La conquista musulmana del Próximo Oriente bizantino: una visión alejada de los tópicos.

Autor: Hilario Gómez Saafigueroa

No cabe duda de que uno de los hechos fundamentales de la historia de la humanidad fue la aparición y expansión del Islam en el siglo VII de nuestra era. Se trata de un fenómeno sorprendente, pues en los escasos veinte años que mediaron entre la muerte de Mahoma (632 d.C.) y la del último emperador persa, Yazdayird III (651) se constituyó un imperio islámico que abarcaba desde el desierto de la Cirenaica al oeste, las cadenas montañosas del Tauro en Anatolia y el Caucaso al norte y el Asia central al noreste. Pero más importante que esa vertiginosa expansión espacial es el hecho de su permanencia en el tiempo y la aceptación que el nuevo dominio encontró entre las poblaciones sometidas. Habría que remontarse a las campañas de Ciro el Grande y Cambises, en el siglo VI a.C., para encontrar un fenómeno similar. Pero el empuje no se detuvo aquí y al concluir el primer tercio del siglo VIII d.C. el imperio musulmán se extendía desde los Pirineos hasta Asia Central, donde la batalla de Talas contra los chinos, en el año 751 d.C., puso freno a su expansión.

Llave maestra de la dominación mundial que el Islam ejerció durante siglos fue la temprana y fulminante conquista de Siria, Palestina y Egipto. En apenas nueve años (batalla de Yarmuk, 636 d.C. – capitulación de Alejandría, 645 d.C.) los árabes musulmanes se hicieron con el control de territorios que eran romanos desde el siglo I a.C. Pocos años antes, los persas sasánidas también habían arrebatado estos territorios a Constantinopla (613-619), pero finalmente no pudieron hacer frente a la contraofensiva bizantina y fueron derrotados, no sin antes haber sembrado la destrucción, cosa que no ocurrió con la conquista musulmana. Todo lo contrario: la mayor parte de la población cristiana de estas provincias acató a los nuevos señores sin excesivas discusiones y, lo que es más, en relativamente poco tiempo asimiló su idioma, cultura y religión. Ni siquiera aquellos que permanecieron fieles a la fe de sus mayores parecieron añorar en demasía a los emperadores ortodoxos de Constantinopla, al menos mientras los musulmanes se mostraron tolerantes. Mientras tanto, Bizancio, atrincherado tras las montañas del Tauro, sobrevivía a duras penas ante el empuje islámico.

¿Cómo fue posible esto? ¿Por qué regiones y poblaciones que habían permanecido bajo la soberanía romano-bizantina por espacio de siete siglos fueron tan rápidamente conquistadas por los ejércitos del Islam? ¿Cómo pudo ser barrido el helenismo y la tradición estatal romana con tanta facilidad de estas tierras y por qué sus habitantes apenas rechistaron?

A estas preguntas han tratado de dar respuesta muchos historiadores a lo largo de los siglos, si bien ha sido en la última centuria cuando los trabajos de nuevas generaciones de historiadores y de profesionales de otras ciencias auxiliares han aportado los datos necesarios para poder comprender en su exacta dimensión este importantísimo fenómeno histórico. Sin embargo, y a pesar de todos los avances, persisten todavía muchas incógnitas, debidas sobre todo a la falta de fuentes contemporáneas de aquellos acontecimientos, como ocurre por ejemplo en el caso de la conquista musulmana de la Hispania visigoda.

A la luz de esos estudios, en este trabajo vamos a tratar de dar algunas claves que permitan tener una visión de la conquista árabe del Oriente bizantino alejada de los tópicos al uso que nos muestran unas provincias profundamente helenizadas sobre las que repentinamente cayeron hordas musulmanas salidas de las profundidades de los desiertos de Arabia a lomos de sus camellos. Esa visión distorsionada de los hechos acaecidos en el Próximo Oriente en el siglo VII se mantiene curiosamente vigente en algunos textos divulgativos relativamente recientes, como podemos comprobar en este extracto de El mundo bizantino, de Salvador Claramunt:

«Mientras bizantinos y persas combatían entre sí, Mahoma había predicado su nueva doctrina de sumisión a Dios, el Islam, que logró unificar a las más diversas tribus que habitaban la península de Arabia. Muy pronto, del desierto del Negev surgieron las hordas que se apoderaron de Siria, Egipto, Palestina, el norte de África e incluso amenazaron Constantinopla».

Por fortuna, existen ya otras fuentes, tanto impresas como en la red, que reflejan un trabajo de investigación más profundo y serio, como este extracto tomado del capítulo dedicado a la conquista musulmana de la web de ArteHistoria:

«La conquista tuvo diversos frentes y momentos pero aparece a nuestros ojos como un fenómeno único y sorprendente, aunque acaso no hubo más plan de conjunto que el de la simple expansión. Del lado de los invasores cuenta su convicción religiosa, su cohesión guerrera de base tribal, y la fuerza suficiente, que no podemos medir, para vencer. Entre las causas de la debilidad de los invadidos hay que mencionar el agotamiento bélico y financiero de los emperadores bizantino y persa después de las guerras feroces que habían mantenido entre ellos, el empobrecimiento de Siria, Palestina y Mesopotamia como consecuencia de aquellos sucesos, de la presión fiscal e incluso de las epidemias de peste, pues en Siria se constatan tres en los años 614, 628 y 638; en el ámbito bizantino cuenta además, la disociación cultural existente entre el helenismo dominante y las culturas locales, y los enfrentamientos religiosos que causaron gran descontento entre monofisitas y judíos; algo semejante ocurría con los mazdakitas en Persia. El hecho es que apenas había tropas locales para defender las ciudades fortificadas, y mucho menos para presentar batalla campal, y ni uno ni otro imperio podían poner en campaña grandes cuerpos de ejército frente a un enemigo que se caracterizó precisamente por su movilidad, por el control de las rutas, y por su habilidad para rendir puntos fortificados mediante la oferta de capitulaciones benignas que aseguraban el respeto a la situación personal, jurídica, religiosa y administrativa de cristianos, judíos y mazdeos, considerados como protegidos (dimmíes)».

Vamos a proceder ahora a un detallado análisis de los distintos factores a considerar: contexto cultural, económico-social y militar.
 

EL CONTEXTO CULTURAL DEL PRÓXIMO ORIENTE Y ARABIA HASTA EL SIGLO VII D.C.

Los árabes se engloban dentro de la gran familia de los semitas, conjunto de pueblos que, procedentes de la península arábiga, se expandieron por todo Oriente Próximo desde la más remota Antigüedad. Estos pueblos hablaban una serie de lenguas muy emparentadas entre sí, como ocurre con las latinas y germánicas, pertenecientes al tronco indoeuropeo.

Las lenguas semitas -cuyos alfabetos no contemplan las vocales pues son sistemas de escritura consonánticos -, se agrupan en tres ramas:

1. Septentrional:
    • Amorrita y ugarítico;
    • Lenguas cananeas (hebreo, fenicio, púnico, moabita, edomita y amonita);
    • Arameo: Las tribus nómadas arameas aparecen en la historia ya a fines del siglo XIV a.C., aunque el clímax de sus invasiones y rapiñas se alcanzaría en el XI a.C. Su importancia en la historia del Próximo Oriente es fundamental, tanto desde el punto de vista político como cultural. El arameo se expandió rápidamente y en el siglo VI era la lingua franca del imperio persa, desde Afganistán a Egipto, perdurando, a través de distintos dialectos, hasta la adopción del árabe. Se divide en dos grupos dialectales:
      • Arameo occidental o siriopalestino, que dio lugar al nabateo, al palmireno, al arameo de Hatra, al galileo y al samaritano. Tanto el nabateo como el palmireno y el arameo de Hatra fueron hablados por los árabes y la actual escritura árabe deriva de la nabatea.
      • Arameo oriental o mesopotámico, del que derivarían el siríaco-cristiano, el arameo judeobabilonio y el mandeo.
    2. Oriental:
     
    • Acadio y sus dialectos (babilonio y asirio, en el actual Irak). Como lenguas habladas fueron sustituidas por el arameo desde el siglo VI a.C.

    3. Meridional:
     

    • Lenguas de la Arabia meridional, lenguas etiópicas y árabe: El árabe evolucionó en la Arabia septentrional a partir de las lenguas tribales tamudea, lihyanita, safaítica y dedánica. Los textos árabes más antiguos son del siglo IV d.C. y están escritos con un alfabeto derivado del nabateo, que más tarde dio lugar a un alfabeto de estilo cursivo, que facilita una escritura rápida de derecha a izquierda. Sus primeras manifestaciones como lengua literaria autónoma son los poemas preislámicos (poesía djahilí) y el propio Corán, que configuran el árabe clásico.



Tomado de la web Alfabetos de ayer y de hoy
(http://www.proel.org)

Las conquistas de Alejandro Magno y la constitución de las monarquías helenísticas no hicieron variar en exceso el contexto cultural de la población del Próximo Oriente: la gran mayoría de la población campesina se expresaba en arameo o en idiomas pertenecientes al mismo tronco lingüístico, quedando el griego limitado a una pequeña élite que residía en las ciudades o en sus cercanías. Esta situación se mantuvo durante el imperio romano y proto-bizantino. Así, y contra lo que suele creerse, la lengua hablada por los judíos de Palestina en el siglo I d.C. era el arameo, quedando relegado el hebreo para las ceremonias religiosas.

Con el tiempo terminó por imponerse el dialecto siríaco, que evolucionó en la región de Edesa, ciudad que se había convertido en un importante centro del cristianismo sirio-mesopotámico. La traducción de la Biblia al siríaco en torno al año 200 d.C. y las obras de teólogos que se expresaban y escribían en esa lengua tuvo una importancia fundamental para la expansión del dialecto siríaco desde Palestina hasta Mesopotamia.

Pueden ponerse muchos ejemplos de las lógicas similitudes que existen entre las lenguas semitas y, en concreto, entre el árabe y las derivadas del arameo. Muy conocido es el hecho de que la palabra hebrea “shalom” y la árabe “salam” significan “paz”, aunque lo es menos que el siríaco “ab” y el árabe “ab”, significan “padre” o que la palabra aramea “Alah” es prácticamente idéntica a la árabe “Allah” (ambas significan “Dios”). La similitud léxica y fonética entre arameo y árabe puede apreciarse con claridad en este ejemplo que reproduce la primera frase del “Padre nuestro”:

Árabe: Abana al lazi b’ Samawat
Arameo: Abuna di bi shemaya
Castellano: Padre nuestro que estás en el cielo

El Padre nuestro en
alfabeto siríaco

El Padre nuestro en
alfabeto árabe

¿Cuántas personas hablaban dialectos y lenguas arameas en el Próximo Oriente de los primeros siglos de nuestra era? Si aceptamos como válidos los cálculo de C.J. Russell en Late Ancient and medieval population (1958), a principios del siglo V Siria y Palestina debían estar habitadas por unos 5 millones de personas. Dado que la población rural suponía sobre un 90% del total, esto supone que eran aproximadamente unos 4,5 millones de personas los dedicados a la agricultura y la ganadería y, marginalmente, a la artesanía, residiendo en pueblos, villas y aldeas, ya como pequeños propietarios, ya como colonos o arrendatarios. La gran mayoría se expresaba en siríaco o en algún dialecto similar. El cristianismo penetró en este mundo rural gracias en buena parte a que la Iglesia adaptó sus liturgias y textos teológicos a las lenguas vernáculas regionales (siríaco, armenio, copto e incluso el árabe).

Frente a este inmenso mar de cultura semita, y como decíamos anteriormente, el griego era la lengua de las ciudades, de los funcionarios imperiales, de los grandes comerciantes, del ejército, de los terratenientes, de la jerarquía eclesiástica y, en general, de las gentes educadas. Esto, sin embargo, no suponía que ambos mundos se mantuviesen incomunicados; los siríaco-hablantes necesitaban tener nociones de griego para entendérselas con la administración imperial, mientras que los propietarios rurales y los comerciantes precisaban conocer el siríaco, el copto o el armenio para poder atender al gobierno de sus predios o a la gestión de sus negocios. Son muchos los textos hagiográficos en los que se nos muestra a los monjes cristianos expresándose indistintamente en griego o en siríaco, según la lengua de su interlocutor.

Una de las grandes crisis que sufrió el helenismo antes de la irrupción del Islam fue la serie de devastadoras epidemias de peste que se sucedieron en el imperio bizantino desde mediados del siglo VI. La primera y más grave se inició en el año 541 y se prolongó hasta 544. Tal y como nos informa Procopio en su obra sobre las guerras persas, la plaga entró en el imperio por Egipto desde Etiopía, se extendió por las rutas comerciales, exterminó a buena parte de la población de las ciudades costeras (donde se concentraba el grueso de la población greco-parlante) y de las zonas rurales cercanas y alcanzó Constantinopla matando a cerca de la mitad de sus habitantes. Después vino una gran hambruna y en total se calcula que murió un cuarto de la población del imperio (esto es, unos 6 millones de muertos). Pero los padecimientos de Bizancio no terminaron ahí, pues la enfermedad se mantuvo latente en las zonas rurales y se produjeron rebrotes cíclicos en intervalos de 15 años: 558, 573-574, 591 y 599. En Siria se produjeron nuevas epidemias en 614, 628 y 638.

A los catastróficos efectos demográficos que las epidemias y las hambrunas tuvieron en las ciudades orientales se suma la devastación ocasionada por la invasión persa de comienzos del siglo VII. Según las crónicas, sólo el saqueo y toma de Jerusalén en el 614 tuvo un coste de miles de muertos, tal y como recoge el monje Eustratio en su relato De expugnatione Hierosolymae:

«¿Quién puede reproducir lo que pasó en Jerusalén y en sus calles? ¿Cómo hablar de la multitud de muertos? (...) caímos bajo el dominio de la abominable tribu de los persas, que hicieron con nosotros lo que quisieron (...) todo fue arrasado, las gentes fueron asesinadas, incluso las que se habían refugiado en las iglesia, como bestias salvajes no respetaron a nadie (...)».

La conclusión de todo lo que hemos visto hasta ahora es la siguiente: la helenización de Siria y Palestina fue siempre superficial, limitada a las grandes ciudades helenísticas desde las que se ejercía el control político, militar, económico y religioso sobre la población autóctona, de cultura semita e idioma arameo (siríaco). La cristianización del imperio no vino sino a reconocer esta realidad con la adopción de liturgias y textos en siríaco, armenio, árabe y -en Egipto- copto (lengua que se desarrolla desde el siglo II a.C. a partir de la evolución antiguo egipcio con la adicción de elementos linguísiticos helenos, expresándose en forma escrita a través del alfabeto griego).

Las crisis militares y demográficas de Bizancio en los siglos VI-VII d.C., con su corolario de un notable declive de la vida urbana, no hicieron sino acentuar la situación de debilidad del elemento helenístico frente al semita, de la lengua griega frente a la siríaca. Esta última estaba, además, emparentada con la lengua árabe, lo que explica la relativa facilidad con la que las poblaciones sirio-palestinas asimilaron la lengua de los nuevos señores musulmanes. En definitiva, para la gran mayoría de la población del Próximo Oriente en el siglo VII lo extraño no era tanto lo árabe como lo griego. Y es que, como veremos a continuación, la presencia árabe en las tierras del imperio era cualquier cosa menos desconocida.
 

LA PRESENCIA ÁRABE EN EL ORIENTE ROMANO-BIZANTINO HASTA EL SIGLO VII D.C.

Eran muchos los pueblos de ascendencia árabe que vivían dentro de los imperios romano y sasánida con anterioridad al siglo VII. Muchos habían sido ya asimilados por las culturas arameas precedentes o por la civilización grecorromana y otros se mantenían fieles a la tradicional forma de vida nómada de sus ancestros, se expresaban en árabe, practicaban ritos paganos o bien se habían convertido al judaísmo o al cristianismo. Buena parte de los habitantes de la ciudad de Palmira eran árabes, como lo eran los miembros de la tribu osroeni de Edesa, los temela del noroeste de Siria, los idumeos del sur de Palestina, las tribus del Sinaí o los constructores de Petra, los poderosos nabateos. Los romanos conocían a los árabes sedentarizados como sirios y eran muchos los reclutados para servir en los ejércitos imperiales. Incluso hubo un general romano de origen árabe que alcanzó la cima del poder imperial: Marco Julio Filipo, más conocido como Filipo el Árabe (244-249 d.C.).

Los nabateos

Entre el siglo I a.C. y el I d.C., los nabateos habían evolucionado desde una mera agrupación tribal a un estado organizado que, en su apogeo, se extendía desde el sureste de Siria al noroeste de Arabia al y al Sinaí. Su capital era la famosa Petra, en la actual Jordania. En 25-24 a.C. el reino nabateo sirvió de base para la expedición de Elio Galo hacia el Yemen, único intento romano de penetrar en Arabia que finalmente se saldó con un fracaso.

Los nabateos no sólo combatieron como aliados de Roma en muchas ocasiones, sino que también colaboraron en la defensa de la frontera oriental y en el aplastamiento de revueltas dentro del territorio romano. Especializados como arqueros a caballo y como infantería montada sobre camellos, sus tácticas de combate mostraban la influencia parta, aunque otras tribus se mostraban más influidas por las tradiciones militares helenísticas y romanas. La necesidad de controlar las rutas caravaneras llevó a los nabateos a desarrollar un sistema de carreteras, de comunicaciones, de puestos de vigilancia, de depósitos de mercancías y de colonias agrícolas que tenían poco que envidiar a sus equivalentes romanos. Se sabe que eran capaces de poner sobre el campo de batalla una fuerza de 1.000 jinetes y 5.000 infantes encuadrados en una estructura militar sólidamente organizada y altamente móvil. No es de extrañar que, ante tamaño poderío, las relaciones entre romanos y nabateos se deteriorasen y los primeros optasen finalmente por anexionar el reino nabateo a su imperio en el año 106 d.C.

El reino de Palmira

En este período, el papel militar que los romanos asignaban a sus aliados árabes era el de servir de fuerza auxiliar de las legiones, de vigilancia de las rutas comerciales y de instrumento con el que extender la influencia y autoridad romana en el interior de Arabia a través de la sumisión de sus tribus a esos aliados. Pero con la sustitución del imperio de los partos por el de los sasánidas (224-651 d.C.) hizo que la importancia militar de los aliados árabes creciese a los ojos de los romanos. Sería en este contexto en el que surgiría el más importante estado-cliente de la frontera siria en el siglo III: Palmira. Durante la gran crisis político-militar que vivió el imperio durante el siglo III, Palmira asumió la defensa del oriente romano frente a los sasánidas, y muchos de los soldados de esta ciudad-estado pertenecían a alguna de las cuatro tribus árabes que se repartían el territorio. Hacia el año 266 Odenato II de Palmira, tras vencer repetidamente a los persas, dominaba Siria, Mesopotamia, Cilicia, Arabia, Capadocia y parte de Armenia. A su muerte, su viuda Zenobia (de origen greco-árabe), se atrevió a dar un salto en el vacío e independizarse de Roma, adueñándose a continuación del Bajo Egipto (269 d.C.). Este intento de constituir un poder autóctono en el Próximo Oriente fracasó rápidamente, pues en el 272 el emperador Aureliano puso punto y final a la aventura.

Los ejércitos de Palmira mostraban, como los de los nabateos, una notable influencia oriental. Su caballería pesada y sus arqueros a caballo (una fuerza típica estaba formada por 1.000 jinetes acorazados y unos 9.000 arqueros) le pusieron las cosas bastante difíciles a las legiones, aunque finalmente estas se impusieron. Precisamente, tras la caída de Palmira comenzó a extenderse el uso de una palabra que ha llegado a nuestros días y que en un primer momento identificaba a las tribus nómadas árabes: saraceni (sarracenos).

Los gasánidas

El mayor cambio en el dispositivo defensivo de la frontera del desierto romano-bizantina fue el desarrollo del sistema de las filarquías. Básicamente, consistía en que las autoridades imperiales reconocían como gobernadores militares de un territorio fronterizo a los líderes de las tribus dominantes en la zona. Una de las dinastías filarcas árabes más famosas fue la de los gasánidas (siglos IV – VII d.C.).

La gasánida era una tribu del sur de Arabia que emigró al norte durante los siglos III y IV d.C., asentándose en la región en torno a Damasco. Rápidamente cristianizada, en 502 se firmó un tratado con esta tribu (ratificado más tarde por Justino y por Justiniano) por el que se le encomendaba la defensa de la frontera imperial desde el Éufrates hasta el Golfo de Aquaba. Desde el punto de vista romano, los jefes gasánidas eran gobernadores de frontera que dirigían contingentes foederati locales. En 529, bajo Justiniano, los distintos filarcas gasánidas fueron puestos bajo la autoridad de al-Harith ibn Jabala (529-569), conocido como Aretas por los bizantinos, a quien se le otorgó el título de patricio romano -lo que fue interpretado por sus seguidores como el otorgamiento del título de rey de los árabes- tras batir en 528 a los a los árabes lakmíes (de adscripción cristiana nestoriana), que ejercían un papel idéntico al suyo en el imperio sasánida. Desde ese momento ya no hay constancia de una presencia militar romano-bizantina directa en la región fronteriza árabe; las milicias limitanei no tenían ninguna utilidad militar y las tropas propiamente bizantinas permanecieron acantonadas en las principales ciudades.

El reino gasánida contaba con unos recursos militares que no sólo le permitían hacerse cargo de la seguridad interior y fronteriza, sino incluso participar en las campañas bizantinas contra los persas; así, sabemos que, entre los 20.000 hombres que combatieron bajo las órdenes de Belisario en Calínico (531 d.C.), había nada menos que 5.000 gasánidas. Además de sus funciones militares, los gasánidas fundaron numerosos pueblos y villas, palacetes, fuertes, mercados, iglesias y monasterios.

Al-Harith derrotó nuevamente a los lakmíes en 544, haciendo crecer su prestigio entre sus súbditos árabes, pero su reino no le sobrevivió; su adscripción a la herejía monofisita le convertía en un aliado poco fiable a ojos de los sectores más ortodoxos. Tras su victoria sobre los persas en 581, el emperador Mauricio (582-602) decidió no renovar el patriciado a los gasánidas, quedando estos divididos de nuevo en una quincena de filarquías. Esta decisión se mostraría a la larga poco afortunada, pues debilitó la influencia gasánida (y por lo tanto la cristiana-bizantina) entre las tribus del norte de Arabia y dificultó el control romano sobre los distintos principados gasánidas.

A pesar de todo, los gasánidas continuaron combatiendo al lado de los bizantinos durante las campañas persas de Heraclio, y también estuvieron presentes en la defensa de Damasco frente a los musulmanes en 635 y en la batalla de Yarmuk (636) aunque otros, como ya veremos, se decidieron a cambiar de bando.

Las incursiones sarracenas

Las razzias de bandas nómadas árabes en territorio imperial no comenzaron ni mucho menos en el siglo VII. Sabemos que en el año 373 hubo incursiones sarracenas en ermitas del monte Sinaí y que los ataques en distintas zonas de Palestina, Fenicia y Siria fueron recurrentes a lo largo del siglo V, aunque la acción e influencia de las tribus árabes aliadas (salíes, gasánidas) se dejó sentir, de forma que los efectos de esas incursiones beduinas eran limitados.

Las cosas empeoraron en las décadas finales del siglo VI y primeras del VII. La crisis política y militar en la que se sumió Bizancio con la caída del emperador Mauricio, el ascenso al poder de Focas (602-610), la devastadora invasión de los persas, el asalto de los Balcanes por los eslavos, el golpe de estado de Heraclio (610-641) y su gran contraofensiva frente a los sasánidas, impidieron que se prestase la necesaria atención a los problemas de la frontera del desierto, donde la desorganización de las defensas favoreció la acción de las bandas beduinas. Los textos hagiográficos nos proporcionan interesantísimos testimonios de las condiciones imperantes en las provincias de Oriente en aquellos días. Veamos un par de ejemplos extraídos de El Prado, de Juan Mosco (finales del siglo VI - principios del VII):

«Geroncio, higúmeno del monasterio de nuestro santo Padre Eutimio, nos contó el siguiente relato a mí y a Sofronio el Sofista: "Éramos tres monjes hervívoros. Vívíamos al otro lado del Mar Muerto, en la región de Besimunte. Un día caminábamos por la montaña; por debajo de nosotros, junto a la orilla del mar, caminaba otro monje hervívoro. Pues bien, resulta que unos sarracenos que recorrían aquellos lugares se toparon con él. Pasaron de largo, pero uno de ellos se volvió y le cortó la cabeza (...)"».

El sarraceno en cuestión sufrió la terrible venganza divina: un gran pájaro lo atrapó y le dejó caer desde lo alto, muriendo estrellado contra el suelo. Pero más interesante aún es este otro relato:

«Hace años vivía aquí [en el monasterio de Calamón, a orillas del Jordán] un anciano llamado Antos. De toda la vida tenía la costumbre de ir a ayunar a Cutila [en el desierto de Judea, al este de Jerusalén]. Un día estaba en aquél desierto y los sarracenos, que habían invadido aquella región, lo sorprendieron. Uno de ellos desenvainó su espada y se acercó al anciano para matarlo. El monje, al ver que se le echaba encima, miró al cielo y suplicó:

-¡Señor Jesucristo, que se haga tu voluntad!

Inmediatamente, la tierra se abrió y se tragó al sarraceno. El anciano entró sano y salvo en su monasterio dando gloria a Dios»

Haciendo omisión de los muchos elementos fantásticos, espirituales y edificantes que contienen estas historias, no cabe duda que reflejan una situación real: la de una creciente inseguridad en las zonas rurales provocada por los raids de grupos beduinos ante los que no cabía otra posibilidad de defensa que la ofrecida por los contingentes gasánidas. Pero con las convulsiones de esta época esa protección ya no podía ser tan eficiente como antaño.
 

LA GUERRA CON PERSIA Y LA INVASIÓN MUSULMANA

La invasión sasánida de Siria (toma de Antioquía, 611), Palestina (Jerusalén, 614) y Egipto (conquista de Alejandría, 619) y su correlato de destrucciones y matanzas, desarticuló la administración imperial y el sistema defensivo, debilitando aún más la presencia del helenismo y el cristianismo ortodoxo en Próximo Oriente. Por otra parte, la política anticristiana persa afectó tanto a ortodoxos como a monofisitas (las diferencias doctrinales eran muy sutiles y el monofisismo dominante era el denominado moderado) y entre estos últimos se encontraban los árabes gasánidas. Prueba de la dureza de la represión es el hecho de que todavía hoy es posible encontrar restos de las iglesias destruidas por los sasánidas en los campos de Siria. La respuesta bizantina, de la mano del emperador Heraclio, y con el apoyo espiritual y económico de la Iglesia, adquirió por primera vez en la historia las características de una guerra santa en la que los sacerdotes cristianos animaban a los soldados prometiéndoles que, si caían en el campo de batalla, se convertirían en mártires y obtendrían su recompensa en el Cielo. Muchos respondieron a este llamamiento y entre ellos estuvieron los gasánidas, que en el año 620 se unieron al gran ejército con el que Heraclio golpearía el corazón del imperio sasánida entre 622 y 629. La guerra contra Persia supuso la total movilización de los recursos de Bizancio en una guerra por la supervivencia. Cualquier otra consideración era secundaria; el imperio cristiano necesitaba guerreros y si los árabes gasánidas eran buenos soldados, conocían el terreno y tenían una amplia experiencia frente a los sasánidas, ¿a quién le importaba que las fronteras quedaran desprotegidas y abiertas a las razzias beduinas? Ya habría tiempo de ocuparse de eso.

Mientras tanto, más al sur, en Arabia, Mahoma y sus seguidores se exiliaban en Medina (Hégira), dando inicio a una nueva era.

Con la total victoria bizantina sobre los sasánidas y tras la solemne restauración de la Vera Cruz en la semidestruida iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén (año 630), parecía que el imperio de los romanos, como el ave Fénix, había resurgido de sus cenizas y que ningún otro poder sobre la Tierra podía hacerle sombra. Pero la restauración de la autoridad bizantina era mucho más frágil de lo que parecía; el sur de Palestina, el este y sur de Jordania y casi todo el Sinaí quedaron abandonadas prácticamente a su suerte. Sólo las grandes ciudades, en las que vivía una parte muy minoritaria de la población, vieron como regresaban los símbolos imperiales, pero lo hacían sobre unas gentes que durante casi veinte años no habían visto a los delegados del poder central, que no habían pagado impuestos a la tesorería imperial y que no habían tenido que defender sus postulados monofisitas frente a la ortodoxia oficial.

En esa situación muchas ciudades pasaron a ser gobernadas por los obispos, que eran los auténticos representantes de las comunidades locales cristianas. Fue esta la culminación de un proceso que partía desde los primeros días del cristianismo, que se había ido desarrollando a lo largo de los siglos IV y V, y que se había acelerado desde que las reformas de Justiniano reconociesen el papel público de los obispos, que acabaron por desbancar a los consejos ciudadanos. En palabras del historiador británico Peter Brown:

«El obispo fue quien reconstruyó murallas, y quien negoció con publicanos y bárbaros (...) fueron los patriarcas quienes mantuvieron vivas para el imperio las grandes ciudades (...) eran ellos, y no los gobernadores (...), los que en esos tiempos representaban a las ciudades. Bajo los árabes, los patriarcas locales de Alejandría mantuvieron la vida del mismo modo que (...) en época de Heraclio. El cristiano medio había encontrado un dirigente y una protección más cerca de casa, prescindiendo de sus lejanos gobernantes (...). En esta nueva cultura, un hombre quedaba definido solamente por su religión. No se debía fidelidad al estado: pertenecía sólo a una comunidad de creyentes».

Fue en ese contexto en el que el exhausto imperio trató de reinstaurar, siquiera simbólicamente, su autoridad. Una de las obligaciones de todo estado organizado es la de tratar de garantizar la seguridad interna y externa, cosa que debía acometer Bizancio en las recuperadas provincias orientales. Pero las arcas estaban vacías. A este respecto, es esclarecedor el siguiente pasaje, extraído de la Crónica de Teófanes (siglo IX):

«Un eunuco llegó a Damasco con dinero y los árabes que guardaban la frontera se le acercaron y le pidieron su subsidio habitual. Pero el eunuco los apartó airado mientras decía: “El emperador apenas tiene suficiente dinero para pagar a su propio ejército. ¿Cómo vamos a gastarlo en estos perros?"».

Como resultado de esta situación, las fronteras de Siria, Palestina y Egipto quedaron prácticamente desguarnecidas.

La conquista islámica y los gasánidas

Contra lo que suele creerse, la Arabia de los siglos VI-VII d.C. no era un mundo aislado, pues el comercio caravanero había creado fuertes vínculos con los grandes centros de la civilización. El Yemen era una escala importante en las rutas del Océano Índico y las que conducían a la costa oriental de África, y a través de La Meca las caravanas alcanzaban los dominios de Bizancio. Por otra parte, en el sur de la península existieron entidades políticas desarrolladas, como el reino sabeo (siglos X-II a.C.), el reino mineo (XIII-VII a.C.) o el de Himyar (I a.C.-IV d.C.) que mantuvieron contactos con todas las culturas del mundo mediterráneo. Igualmente, el norte de la península arábiga siempre estuvo abierto a las influencias romano-bizantinas y persas, y el grado de penetración del cristianismo (en cualquiera de sus variantes) era muy alto entre las tribus semi-sedentarias norteñas.

En los siglos VI y VII las ciudades caravaneras como La Meca vieron aumentar su riqueza. Según Peter Brown, hacia el año 600 la oligarquía de mercaderes de La Meca había comenzado a invertir grandes sumas en el comercio directo con Siria meridional. Las caravanas contribuyeron a una inesperada expansión de la vida económica de Damasco, Bostra, Gerasa y Gaza. La creciente prosperidad de la sociedad mequí se tradujo en una gran efervescencia social fruto de la contraposición de los tradicionales valores beduinos con los nuevos enfoques de los grupos sociales enriquecidos por el comercio e influidos por las culturas foráneas. Si a este ambiente se sumaba la importancia que la Meca tenía como centro de peregrinación tradicional del paganismo arábigo y la presencia de grupos cristianos y judíos, es fácil hacerse una idea del ambiente en el que se produjo la predicación de un antiguo mercader del clan de los hachemíes, Muhammad, conocido en el mundo cristiano como Mahoma.

Nacido en torno al año 570, de Mahoma dice el catedrático de árabe Juan Vernet que: «(...) recibió instrucción religiosa de un rabino o de un sacerdote cristiano; que oyó predicar al obispo de Nachrán, Quss b. Saida; que oyó recitar las viejas leyendas persas mazdeistas, etc. Todo ello es posible, pero no está probado de manera irrefutable. También se alude -y más desde la aparición de los rollos del mar Muerto- a que tuvo contacto con restos de los antiguos esenios que, después de la catástrofe y hundimiento del mundo judío, se habrían refugiado en cavernas del norte de Arabia, en donde parece que aún perduraban en época del Qirquisaní (m.c. 925). En ese caso, la religión primitiva de los “hanifes”, la religión verdadera de Abrahám que él intentará y dirá restaurar, estaría vinculada con aquellos. Y que su “revelación” tuviera lugar en una caverna del monte Hira, cuando se le apareció el arcángel Gabriel mostrándole el texto íntegro del Corán y diciéndole “lee”, emparentaría el origen de su religión con las ideas de los hombres de Qumrám (...). Sea como fuere, hacia el 610, después de una crisis profunda y sincera, se cree llamado por Dios, el Dios único, que en lengua árabe se llama Alá (...)».

Tras diversos avatares, la nueva religión se impuso -con mayor o menor grado de convencimiento y sinceridad- entre las tribus árabes y comenzó a expandirse hacia el norte en el mismo momento en que la gran guerra entre Bizancio y los sasánidas llegaba a su clímax. La expansión islámica no encontró demasiados obstáculos; por el lado persa, los dominios de los árabes lakmíes (que protegían la frontera suroccidental del imperio sasánida) habían sido anexionados por los persas, con lo que -tras el desastre que supuso su derrota frente a Bizancio-, no sólo no había efectivos suficientes con los que cubrir esa zona fronteriza, sino que muchos de los antiguos aliados árabes de los persas se pasaron al lado musulmán, aportando, además de armas y bagajes, una inestimable experiencia militar.

Otro tanto cabe decir de lo ocurrido en la frontera bizantina: descuidados por las autoridades imperiales, los gasánidas ya no estaban en situación de defender la frontera con interés ni eficacia; y además de la falta de subsidios, estaba de hecho de que su adscripción monofisita era vista con desconfianza por el gobierno central. Sin embargo, parece que las primeras incursiones musulmanas en el sur de Palestina (año 629) no preocuparon en exceso a las autoridades locales o a las de Constantinopla: todo parecía indicar que se encontraban ante otro grupo de tribus que trataban de escapar de las estrecheces del desierto a la búsqueda de un futuro mejor bajo el paraguas del imperio; era lo mismo que habían hecho en su momento los tanuks, los salíes o los gasánidas y, al igual que estos, se consideraba que los nuevos inmigrantes pronto podrían ser asimilados como aliados de frontera. En cuanto a su credo, daba la impresión de tratarse de una herejía más del cristianismo. En todo caso, nada de lo que preocuparse.

Pero a la muerte de Mahoma en 632 surgieron luchas intestinas en el flamante estado islámico que casi pusieron en peligro su existencia. Tras restaurar el orden, el primer califa, Abu Bakr (632-634) comprendió que sólo una política belicista podría unificar a las díscolas tribus árabes. Por aquél entonces eran muchas las tribus cristianas, antes controladas por los imperios bizantino y persa, que se habían convertido en tributarias del nuevo estado islámico de grado o por la fuerza. Las crónicas musulmanas nos dan muchos de los nombres de los jefes de esas tribus: Yuhanna bin D'obah, Ukaidir bin Abdul, Azruh... Como en el caso de los lakmíes, los gasánidas que ahora engrosaban las filas de los ejércitos musulmanes aportaban una invalorable experiencia militar, un gran conocimiento del terreno y, sobre todo, de la estrategia militar del imperio y de sus debilidades, pues no en balde llevaban décadas combatiendo a su lado y habían estado presentes en la última gran campaña contra los persas. Además, según algunos estudiosos como Carole Hillenbrand o Geoffrey Regan, los árabes cristianos aportaron una idea nueva y revolucionaria nacida en el fervor religioso que acompañó a las campañas de Heraclio: la guerra santa o yihad, la idea del martirio en el campo de batalla como puerta para el Paraíso, concepto que, según estos especialistas, no existía en el mundo preislámico.

Pero los árabes musulmanes no precisaron del recurso a la yihad para hacerse con el control de Siria, Palestina y Egipto. Una vez que parte de las antiguas filarquías gasánidas pasaron a estar controladas por el estado islámico, el control efectivo del territorio sirio-palestino era suyo. Lo único que restaba era tomar las principales ciudades, en las que se concentraba el minoritario sector helénico de la población, y deshacerse del ejército de campaña bizantino. Los hechos se sucedieron a gran velocidad: en el año 635 Damasco capitulaba por primera vez y aunque fue brevemente recuperada por fuerzas imperiales, tras la derrota de Yarmuk (636) fue definitivamente conquistada, lo mismo que Jerusalén (638), Edesa (639) y Cesarea (640). Luego le tocó el turno a la alta Mesopotamia y a Armenia (642), al tiempo que se desarrollaba, desde 639, la campaña para la conquista de Egipto. Aquí, dada la importancia estratégica de esta provincia, la resistencia fue mayor, pero las disensiones bizantinas a la muerte de Heraclio (641) permitieron que Alejandría capitulara en el año 645. Mientras tanto, los ejércitos musulmanes conquistaban el debilitado imperio sasánida (637-651).

Sólo si se acepta la participación activa de gasánidas y lakmíes en la organización del ejército y en la dirección de las primeras campañas del califato, cobra sentido la repentina y sorprendente superioridad militar musulmana frente a bizantinos y persas. Por sí mismas, por muchos camellos que tuviesen y por mucho entusiasmo religioso que pusiesen en el empeño, las abigarradas milicias tribales beduinas de las que se valió Mahoma en sus primeras campañas arábigas nunca habrían podido derrotar a las experimentadas, profesionalizadas y bien organizadas huestes bizantinas, recién salidas de la larga y victoriosa guerra contra los sasánidas. Las tribus del interior de Arabia carecían de una estructura militar evolucionada, de una doctrina táctica y estratégica digna de tal nombre, de técnicas avanzadas de asedio..., en suma, de todo lo que configura una fuerza militar eficiente. Quizás habrían podido ganar alguna batalla, pero jamás una guerra, y menos hacerse con el control de un territorio tan amplio.

Sólo los gasánidas y los lakmíes, modelados según las tradiciones militares de Bizancio y Persia, estaban en posesión de una sólida infraestructura sobre el terreno (fuertes, depósitos, pozos, puestos de vigilancia, etc.), tenían experiencia en conflictos recientes, estaban bien equipados y organizados y podían por ello ofrecer un dispositivo militar en el que encuadrar a las belicosas tribus árabes. Esto no era ninguna novedad: tanto nabateos como palmirenos habían organizado sus ejércitos sobre la base de un núcleo relativamente pequeño de tropas bien entrenadas y equipadas (clibanarios, catafractos, arqueros a caballo, infantería pesada) apoyado en amplios contingentes tribales que aportaban la infantería y caballería (o camellería) ligeras. Durante el tiempo que sirvieron a Bizancio, y más tarde a los primeros califas, los gasánidas hicieron otro tanto.

La batalla de Yarmuk

Así pues, cuando el ejército de campaña bizantino -formado por griegos, sirios, mesopotámicos y armenios, según la descripción que de la batalla nos hace el cronista árabe al-Baladhuri (siglo IX)- se alineó frente a los musulmanes en Yarmuk el 20 de agosto de 636, no tenía enfrente una masa desordenada de fanatizados guerreros beduinos, sino una hueste organizada, al mando de oficiales y generales que pocos años antes habían combatido a su lado en tierras persas. Esta vez, la suerte les fue desfavorable a los bizantinos.

¿Qué es lo que sabemos de cierto sobre la batalla de Yarmuk? En realidad, poca cosa. Según la crónica de al-Baladhuri, el jefe de los árabes aliados de Bizancio en Yarmuk era Jabalah ibn-al-Aiham al-Ghassani y el total de las tropas romanas ascendía a 200.000; por el contrario, en el lado musulmán, las tropas apenas sumaban 24.000 hombres comandados por Abu 'Ubaidah bin Jarrah. Los primeros compases de la batalla habrían sido favorables a los romanos, pero las cosas cambiaron y la derrota imperial fue clamorosa; según esta crónica, en Yarmuk los bizantinos habrían sufrido nada menos que 70.000 muertos.

Otra fuente árabe, Crónicas de los profetas y de los reyes, de Tabari (839-923), nos dice que los musulmanes eran 36.000 bajo el mando del general Jalid, mientras que del lado romano serían 250.000 hombres los desplegados por Heraclio. Pero nada más iniciada la batalla, hubo una deserción en el bando bizantino:

«Dajaradja, general de Heraclio, salió de las filas y gritó: "¿Dónde está Jalid?". Y al verle preguntó: "¿En qué consiste vuestra religión?". Jalid le expuso los dogmas del Islam, después de lo cual Dajaradja se convirtió a la religión musulmana. Su deserción desmoralizó a los romanos. Jalid se abatió sobre ellos con todas sus tropas y los romanos, en vez de hacerles frente, iniciaron la huida. Los musulmanes los hicieron trizas (...). 120.000 enemigos encontraron la muerte. Los musulmanes tuvieron 3.000 muertos».

Tanto en lo relativo a la batalla de Yarmuk como en todo lo que concierne a los orígenes del Islam y a su expansión en el siglo VII, los historiadores se enfrentan a un grave problema: la ausencia de fuentes contemporáneas. La vida de Mahoma, como la de Jesús, nos ha llegado por fuentes indirectas (el Corán, que no tuvo una versión escrita definitiva hasta mediados del siglo VII) y las primeras campañas de conquista de los ejércitos musulmanes carecieron de un Amiano Marcelino, de un Procopio o de un Eginardo que fuese testigo de los hechos y que tuviese acceso a los principales protagonistas. Todas las crónicas musulmanas sobre las que se basa la mayor parte de nuestro conocimiento de esos acontecimientos fueron escritas en la segunda mitad del siglo IX o incluso más tarde. Las fantasiosas crónicas árabes a las que hemos hecho referencia aquí son, en opinión de muchos especialistas, meros intentos de poner orden en una masa de tradiciones sobre la conquista de Siria y Palestina muchas veces contradictorias. Es por eso que no pueden ser tomadas como relatos verídicos, sino simplemente orientativos, por mucho que se empeñen en lo contrario algunos de los más enloquecidos representantes del islamismo moderno. Del lado bizantino, aunque hay algunas fuentes del siglo VII, las crónicas más valiosas son tardías (la Crónica de Teófanes es del siglo IX) y en cuanto a las fuentes sasánidas, no ha llegado nada hasta nosotros.

¿Cuántos hombres combatieron en Yarmuk, quiénes eran, cómo se desarrolló la batalla? A la luz de lo que acabamos de decir, no tenemos respuestas determinantes. Desde luego, el ejército de campaña bizantino estaba formado por muchos menos de los 250.000 hombres que dice Tabari, pero sin duda también por menos de los 80.000 efectivos que apuntan otras fuentes y seguramente menos de los 50.000 hombres que también se manejan habitualmente en los manuales. En esa época, cifras de tal magnitud sólo se pusieron sobre el campo de batalla -y con gran esfuerzo- en situaciones muy excepcionales, como las campañas persas de Heraclio. Lo más probable es que las tropas bizantinas en Yarmuk no sumasen más de 15.000 ó 20.000 efectivos (según propone Walter E. Kaegi), cifra más que suficiente para afrontar una campaña militar con garantías de éxito. Por lo que respecta al ejército musulmán, quizás no estuviese compuesto por más de 10.000 o 15.000 hombres, no muchos más de los que el reino de Palmira en el siglo III d.C. o el de los gasánidas en el siglo VI podían movilizar. La gran mayoría serían efectivos tribales, pero el núcleo lo formarían los árabes gasánidas o quizás otros contingentes equipados y entrenados según su modelo.

Por supuesto, siempre es posible y legítimo sostener otras teorías diferentes de la aquí expuesta, e incluso remitirse a la tradicional narración de los hechos. La cuestión es si esas tradiciones o esas teorías alternativas explican de forma convincente y coherente lo ocurrido en los campos de batalla de Siria y Palestina en la década del 630 d.C. A los meros efectos de comparación, reproduzco a continuación unas líneas extraídas del volumen nº 18 (titulado Nacimiento y expansión del Islam) de la colección Historia de la Humanidad. La autora del texto es Paulina López Pita, profesora titular del Departamento de Historia Medieval, Moderna y Ciencias Historiográficas de la Facultad de Geografía e Historia de la UNED:

«(...) También hay que tener en cuenta la superioridad militar de los invasores, que disfrutaban de gran movilidad merced a un armamento ligero formado por sables, arcos y lanzas, mientras sus enemigos se veían paralizados por pesados equipos. Además, su dominio de las rutas ancestrales les permitió colocar campamentos en lugares estratégicos. A sus éxitos también contribuyeron la capacidad directiva de algunos califas que contaron con jefes militares brillantes, así como el sentimiento religioso árabe (...)»

¿Los bizantinos trastocados en pesados caballeros medievales que no conocían las virtudes de la infantería y caballería ligeras y del arco compuesto? Cuando menos, una afirmación discutible, a la luz de lo que sabemos sobre la organización y equipamiento de los ejércitos bizantinos en los siglos VI y VII. ¿Rutas ancestrales desconocidas para los romanos, después de siete siglos de dominio? ¿Sólo los árabes estaban poseídos por un profundo sentimiento religioso? ¿Dónde había ido a parar, pues, la motivación religiosa que estimulase a los soldados de Bizancio en las recientes campañas persas? ¿Jefes militares brillantes que aprendieron su oficio asaltando caravanas en el desierto y masacrando tribus judías en la Arabia profunda de los gloriosos días de Mahoma?
 

CONCLUSIONES

Voy a tratar de resumir a continuación, y en unos pocos puntos, todo lo expuesto en las páginas precedentes, de forma que podamos tener una visión de conjunto:

  • De ninguna manera puede sostenerse que los árabes musulmanes que se hicieron con el control de Siria y Palestina en el siglo VII d.C. fueran unos bárbaros invasores que cayeron sobre las helenizadas provincias levantinas bizantinas. Presentes desde tiempos inmemoriales, ya como comerciantes, ya como caravaneros, ya como soldados o monjes, los árabes eran un elemento más de la compleja sociedad multirracial del Próximo Oriente. Pertenecían al mismo tronco étnico y cultural semita que la gran mayoría de la población sirio-palestina, lo que facilitó sobremanera la arabización e islamización de esas tierras. La realidad es que para un campesino de habla siríaca era más fácil llegar a dominar, o al menos entender, el árabe que el griego (del mismo modo que para un castellano-hablante es más fácil entender el catalán que el euskera).
  • Igualmente, la similitud cultural favoreció la rápida expansión del Islam, al principio considerada como una de tantas herejías cristianas. Muy importante en esta rápida implantación fue también la simplicidad del credo musulmán, religión que sólo exige de sus seguidores una declaración de fe (No hay más dios que Dios y Mahoma es su profeta), el cumplimiento de una serie de fórmulas rituales de oración y unos sencillos mandamientos (limosna, peregrinación a La Meca, cumplimiento con las oraciones diarias, etc.), todo ello muy alejado de las complicaciones teológicas (Trinidad, discusiones sobre la naturaleza de Cristo, etc.) del cristianismo.
  • Además, la idea de una umma o comunidad de creyentes cuyo máximo representante, el califa, centralizaba los máximos poderes políticos, militares y religiosos, encajaba como un guante en la mentalidad de la época, en la que un individuo se definía por su pertenencia a una comunidad religiosa, no a un estado. Es por ello que también los cristianos y los judíos aceptaron a los nuevos dominadores sin mayores problemas. Además, los musulmanes fueron lo suficientemente inteligentes para ofrecer unos pactos de capitulación muy favorables, una fiscalidad soportable y una tolerancia religiosa desconocida en el mundo cristiano.
  • El griego y la cultura helénicas eran minoritarios, circunscribiéndose a las élites políticas, religiosas y económicas de las ciudades. Las epidemias y las guerras debilitaron aún más a la minoría grecoparlante, pero durante los primeros tiempos del califato omeya, que se configuró administrativa y militarmente sobre los modelos bizantinos, los elementos helenizados de la sociedad prestaron grandes servicios a los nuevos señores y el griego convivió con el árabe durante un tiempo como idioma administrativo.
  • Militarmente, los árabes jugaron un papel destacado dentro de la estrategia defensiva romano-bizantina desde la misma constitución del imperio. Los gasánidas fueron el último y más desarrollado eslabón de esa cadena, y su experiencia militar fue fundamental para la posterior conquista musulmana, último y afortunado intento de constituir un poder semita en tierras del Próximo Oriente.

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