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Carminum

Horacio

Horacio

(65 a.C.-8 a.C.)

Poeta lírico y satírico romano, autor de obras maestras de la edad de oro de la literatura latina. Quinto Horacio Flaco nació en diciembre del año 65 a.C., hijo de un liberto, en Venusia (hoy Venosa Apulia, Italia). Estudió en Roma y Atenas filosofía griega y poesía en la Academia. Fue nombrado tribuno militar por Marco Junio Bruto, uno de los asesinos de Julio César. Luchó en el lado del ejército republicano que cayó derrotado por Marco Antonio y Octavio (después Augusto) en Filipos. Gracias a una amnistía general volvió a Roma y rechazó el cargo de secretario personal de Augusto para dedicarse a escribir poesía. Cuando el poeta laureado Virgilio conoció sus poemas, hacia el año 38 a.C., le presentó al estadista Cayo Mecenas, un patrocinador de las artes y amigo de Octavio, que le introdujo en los círculos literarios y políticos de Roma, y en 33 a.C. le entregó una propiedad en las colinas de Sabina donde se retiró a escribir y pensar. Horacio, uno de los grandes poetas de Roma, escribió obras de cuatro tipos: sátiras, épodos, odas y epístolas. Sus Sátiras abordan cuestiones éticas como el poder destructor de la ambición, la estupidez de los extremismos y la codicia por la riqueza o la posición social. El Libro I (35 a.C.) y el Libro II (30 a.C.) de las Sátiras, ambos escritos en hexámetros, eran una imitación del satírico Lucilio. Las diez sátiras del Libro I y las ocho del Libro II están atemperadas por la tolerancia. Aunque los Épodos aparecieron también el 30 a.C., se escribieron con anterioridad, ya que reclaman con pasión el fin de la guerra civil, que terminó con la victoria de Octavio sobre Antonio en Actium en el año 31 a.C., y critican mordazmente los abusos sociales. Los 17 poemas cortos en dísticos yámbicos de los Épodos constituyen adaptaciones del estilo lírico griego creado por el poeta Arquiloco. La poesía más importante de Horacio se encuentra en las Odas, Libros I, II y III (23 a.C.), adaptadas —y algunas, imitaciones directas— de los poetas Anacreonte, Alceo y Safo. En ellas pone de manifiesto su herencia de la poesía lírica griega y predica la paz, el patriotismo, el amor, la amistad, el vino, los placeres del campo y la sencillez

Estas obras no eran totalmente políticas y de hecho incorporan bastante mitología griega y romana. Se nota la influencia de Píndaro y son famosas por su ritmo, ironía y refinamiento Fueron muy imitadas por poetas renacentistas europeos. Hacia el año 20 a.C. Horacio publicó el Libro I de sus Epístolas, veinte cartas cortas personales en versos hexámetros en las que expone sus observaciones sobre la sociedad, la literatura y la filosofía con su lógica del "punto medio", a favor de doctrinas como el epicureísmo, pero siempre abogando por la moderación, incluso en lo referente a la virtud. Para entonces su reputación era tal que, a la muerte de su amigo Virgilio el año 19 a.C., le sucedió como poeta laureado. Dos años después volvió a escribir poesía lírica cuando Augusto le encargó el himno Carmen saeculare para los juegos seculares de Roma. Las fechas de sus últimas obras, las Epístolas, Libro II; las Odas, Libro IV; y la Epístola a los Pisos, más conocida como Ars poetica, son inciertas. Las dos cartas que aparecen en el Libro II son discusiones literarias. Ars poetica, su obra más larga, ensalza a los maestros griegos, explica la dificultad y seriedad del arte de la poesía y proporciona consejos técnicos a los poetas aspirantes. Horacio murió en Roma el 27 de noviembre del año 8 a.C.

 

Carminum I, 3 (El viaje de Virgilio)

Que la poderosa diosa de

Chipre

y los hermanos de Helena,

lucientes astros,

y el padre de los vientos te

guíen,

y sople el Yápige favorable,

oh nave que me debes a

Virgilio, a ti confiado.

Te ruego que lo restituyas

incó1ume

a las regiones Áticas

y conserves así la mitad de mi

alma.

De roble y triple acero

estaba rodeado el pecho

de quien atravesó por vez

primera

el piélago cruel en frágil

balsa,

y no temió los ímpetus del

Ábrego

en lucha con los Aquilones,

ni a las Híades tristes,

ni la rabia del Noto,

dueño absoluto del Adriático

que a su gusto levanta o

apacigua las olas.

¿Qué cercanía de la muerte

infundió miedo

a aquel que con los ojos

secos

vio los monstruos nadando,

el mar airado y los infames

arrecifes de Acroceraunia?

En vano un dios prudente

separó la tierra del insociable

Océano,

si es que naves impías

surcan prohibidas aguas.

Audaz en perpetrarlo todo,

la raza humana se precipita

por el abismo de lo sacrílego;

audaz, el linaje de Jápeto

trajo el fuego a los hombres,

valiéndose de engaños;

y, tras el fuego, arrebatado

de la mansión celeste,

la palidez y una cohorte

nueva

de fiebres invadieron la tierra,

y la necesidad de morir,

tardía en otras épocas,

adelantó su paso y su

llegada;

Dédalo atravesó el éter vacío

con alas no otorgadas al

hombre;

un trabajo de Hércules

traspasó el Aqueronte:

nada imposible hay para los

mortales.

En nuestra estupidez,

ambicionamos el propio cielo,

y, por culpa de nuestros

crímenes,

no dejamos que Júpiter

deponga

sus rayos iracundos.

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Carminum I, 11

(«Carpe diem»)

No pretendas saber, pues no

está permitido,

el fin que a mí y a ti,

Leucónoe,

nos tienen asignados los

dioses,

ni consultes los números

Babilónicos.

Mejor será aceptar lo que

venga,

ya sean muchos los inviernos

que Júpiter

te conceda, o sea éste el

último,

el que ahora hace que el mar

Tirreno

rompa contra los opuestos

cantiles.

No seas loca, filtra tus vinos

y adapta al breve espacio de

tu vida

una esperanza larga.

Mientras hablamos, huye el

tiempo envidioso.

Vive el dia de hoy. Captúralo.

No fíes del incierto mañana.

Carminum I, 14 (La

nave del estado)

¿Te llevarán al mar, oh nave,

nuevas olas?

¿Qué haces? ¡Ay! No te

alejes del puerto.

¿No ves cómo tus flancos

están faltos de remos

y, hendido el mástil por el

raudo Ábrego,

tus antenas se quejan, y a

duras penas

puede aguantar tu quilla sin

los cables

al cada vez más agitado mar?

No tienes vela sana, ni dioses

a quienes invocar en tu

auxilio,

y ello por más que seas pino

del Ponto,

hijo de noble selva, y te jactes

de un linaje y de un nombre

inútil.

Nada confía el marinero, a la

hora del miedo,

en las pintadas popas.

Mantente en guardia,

si es que no quieres ser

juguete del viento.

Tú, que fuiste inquietudes

para mí

y eres ahora deseo y cuidado

no leve,

evita el mar, el mar que baña

las Cícladas brillantes.

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Carminum I, 23 (A Cloe)

Me evitas, Cloe, como el cervatillo

que por desviados montes busca

a su asustada madre, no sin vano

temor del aire y del follaje.

Si se agitan al viento las hojas del espino

si los verdes lagartos hacen que cobren

vida las zarzas, siente miedo,

su corazón tiembla, y sus rodillas.

Y, sin embargo, yo no te persigo,

como un tigre feroz o un león Gétulo,

para hacerte pedazos. Sólo quiero

que dejes de seguir a tu madre,

pues tienes edad ya de seguir a tu esposo.

Carminum I, 30 (A Venus)

Oh Venus, reina de Gnido y Pafos,

abandona tu Chipre tan querida

y acude a la adornada estancia

de Glícera, la que te invoca

con numeroso incienso.

Venga contigo el Niño ardiente

y las Gracias de talles desceñidos;

vengan las Ninfas y la Juventud,

que sin ti a nadie atrae;

venga Mercurio.

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Carminum I, 35 (A la Fortuna)

Oh diosa, tú que riges la grata

Ancio

y eres capaz, con tu

presencia, de elevar

a un mortal del peldaño más

bajo

o trocar en exequias las

soberbias victorias.

A ti acude, con solícito ruego,

el pobre labrador; a ti, del mar

señora,

acude todo aquel que en nave

Bitinia

surca las ondas del mar

Carpático.

Te teme a ti el áspero Dacio y

los Escitas nómadas

las ciudades te temen, y las

razas, y el fiero Lacio,

y las madres de los reyes

bárbaros,

y los tiranos revestidos de

púrpura,

no sea que con pie injurioso

derribes la columna firme

o que una muchedumbre

inmensa

llame a las armas, a las

armas

al resto de los ciudadanos

y destruya su imperio.

La cruel Necesidad siempre

te precede,

llevando en su indomable

mano

gruesos clavos y cuñas;

no falta el garfio riguroso

ni el líquido plomo.

Te protege la Esperanza,

y la rara Lealtad,

cubierta con un velo blanco,

no rehúsa tu compañía

cuando tú, en ropa fúnebre,

abandonas las casas

poderosas.

Pero el vulgo desleal y la

ramera

perjura retroceden; secas

las ánforas, huyen los amigos

falaces para no compartir el

yugo.

Consérvanos a César, que va

a partir

contra los últimos del orbe,

los Britanos, y al enjambre

reciente

de jóvenes que ha de infundir

terror

a los pueblos de Oriente y al

rojo Océano.

¡Ay, ay! Nos avergüenzan

las cicatrices y los crímenes

fratricidas.

¡Siglo cruel! ¿Ante qué hemos

retrocedido?

¿Qué ley divina hemos

respetado?

¿Cuándo la juventud contuvo

la mano por temor a los

dioses?

¿Qué altares respetó?

¡Ojalá temples sobre un

yunque nuevo

nuestro mellado hierro

contra los Masagetas y los

Árabes!

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Carminum I, 38 (A su esclavo)

Odio, niño, la pompa Persa.

No me gustan esas coronas

tejidas con las hojas del tilo.

Deja de perseguir el lugar

donde aún florece la rosa tardía.

Solícito, procuro que nada añadas

al sencillo mirto. El mirto

te está bien a ti, que me sirves,

y a mí, que estoy bebiendo

al pie de la delgada vid.

Carminum II, 3 (A Delio)

Acuérdate de conservar una mente tranquila

en la adversidad, y en la buena fortuna

abstente de una alegría ostentosa,

Delio, pues tienes que morir,

y ello aunque hayas vivido triste en todo momento

o aunque, tumbado en retirada hierba,

los días de fiesta, hayas disfrutado

de las mejores cosechas de Falerno.

¿Por qué al enorme pino y al plateado álamo

les gusta unir la hospitalaria sombra

de sus ramas? ¿Por qué la linfa fugitiva

se esfuerza en deslizarse por sinuoso arroyo?

Manda traer aquí vinos, perfumes y rosas

—esas flores tan efímeras—, mientras

tus bienes y tu edad y los negros hilos

de las tres Hermanas te lo permitan.

Te irás del soto que compraste, y de la casa,

y de la quinta que baña el rojo Tiber;

te irás, y un heredero poseerá

las riquezas que amontonaste.

Que seas rico y descendiente del venerable

Ínaco nada importa, o que vivas

a la intemperie, pobre y de ínfimo linaje:

serás víctima de Orco inmisericorde.

Todos terminaremos en el mismo lugar.

La urna da vueltas para todos.

Más tarde o más temprano ha de salir

la suerte que nos embarcará

rumbo al eterno exilio.

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Carminum II, 10 (A Licinio)

Más rectamente vivirás, Licinio,

si no navegas siempre por alta mar,

ni, mientras cauto temes las tormentas,

costeas el abrupto litoral.

Todo el que ama una áurea medianía

carece, libre de temor, de la miseria

de un techo vulgar; carece también,

sobrio, de un palacio envidiable.

Con más violencia azota el viento

los pinos de mayor tamaño,

y las torres más altas caen

con mayor caída, y los rayos

hieren las cumbres de los montes.

Espera en la adversidad, y en la

felicidad otra suerte teme,

el pecho bien dispuesto.

Es Júpiter quien trae

los helados inviernos,

y es él quien los aleja.

No porque hoy vayan mal las cosas

sucederá así siempre:

Apolo a veces hace despertar

con su cítara a la callada Musa;

no está siempre tensando el arco.

Muéstrate fuerte y animoso

en los aprietos y estrecheces;

y, de igual modo, cuando un viento

demasiado propicio hincha tus velas,

recógelas prudentemente.

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Carminum II, 14 (A Póstumo)

¡Ay, ay, Póstumo, Póstumo,

fugaces se deslizan los años

y la piedad no detendrá

las arrugas, ni la inminente vejez,

ni la indómita muerte!

No, amigo, ni aunque inmolases cada día

trescientos toros al inexorable Plutón,

el que retiene al tres veces enorme

Gerión y a Ticio en las tristes aguas

que habremos de surcar todos cuantos

nos alimentamos de los frutos de la tierra,

seamos reyes o pobres campesinos.

Vano será que nos abstengamos

del cruento Marte y de las rotas

olas del ronco Adriático

vano que en los otoños hurtemos

los cuerpos al dañino Austro.

Hemos de ver el negro Cocito

que vaga con corriente lánguida,

y la infame raza de Dánao,

y al Eólida Sísifo, condenado

a eterno tormento.

Habremos de dejar tierra y casa

y dulce esposa; y de todos estos

árboles que cultivas ninguno,

salvo los odiosos cipreses,

te seguirá a ti, su dueño efímero;

y un sucesor más digno que tú

consumirá el Cécubo que guardaste

con cien llaves y teñirá

las losas con el soberbio vino,

el mejor en las cenas de los pontífices.

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Carminum II, 17 (A Mecenas)

¿Por qué me quitas la vida con tus quejas?

Ni a los dioses es grato, ni a mí,

que mueras antes, Mecenas, tú,

pilar mío, toda mi gloria.

¡Ah! Si una fuerza prematura

te arrebatase a ti, la mitad de mi alma,

¿a qué esperaría yo, la otra,

no tan querida e incompleta superviviente?

Ese día traería la ruina a ambos.

Pero no será vano mi juramento:

iremos, iremos, dondequiera que vayas,

compañeros dispuestos a hacer juntos

la última jornada.

Ni el aliento de la ígnea Quimera,

ni, si resucitare, el centímano Gias,

me arrancaría nunca de ti:

así lo acordaron

Justicia poderosa y las Parcas.

Nacido bajo Libra

o bajo el formidable Escorpión,

el más violento signo en la hora natal,

o bajo Capricornio, tirano

de la onda Hespérica,

tus astros y los míos se corresponden

de manera increíble.

A ti la luminosa tutela de Júpiter

te libró del impío Saturno

y retardó las alas del Destino veloz

cuando el pueblo, reunido,

tres veces te aplaudió con alegría;

y a mí un tronco me hubiera

aplastado el cerebro, si Fauno,

custodio de los hombres de Mercurio

no hubiese aligerado con su diestra el golpe.

Acuérdate de ofrecerle víctimas

y del templo que prometiste;

yo inmolaré en su honor una humilde cordera.

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Carminum III, 1 (A sí mismo)

Odio al vulgo profano y lo

rechazo.

Tened las lenguas: sacerdote

de las Musas,

voy a cantar versos jamás

oídos antes

a los niños y a las doncellas.

A sus propios rebaños rigen

temibles reyes, y a ellos los

gobierna

Júpiter, famoso por su triunfo

Giganteo,

el que lo mueve todo con su

ceño.

Sucede que un hombre alinea

en los surcos

mayor número de árboles que

otro hombre;

éste, de más noble linaje,

baja

al Campo a competir; aquél,

mejor por sus costumbres y

su fama

rivaliza con él; otro tiene

mayor

cantidad de clientes.

Con justa ley, Necesidad

sortea a los notables y a los

ínfimos:

una amplia urna mueve todo

nombre.

Aquel sobre cuya impía

cabeza

pende desnuda espada

no encuentra dulce el sabor

de los festines Sículos

ni el canto de las aves y de la

cítara

le devuelven el sueño. Ese

sueño

apacible que, en cambio, no

desdeña

la casa humilde del

campesino,

ni la umbrosa ribera,

ni Tempe, el valle oreado por

los Céfiros.

Al que desea sólo lo

suficiente

no lo seduce el mar

tumultuoso,

ni el ímpetu cruel de Arturo al

ponerse,

ni el nacimiento de las

Cabrillas,

las viñas azotadas por el

granizo

o una finca mendaz, ya

culpen sus plantíos

a las aguas, a las estrellas

que abrasan los campos

o a los inclementes inviernos.

Sienten los peces reducido el

mar

por las moles lanzadas a sus

aguas,

pues allí van a parar las

piedras

que sin cesar arrojan el

empresario con sus obreros

y el señor harto ya de tierra.

Mas Temor y Amenazas

suben adonde está el señor,

y la negra Inquietud no se

separa

de su trirreme guarnecida de

bronce

y cabalga tras él, jinete.

Y, si ni el mármol Frigio,

ni el uso de la púrpura más

brillante que un astro,

ni la viña Falerna,

ni el costo Aquemenio

alivian el dolor del que sufre,

¿por qué voy a construir un

atrio grandioso

con puertas envidiables,

según el nuevo estilo?

¿Por qué voy a cambiar

mi valle de Sabina

por riquezas tan pesarosas?

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Carminum III, 9 (A Lilia)

«Mientras que te agradaba

y ningún otro joven preferido

rodeaba con sus brazos

tu blanco cuello,

florecí más feliz que el rey de los Persas.»

«Mientras no ardiste más por otra,

y no venía Lidia después de Cloe,

yo, Lidia, la de nombre famoso,

florecí más brillante que la Romana Ilia.»

«En mí ahora reina la Tracia Cloe

que sabe dulces ritmos y es diestra con la cítara.

No temería yo morir por ella,

si el Hado respetase su vida.»

«A mí me abrasa con mutua llama

Calais, el hijo de Órnito de Turio.

Por él consentiría yo morir dos veces

si el Hado respetase la vida del muchacho.»

«¿Y qué si vuelve el antiguo amor

y junta a los distantes con férreo yugo?

¿Y si despido a la rubia Cloe

y abro la puerta a Lidia desdeñada?»

«Aunque él es más hermoso que una estrella

y tú más voluble que el corcho

y más irascible que el impetuoso Adriático

contigo querría vivir, contigo moriría gustosa.»

Carminum III, 13 (A la fuente de Bandusia)

¡Oh fuente de Bandusia, más clara que el cristal,

digna del dulce vino puro! Mañana, y no sin flores,

te inmolaré un cabrito, cuya frente, ya hinchada

de sus primeros cuernos, busca amor y pelea.

En vano, pues tus frescas aguas teñirá con su sangre roja

este retoño de la alegre cabra.

No es capaz de alcanzarte la hora implacable

de la ardiente Canícula; tú ofreces

un frescor amable a los bueyes cansados

de arar y a la manada errática.

Te contarás entre las fuentes célebres,

pues he cantado el roble que se yergue

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sobre tus peñas huecas, de donde

brotan tus linfas parlanchinas.

Carminum III, 21 (A una ánfora)

¡Oh nacida conmigo, siendo cónsul Manlio!,

ya contengas lamentos o juegos,

ya disputas y locos amores

o sueño confortable, piadosa arcilla

que custodias un excelente Másico

y eres digna de ser sacada en un día grande,

baja—Corvino te lo manda—

a derramar tus lánguidos vinos.

Él, aunque está empapado de discursos Socráticos,

no te despreciará. Se dice que también

Catón el Viejo templaba su virtud con vino.

Tú aplicas un tormento blando

al carácter que es de ordinario duro;

tú descubres, de acuerdo con el burlón Lieo,

las dudas y secretos pensamientos de los sabios.

Tú vuelves la esperanza a las mentes inquietas

y añades fuerzas y valor al pobre,

que, contigo, no teme las coléricas tiaras

de los reyes ni las armas de los soldados.

A ti Líber y Venus—si nos es propicia—

y las Gracias, indolentes a la hora

de desatar sus nudos, y las brillantes lámparas

te harán durar hasta que el regreso de Febo

ahuyente las estrellas.

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Carminum III, 25 (A Baco)

¿Adónde, Baco, me arrebatas, lleno de ti?

¿A qué bosques, a qué cavernas

soy arrastrado velozmente por una mente nueva?

¿En qué antro seré oído

meditando introducir la gloria eterna

del egregio César en los astros y en la asamblea

de Júpiter? Cantaré lo insigne, lo nuevo,

lo que ninguna boca ha cantado.

No de otro modo que la insomne Bacante

se queda atónita mirando desde la cumbre el Hebro,

la Tracia blanca por la nieve

y el Ródope hollado por pie bárbaro:

así a mí me complace, extraviado,

admirar las riberas y los bosques desiertos.

¡Oh señor poderoso de las Náyades

y de las Bacantes capaces de derribar

los elevados fresnos con las manos!

Nada pequeño, ni en tono humilde,

nada mortal celebraré. Dulce peligro

es, oh Leneo, seguir al dios que ciñe sus sienes

con verde pámpano.

Carminum III, 30 (A Melpómene)

Terminé un monumento más perenne que el bronce

y más alto que las regias Pirámides

al que ni la voraz lluvia ni el impotente Aquilón

podrán destruir, ni la innumerable

sucesión de los años, ni la huida de los tiempos.

No moriré del todo: una gran parte de mí

se salvará de Libitina. Creceré en los que vengan

tras de mí con gloria siempre nueva,

mientras suba el pontífice al Capitolio

junto a la virgen silenciosa.

Se dirá de mí, allí donde el violento

Aufido fluye ruidosamente y donde

Dauno, pobre de agua, reinó

sobre silvestres pueblos,

que, aunque de humilde cuna, fui capaz

el primero de trasladar la lira Eolia

a metros Itálicos. Toma, Melpómene,

para ti la gloria ganada por mis méritos,

que yo sólo quiero que ciñas de buen grado

mi cabellera con laurel Délfico.

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Carminum IV, 1 (Venus tardía)

¿Mueves de nuevo guerras, Venus

después de paz tan prolongada?

Déjame, te lo ruego, te lo ruego.

Ya no soy como era bajo el reinado

de la buena Cinara. Cesa, madre cruel

de los dulces Cupidos, de ablandar

con tu suave imperio a un hombre endurecido

de cerca de diez lustros. Vete

adonde te llaman los tiernos ruegos

de los jóvenes. Más a tono será que,

en alas de purpúreos cisnes,

te llegues a la casa de Paulo Máximo,

si buscas abrasar un corazón idóneo;

pues él es noble, bello y elocuente

en favor de los nerviosos reos,

joven de mil habilidades,

y llevará muy lejos las enseñas de tu milicia.

Y, si alguna vez es más fuerte

que el pródigo rival y puede reírse

de sus regalos, cerca de los lagos

Albanos, te erigirá una estatua de mármol

bajo un techo de limonero.

Aspirarás allí mucho incienso,

y te deleitarán liras y flautas Berecintias

con sus sones mezclados, y la siringa.

Allí, dos veces en el día, niños

y tiernas vírgenes, alabando

tu divinidad, golpearán tres veces

el suelo con blanco pie,

según el rito Salio.

A mí ya no me agradan mujer ni niño,

ni crédula esperanza de amor mutuo,

ni disputar por vino, ni ceñir

mis sienes con las flores nuevas.

Pero, ¡ay!, ¿por qué, por qué, Ligurino,

corre una lágrima furtiva por mis mejillas?

¿Por qué un poco elegante silencio

paraliza mi lengua y mi elocuencia?

En mis nocturnos sueños imagino

que te tengo, que te persigo a ti,

que vuelas por la hierba del campo Marcio,

que te persigo a ti, cruel, por el agua inconstante.

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Carminum IV, 3 (El don de la Musa)

A aquel a quien miraste, Melpómene, al nacer,

con ojos apacibles no lo ensalzará púgil

el esfuerzo en el Istmo, ni un fogoso caballo

lo conducirá vencedor en carro de Acaya,

ni la guerra, caudillo adornado con hojas

de Delos, lo presentará al Capitolio

por haber aplastado hinchadas jactancias de reyes;

antes bien, las aguas que bañan la fértil Tíbur

y las tupidas cabelleras de los bosques

lo harán célebre en el canto Eolio.

El pueblo de Roma, la primera de las ciudades,

juzga digno situarme entre los coros amables de sus poetas,

y ya me muerde menos el envidioso diente.

¡Oh Piéride, que templas el dulce ruido de mi lira de oro!

¡Oh tú, que, si quisieras, darías la armonía del cisne

a los peces mudos! Todo es regalo tuyo

si me señala el dedo de los que pasan

como cultivador de la Romana cítara.

Mi inspiración y mi buena fama, si es que la tengo,

son sólo tuyas.

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Carminum IV, 7 (A Torcuato)

Han huido las nieves y ya vuelve

el verdor a los campos, el follaje

a los árboles. Muda la tierra su destino

y los ríos decrecen y fluyen por sus cauces.

La Gracia, con las Ninfas y sus hermanas gemelas

se atreve a dirigir desnuda los coros.

«No esperes lo inmortal», te avisan el año

y la hora que arrebata el día nutricio.

Los Céfiros mitigan el frío. El verano,

que ha de morir también, arrolla a la primavera.

En cuanto el fructífero otoño

haya derramado sus frutos,

volverá al punto el estéril invierno.

No obstante, las veloces lunas

reparan los daños celestes.

Pero nosotros, cuando caemos

donde cayeran el piadoso Eneas,

el rico Tulo y Anco,

somos polvo y sombra tan sólo.

¿Quién sabe si los dioses del cielo añadirán,

a la suma de nuestros días hoy,

el día de mañana?

Todo lo que hayas dado con ánimo amistoso

escapará a las manos ávidas del heredero.

Una vez hayas muerto y haya dictado Minos

sobre ti solemne sentencia,

Torcuato,

no te devolverán a la vida ni tu linaje,

ni tu elocuencia ni tu piedad.

Ni la propia Diana puede librar al púdico Hipólito

de las tinieblas infernales,

ni Teseo puede arrancar de las cadenas Leteas

a su querido Pirítoo.

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Carminum IV, 10 (A Ligurino)

¡Oh tú, hasta ahora cruel, en medio del poder

que los dones de Venus te otorgan!

Cuando un invierno inesperado llegue

sobre tu orgullo, y caigan esos rizos

que ahora revolotean sobre tus hombros;

cuando se apague ese color,

más encendido que el de la rosa roja,

y se vuelva áspera la cara de Ligurino,

dirás todas las veces que lo veas,

al otro, en el espejo:

«¡Ay! Mi espíritu de hoy,

¿por qué no me animó cuando era niño?

O ¿por qué no regresan aquellas tiernas

mejillas a este nuevo corazón mío?»