marcada en cada rostro en cada una de las callosas manos de los santiagueños en sus miradas. En ellos está la memoria, ellos saben hasta dónde les alcanza el recuerdo, que su historia no ha variado demasiado, y que tiene un denominador común, la marginación. Al margen del poder, ausentes en las grandes decisiones y sobre todo en la distribución de la riqueza. Saben que su futuro es el trabajo, un trabajo brutal, una lucha despareja contra la naturaleza, la más veces inclemente, y de un poder siempre insensible que lo ha convertido en un paria en su propia tierra. Sabe que su trabajo no deviene en riquezas, sólo alcanza para ir tirando. Y tan comprometido lo tienen que no asocian la riqueza al trabajo, antes más bien lo ven como un fenómeno asociado con lo diabólico, grandes fortunas se urdieron en la cuevas de la Salamanca o se lograron a través de un pacto con el “familiar”. Ellos saben que de los frutos del esfuerzo de un año, sólo una parte muy pequeña le permitirá seguir viviendo, aún a pesar de ser los propietarios de la tierra.

 Esta es su historia y la conocen, en cotidianeidad de sus abuelos hacheros, nietos parios, que pueblan las villas miserias en Bs.As. o los rancheros en las orillas de Santiago, porque ya ni ser explotados consiguieron la tierra que los vio nacer. Hoy, es un tocado por la mano de la fortuna, aquel que logra conseguir un trabajo, como el cortar y labrar postes, a filo de hacha, por lo cual recibe a cambio de 300 de estos postes labrados, la suma mensual de $ 100,00.

 Esto es sólo un ejemplo que está pero marginada, porque su pueblo y su cultura están marginados, por un mecanismo perverso que no respetó al nativo, que lo empobreció, que sólo sirvió a intereses extraños y a quienes sirvieron de administradores de esos intereses y que además fueron los encargados de darnos una historia oficial de blasones y oropeles barnizadas a la europea en la que por largos períodos figuran, a lo sumo, tres o cuatros encumbradas familias, o las que nos quitaron el folclore, sólo para mostrarlo como motivo de curiosidad y snobismo, para mostrarlo en los museos, despojándolo del sentido profundo, de sus esencia, razón y sentir de los pueblos, entre otras cosas.

 Desde hace 500 años, en que con redobles de tambores y el ollar de cascos de caballos, el español se hizo presente y la historia se partió en dos. España no se amalgamó, no se acrisoló como muchas veces se sostiene. Fue el dominador. Hizo hijos que no reconoció. El mestizo no fue criado por su padre español, sino por su madre india, de quien mamó la sustancia y se ató a su destino. No fue superior por tener sangre española, fue inferior por tener sangre india. El conquistador hizo su historia desde España. La América India que venía, la mestiza que surgía, y la negra que traída como esclava fueron la carne y la sangre, que oprimida sostuvo ese imperio y llenó de oro y plata las manos ávidas de los decadentes imperios europeos. Mucho se ha celebrado la exportación de la que después sería la Argentina, tanto que el día de la industria conmemora esa fecha y Fray Francisco de Victoria, considerado su precursor. ¿Pero que se sabe de aquellos que esquilaron, hilaron, tiñeron y tejieron?. Sólo unos cuantos documentos que denuncian las inhumanas condiciones de vida a las que eran sometidos, recluidos en poco menos que potreros de adobe, obligados a trabajar más de quince horas diarias, mal alimentados, a merced de las pestes y de la avidez del español que los consideraba inferior a los esclavos, pues a este lo habían comprado, tenía su valor y lo cuidaban, al indio sólo debían reemplazarlo una vez que moría o les era inútil. El fue la base sobre la que se asentó la incipiente industria santiagueña, labró la madera, trabajó la plata y el oro, el cuero, cultivó la tierras, sin participar ni en decisiones ni en beneficios, bajo un régimen que combatió sus creencias y su cultura, por considerarlas poco menos que inferiorizantes. Entre los siglos XVII y XVIII la inquisición quemó 40 indias y mestizas por practicar el arte de curar, bajo el rótulo de brujería, lo que hoy sería considerado práctica ilegal de la medicina, que también merece cárcel. Pero lo que es peor, entre esos siglos, se concretó su exterminio, su desaparición, sólo quedan vagos recuerdos de su lengua y sus costumbres registrados en la historia que nos enseñaron. Una población de más de 100 mil almas, los más, muertos bajo el yugo español, otros obligados a huir y refugiarse en los montes del Chaco, desde donde ejercieron tenaz resistencia al blanco, hasta casi el primer tercio del siglo XX, los menos desperdigados en las estancias y mercedes coloniales donde junto con el negro y el mestizo fueron los puntales de esa industria regional incipiente, bajo un régimen feudal, donde eran parte de la propiedad del señor.

 Y llegaron las luchas por la independencia, cada garganta y cada brazo, expresó su odio al opresor, los ejércitos se poblaron, los indios se quedaban, los negros esclavos y los mestizos engrosaron las filas del ejército libertador, sus cuerpos regaron los campos de batalla con sangre americana y marcharon con la esperanza de la libertad que dignifica sus vidas tan oprobiosamente oprimidas hasta entonces. Los esclavos negros, consiguieron su libertad, pero de vientres, lo que implicaba que sólo era libre aquel que naciera desde 1.813 en adelante, el que lo era desde antes seguiría siéndolo, pues era propiedad adquirida e incuestionable. Y en Santiago constituían una población nada despreciable, si nos atenemos al número calculado por algunos estudiosos, entre cinco y diez mil. Existen documentos sobre venta de esclavos entre 1917 y 1820.

 Quizás fuera este el momento propicio para engendrar un país diferente, no sólo en lo formal y en lo político, sino en lo social y en lo humano, donde cada sector participante de la vida nacional, hubiera tenido la oportunidad de ver respetados sus intereses y sus idiosincrasias, gozando de esta forma los beneficios de la independencia obtenida. ¿Pero cuántos indígenas, mestizos o negros fueron parte de las juntas o de los organismos gubernamentales, representantes del nuevo poder logrado por todos?. ¿Quiénes lo integraron?. Los criollos, hijos de españoles que nacieron en América, que vivieron a la sombra del poder colonial, y que gracias a eso pudieron adquirir una educación en escuelas y universidades españolas. Se constituyó en una nueva elite de poder. Antes eran los españoles, después fueron sus hijos. Y el indio volvió al campo y a los obrajes, cuando no fue perseguido para quitarle las tierras que les quedaban, el mestizo y el negro volvió a las estancias que ya no eran coloniales porque no existían las colonias, pero donde todavía imperaba el férreo régimen feudal. No quiero con esto desmerecer la gesta  independentista que evidentemente significó un avance importante, que permitió el surgimiento de nuestro país actual. Sólo estoy viendo la historia desde abajo.

 Y llegaron las guerras civiles. Santiago debía defender sus industrias, el cuero, la carne, el trigo, los tejidos. El campesino santiagueño, fue arrancado de la tierra para participar de ellas. Las montoneras las contaron en sus filas, y en innumerables batallas, en Tucumán, en Córdoba, en La Rioja, su sangre volvió a abonar los campos de batalla, pero en estas largas correrías militares, se olvidaron de labrar la tierra para ganarse el sustento diario. Y la reorganización nacional que vino después lo encontró vagabundeando por los amplios territorios, reacios a sujetarse nuevamente al yugo y a las leyes y fue acusado de vago y mal entretenido, se lo persiguió convirtiéndolo nuevamente en pario, cuando no fue a dar con sus huesos en las fronteras, donde continuaba la lucha contra el indio uniendo paradójicamente su destino a este contra quien hoy combatía el de la marginación y el de la muerte.

 En los umbrales del siglo XX, Santiago una ciudad eminentemente rural, había comenzado a experimentar los primeros síntomas de la industrialización, aunque su base de producción seguía siendo la estancia colonial que la relativa calma social había hecho florecer nuevamente.
 En 1880, había distribuidas por toda la provincia más de cien molinos harineros para convertir el trigo en harina, distribuyéndolo en toda la provincia, e incluso se exportaba a otras. Crecía la industria azucarera estableciéndose importantes ingenios como El Contreras de Saint. Germes que molía 45.000 arrobas por 24 horas. Se incrementaron las áreas de siembra, se incrementó el comercio, se fundaron bancos, las ciudades crecía bajo la ilusión de un rápido crecimiento industrial.

 Y sonó el primer silbato que rompió el silencio de la quietud santiagueña. El ferrocarril hizo su primera aparición. Era el elemento que faltaba para el progreso tan anhelado. Los montes se poblaron de sonidos. Se dejarían de lado las carretas, las comunicaciones se acelerarían junto con las posibilidades del comercio.

 Pero estas empresas extranjeras, inglesas, no tenían otro objetivo que la explotación.  Ellas no pensaron ni en el progreso, ni en el bienestar del pueblo. El traslado de las líneas férreas no respondió a una planificación que contemplara el desarrollo de todas y cada una de las regiones de la extensa planicie santiagueña. La aparición del ferrocarril no se debió a una conjunción de intereses, o tal vez si pero de este acuerdo quedaba nuevamente excluido el pueblo.

 El trazado de las vías alteró la geografía santiagueña. No unió las viejas poblaciones que el santiagueño había elegido para vivir, por la abundancia de agua o la prodigalidad de las tierras aptas para la agricultura, eso no era de interés. Se las trazó distantes, en las tierras generalmente inhóspitas y pocos aptas para esos menesteres, pero muy propicia para la explotación forestal. Y la gente atraída por las posibilidades de este nuevo elemento abandonó en gran medida sus lares destruyendo nuevos pueblos a lo largo de las vías. Por eso existen aún Villa Atamisqui y Estación Atamisqui o la localidad de Brea Pozo, pueblo de no más de cien años de antigüedad a la vera del ferrocarril, que se formó con el afluente de viejas poblaciones otrora muy ricas y que contaban con más de trescientos años de existencia y que sólo son un vago recuerdo.

 Se inauguraba la era del obraje. Las estaciones no tardaron en convertirse en verdaderas poblaciones. El comercio a decir de Di Lullo: “creció vorazmente, pero en detrimento de la producción, el monto de las transacciones aumentó pero a costa de la importación de aquello que producía más. Como consecuencia de ello en pocos años, las grandes curtiembres santiagueñas, algunas de las cuales curtían de 20 a 30.000 suelas por año. Cueros exportados en bruto que antes iban a Córdoba volvían de América del Norte curtidos para desalojar las fábricas en plaza. Y de éste modo fuimos despojados de todo lo noble de nuestra riqueza natural hasta quedarnos exhaustos y abarrotados de chafalonías”, concluye.

 ¿Y nuestro pueblo?. Cansado de la indiferencia de nuestros gobiernos, que no trazaron canales de riego prometidos, ni abrieron caminos necesarios y generalmente en complicidad con los capitales extranjeros quedó a merced de las fáciles ilusiones y los oropeles que la era del obraje y el ferrocarril les ofrecía. Abandonaron sus tierras, cambiaron el arado por el hacha y marcharon cegados por la promesa del salario y las facilidades de progreso que les ofrecía el contratista, verdadero negrero del siglo XX. Unos cuantos pesos en el bolsillo y algunas chucherías sirvieron para pagar la nobleza e inocencia del santiagueño. La ilusión no duró más que días. No tardaron en darse cuenta de la trampa que les habían tendido, cuando cargados como ganado, marcharon hacia su muerte.

 Prisioneros del sistema más vil de explotación, nunca vieron el salario. No se les pagaba con dinero, sino con vales que podían ser canjeados por alimentos y mercaderías en la proveduría del mismo obraje y de donde salían con saldo deudor. El vale se eliminó recién en 1.972. Sometidos a un esfuerzo brutal y mal alimentados, fueron presa fácil de la tuberculosis y otras pestes que sumados al régimen policial en sus lugares de trabajo, al que eran sometidos por capataces y alcahuetes, sembraron de muerte los montes santiagueños. No existía legislación laboral y si la había era muy escasa, por lo que las diferencias laborales se resolvieron más de una vez a tiros de revólver.

 El gobierno fue cómplice de estos intereses más que protector del pueblo y sus riquezas. Permitió y permite la tala indiscriminada de su bosque, que de 10 millones de hectáreas se redujo a sólo 700 mil con lo que daba una ganancia anual calculada en el año 1936, en 250 millones de pesos anuales, de lo que la provincia hacía quedar sólo un millón. Esto convirtió a Santiago en poco menos que en un desierto y víctima de uno de los desastres ecológicos más graves de este siglo.

 El gobierno permitió un nuevo atropello al pueblo. Obligándolo a convertirse en el instrumento de su propia desgracia, ya que este ejército de hacheros calculado en 1.936, en 45 mil santiagueños, destruyó para otros, la fuente de mayor riqueza, el monte. Nuevamente dejó la tierra y su tradición centenaria de agricultor y con ella su condición de productor de su propio alimento. Fue en busca de un salario que no le alcanzaba para solventar ni el 10% de su subsistencia. Los vínculos sociales se alteraron, pues junto con la tierra debía dejar su familia que como estructura básica se degradó.

 Y el tren seguía haciendo sonar su silbato, mientras que a su vera, languidecían y languidecían poblaciones enteras a espera de las promesas que el ferrocarril y el obraje o cumplieron. El hacha no sólo destruyó el bosque, sino que convirtió en paria al que la esgrimió.

 A partir de allí, el nomadismo del santiagueño se acentuó. Fue a recoger algodón al Chaco, caña de azúcar a Tucumán, de las fuerzas de sus brazos y la voluntad de trabajo supieron hasta en los lugares más recónditos. El campo santiagueño se empezó a despoblar. Acuciados por la falta de trabajo, por la sed, marcharon en masa a los grandes centros urbanos donde la era de la industria se consumió como mano de obra barata. Hoy se calcula que más de la mitad de la población de Santiago del Estero, se encuentra afuera, fundamentalmente en Buenos Aires. Pueblos enteros que hasta hacía 50 años atrás habían alcanzado a consolidarse, merced a su actividad agrícola ganadera, hoy son una breve historia en la memoria de algún nostálgico. Otros pueblos languidecieron a la vera de las vías abandonadas del ferrocarril, pobladas por viejos y por niños que sus madres mandaron a criar a sus abuelos desde Buenos Aires. La economía es de subsistencia. El bosque se sigue talando, aunque ya desaparecido el quebracho y el algarrobo poco menos que existente, con muy pocos capitales como para encarar una explotación racional, lo que queda de él se convierte en carbón.
 Industria muy poco redituable y que acelera el deterioro ya pronunciado del monte, si se considera que con los procedimientos actuales se pierde en humo case el 80% de la madera.

 Hoy Santiago del Estero es una inmensa planicie de 145.670 km2 con una población calculada en casi 800.000 habitantes, que se concentran casi el 50% en sólo el 7,9% de esos 145.670 km2 . Que languidecen los más en las principales ocupaciones y el grado de industrialización, sueño que ocupó las mentes en alguna época, hoy es igual a cero.
 Los índices de salud, son alarmantes. Con una mortalidad infantil del casi 40% en 1.983 que bajó a casi el 37% en 1.987, hoy volvía a subir casi hasta alcanzar la misma cifra que en 1.982. Sin proyectos de Salud Pública, los hospitales, único recurso del pueblo, se encuentran vicios, convertidos en depósitos de enfermos a la espera de la muerte o de una cura milagrosa.
 Y con la educación, punto de partida esencial para el desarrollo de los pueblos, ¿qué sucedió?. Este aspecto, que sería interesante desarrollar con detenimiento, pero que hacerlo llevaría mucho tiempo, también ha estado signado por la marginación, del pueblo, que venimos marcando con cierta insistencia desde el comienzo de esta exposición.  Nunca la educación incorpora la idiosincrasia y la ciencia popular a sus modelos. Más bien los consideraron como productos inferiores de un pueblo de brutos e ignorantes. Se combatió el uso de la lengua quichua casi por doscientos años, porque era lengua de indios. La ciencia médica popular que atesora miles de conocimientos válidos, conseguidos tras siglos de experiencia, fue ignorada y combatido por la ciencia oficial al igual que sus creencias, y sus conocimientos técnicos. El estigma de la colonia sigue teniendo peso. La educación en lugar de potenciar las posibilidades de este pueblo brindando las herramientas modernas, las aplastó en nombre de un modelo que nada tenía que ver con su medio ni con su gente. No frenó el desarraigo, antes lo potenció, pusieron escuelas de comercio en pueblos de agricultores, entre otras cosas. Y el niño que terminaba a duras penas su primaria, despertó a otras realidades y no se ató a la tierra, más bien la despreció y buscó nuevos horizontes, que completaran la línea trazada desde inferior y fue a habitar las grandes ciudades con los resultados ya conocidos por todos. Y la familia perdió dos brazos útiles para el trabajo. Y esta práctica creó rechazo y resentimiento en el campesino que cada vez se encontraba más sólo frente a una inmensidad de tierra que sus brazos ya viejos no podían trabajar. Son los viejos que pueblan nuestros campos, que tiene hoy la función de criar a los hijos de sus hijos, y que la vida de Buenos Aires no puede contener, y de conservar transmitir es cúmulo de conocimientos populares a la espera de un modelo que lo contenga.
 Debieron pasar más de cien años de esta práctica para que se hable de la regionalización de la educación.

 En síntesis éste es el pasado y el presente de un pueblo a la espera del año 2.000. Un pueblo que ejerció una resistencia tenaz, pues el campesino a pesar de las lenguas que identifica el pueblo y que se negó a morir a pesar de la prohibición y los estigmas que cargaba, el politeísmo y el animismo americano siguen campeando en sus creencias, a pesar del absolutismo monoteísta europeo a quien también incorporaron a éstas enriqueciéndolas. Santiago a pesar de sus heridas sigue vivo y se niega a morir aún a costa de la inviabilidad declarada por las más altas autoridades gubernamentales, para su futuro. Así lo demostró el 16 de Diciembre, fecha en que empezó a despojarse de las pesadas cargas que lo asfixiaban. Se abrió un espacio a la esperanza. A la participación que garantice el protagonismo de los pueblos en la construcción de sus destinos.
 Y quizás este sea el signo de los tiempos venideros y una tarea indelegable que deberá signar el futuro, restablecer los canales de participación y los lazos de solidaridad que destierren la marginación a la que sistemáticamente se vieron sometidos nuestros pueblos.
 

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