Squenun 23, abril 2004

El gran romance del arte y la muerte por Sebastián Defeo

Antes que nada, vale aclarar que –al contrario de lo que pareciera sugerir el título– no voy a escribir sobre la muerte en el arte, pues el mismo es un tema demasiado maravilloso, vasto y profundo para mí. Si lo hiciera, este sería un artículo enciclopédicamente extenso, plagado de citas cautivadoras y pedantes de incontables artistas, pues para ellos suele ser la muerte el numen supremo. Este sería entonces un artículo en extremo vanidoso e inexorablemente incompleto. Un abyecto, aunque atrayente, sacrilegio. Por ende, pretendo hablar de la muerte y los artistas.

Algo es seguro: más allá de que algunos artistas hayan sido precursores en un estilo, más allá de que quebraran con todas las reglas de su disciplina, ampliando de esta forma sus horizontes, más allá de haber sido unos inusuales excéntricos, todos los artistas en todos los tiempos cometieron un acto increíblemente carente de originalidad: morir.

Pocos de ellos, muy pocos a decir verdad, llegan al momento de su muerte con la realización de haber terminado su trabajo. Entre ellos se podría mencionar a Verdi, por ejemplo. Verdi, apartado el mundo que lo clamaba genio, descansando en su maravillosa villa italiana, en una vejez que lo encontró rico y célebre, se negaba a componer siquiera una melodía más. “El perro ladró por última vez”, dijo.

Pero esto es bastante inusual. El resto escribe, compone, pinta, crea, hasta el último instante posible. Más allá de las condiciones físicas, más allá de impedimentos económicos o anímicos. La muerte suele acallar a la pluma que aún escarba en el silencio cercano, pretendiendo tal vez horadarlo. Rembrandt es un claro ejemplo de esta ubérrima, esta obstinada y loable creatividad. Él, él que había perdido a sus hijos y a su esposa, y toda su fortuna y prestigio, él que estaba enfermo, viejo y olvidado, él aún pintaba cuando Ántropos cortó su hilo.

Uno bien podría emocionarse por la perseverancia de Rembrandt y los frutos de su maravilloso y errátil espíritu y recordar a Van Gogh, quien dijo: “Uno debe morir varias veces para poder pintar como él”, pero la muerte no interrumpió solamente a este holandés errante. No. Hubo más. Muchos más. Bach y su “Arte de la Fuga”, Mozart y su “Requiem”, Beethoven y su Décima Sinfonía, Dickens, Schubert y un lamentablemente vasto etcétera.

Esta inexorable interrupción es temida y execrada. Para la mayoría de los artistas representa el silencio de su arte y, por ende, de aquello que los define. Su propio fin. Más allá de su religión, si creen en otra vida, es muy raro encontrar que hablen de continuar creando en ella. Es la muerte, como escribió Dolina, el último acorde, la rima final del poema.

Podríamos hallar esta idea en una carta de un Beethoven ya enfermo, escrita unos años antes de morir cuando tuvo una mejoría en su estado de salud: “¡Apolo y las musas no querrán entregarme a la muerte, pues todavía les debo mucho, y es preciso que antes de mi paso a los Campos Elíseos deje detrás de mí cuanto el Espíritu me inspira y me ordena acabar! Me parece que apenas he escrito algunas notas.”

Hay, pues, una gran inquietud y aflicción al respecto. De hecho, la psicología –o, al menos, una rama de ella– nos dice que el arte es una confrontación creativa a la angustia de la muerte. Es una embestida de Eros a Tánatos. Un manotazo de ahogado, perdido, débil, mas cautivador; errátil, eternamente infructuoso, mas obstinadamente perseverante. Es justamente esta terquedad la que define al arte, esta voluntad y deseo de alzar ecos de silencio antes de la calma última.