LAS PÓNTICAS

OVIDIO

LIBRO PRIMERO

EPÍSTOLA I

A BRUTO

Nasón, antiguo habitante de la tierra de Tomos, te envía esta obra desde el litoral Gético. Si el ocio te lo consiente, ¡oh Bruto!, concede hospitalidad a sus libros extranjeros y dales un asilo en cualquier parte. No se atreven a presentarse en los monu­mentos públicos por miedo a que el nombre del autor les prohíba la entrada. ¡Ah, cuántas veces ex­clamé!: «Puesto que no enseñáis nada vergonzoso, marchad; los castos versos tienen acceso en aquel sitio» Sin embargo, no se atreven a tanto; y como tú mismo lo ves, se juzgan más seguros refugiándose bajo un techo privado. Me preguntas que dónde los podrás colocar sin ofensa de nadie. En el sitio de El Arte de amar, que ahora se halla vacío. Sorprendido de la novedad, acaso vuelvas a interrogarme qué motivo los lleva a tu casa. Recíbelos tales como se presentan, pues no tratan del amor. Aunque el título no anuncie temas dolorosos, verás que son tan tris­tes como aquellos que les han precedido. El fondo es el mismo, con título diferente, y cada epístola in­dica sin ocultarlo el nombre de aquel a quien se diri­ge. Esto, sin duda, te desagrada; mas no tienes derecho a prohibírmelo, y el obsequio de mi Musa llega a visitarte contra tu voluntad. Valgan lo que valieren, júntalos con mis obras; nadie impide a los hijos de un desterrado gozar la residencia de Roma sin quebranto de las leyes. Desecha el temor; los es­critos de Antonio son leídos, y los del sabio Bruto andan en todas las manos. No estoy tan loco que me equipare a estos ilustres varones; pero jamás empuñé las crueles armas contra los dioses, y tampoco ninguno de mis poemas deja de rendir a César los honores que él mismo no desea que se le tribu­ten.

Si recelas acoger mi persona, acoge las alabanzas de los dioses y recibe mis versos borrando el nom­bre del autor. El pacífico ramo de oliva nos defien­de en los combates, ¿y no ha de servirnos de nada invocar el nombre del pacificador? Cuando Enejas conducía sobre los hombros la carga de su padre, dícese que las mismas llamas abrieron al héroe libre pasaje. Mi libro conduce al nieto de Encas, ¿y no hallará desembarazados los caminos? Augusto es el padre de la patria, Aquiles lo fue sólo de Eneas. ¿Quién será tan audaz que rechace de sus umbrales al egipcio que agita el sistro resonante? Cuando el que empuña el clarín celebra a la madre de los dio­ses con su retorcido instrumento, ¿quién le negará un pequeño óbolo? Sabemos que el culto de Diana no prescribe las ofrendas; pero al adivino nunca le faltan los medios, de vivir. Los mismos dioses mue­ven nuestros corazones, y no es vergonzoso obede­cer a tal credulidad. Yo, en vez del sistro y la flauta de Frigia, llevo el santo nombre del descendiente de Julo; yo enseño y profetizo: abrid paso al portador de cosas sagradas; no lo exijo por mí, sino por un dios poderoso. Porque sentí la ira del príncipe o por haberla merecido, no vayáis a creer que rechazo la veneración que le debo. Yo he visto sentado ante el fuego de Isis a un sacrílego que confesaba haber ul­trajado su numen, y a otro que por delito semejante quedó reducido a la ceguera, le oí gritar en medio de las calles que merecía tal castigo. Los númenes ce­lestes oyen con placer tales confesiones y las miran como testimonios evidentes de su divino poder; y a veces alivia n las penas de los culpables y les vuelven el tesoro de la vista si los creen sinceramente arre­pentidos de su culpa. ¡Ah!, yo me arrepiento, si me­recen fe las palabras de un desdichado; yo me arrepiento, y el recuerdo de mi falta constituye mi suplicio. El dolor de mi delito es más grande que el de mi destierro, y menos doloroso sufrir la condena que haberla merecido.

Aunque me favorezcan los dioses, y entre ellos el más visible a los ojos de los mortales, tal vez me libren de la pena, nunca del remordimiento de mi culpa. Cuando me llegue la última hora pondrá tér­mino a mi destierro; pero la muerte no borrará la mancha de mi pecado. Nada tiene de extraño que mi alma, transida de dolor, se derrita como el agua en que se deshace la nieve. Como la oculta carcoma roe la madera de la vieja nave; como las salobres olas socavan los peñascos opuestos a su furor, y la áspera herrumbre desgasta el hierro abandonado, y como la polilla devora las páginas del libro que se guarda, así mi pecho se consume en honda tristeza que nunca tendrá fin. Antes me abandonará la vida que estos remordimientos, y mi dolor acabará des­pués del que lo padece. Si los dioses árbitros de la humana suerte dan crédito a mis palabras, tal vez me juzguen digno de algún consuelo y me trasladen a lugar donde me vea seguro de los arcos de los Es­citas; cometería una imprudencia si llevase más lejos mis súplicas.

II


A MÁXIMO

Máximo, digno del nombre ilustre que enalteces, igualando con la nobleza del ánimo tu linaje esclare­cido; tú, que no hubieses visto la luz si el día en que cayeron los trescientos Fabios no perdonara a uno de ellos, acaso me preguntes de dónde viene esta epístola, y quieras saber quién te la dirige. ¡Ay de mí!, ¿qué haré? Recelo que leyendo mi nombre te disgustes y leas el resto con displicencia. Si alguien viera esta epístola, ¿me atreveré a confesar que yo te la he escrito y que he vertido lágrimas sobre mi propio infortunio? Que la vea; me atreveré a confe­sar que la escribí para darte cuenta del modo que expío mi culpa. Declaro que me hice reo de más du­ro castigo; pero ya no podría sufrirlo más riguroso. Vivo.

Rodeado de enemigos y en medio de los peli­gros, como si al perder la patria hubiese perdido mi tranquilidad. Estas gentes, a fin de causar heridas doblemente mortales, mojan todos sus dardos en la hiel de las víboras, y provistos con ellos, cabalgan los jinetes ante nuestros muros espantados, a la ma­nera que el lobo da vueltas en torno del redil. Una vez que tienden el arco, con el nervio de un caballo por cuerda, ésta permanece tirante sin aflojarse ja­más, Las casas se ven erizadas de flechas cual un campamento, y los sólidos cerrojos de las puertas apenas, resisten el empuje de las armas. Añádase el aspecto del país, sin árboles ni verdor, donde el in­vierno sucede inmediato al invierno transcurrido, y ya es el cuarto que me fatiga luchando contra el frío, las saetas y la crueldad del destino. Mis lágrimas sólo cesan cuando pierdo el sentido, y caigo en tal pos­tración, que se asemeja a la muerte. ¡Dichosa Nío­be, que al ver la muerte de sus hijos perdió el sentimiento de su dolor, convirtiéndose en una ro­ca, y vosotras también felices las que al clamar por Faetón os visteis de pronto convertidas en álamos, y desgraciado de mí que no consigo transformarme en árbol y pretendo en vano convertirme en roca! Aunque la misma Medusa se ofreciese de súbito a mis ojos, la misma Medusa sería incapaz de petrifi­carme. Vivo condenado a sentir sin descanso la amargura de mi situación, y la lentitud de las horas agrava mis penas. Así las destrozadas entrañas de Ticio vuelven a renacer y no perecen jamás, para que sufra eternamente. Cuando me rindo al sueño, descanso y general medicina de cuitas, confiado en que la noche me libre de dolores incesantes, los sueños me aterran reproduciéndome desgracias ver­daderas, y los sentidos vigilan y se gozan en ator­mentarme. Ya me figuro que hurto el cuerpo a las flechas de los Sármatas, o que entrego al hierro duro las cautivas manos; y si me engaña la imagen de un sueño delicioso, contemplo mi casa de Roma aban­donada, donde charlo largamente con vosotros, amigos que tanto me estimáis, o con la esposa que­rida de mi corazón, y apenas he saboreado un placer fugitivo e imaginario, la dicha momentánea viene a recrudecer mis males presentes; y ya el día ilumine esta miserable cabeza, ya galope en los caballos de la noche que trae las heladas, mi pecho, quebrantado por incesantes golpes, se deshace como la cera re­ciente se liquida al contacto del fuego.

A veces llamo a la muerte, y al mismo tiempo le suplico que me perdone por no dejar mis restos se­pultados en el suelo de los Sármatas. Cuando pienso en la inagotable clemencia de Augusto, creo que podría dar a los náufragos playas menos salvajes; pero cuando pienso en la tenacidad del destino que me persigue, caigo en el abatimiento, y mis leves es­peranzas se desvanecen, vencidas por el temor. Sin embargo, no espero ni solicito otra merced que vivir desgraciado, mudando el lugar de mi destierro. 0 nada vales, o esto es lo único que tu amistad pudiera solicitar en mi favor sin compromiso de tu crédito. Máximo, gloria de la elocuencia romana, toma a tu cargo el patrimonio de mi difícil causa; es mala, lo confieso, pero tu defensa la hará buena. Pronuncia algunas palabras de piedad en pro del mísero deste­rrado. César ignora, aunque un dios todo lo sabe, qué vida paso en estos remotos confines del mun­do. La carga abrumadora del Imperio descansa so­bre sus hombres, y todavía el peso es menor que la grandeza de su ánimo celestial. No tiene tiempo de inquirir en qué región está situada Tomos, ciudad apenas conocida de los Getas, sus vecinos, o lo que hacen los Sármatas, los crueles Jacigas, y la tierra Táurica, tan cara a la Diana de Orestes, y esos otros pueblos que apenas el invierno hiela la corriente del Íster lanzan sus corceles por la endurecida superficie del río.

La mayoría de sus habitantes ni se cuidan de ti, poderosa Roma, ni temen las armas del guerrero de Ausonia; sus arcos, sus aljabas llenas de flechas, y sus caballos, que resisten las más largas caminatas, son los fiadores de su audacia; han aprendido a so­portar largo tiempo el hambre y la sed, y saben que el enemigo que les acose no encontrará en sus tie­rras ningún manantial. La cólera de un dios cle­mente no me hubiera desterrado a estas regiones a serle mejor conocidas. No se goza en que opriman los enemigos ni a mí ni a ningún otro romano, y menos a mí, a quien acordó la gracia de la vida. Pu­do y no quiso perderme con un signo de rigor; ¿hay necesidad de que los Getas se conjuren en mi ruina? No encontró nada en mis actos que mereciese la muerte, y hoy puede hallarse menos irritado conmi­go que ayer.

Aun entonces hizo sólo aquello a que le obligó mi culpa, y acaso su indignación fuese más templada de lo que yo merecía. Hagan los dioses, de todos los cuales es el más benigno, que en el orbe no nazca alma de la grandeza de César; que el fardo de los públicos negocios repose años y años sobre sus hombros, y pase luego a las manos de sus descen­dientes. Y tú, en presencia de juez tan poco riguro­so, como ya he tenido ocasión de experimentarlo, alza la voz que ha de secar mis lágrimas; no le rue­gues que yo viva bien, sino mal y seguro, y que mi destierro se halle lejos de tan cruel enemigo para que la vida que me concedieron los propios dioses no me sea arrebatada por el desnudo acero de un Geta repulsivo; y, en fin, que después de muerto, mis despojos yazgan en lugar más pacífico y no se sientan oprimidos por la tierra de Escitia; que el casco del caballo tracio no profane mis cenizas mal inhumadas, como suelen quedar las de un desterra­do; y si tras la muerte nos queda algo de sentido, que la sombra de un Sármata nunca venga a espan­tar mis Manes.

Oyendo estos ruegos pudiera conmoverse el ánimo de César, sobre todo, Máximo, si movían antes el tuyo. Esa voz, que tantas veces ha sido la salvación de los reos atribulados, te suplico que se esfuerce por ganar en mi defensa los oídos de César, deslizando en el pecho del que ha de igualar a los dioses la dulce persuasión que mana de tu docta lengua. No vas a rogar a Teromedón, el crudo Atreo, ni al que ofrecía cuerpos humanos como pasto a sus caballos, sino a un príncipe lento en castigar y pronto en el premio, que se apena viéndo­se obligado al empleo de la severidad, que vence en todas las empresas y sabe perdonar a los vencidos, que ha cerrado por siempre las puertas de la discor­dia civil, que reprime los delitos muchas veces por el miedo del castigo, Pocas por el castigo mismo, y raras veces, y a su pesar, lanza el rayo de su mano. Así, pues, te encargo defender mi causa ante prínci­pe tan indulgente; impetra que señale el lugar de mi destierro más cerca de la patria.

Yo soy aquel buen amigo que en los días de fiesta solías sentar a la mesa entre tus comensales; yo soy el que celebró tu himeneo a la luz de las an­torchas, cantando versos dignos de tu fausto enlace. Recuerdo que solías ensalzar mis libros, excepto aquellos que perdieron a su autor, y que te dignabas alguna vez leerme los tuyos, que oía con admira­ción. Soy aquel a quien disteis una esposa de vuestra familia. Marcia la considera, la ama desde su tierna infancia, y siempre la ha contado en el número de sus amigas. Antes mereció igual distinción de una tía de César: mujer apreciada por tales personas, es virtuosa de veras; alabada por ellas, la misma Clau­dia, superior a su reputación, no hubiese necesitado la ayuda divina. Yo asimismo viví sin tacha los pri­meros años; sólo los últimos reclaman el olvido. No quiero abogar por mí, mas os importa el cuidado de mi esposa, y no podéis rehusarlo sin eclipsar vuestro honor. Vedla, recurre a vosotros, se abraza a vues­tras aras; todos acuden con razón a los dioses que reverencian, y llorando os piden que ablandéis al César con vuestras preces, para que descansen más cerca de ella las cenizas de su esposo.

III

Rufino, tu amigo Nasón, si un desgraciado pue­de serlo de alguien, te saluda en la epístola que te envía. Los últimos consuelos que de ti recibió mi alma abatida, alientan la esperanza del remedio de mis males. Como el héroe hijo de Peán sintió cal­marse dolor de su herida gracias al saber de Macaón en el arte médica, así yo, presa del abatimiento y víctima de herida más grave, comencé a fortalecer­me con tus consejos, y cuando ya desesperaba del todo, tus palabras me restituyeron la salud, como un vino fortificante restaura el pulso desfallecido. Pero la fuerza de tu elocuencia no ha sido tan arrebatado­ra que haya sanado radicalmente mi dolencia, Por mucho que agotes el abismo de mis hondas triste­zas, no conseguirás que su número disminuya. Aca­so después de mucho tiempo, la cicatriz llegue a cerrarse: las heridas recientes se irritan contra la ma­no que se dispone a su curación. No siempre de­pende del médico el alivio del enfermo; el mal es a veces más fuerte que los recursos de la ciencia. ¿Ves cómo la sangre, que arroja un pulmón deshecho conduce por camino seguro a las riberas de la Esti­gia? Aunque el mismo Dios de Epidauro venga con sus hierbas sagradas, no dará ningún remedio a las penas del corazón. La Medicina no sabe curar los dolores de la gota, y es incapaz de salvar al hidrófo­bo; en ocasiones la tristeza repele todos los esfuer­zos del arte, o si es curable, confía en el transcurso del tiempo. Cuando tus preceptos fortalecían mi es­píritu decaído, que se pertrechó con las armas que le ofrecía tu noble aliento, de nuevo el amor de la pa­tria, más poderoso que todas tus razones, deshizo en un instante el efecto de tus escritos, y ya me lla­mes piadoso, ya débil como una mujer, te confieso que mi corazón se enternece demasiado en la des-ventura. Nadie pone en duda la sabiduría del rey de Ítaca, cedió, sin embargo, al ardiente deseo de ver el humo de sus patrios hogares. No sé qué hechizo tiene la tierra natal, que nos encadena e impide que la olvidemos jamás. ¿Qué pueblo más hermoso que Roma, y cuál país más aborrecible que las riberas de Escitia? Pues bien: el bárbaro huye de aquella ciu­dad, por correr a esta su tierra. Aunque a la hija de Pandión le vaya bien en su jaula, desea a todas horas volver a la selva. Los toros van tras los pastos de los montes que les son conocidos; los leones a pesar de su fiereza se esconden en sus antros, ¿y tú confías endulzar con palabras consoladoras el tormento del destierro que me llena de angustia? Haced, amigos míos, que yo no os ame tanto, y será menos intenso el dolor de haberos perdido.

Viéndome arrojado de la patria donde vi la luz, tal vez me cupo en suerte vivir en país tolerable por el trato de mis semejantes; mas no, yazgo proscrito en los últimos confines del mundo, cubierto por eterno manto de nieve. Aquí el campo ni produce frutos, ni sazona las dulces uvas, ni las riberas se adornan con los sauces, ni los robles crecen en los montes. El mar no merece mayores alabanzas que la tierra; las olas, que el sol nunca visita, amenazan siempre, removidas por la impetuosidad de los vientos. Adondequiera que vuelvas los ojos, hallarás campos sin labriegos y vastas llanuras que a nadie pertenecen. El enemigo nos sobresalta con sus ata­ques a izquierda y derecha; vecindad incómoda que asusta por entrambas fronteras. De una parte nos amenazan las picas de los Bistonios, de otra los dar-dos que vibra la mano del Sármata: ahora relátame los ejemplos de los antiguos varones que supieron soportar con fortaleza el ostracismo. Admira la magnánima entereza de Rutilio, que rehusó el permiso de volver a la patria. Vivía relegado en Esmir­na, no en la tierra enemiga del Ponto; y Esmirna es, sin duda, preferible a cualquier otra población. El cínico de Sínope no se dolía de su extrañamiento, porque te escogió, comarca Ática, Como lugar de su retiro. El hijo de Neocles, que destruyó con las armas el ejército persa, pasó su primer destierro en la ciudad de Argos. Arístides, expulsado de Atenas, huyó a Lacedemonia, y era muy discutible cuál de las dos ciudades aventajaba a la otra. Después de cometer un homicidio el joven Patroclo, abandonó a Oponte y fue huésped de Aquiles en Tesalia. Echado de Hemonia, detúvose al borde de la fuente Pirene el héroe que en su sagrada nave recorría las playas de la Cólquida. Cadmo, el hijo de Agenor, abandonó los muros de Sidón para edificar su ciu­dad en sitio más venturoso. Tideo, fugitivo de Cali­dón, acogióse cerca de Adrasto, y Teucer halló grato asilo en una tierra querida de Venus. ¿A qué recor­dar los antiguos romanos, entre los cuales Tíbur se consideraba como el último confín de la tierra? Aunque enumerase todos los casos, en ninguna época se señaló a nadie lugar tan horrible y lejano de la patria, Perdone, tu saber las quejas de un do­liente, en quien producen tan poco efecto tus pala­bras consoladoras; no niego, empero, que si mis males tuviesen cura, ésta se lograría por la virtud de tus consejos; mas temo que trabajas en balde por mi salvación, y; que, enfermo irremisiblemente perdido, resulten ineficaces tus remedios. No hablo así por­que sepa más que vosotros, sino porque me conoz­co mejor que mis médicos, y a pesar de esto, confieso que he recibido como un don inestimable el testimonio de tu buena voluntad, o, aplaudo la intención que revela.

IV


A SU ESPOSA

Ya el transcurso de la edad cubre de canas mi cabeza y las arrugas de la vejez surcan mi rostro; y languidecen el vigor y las fuerzas en mi cuerpo que­brantado, y no siento placer en los juegos que di­vertían mis mocedades. Sí de súbito me presentase a tu vista, no acertarías a reconocerme: tal me han pa­rado los estragos del tiempo.

Reconozco que estas son las consecuencias de la edad, bien que existen Otras causas: la ansiedad del alma Y los continuos sufrimientos. Si mis años se contasen por el número de mis males, créeme, sería más vicio que Néstor el de Pilos. ¿No ves cómo el campo de duras glebas quebranta la robustez de los bueyes? Y ¿qué animal resiste lo que el buey? La tie­rra que no huelga en barbecho, agotada por la pro­ducción, llega a la esterilidad, y sucumbe el corcel que toma parte sin descanso en las carreras del cir­co. Por fuerte que sea, el mar destrozará la llave que nunca reposó en seco apartada de las olas. Una serie interminable de penas debilita mi aliento y me en­vejece antes de tiempo. El ocio tonifica el cuerpo y es también alimento del alma, y un inmódico tra­bajo destruye al uno y a la, otra. Recuerda cómo por haber arribado el hijo de Esón a estas comarcas, consiguió las alabanzas de la remota posteridad, y sus trabajos fueron menos duros y penosos que los míos, si el nombre del héroe, no ahoga la voz de la verdad. Él vino al Ponto enviado por Pelias, cuyo poder apenas se extendía a los límites de Tesalia, y a mí me desterró la cólera del César, cuya autoridad temen las tierras del Ocaso y la Aurora. Hemonia se halla más próxima que Roma a las siniestras riberas del Ponto, y se arriesgó en navegación menos pro­longada que la mía. Él tuvo por compañeros los principales Aqueos, y mis amigos me abandonaron al partir para el destierro. Nosotros surcamos en frágil leño la vasta llanura, y el vástago de Esón na­vegaba en una nave excelente. Yo no llevaba un Ti­fis por piloto, ni un hijo de Agenor me enseñaba qué rutas debía seguir o evitar. El viajaba escudado por la protección de Palas y la augusta Juno, y nin­gún numen se dignó defender mi cabeza, él fue se­cundado por las intrigas de una inclinación secreta, que ojalá el Amor no hubiese aprendido en mis en­señanzas; él volvió a su casa, y yo moriré en estas tierras, si persiste la cólera del dios a quien he ofen­dido.

Esposa fidelísima, mi carga es harto más pesada que la del hijo de Esón. Tú también, que aun eras joven cuando abandoné la ciudad, habrás envejeci­do con el pesar que te produce mi ausencia. ¡Ah! Permitan los dioses que pueda contemplarte tal co­mo eres, estampar tiernos ósculos en tus mejillas desfiguradas, y oprimir en mis brazos tu débil cuer­po, exclamando: «Lo que sufrió por mí lo ha vuelto tan escuálido», y con las lágrimas de mis ojos mez­cladas a las tuyas, narrarte mis trabajos, y entrete­nerme en coloquios inesperados, y en reconocimiento ofrecer por mi mallo a César y la esposa digna de su tálamo, el incienso que merecen como dioses verdaderos. Así la madre de Memnón por su boca de rosa me anuncie cuanto antes el día en que se aplaque el enojo de César.

V


A MÁXIMO

Aquel Ovidio que en mejores días no se estima­ba el último de tus amigos, te suplica, Máximo, que leas sus, renglones; no pretendas atisbar en ellos rasgos de ingenio, como si estuvieses ignorante de su destierro. Advierte que la inacción enerva el cuerpo perezoso, y se corrompen las aguas estanca­das del pantano; así, yo mismo, si tenía alguna habi­lidad en componer versos, la he debilitado y perdido a consecuencia de la desidia. Créeme, Máximo, estas líneas que repasas las escribe a su pesar mi mano, casi obligado por la coacción. No se deleita mi alma en lucha con cien tantos sinsabores, y la Musa que invoco no desciende al país de los crueles Getas. Ya tú lo notas: me violento al componer los versos, que me salen tan forzados como mi duro destino. Cuando los vuelvo a leer me sonrojo de haberlos escrito; yo que los compuse los considero dignos de borrarse, y no por eso los sujeto a la corrección: es faena más pesada que la de escribirlos, y mi espíritu enfermo no soporta tan dura labor. ¿Será este el momento de emplear una lima rigurosa, y someter cada voz a un examen severo? ¿Aun me atormenta poco la fortuna porque el Nilo no se precipita en el Ebro ni el Athos traslada sus bosques a los Alpes? Es necesario perdonar a un corazón atravesado por dardo cruel; los bueyes rehúsan doblar el cuello al yugo que los oprime.

Mas pienso que he de recoger el fruto en justa recompensa de mi labor, y que el campo me devol­verá la simiente con usura. Recuerda todas mis obras; hasta aquí ninguna me fue de provecho, y ojalá ninguna me hubiese sido perjudicial. ¿A qué, pues, escribir? ¿Te admiras? Yo también me extra­ño, y me pregunto cien veces: ¿Qué fruto sacarás? Acaso el pueblo no desbarra al negar el seso a los poetas, y mi vida es la mejor prueba de semejante opinión; frustrado tantas veces por la esterilidad del campo, insisto en arrojar la semilla en suelo ingrato. Cierto que cada cual se apasiona por sus estudios, y se recrea consagrando el tiempo al arte que cultiva. El gladiador herido jura no volver al combate, y más tarde toma las armas olvidando la antigua herida. El náufrago sostiene que no luchará segunda vez con las olas, y luego hiende con el remo el agua en que se ahogaba. Así yo maldigo a todas horas mis inúti­les afanes, y enseguida me vuelvo a las diosas que no quisiera adorar. ¿Qué haré mejor? Aborrezco la torpe indolencia, y considero la ociosidad semejante a la muerte. No me place amodorrarme con repeti­dos tragos hasta la madrugada, y las gratas impre­siones del juego tienen poco influjo sobre mí. Después de dar al sueño la parte de noche que pide el descanso del cuerpo, ¿de qué modo pasaré las largas horas del día? ¿Aprenderé a manejar el arco de los Sármatas, olvidado de las costumbres patrias, y me dejaré arrastrar por las artes de este país? ¡Ah! Las fuerzas no me permiten entregarme a tal ejerci­cio, el temple de mi alma supera a mi débil constitu­ción. Indaga bien mis quehaceres; sólo me ocupo en faenas que no reportan utilidad alguna; con ellas consigo el olvido de mi desventura, y bástame que el campo produzca tan buena mies. Que la gloria os estimule; entretened las vigilias con el coro de las Piérides para que se aplaudan los poemas que reci­téis. Yo me contento con escribir lo que no me cuesta ningún esfuerzo, y no veo razón que me in­duzca a un continuo trabajo. ¿A qué pulir mis frases con nimio rigor? ¿Voy a temer que no agraden a los Getas? Acaso desbarre mi presunción, pero me en­vanezco de que el Íster no admira ingenio mayor que el mío: en estos campos donde he de resbalar mi vida, me basta ser un poeta entre los inhumanos Getas. ¿De qué me serviría perseguir la fama en otras esferas? Sea Roma para mí el sitio que la fata­lidad me ha señalado. Mi Musa infeliz se satisface con este teatro; tal lo merecí, tal lo quisieron los númenes poderosos. Por otra parte, desconfío que mis libros, desde estas riberas, arriben al lugar adonde el Bóreas llega con alas fatigadas. El cielo nos separa; la Osa, alejada de la ciudad de Quirino, contempla de cerca a los vellosos Getas. Difícil me es creer que por tantas tierras y tantos mares hallen pasaje los frutos de mis veladas. Imagínate que se leen y, lo que es admirable, que llegan a deleitar: este éxito no servirá seguramente de ayuda al autor. ¿Qué te importa ser alabado en la cálida Siena, o donde las olas del mar índico ciñen a la isla Trapo­bana? Subamos a más altura. Si te ensalza el coro de las Pléyadas, tan distantes de nuestro planeta, ¿qué ventajas reportarás? ¡Ay! No consigo arribar con mis mediocres poemas a la ciudad donde vives; m¡ nombre ha abandonado a Roma conmigo. Voso­tros, para quienes dejé de existir el día que sepulté mi fama en la tumba, sin duda que al presente ya no os ocupáis de mí muerte.

VI

A GRECINO

Cuando supiste mi desgracia hallándote en tierra extranjera, dime, ¿se entristeció tu corazón? En va-no lo disimularás, en vano temerás confesarlo; si te conozco bien, Grecino: te afligiste de veras. No cabe en tus dulces costumbres una dureza repulsiva, que desdice por completo de tus estudios preferen­tes. Las artes liberales a que te entregas con tanto ardor suavizan los afectos ahuyentando la rudeza, y ninguno les consagra devoción tan apasionada, siempre que te lo consienten los afanes y obligacio­nes de la guerra. Yo, en verdad, apenas pude darme cuenta de mí desgracia; permanecí largo tiempo atónito y falto de sentido, y estimé como la mayor desventura verme privado de tu amistad, que me hubiera servido de eficacísimo auxilio. Contigo me faltaban los consuelos que requería mi mente turba­da, y aun la mejor parte de mi alma y mi razón. Mas ahora sólo me queda rogarte que me favorezcas, aunque te halles lejos, y aminores con tus consejos la pesadumbre de mi ánimo.

Si en algo crees la veracidad de tu amigo, le juz­garás más insensato que culpable. No es cosa de le­ve importancia ni segura escribir sobre el origen de mi falta; mis heridas se recrudecen al ser tocadas. Cesa de rogarme te manifieste de qué modo las he recibido; no las irrites si quieres que se cierren. Sea lo que fuere, mi punible acción debe reputarse una falta, no un crimen. ¿Por ventura se ha de juzgar crimen cualquier ofensa hecha a los dioses? Así, Grecino, no he perdido del todo la esperanza de ver un día conmutada mi sentencia. La esperanza fue la única divinidad que permaneció en el mundo cuan­do todos los númenes abandonaban la tierra malva­da. Ella alienta a vivir al esclavo cargado de hierro, soñando que un día sus pies se verán libres de cade­nas; ella incita al náufrago, aunque no vea tierra por parte alguna, a mover los brazos en medio de las olas. Los médicos expertos desahucian mil veces al enfermo, que no, pierde la esperanza ni en el mo­mento en que la sangre cesa de circular por sus arte­rias. Los encerrados en un calabozo dícese que con­fían en su salvación, y algunos pendientes de la cruz no dejan de hacer votos. Esta diosa impidió que realizaran sus funestos propósitos muchos desespe­rados que se echaron un lazo al cuello, y ésta misma detuvo mi resuelta mano, cuando intenté con el ace­ro poner fin a mis dolores. «¿Qué haces? -me dijo -. No hay necesidad de sangre, sino de lágrimas, que templan en muchas ocasiones la cólera del príncipe. Así, reconociéndome indigno del perdón, fundo mis esperanzas en la bondad de este dios. Suplícale, Grecino, que no se me muestre inexorable, y ayuda con tu elocuencia la realización de mis votos. Muera sepultado en las arenas de Tomos, si dudo un ins­tante de los tuyos en mi favor. Primero comenzarán las palomas a no frecuentar las torres, las fieras los antros, las ovejas los prados y el cuervo marino las olas, que Grecino corresponda mal a mi antigua amistad: no todo lo han trastornado mis aciagos destinos.

VII


A MESALINO

Esta carta que substituye a la viva voz, te la di­rijo, Mesalino, interesándome por tu salud desde el país de los crueles Getas. ¿Conoces al autor por el lugar? ¿Será preciso que leas mi nombre para saber que te la escribe Nasón? ¿Cuál otro de tus amigos yace relegado a los extremos confines del orbe, ex­cepto el que te suplica que le cuentes siempre en el número, de los tuyos? Que los dioses preserven a cuantos te aman y veneran de conocer las gentes de esta nación. Basta con que yo solo viva entre los hielos y las flechas de los Escitas, si merece llamarse vida tal género de muerte; que a mí solo fatigue este país con la guerra, el cielo con sus rigores, el Geta feroz con las armas y el invierno con sus hielos; que yo solo habite una tierra que no produce frutos ni racimos, y en la que el enemigo nunca se cansa de amenazar por todas partes. Viva feliz el grupo nu­meroso de tus amigos, entre quienes, como en me­dio de la turba, ocupaba yo un lugar insignificante. Desgraciado de mí si te ofenden estas palabras y niegas haberme contado un día en el círculo de los tuyos. Cuando, ello no fuese verdad, deberías per­donar mi mentira; pues mi vanagloria en nada per­judica tu fama. ¿Quién no se envanece de ser amigo de los Césares a poco que los conozca? Perdóname la audacia que confieso, tú serás para mí el César. Mas no penetro a la fuerza en los sitios que se me prohíben, y me doy por satisfecho con que declares que siempre me abriste tu puerta. Cuando entre los dos no existiese otro lazo mayor, a lo menos antes contabas una voz más que acudía a saludarte. Nunca renegó de mi amistad tu padre, que me alentó en mis estudios, que fue mi antorcha y guía, y a quien rendí como último honor el tributo de mis lágrimas en la hora de su muerte, y de mis versos recitados en el foro. Me consta, además, que tu hermano siente por ti un amor que no cede al de los hijos de Atreo y Tíndaris, y nunca ha desdeñado mi compa­ñía ni mi amistad, porque comprende sin duda que no han de serle dañosas. De lo contrario, confesaría que sobre este punto no dije verdad, prefiriendo que vuestra casa estuviese para mí herméticamente ce­rrada; mas no se me puede cerrar, no hay poder humano capaz de impedir que un amigo se extravíe, aunque todos saben que nunca he sido un criminal, y quisiera que mi error se pudiese negar igualmente. Si mi culpa no fuera en parte excusable, la pena del extrañamiento me parecería harto leve; pero el mismo César, a cuya penetración nada se escapa, vio que mi delito era sólo una imprudencia, y la perdonó tanto como lo permitía mi error y lo con­sintieron las circunstancias; usó con moderación de sus rayos, no me quitó la vida, ni la esperanza de regresar a la patria, si vuestras preces consiguen calmar su cólera. Gravísima fue mi caída, ¿qué tiene de extraño? El mortal anonadado por los rayos de Jove, no recibe daños de poca monta. Aun preten­diendo reprimir su brío, los dardos que lanzaba Aquiles producían horrorosas heridas. Así, pues, siéndome favorable la sentencia del juez, no hay motivos para que tu puerta deje de reconocerme. Confieso que mis atenciones no llegaron hasta don-de debían; pero esto, a mi parecer, fue obra del des­tino. Sin embargo, nunca hubo persona a quien más honrase, y ya en tu casa, ya en la de tu hermano, go­cé la protección de vuestros Lares. Tu fraternal pie-dad es tan grande, que sin rendirte mis homenajes, por ser el amigo de tu hermano, ya tengo derecho sobre ti. Si el reconocimiento debe acompañar siempre a los beneficios, ¿no convendría a tu fortu­na merecerlo? Si me concedes persuadirte acerca de lo que has de pedir, suplica a los dioses lo que pue­den dar mejor que vender. Esto es lo que haces, y, si mal no recuerdo, solías obligar a muchos con tus relevantes servicios. ¡Mesalino, dame cualquiera pla­za en el número de los tuyos, con tal que no me mi­res como extraño en tu casa; y si no te conduele que Ovidio padezca los males que mereció, duélete al menos de que los haya merecido.

VIII


A SEVERO

¡Oh, Severo, que dominas la mejor parte de mi alma!, recibe el testimonio de afecto que te envía tu querido Nasón. No me preguntes lo que hago; si te lo contase todo, llorarías; basta que conozcas el re­sumen de mis tristezas. Vivo sin conocer un mo­mento de paz, en continuos rebatos y luchas mortíferas, que promueve el Geta provisto de su carcaj. De tantos como residen fuera de la patria, yo solo soy soldado y desterrado: todos los demás, y no los envidio, reposan seguros. Para que te dignes leer con indulgencia mis libros, ten presente que sus versos se han compuesto en los preparativos del combate. Cerca de las riberas del Íster, conocido por dos nombres, álzase una antigua ciudad casi inexpugnable por sus muros y excelente situación. A creer las historias de sus habitantes, el caspiano Egi­gso la fundó y le dio su propio nombre. El Geta fe­roz, después de acuchillar a los Odrisios por sorpresa, se apoderó de ella, Y sostuvo la guerra con el rey. Éste, fiel a la memoria, de su alta nobleza que acreditaba con el valor, lanzóse al campo rodeado de innumerables guerreros, y no se retiró hasta que con la muerte merecida de los culpables, llevando al extremo la venganza, é mismo incurrió en la nota de culpable. ¡Oh, rey valentísimo de nuestra época!, ojalá tu mano gloriosa empuñe siempre el cetro, y lo que vale más, ¿podría descarte gloria mayor?, ojalá recibas el aplauso de la belicosa Roma y de su excelso César. Vuelvo al punto de partida. Me quejo, ca­rísimo amigo, de que el estrépito de las armas venga a acrecentar mis dolores. Cuatro veces el otoño ha visto, surgir las Pléyadas, desde que carezco de vuestra compañía sepultado en estas riberas infer­nales. No vayas a creer que Ovidio suspira por las diversiones de la vida romana, y, no obstante, las echa de menos con pesar.

Pues ya, dulces amigos, os hacéis presentes a mi memoria, ya pienso en mi hija y mi cara esposa, y después me imagino que salgo de casa y paseo por los sitios más hermosos de la ciudad, y los recorro todos con los ojos del pensamiento y visito las pla­zas, los palacios y los teatros revestidos de mármol,

o los pórticos de suelo igualado y el césped del campo de Marte, desde donde se contemplan jardi­nes, deleitosos, y los estanques y las aguas de Euripo y la fuente Virginal. ¿Por ventura, al arrebatarse a este mísero los placeres de Roma, se le permite go­zar de otra campiña cualquiera? Mi ánimo no se obstina en apetecer los campos perdidos, o los sembrados fértiles de la comarca de los Pelignos, ni los jardines plantados en las colinas que sombrean los pinos, y se descubren en el punto donde la vía Clodia se junta con la Flaminia, jardines que yo mismo cultivé sin saber para quién, y a los que solía, no me avergüenza confesarlo, conducir las aguas de la próxima fuente. Si existen todavía, allá se yerguen árboles en otros tiempos por mí plantados, pero cu­yos frutos no ha de recoger mi mano.

Ojalá me fuera dado reemplazar su pérdida cul­tivando aquí un huertecillo que entretuviese mi des­tierro. Yo mismo, si pudiera, apoyado en mi báculo, llevaría a pacer las ovejas y las cabras que trepan por las rocas; yo mismo descargaría el pecho de cuitas incesantes, guiando los robustos bueyes uncidos al corvo yugo, y aprendería el lenguaje que conocen de oírlo a los Getas, añadiendo los gritos amenazado­res que acostumbran proferir; yo mismo, sujetando con la mano el arado que hiende la tierra, aprendería a esparcir la semilla en el surco removido, no titu­bearía en limpiar de brozas el campo con el largo azadón, y llevaría a mi sediento huerto el agua que reclamase; pero ¿cómo dedicarme a tales ocupacio­nes si apenas se alza un muro y una cerrada puerta entre mí y el enemigo? Los fatales dioses hilaron pa­ra ti estambre de felices agüeros en el momento de, nacer; ya frecuentas el campo de Marte, ya paseas a la sombra del pórtico, ya en el foro al que dedicas breves instantes, ya la férvida rueda te conduce por la vía Appia derecho a tu casa de Alba; una vez allí, acaso deseas que César temple su justa cólera, y tu villa me sirva de refugio. Es demasiado, amigo, lo que pretendes; modera tus deseos, te lo suplico, y reprime el vuelo audaz del pensamiento. Yo viviría satisfecho en tierra menos lejana y menos expuesta a los trances de la guerra, sintiéndome aligerado de una gran parte de mis sufrimientos.

IX


A MÁXIMO

Apenas recibida la epístola tuya que me anun­ciaba la muerte de Celso, la he regado con mis lá­grimas, y, lo que me cuesta decir, lo que nunca juzgué posible, la he leído bien, a pesar mío. Desde que habito en el Ponto, no había llegado a mis oí­dos noticia tan dolorosa, y ojalá sea ésta la última. Su imagen se ofrece a mis ojos como si le tuviera presente, y mi amor aún le cree vivo. Recuerdo mil veces el abandono con que se entregaba a las diver­siones, y su probidad inmaculada en los negocios graves. De todas mis épocas, ninguna se me repre­senta con la tenacidad de aquélla, que habría queri­do fuese la última de mi existencia. Cuando mi casa se derrumbó de golpe con espantosa ruina, cayendo sobre la cabeza de su dueño, Máximo, él vino en mi ayuda, y cuando casi todos me abandonaban, él no siguió a la fortuna. Yo le vi llorar desolado mi des­gracia, como si presenciara que llevaban a su hermano a la pira; se arrojó en mis brazos, consoló mi honda aflicción y mezcló sus lágrimas con el raudal de las mías. ¡Oh!, ¡cuántas veces, guardián aborreci­ble de mi amarga vida, contuvo mis manos prontas a terminar con ella!; ¡cuántas veces me dijo!: «La cólera de los dioses se deja aplacar; vive, y no de­sesperes de la posibilidad del perdón. Y oye las pa­labras que me impresionaron más: «Considera de cuánto auxilio te puede servir Máximo; Máximo se esforzará, con el celo de la amistad que te profesa, rogando a César que no lleve al extremo los efectos de su cólera. A sus esfuerzos juntará los de su hermano, y no habrá recurso a que no apele para dulci­ficar tu suerte.» Estas palabras consolaron el tedio de mi ánimo; a ti, Máximo, toca acreditar que no se pronunciaron en balde. A menudo solía jurarme que vendría aquí, siempre que tú le dieses licencia para emprender tan largo viaje; porque el culto que tri­buta a tu casa es tan respetuoso como el que tú mismo rindes a los dioses que imperan en el mun­do. Créeme, tienes merecidamente innumerables amigos, pero ninguno que supere los quilates de su amistad; que no es la hacienda ni el linaje, sino la honradez y el talento, lo que enaltece a los hombres. Vierto con sobrada razón en la muerte de Celso el llanto que él derramó hallándome sin vida el día de mi destierro; con razón le dedico estos versos que testifican sus nobles cualidades, para que los venide­ros lean el nombre de Celso. Es lo único que puedo enviarte desde los campos Géticos, lo único que puedo llamar mío. No me fue dado acompañar tu funeral y esparcir perfumes sobre tu cuerpo, porque el universo entero me alejaba de tu pira.

Quien pudo, Máximo, a quien tú en vida reve­renciabas como un Dios, te ha rendido los últimos honores; él dispuso tus exequias, él hizo a tus des­pojos sentidas demostraciones, y esparció el amomo sobre tu helado seno, en su dolor diluyó los un­güentos con las lágrimas que derramaba, y guardó tus cenizas en una tierra vecina. El que así cumple con los amigos fallecidos sus deberes, bien haría en contarnos igualmente entre los muertos.

X


A FLACCO

Desde su destierro, Nasón saluda a su amigo Flacco, si alguien puede enviar aquello de que carece. Mi cuerpo, aniquilado por tantos embates, desde hace tiempo languidece, incapaz de recobrar sus perdidas fuerzas. No siento ningún dolor, no me abrasa ninguna fiebre sofocante, y la sangre circula por mis venas de un modo regular; pero con el mal gusto de boca, repugno las viandas que me ponen en la mesa, y me aflige que llegue la hora aborrecida de comer. Sírveme los pescados del mar, los frutos de la tierra y las aves del aire, y no hallaré nada que estimule mi apetito. Si la hermosa Hebe con solícita mano me brindase el néctar y la ambrosía que beben y comen los dioses, su rico sabor no excitaría mi paladar embotado, y como un peso incómodo fatigaría tenazmente mi estómago. No me atrevo a escribir estas molestias sobrado reales a, cualquiera, por el temor de que llame delicadezas a mis padeci­mientos; en verdad que, dada mi situación y el as­pecto de mi fortuna, las delicadezas estarían en su lugar; yo se las deseo tales como las pruebo, al que estimó que la ira de César fue harto benévola con­migo. Hasta el sueño, reparador alimento de un or­ganismo debilitado, no cumple sus deberes restaurando las fuerzas del mío. Paso la noche en el insomnio, y me desvelan de continuo las aflicciones a que dan pábulo las tristezas del lugar. Así, aun viéndolo, apenas reconocerías mi rostro, y pregun­tarías: «¿Adónde huyó el color que antes lo sonro­saba?» Gotas escasas de sangre sostienen mis débiles miembros, ya más pálidos que la cera re­ciente. Estos estragos no me los produjeron excesos de embriaguez; tú sabes que el agua es casi mi única bebida. Mi vientre no abusa de las viandas, y a tener ese gusto, seríale imposible satisfacerlo en el país de los Getas. Tampoco enervó mis energías la peligro­sa voluptuosidad de Venus, que no suele visitar los lechos de los desgraciados. Lo que me daña es el agua y el clima, y sobre todo la ansiedad del ánimo que no me abandona un instante: si no la calmas tú con ese hermano que tanto se te parece, mi espíritu agobiado sucumbirá al peso de la tristeza. Vosotros, para un, frágil esquife, sois una tierra hospitalaria; vosotros me acordáis la protección que muchos me niegan; dispensádmela siempre, os lo ruego, pues siempre he de necesitarla mientras el numen de Cé­sar aliente irritado contra mí. Uno y otro orad supli­cantes a vuestros dioses, no que cese, sino que disminuya su cólera merecida.

LIBRO SEGUNDO

EPÍSTOLA I


A GERMÁNICO CÉSAR

La fama del triunfo de César también ha llegado a estas tierras, que apenas visita el lánguido soplo del cansado Noto. Siempre pensé que nada me sería grato en la región de Escitia, y hoy encuentro este país menos aborrecible que antes. Disipada la nube­de mi tristeza, por fin he visto un día sereno, y me he burlado de la adversa fortuna. Aunque César me prohibiese toda satisfacción, ésta al menos ha de permitir que todos la gocen. Los mismos dioses quieren ser adorados con una piedad alegre, y orde­nan deponer la tristeza en los días a sus fiestas con­sagrados, y, en fin, sea una verdadera insania la audacia de confesarlo, aunque él me lo prohíba, go­zaré de la común alegría.

Cuantas veces Júpiter favorece con sus lluvias benéficas a los campos, el lampazo tenaz arraiga entre las mieses; así nosotros, hierba inútil, sentimos el hálito de un numen fecundo, y, mal de su grado, a veces nos regocijamos con sus beneficios. Los goces de César me pertenecen como romano: esta familia no tiene nada exclusivamente suyo. ¡Oh fama!, yo te doy las gracias, pues me permitiste contemplar la pompa triunfal, aunque relegado en medio de los Getas. Por tus relatos supe que poco ha se reunie­ron pueblos innumerables para contemplar de cerca el rostro de su caudillo, y Roma, cuyas extensas mu­rallas encierran al orbe universal, apenas pudo reci­bir a tantos extranjeros. Tú me referiste que por espacio de muchos días el Austro tempestuoso no cesó de derramar continuas lluvias, y que el sol ilu­minó con luz celestial el día del triunfo, armonizán­dolo con el aspecto regocijado del pueblo; así pudo el vencedor distribuir a los guerreros el premio de sus hazañas, prodigándoles merecidos elogios, y antes de vestir las ropas bordadas, como insignia esclarecida, ofreció el incienso en las santas aras y aplacó piadoso a la justicia, tan reverenciada de su padre, que reside como en un templo dentro de su corazón. Por donde pasaba oía votos felices, aho­gados por los aplausos, y las rosas, impregnadas de rocío, cubrían el pavimento. Iban delante las imáge­nes en plata de los muros rotos, las ciudades expug­nadas y sus habitantes vencidos; los ríos, los montes, los prados que ciñen altas selvas; las armas y los dardos agrupados en trofeo. El áureo carro triunfal, que el sol encendía, doraba con sus reflejos las casas del foro romano; los jefes cautivos, con los cuellos en cadenas, eran tan numerosos, que casi formaban un ejército de enemigos, y la mayor parte obtuvieron la vida y el perdón, entre ellos Bato, el promovedor y cabeza de esta guerra. ¿Por qué he de negar que puede disminuir la cólera de los dioses contra mí, cuando los veo tan benévolos con los enemigos? Germánico, el mismo rumor esparcido por acá publicó las ciudades que aparecieron inscri­tas a tu nombre, sin que valiesen nada contra tu valor la solidez de los muros, la fuerza de las armas ni la situación ventajosa que ocupaban. Que los dio­ses te concedan muchos años; lo demás corre de tu cuenta, como den a tu virtud luenga vida. Mis súpli­cas serán escuchadas, algo significan los oráculos de los vates; un dios responde a mis preces con señales favorables. Roma, alborozada, te verá vencedor so­bre tus corceles coronados subir por la roca Tarpe­ya. Tu padre, testigo de los honores decretados a su hijo, experimentará el gozo que él mismo hizo sentir a los autores de sus días. ¡Oh tú, el más ilustre de los jóvenes en la paz y la guerra!, ya desde ahora te predigo un brillante porvenir. Tal vez mis versos celebren tu triunfo, si mi vida se sobrepone a mis crudos sufrimientos, si antes no tiño en mi sangre las flechas de los Escitas y el feroz Geta no corta con su espada mi cabeza; mas sí aún aliento cuando recibas la corona de laurel en el templo, habrás de confesar que mis predicciones han resultado verídi­cas dos veces.

II


A MESALINO

Mesalino, aquel Nasón que desde la primera in­fancia honró siempre a tu familia, y ahora yace rele­gado en las tristes playas del Euxino, te envía desde el país de los indomables Getas el saludo que vi­viendo en Roma se apresuraba a ofrecerte. ¡Des­venturado de mí si al leer mi nombre se te altera el semblante y vacilas en proseguir la lectura! Conti­núa, no condenes mis palabras conmigo; vuestra ciudad no se afrenta de recibir mis poemas. Yo no concebí el proyecto de lanzar el Pelión sobre el Osa para tocar con mi mano los astros rutilantes; no he movido, siguiendo, a la hueste insensata de Encéla­do, las armas contra los dioses que dominan el uni­verso, ni lo que ejecutó la temeraria diestra de Diomedes, he lanzado mis dardos contra ninguna divinidad.

Mi culpa es grave, pero sólo se ha vuelto en mi, daño, sin cometer indignidad mayor; no se me debe acusar más que de insensato y temerario: estos dos calificativos sí que realmente los merezco. Después de haber irritado la cólera de César, confieso la ra­zón que te asiste para mostrarte reacio a mis súpli­cas. Tal veneración sientes por los que llevan el nombre de Julo, que te consideras agraviado de aquel que osa ofenderlos. Mas aunque empuñes las armas y amenaces inferirme crueles heridas, no con­seguirás, que yo llegue a temerte. Una nave troyana acogió al griego Aqueménides, y la lanza de Aquiles sanó al rey de Misia. A veces el profanador de un templo se acoge ante el ara, y no teme implorar la clemencia del numen ofendido. Alguien dirá que esto es peligroso; pero mi barco no se desliza por plácidas aguas. Busquen otros la seguridad: mi for­tuna miserable vive sin recelo y libre de temer suce­sos más desesperados. El que es juguete del destino, ¿a quién sino, al mismo destino pedirá socorro? Es frecuente que la aguda espina produzca lindas rosas. El náufrago, combatido por las olas espumantes, tiende sus brazos a la costa, y se agarra a las peñas y a las matas punzadoras. El ave que con alas temblo­rosas huye del gavilán, se recoge fatigada en el seno del hombre, y no titubea guarecerse en la cabaña vecina la cierva que huye espantada de los rabiosos canes. Dulce amigo, oye mi petición, mira compasi­vo mis lágrimas y no cierres insensible tu puerta a mis tímidas voces; dígnate elevar piadoso mis rue­gos a los númenes que Roma venera, y a quienes tú no honras menos que al Tonante del Capitolio; co­mo legado toma a tu cargo la defensa de mi causa, aunque sea tan perdida por acompañarla mí nom­bre.

Ya próximo a la tumba, ya con el escalofrío de la muerte, difícilmente me veré salvado por ti, en el caso que me salves. Despliega ahora en pro de mi abatida suerte el favor que el príncipe te dispensa, Y así lo conserves eternamente. Inflámate ahora en aquella elocuencia hereditaria que tan provechosa solía ser a los atribulados reos. La lengua de un pa­dre elocuentísimo revive en vosotros, y su mérito ha encontrado dignos herederos. Yo no la solicito para que se apreste a mi defensa: no la tiene el reo que confiesa su culpa. Mira si consigues excusar su falta como un error, o si es más conveniente callar ,sobre el fondo de la misma. Mi herida es de aquellas que se dicen incurables, y creo lo más seguro no tocarla siquiera. Cállate, lengua; no profieras molestas pala­bras; ojalá pudiese enterrar el misterio con mis ceni­zas. Cual si me hubiese dejado engañar por un error, háblale de modo que me permita el goce de la vida que le debo. Cuando le veas sereno, cuando remita el ceño que llena de espanto al orbe y al Imperio, ruégale que no tolere que yo sea una débil presa de los Getas, y acuerde clima menos duro a mi destie­rro miserable. El momento es propicio a tales pre­tensiones: se siente dichoso y ve prosperar la pujanza de Roma, que ha consolidado; su esposa, en perfecta salud, conserva la pureza del tálamo nup­cial, y su hijo extiende el poderío de Ausonia. El mismo Germánico se aventaja a los años con su valor, y el arrojo de Druso no cede a su nobleza, y, en fin, sus nueras, sus tiernas nietas, las hijas de sus nietos y todos los miembros de la familia de Augusto gozan vida floreciente. Añádase a esto los Peonios recién subyugados, los brazos de los mon­tañeses Dálmatas sujetos a la quietud, y la Iliria, que, deponiendo las armas, no Se desdeña de someter su cabeza esclava a las plantas de César. Él mismo, montado en su carro y atrayendo las miradas con plácido rostro, ceñía a sus, sienes el laurel de la vir­gen amada de Febo. Con vosotros acompañábanle en la marcha sus piadosos hijos, dignos de tal padre, dignos de los honores recibidos y semejantes a aquellos hermanos a quienes desde su excelsa man­sión vio el divino Julo ocupar el próximo templo, Mesalino no les disputa el primer lugar en la común alegría: debe ceder ante ellos; mas fuera de ellos no hay quien le emule en su adhesión; en este particu­lar, Mesalino, no ocuparás nunca el segundo puesto; le honras porque, sin reparar en tu corta edad, pre­mió tus méritos ciñendo de laurel tu frente ennoblecida por el valor. Felices los que fueron testigos de semejantes triunfos y gozaron la presencia de un caudillo igual a los dioses. ¡Ah!, yo, en vez del rostro de César, tengo que contemplar los de los Sármatas, y una tierra privada de la paz y unas aguas que en­cadena el hielo. Pero si me oyes, y mi voz llega hasta ti, haz que tu influjo obtenga otro lugar para mi destierro. Tu padre, a quien tanto respeté desde mis primeros años, te pide esto mismo, si aun conserva el sentido su elocuente sombra; esto mismo te pide tu hermano, aunque tal vez recele que te sea perju­dicial el empeño de salvarme; te lo pide toda tu fa­milia, y tampoco osarás negar que me contaste en el número de tus amigos. Excepto El Arte de amar, por lo menos aplaudías mi ingenio, del cual reconozco haber abusado; tu casa no tiene por que avergonzar­se de mi vida, si suprimes las últimas faltas: así reine en ella siempre la felicidad y te protejan siempre los dioses y César. Impetra de este numen benévolo, y contra mí justamente irritado, que me saque de la tierra salvaje de los Escitas. No se me oculta que el negocio es difícil; pero la virtud acomete arduas empresas, y mi reconocimiento será mayor que tan grande beneficio. Además, no es Polifemo en el an­tro profundo del Etna, ni Antífates el que ha de es­cuchar tus ruegos, sino un padre indulgente y bondadoso, dispuesto al perdón, que truena cien veces sin despedir el rayo fulminante, que si decreta alguna severidad se aflige él mismo, y la pena que impone la siente como propio castigo. Mas su cle­mencia fue vencida por mi culpa, y su cólera forza­da a armarse de omnímodo poder. Puesto que vivo separado de la patria por un mundo y no puedo prosternarme a los pies de los mismos dioses, sé tú el sacerdote que dirija mis instancias a los númenes que veneras, y une a las mías tus propias súplicas; pero no te empeñes si recelas algún inconveniente. Perdóname; soy un náufrago que teme en todos los mares.

III


A MÁXIMO

Máximo, que igualas el brillo de tu nombre con tus preclaras virtudes, y no consientes que la noble­za eclipse tu ingenio; a quien reverencié hasta el postrer instante de mi vida, porque mi estado actual ¿en qué difiere de la muerte?; no repudiando al ami­go afligido das prueba de un temple harto raro en nuestro siglo. Vergüenza siento al decirlo, pero he de declarar la verdad: el vulgo sólo aprueba las amistades que reportan interés, mira antes a lo pro­vechoso que a lo honesto, y la fidelidad se mantiene

o se pierde con la fortuna. Entre muchos miles es difícil hallar un hombre persuadido de que la virtud lleva consigo la recompensa. El honor de actos honrosos, sin el aliciente del galardón, no estimula a nadie, y todos se arrepienten de la probidad gratuita. Sólo se ama lo que trae utilidad; anda, quita la espe­ranza del provecho a la avidez humana, y no trope­zarás ni un virtuoso. Hoy cada cual se atiene al amor de sus rentas, y calcula solícito con los dedos lo que cree más útil. La amistad, numen venerable en mejores días, hoy se prostituye, y como una me­retriz se rinde a quien la compra. Por eso me admira que, resistiendo al ímpetu del torrente, no te dejes arrastrar por el contagio de la común bajeza.

Contémplate en mi espejo: ayer rodeado de nu­merosos amigos, porque un soplo favorable hin­chaba mis velas; pero así que la tempestad encrespó las irritadas olas, me vi abandonado, con mi nave deshecha, que invadían las aguas; y cuando muchos se esforzaban por aparentar que no me conocían, apenas quedasteis dos o tres que me socorriesen en el naufragio. Entre ellos tú fuiste el principal; tú, digno, no de seguir a nadie, sino de marchar a la ca­beza de todos; no de imitar el ejemplo, sino de im­ponerlo a los demás. Tú no recabas otro provecho de tus actos que la satisfacción de haber obrado rectamente; la probidad y la conciencia del deber son tus únicos guías; en tu opinión, la virtud rehúsa el salario, y ha de amarse por sí misma, aunque no la acompañen los bienes externos juzgas torpe acción rechazar al amigo que cayó en la desgracia y que por su infelicidad deje de constituir parte de los tuyos. Es más noble sostener con la mano la cabeza del nadador fatigado que hundirlo en el seno de las olas. Recuerda lo que hizo el nieto de Eaco después de la muerte de su amigo, y no dudes que mi vida es una especie de muerte. Teseo acompañó a Piritoo hasta las márgenes de la Estigia. ¡Ah, cuán poco dista mi suerte desdichada de sus aguas funestas! El joven Foceo asistió a Orestes, privado de la razón, y en mi culpa no se advierte menos el furor de la in­sensatez. Recibe tú por igual las alabanzas de tan egregios varones, y haz lo que alcances para levantar al caído. Sí, te conozco bien; si eres al presente el de otro tiempo y tu temple conserva su grandeza, cuanto más se encone la adversidad le opones ma­yor resistencia, y, como lo, demanda el honor, te resistes a ser por ella vencido. El valor del enemigo acrisola el tuyo, y así la misma causa me favorece y a la vez me perjudica.

Sin duda, clarísimo joven, estimas indigno de ti servir de cortejo a la diosa que se alza en la instable rueda; tu constancia es inquebrantable; y ya que las velas de mi destrozada nave no se yerguen altivas, como quisieras, las riges del modo que se hallan. Estas ruinas peligrosas y a punto de derrumbarse, aun se sostienen apoyadas en tus hombros. En el primer instante tu cólera fue justa, y no menor que la de aquel que se irritó contra mí viéndose ofendi­do. El resentimiento que alteró el pecho del divino César jurabas sentirlo con la misma intensidad; mas luego que supiste, el origen de mi desdicha, es fama que lamentaste mis errores. Una carta tuya vino entonces a proporcionarme el primer consuelo y a infundirme la esperanza de que podría ablandarse el dios ofendido. Entonces recordaste la firmeza de mi larga amistad, que había comenzado antes de tu na­cimiento. Si con la edad granjeaste otros amigos, al nacer ya lo eras mío, y te di los primeros besos cuando aún te mecías en la cuna, y habiendo desde mis tiernos, años honrado siempre a tu familia, aho­ra la desgracia me fuerza a ser para ti una antigua carga. Tu padre, dechado de la elocuencia romana, y cuya facundia se igualaba con su nobleza, fue el primero que me incitó a confiar mis escritos a la fama y el guía de mi juvenil ingenio; tengo la certeza de que tu hermano no acertaría a señalar la fecha en que comenzó la amistad que nos profesamos, pues te amé sobre todos y en la próspera y adversa for­tuna tú fuiste el objeto único de mi afección. Las últimas playas de Italia viéronme en tu compañía y recibieron las lágrimas que resbalaban por mis tris­tes mejillas. Cuando me interrogabas por la verdad del rumor pregonero de mi culpa, yo quedé vaci­lante entre la confesión y la negativa; el miedo ponía en mi boca tímidas excusas, y a la manera de la nie­ve que el Austro húmedo derrite, el llanto descendía por mi rostro espantado. Recordando esto, imaginas que mi falta es capaz de admitir disculpa, como se perdona un primer error; te interesas por el antiguo amigo que cayó en el abismo y aplicas a sus heridas el bálsamo de tus consuelos. Si se me concediese la libertad de hacer votos, pediría al cielo los mil favo­res que mereces por tantos beneficios, y si tengo que ajustar mis deseos a los tuyos, rogaré que te conserven salvos a César y a su madre. Recuerda bien que esto era lo primero que solías demandar a los dioses cuando quemabas los granos del incienso en sus altares.

IV


A ÁTICO

Ático, cuya fidelidad no me inspira la menor sospecha, recibe la carta que Nasón te envía desde el Íster helado. Y bien, ¿te acuerdas aún de tu infeliz amigo, o ya no te cuidas de su tristísima situación? ¡Ah!, los dioses no me son tan adversos que me in­cline a creerlo; imposible que me hayas olvidado tan pronto. Ante la vista tengo siempre tu imagen, y los rasgos de tu rostro fijos en mi pensamiento. Re­cuerdo nuestras frecuentes conversaciones sobre trascendentales materias, y las largas horas que pa­sábamos en divertidos esparcimientos. Muy a me­nudo abreviábamos el tiempo con los coloquios, y nuestros discursos se prolongaban más que los días. A menudo te recitaba los versos acabados de com­poner, y mi novicia Musa se sometía a tus juiciosas observaciones. Lo que tú aplaudías, lo consideraba ya aplaudido por el público, y este era el dulce pre­mio de mis recientes trabajos. Para que mi libro fue­se corregido por la lima de un amigo, siguiendo tus consejos borraba no pocas frases. Juntos nos vieron las plazas, los pórticos, las calles, y juntos tomába­mos asiento en los teatros. En suma, caro amigo: el afecto con que te distinguí era tan intenso como el que sentía Aquiles por el nieto de Actor. Aunque bebieses las aguas olvidadizas del Leteo, yo nunca me persuadiría de que tales recuerdos se llegaran a borrar de tu memoria. Antes amanecerán los largos días en la estación brumosa, y las noches del invier­no serán más cortas que las del estío; ni en Babilo­nia se dejará sentir el calor, ni en el Ponto los hielos, y el perfume de la calta vencerá al de las rosas de Pesto, antes de que se borre de tu mente el recuerdo de mi persona; mi destino no me fustiga con tanto rigor. Sin embargo, haz por evitar que las gentes se burlen de mi engañosa confianza y afirmen que he sido víctima de mi necia credulidad; protege al anti­guo amigo con tu probada constancia todo lo posi­ble, y en tanto que no te sea gravoso.

V


A SALANO

Yo, Ovidio Nasón, envío a mi Salano estos ver­sos de medida desigual, después de interesarme por su salud, que ojalá sea excelente y el buen suceso confirme mis anhelos. Deseo, amigo mío, que los leas en la más próspera situación; tu bondad, en estos tiempos virtud casi fenecida, exige de mi parte semejantes votos. Aunque haya sido corto el trato. que sostuve contigo, dícenme que lamentaste mi destierro, y que leyendo los versos que enviaba des-de el lejano Ponto, a pesar de su escaso mérito, los realzaste con tu aprobación. Tú deseaste que el Cé­sar amado de los dioses aplacase pronto su ira con­tra mí; y el mismo César aprobaría tales deseos si le fueran conocidos. Tu noble carácter te obligó a pro­rrumpir en tan benévolos votos, y no por esto me son menos agradables. Doctísimo Salano, lo que más te conmueve al meditar sobre mi proscripción es, sin duda, la naturaleza del país que habito: crée­me, apenas hallarás en todo el orbe tierra que goce menos la paz que Augusto le ha dado. Tú, no obs­tante, lees los versos compuestos aquí en medio de feroces rebatos, y una vez leídos los colmas de elo­gios; aplaudes el ingenio que mana de mi vena casi exhausta, y conviertes el arroyuelo en un río cauda­loso. En verdad que estas aprobaciones alientan mi ánimo decaído, y ya sabes que las desdichas se per­miten pocos momentos de placer. Cuando me pon­go a escribir sobre asuntos ligeros, mi numen se acomoda a la facilidad del tema; mas hace poco, cuando llegó hasta mí la fama de un magnífico triunfo, y osé echar sobre mis hombros carga tan abrumadora, la grandeza y el esplendor de los suce­sos refrenaron, mi audacia, y hube de sucumbir bajo la pesadumbre de la empresa comenzada. La buena voluntad es lo único que allí merece tu alabanza, lo demás decae ante la magnitud del asunto. Si por ventura mi libro llega a tus manos., le encargo se recomiende a tu protección; tú se la concederías aunque no te lo rogase, mas quiero que mí súplica se junte a tu favorable disposición. No merezco tus alabanzas, pero tu alma es más pura que la leche y más cándida que la nieve no pisada. Admiras a los otros, siendo digno de admiración; pues a nadie se esconde tu talento y soberana elocuencia. César, el príncipe de la juventud, a quien la Germania ha da­do su nombre, te asocia a sus estudios; tú, su anti­guo compañero; tú, unido con él desde los tiernos años, le Places por tu ingenio que armoniza con sus costumbres. No bien hablas, se siente arrebatado, y tu elocuencia es el estímulo que despierta la suya. Cuando cesas y se apagan las voces mortales y, el silencio reina breves minutos, entonces se levanta este príncipe digno del nombre de Julo, como surge el lucero de la mañana por las aguas orientales. Mientras permanece en pie y callado, su ademán denuncia al orador, y bajo su toga con elegancia dispuesta, se adivina un joven elocuente. Luego, tras breve pausa, al romper su boca divina el silencio, jurarías que su lenguaje es el usado por los dioses, y dirías: «Esta es la elocuencia digna del príncipe» ¡tanta nobleza pone en sus palabras! Y tú, que pri­vas con él; tú, que tocas con la frente los astros, ¿tú ambicionas poseer los poemas de un vate proscrito? Sin duda existe un lazo oculto de concordia que une ,los ingenios, y cada cual observa fielmente el pacto ,Común. El labriego ama al cultivador del campo, el soldado al que marcha a la guerra, el marino al piloto que rige la insegura nave; así te entregas al cul­tivo de las Musas porque las amas, y favoreces mi numen porque lo tienes en alto grado. Nuestras obras son distintas, pero surgen de la misma fuente; uno y otro profesamos las artes liberales. Tú empu­ñas el tirso, yo me ciño de laurel, y el entusiasmo nos arrebata por igual a los dos. Si tu facundia da vigor a mis versos, de ellos toman tus palabras su brillantez. Piensas con sumo acierto que la poesía es afine de tus estudios, y debemos defender su culto bajo las mismas banderas; por eso te ruego que hasta los últimos instantes de la vida conserves al amigo que te honra con su favor, y que un día, due­ño del mundo, empuñará las riendas del Imperio: todos los pueblos, prorrumpen en este voto conmi­go.

VI


A GRECINO

El triste Nasón que presente solía hacerlo de vi­va voz, saluda con sus versos a Grecino desde las playas del Ponto. Es la voz de un desterrado; la es­critura me sirve de lengua, y si no se me permite es­cribir, permaneceré mudo. Corriges como debes las faltas de tu insensato amigo, y me enseñas a soportar los males que merecí mayores. Los reproches de mi proceder son justos, pero tardíos: ten menos se­veridad con el reo que confiesa su delito. Cuando, podía atravesar derecho los montes Ceraunios y evitar las rocas peligrosas, entonces era la ocasión de amonestarme; mas ahora, ¿de qué me aprovecha en medio del naufragio aprender la ruta por donde debí guiar mi barca? Tiende más bien los brazos en socorro del nadador fatigado, y no te sonroje soste­ner su cabeza con tu mano. Sé que lo haces, y te su­plico que sigas haciéndolo; así tu madre, tu esposa, tus hermanos y toda tu familia rebosen de bienestar; así lo que sientes en el foro interno, lo que revelan siempre tus labios y todas tus acciones, sean gratos a los Césares.

Torpe fuera para ti no prestar al viejo amigo ningún auxilio que le conforte; torpe retroceder y no sostenerle con pie firme; torpe abandonar su nave combatida por la borrasca; torpe seguir las vicisitu­des de la suerte, cejar ante la fortuna y renegar del amigo porque no es venturoso. No se condujeron así los hijos de Agamenón y de Estrofio; no fue ésta la amistad de Piritoo y el vástago de Egeo, a los que admiró la edad pasada y ha de admirar la venidera, y en cuyo honor resuenan los aplausos en todos los teatros. Tú, del mismo modo, por haber socorrido al amigo en tiempo de adversidad, mereces un nombre insigne entre tan excelsos varones; lo mere­ces, y ya que tu piedad es acreedora de alabanza, mi gratitud no será sorda a tus beneficios. Créeme: a no ser mortales mis versos, andarás con frecuencia en boca de la posteridad. Permanece fiel, Grecino, al caído en la desgracia, y que el tiempo no debilite jamás tu abnegación. Confío que lo realices; aunque ayudado por el viento, yo me serviré del remo: no perjudica aguijar con la espuela al corcel lanzado a la carrera.

VII


A ÁTICO

La carta, Ático, que te envío desde el país de los Getas mal domados, desea lo primero que goces perfecta salud, y después recibirá gran placer sa­biendo, en qué te ocupas, y si todavía te acuerdas de mí, sean cualesquiera tus atenciones. No dudo de esto último, pero el temor de mis males me induce a falsas inquietudes. Perdóname, te lo suplico, y echa un velo sobre mis excesivos temores: hasta en las aguas tranquilas, el náufrago se siente estremecido de horror. El pez que sintió un día clavársele el pér­fido anzuelo, teme que la punta del acero se oculte en todos los alimentos. Muchas veces la oveja se es­panta, tomándolo por un lobo, del perro que ve a lo lejos, y, en su error, huye del que la defiende. Un miembro lastimado se resiente al más ligero con­tacto, y una vana sombra llena de miedo a los teme­rosos; así yo, atravesado por los dardos crueles de la adversidad, no concibo en el alma más que amargas tristezas y tengo por evidente que mi destino, si­guiendo su curso, no se ha de apartar de las vías acostumbradas. Estoy convencido de que los dioses se empeñan en que todo me sea contrario y de que me es imposible burlar el rigor de la fortuna; ha re­suelto perderme, y la que solía ser voluble, es cons­tante y tenaz en perseguirme. Créeme, si me tienes por hombre veraz, y no cabe exageración en el re­lato de mis sufrimientos. Contarás las espigas de los campos de Cinifia y los innumerables tomillos que florecen en el Hibla, y sabrás cuántas especies de aves se elevan con sus rápidas alas por los aires, y las de los peces que bogan en las aguas, antes que calcules el número de los trabajos que he padecido en la tierra y el mar. En todo el universo no hay pueblo más truculento que el de los Getas; sin em­bargo, éstos han gemido al conocer mis infortunios, que formarían una larga Ilíada con sus tristes azares, si pretendiese enumerarlos en mis versos.

No temo, pues, porque recele falsías en tu amistad, de la que me diste mil pruebas, sino porque todo mísero se vuelve tímido, y de largo tiempo mis puertas se han cerrado a la alegría. Ya mi dolor se ha hecho costumbre; como horada la peña el agua en su caída incesante, así yo me veo destrozado por los continuos golpes de la adversidad, que apenas hallará parte en mi cuerpo donde producir nuevas heridas. La reja del arado se desgasta menos al con­tinuo frote, y la vía Appia padece menos con el tránsito de las veloces ruedas, que mi pecho se lacera por la no interrumpida serie de trabajos, sin acertar con la medicina que lo libre de sus dolores. Muchos solicitan la gloria cultivando las artes libe­rales, y yo, desventurado, me perdí por mis dotes poéticas. Mi vida anterior fue digna y deslizóse sin mancha, lo cual no me sirvió de ningún alivio en la miseria. Perdónase a veces una culpa grave por las deprecaciones de los amigos, y todas las amistades enmudecieron en mi defensa. La presencia favorece a otros en los críticos momentos, y la borrasca pro­celosa me aniquiló hallándome ausente. Aunque enmudezca quien no temblará ante la ira de César, a mi castigo se añadieron palabras ignominiosas: alí­viase el destierro con la bonanza del tiempo; yo hube de arrostrar las amenazas del Arturo y las Pléyadas. La placidez del invierno favorece en oca­siones a los navegantes, y jamás las olas se enfure­cieron tan crueles con las naves de Ítaca. La noble fidelidad de mis compañeros hubiese endulzado mis amarguras, y una pérfida turba se enriqueció con mis despojos. El lugar hace tolerable el destierro, y entre los dos polos no hay región más sombría que la que habito. Algo vale estar próximo a las fronte­ras de la patria, mas yo vivo en un pueblo relegado a los postreros confines del orbe.

Tus laureles, César, aseguran la paz a los deste­rrados; mas el Ponto siempre se halla expuesto a los ataques de sus vecinos. Es grata ocupación la de consagrarse al cultivo de los campos; un bárbaro enemigo impide laborar la tierra. El cuerpo y el alma se vigorizan con un clima benigno; el frío eterno hiela las playas de Sarmacia. Beber agua dulce es placer que pocos envidian, y aquí se bebe la del pantano mezclada con la salobre del mar. Todo me falta; pero mi ánimo se sobrepone a todo y presta fuerzas a mi cuerpo abatido. Para resistir una carga, precisa que el hombre ponga a contribución todas sus fuerzas,. pues caerá al suelo a poco que los ner­vios se relajen. Sólo la esperanza de aplacar un día la cólera del príncipe me impide desear la muerte y su­cumbir a mis penas. Asimismo me ofrecéis grandes consuelos, vosotros, contados amigos, cuya fideli­dad experimenté en mis duros trances. Te ruego, Ático, que prosigas y no abandones mi nave en las olas; conserva a tu amigo y la estimación en que le tienes.

VIII


A MÁXIMO COTA

Son en mi poder, Máximo Cota, las imágenes de los dos Césares, esos dioses que acabas de enviarme; y para que el regalo adquiera incalculable valer, con los Césares viene la imagen de Livia. ¡Plata dichosa más que todo el oro del mundo, ayer metal informe y al presente convertida en un dios! Dándome co­piosas riquezas, no me las hubieras proporcionado mayores que enviándome esas tres divinidades. No es dicha de poca entidad la contemplación de tales seres, y poder conversar con ellos cual si estuvieran presentes. ¡Qué premio tan magnífico el de los dio­ses! Ya, como antes, no habito en los últimos con­fines; vivo feliz en la ciudad de Roma, veo el rostro de los Césares como en otro tiempo, apenas mis votos se atrevían a llegar tan lejos; como anterior-mente, saludo hoy al numen celeste: nada más satis­factorio podrías brindarme a la vuelta del destierro. ¿Qué falta al placer de los ojos si no es la vista del palacio, que sin la presencia de César sería un lugar despreciable? Contemplándolo, me figuro ver la población de Roma, porque los rasgos de su fiso­nomía reproducen la imagen de la patria. ¿Me enga­ño, o los ojos de este retrato vibran irritados contra mí? ¿No hay en sus torvas facciones algo de amena­zador? Perdona, héroe mayor que el orbe por tus virtudes; detén el azote de tu justa venganza; perdó­name, te lo suplico, honor eterno de nuestro siglo, cuyo celo te valió ser dueño del universo: por el nombre de la patria, que te es más caro que tu per­sona; por los dioses, que nunca fueron sordos a tus votos; por la compañera de tu lecho, única mujer digna de compartirlo y capaz de soportar el esplen­dor de tu majestad; por la salud de tu hijo, copia fiel de tus altas prendas, y en cuyas costumbres se reco­noce un vástago tuyo; por tus nietos dignos del pa­dre y el abuelo, que avanzan a grandes pasos en el camino que les has trazado, templa en parte el rigor de mi suplicio y concédeme una residencia lejos de la enemiga Escitia. Y tú, el primero después de Cé­sar, que tu numen, si lo merezco, no rechace incle­mente mis plegarias. Así la feroz Germanía, con el rostro despavorido, no tarde en caminar cautiva delante de tu carro triunfal. Así tu padre viva la edad de Néstor el de Pilos, y tu madre los años de la Si­bila de Cumas, y puedas ser hijo mucho tiempo. Tú, igualmente, esposa dignísima de un excelso varón, oye benévola las preces del suplicante: ojalá el cielo preserve a tu esposo, a sus hijos y sus nietos, y con las virtuosas nueras a las hijas que dieron a luz. Ojalá Druso, a quien te arrebató la cruel Germanía, sea la única víctima de tus felices partos, y el otro hijo, vengador de la muerte del hermano, en premio de su bravura, vista la púrpura y se vea conducido por corceles tan blancos como la nieve. Divinidades clementes, escuchad mis tímidos votos, y séame de provecho la presencia de los dioses. A la llegada de César, el gladiador, libre de riesgo, deja la arena; su aspecto le sirve de auxilio poderoso. En lo permiti­do, favorézcanos también la vista de su semblante y haber recibido en casa la visita de tres divinidades. Felices aquellos que no contemplan las imágenes, sino los dioses mismos, y ven los verdaderos cuer­pos de las personas divinas. Ya que el hado adverso me niega esta felicidad, rindo culto a las efigies suyas que el arte ofrece a mis votos. Así conocen los hombres a los dioses ocultos en la celeste mansión, y adoran la figura dé Júpiter por el mismo Júpiter. En suma: vuestra efigie está conmigo y lo estará siempre; haced que ella no resida en tan aborrecible lugar. Antes caerá cortada la cabeza de mi cuello, y saltarán mis ojos de las vacías órbitas antes que me seáis arrebatados, númenes de las gentes, que habéis de ser el puerto y el ara de mi destierro. Os abrazaré si los Getas me rodean con sus armas, y seréis las águilas y los estandartes que siga. O yo me engaño, juguete de mis deseos ardorosos, o puedo alimentar la esperanza de más dulce destierro; porque el as­pecto de la imagen cada vez aparece menos severo, y pienso que por fin accede a mi demanda. Así lle­guen a realizarse los presagios que concibe mi timi­dez, y la cólera de un dios, aunque justa, se aplaque en mi favor.

IX

AL REY COTYS

Cotys, descendiente de reyes, cuyo noble origen se remonta hasta Eumolpo, si la fama parlera ha hecho llegar a tus oídos que estoy desterrado en país vecino de tu reino, escucha, clementísimo joven, la voz de un suplicante y préstale en su ostracismo el socorro que puedes. La fortuna me puso en tus manos, de lo cual no me quejo: en esto sólo no se me ha mostrado enemiga; recibe en tu benigna playa mi nave maltrecha, y que la tierra donde imperas no me asuste más cruel que las olas.

Créeme: es virtud regia amparar a los desvalidos, y propia de príncipe tan preclaro como tú; eso con­viene a tu fortuna, que, siendo tan extremada, ape­nas iguala a la grandeza de tu ánimo. Nunca el poderío se ensalza con tan justos títulos como en las ocasiones en que se rinde a las súplicas. Esto lo exi­ge el esplendor de tu linaje, como pensión de una nobleza que procede de los dioses; esto te persua­dió, Eumolpo, insigne fundador de tu raza, y antes que él, su bisabuelo Erictonio. En esto te asemejas a los dioses: uno y otros, vencidos por los ruegos, soléis dispensar vuestra ayuda a los suplicantes. ¿Y qué razón habría para rendir a los númenes los ho­nores acostumbrados, si les quitas la voluntad de favorecernos? Si Júpiter se hace el sordo a la voz que le implora, ¿por qué ha de caer la víctima herida en su templo? Si el Ponto no permite un momento de reposo a mi nave, ¿por qué ofrecer a Neptuno el inútil incienso? Si Ceres burla la esperanza del colono laborioso, ¿por qué ha de recibir las entrañas de una puerca en estado de preñez? El macho cabrío no se inmolará a Baco, el de largos cabellos, si el mosto no salta bajo los pies que aplastan los raci­mos. Deseamos que César sostenga las riendas del Imperio, porque atiende solícito al interés de la pa­tria. Los servicios que nos prestan engrandecen a los hombres y los dioses, y cada cual ensalza a los que le protegen. Tú, pues, ¡oh Cotys, vástago digno de un noble padre!, socorre al desdichado que hoy mo­ra en tus dominios. El placer más grande de un hombre es salvar a otro: de ninguna manera se con­quistan mejor las voluntades. ¿Quién no maldice al Lestrigón Antífates ,o reprocha la munífica genero­sidad de Alcinoo? Tu padre no fue el tirano de Ca­sandrea o el de Fera, ni el que tostó en el toro de bronce a su inventor, sino un rey valeroso en la gue­rra e invencible en los combates, que odiaba la san­gre una vez concluida la paz. Añádase a esto que el dedicarse a las bellas artes suaviza las costumbres y doma la ferocidad, y ningún rey las ha cultivado más que tú, ni consagró tanto tiempo a su estudio delei­table. Lo atestiguan tus versos, que si no llevasen tu nombre, negaría que los compuso un joven de Tra­cia. Bajo tal aspecto, Orfeo no ha sido el único vate; la tierra Bistonia se enorgullece también con tu ins­piración. Cuando el coraje te incita a tomar las armas y teñir las manos en la sangre del enemigo, si lo impone la necesidad, sabes arrojar el dardo con ro­busto brazo y refrenar con destreza el fogoso corcel; mas luego que has dado a los ejercicios de tu padre el tiempo que reclaman, y que tus hombros se aligeran de tan pesada carga, para no consumir en indolente sueño tus ocios, por el cultivo de las Mu­sas te abres camino hacia los astros rutilantes. Este culto forja entre nosotros un lazo de unión: los dos estamos iniciados en los mismos misterios. Como poeta, extiendo mis brazos en ademán de súplica al poeta, para implorar que su tierra acoja benigna a un desdichado. Yo no vine a las tierras del Ponto acusado de homicida, ni mis. manos confeccionaron ningún letal veneno, ni sufrí el castigo del que pone su sello en apócrifas escrituras, ni cometí viles ac­ciones que la ley prohibiese, y, no obstante, tengo que confesar mi delito, más grave que todos éstos. No me preguntes cuál; escribí un Arte insensato, y eso impide que mi mano se considere inocente; no pretendas inquirir si he pecado en otro terreno, y que toda mi culpa recaiga sobre El Arte de amar.

Sea lo que quiera, experimento la cólera de un juez harto moderado, que no me privó más que el residir en la tierra natal. Puesto que carezco de ella, que tu vecindad, al menos, me consienta vivir segu­ro. en una región aborrecida.

X


A MACER

Macer, dime, ¿reconoces que Nasón te escribe esta epístola por la imagen grabada en el sello? Si el anillo no se revela su autor, ¿puede ocultársete la mano que ha trazado las letras? Acaso el transcurso del tiempo borró de tu memoria su recuerdo, y tus ojos no caigan en la cuenta de los caracteres vistos tantas veces. Mas poco importa que te hayas olvida­do por igual del sello y de la mano, siempre que no se debilite el afecto que sientes por mí. Lo debes a la amistad que de largo tiempo nos profesamos, a mi esposa, no extraña a tu familia, y a los estudios, que cultivaste con más prudencia que yo; pues avisado, no escribiste ningún Arte digno de castigo. Tú can­tas lo que olvidó el inmortal Homero, y llevas hasta su fin el relato de la ruina de Troya. Nasón, poco prudente, por haber escrito El Arte de amar, recibe hoy el triste premio de sus lecciones. Sin embargo, los poetas, aunque siga cada cual rutas diferentes, únense con lazos sagrados; sospecho que los tienes presentes, bien que vivamos lejos el uno del otro, y que deseas verme libre de mis trabajos. Tú fuiste mi guía al visitar juntos las magníficas ciudades de Asia, y me acompañabas cuando la Sicilia se descubrió ante mis ojos. Vimos resplandecer el cielo con las llamas del Etna, que vomita de su boca el gigante sepultado en el monte; los lagos de Ennia, los pan­tanos fétidos de Palico, el Anopo, que mezcla sus aguas a las del Ciane, y no lejos a la Ninfa que hu­yendo del río Elida se desliza ahora por debajo de las marinas olas. Allí dejé resbalar una gran parte del año fugitivo, y cuán poco se asemeja aquel lugar al país de los Getas, y cuán poca parte son éstas de las grandezas que vimos ambos en las excursiones que tú me hacías tan deleitosas. Ya en nuestro barco pintado surcásemos las cerúleas ondas, ya el carro nos condujese en su rueda veloz, abreviábamos casi siempre el viaje con amenas conversaciones, y nuestras palabras, si las cuentas bien, fueron más numerosas que nuestros pasos. A veces nos sor­prendía la noche conversando, y los largos días esti­vales terminaban antes que nuestros coloquios. Algo vale haber corrido juntos los peligros de las olas y elevado juntos nuestros votos a los dioses marinos, y ya tratar unidos los negocios importantes, ya re­cordar, sin avergonzarnos de ello, las diversiones a que después nos entregábamos.

Si recuerdas estos tiempos, tus ojos me verán a todas horas, aunque me halle ausente, como enton­ces me veían, y yo, relegado a los postreros confines del mundo, bajo la estrella Polar que permanece in­móvil sobre las líquidas ondas, te veo también como alcanzo en mi imaginación, y bajo este cielo helado converso muchas veces contigo. Vives aquí, y lo ig­noras; bien que ausente, la celebridad te conduce a mi lado: te veo salir de Roma y arribar al país de los Getas. Págame en la misma moneda; y puesto que tu residencia es más dichosa que la mía, haz por no apartarme nunca de tu memoria y tu corazón.

XI


A RUFO

Nasón, el autor de un Arte bien poco afortuna­do, te envía, Rufo, esta obra que compuso en breví­simo tiempo, para advertirte que todavía me acuerdo de ti, aunque vivimos separados por el mundo entero. Antes me olvidaré de mi propio nombre que arroje del corazón tu piadosa amistad, y mi alma volará en los vacíos aires antes que deje de reconocer los beneficios de ti recibidos. Llamo gran beneficio a las lágrimas que inundaron tus mejillas cuando secaba las mías la intensidad del dolor; lla­mo gran beneficio a los consuelos que ofreciste a mi profunda tristeza, aliviando a la par tu pecho y el mío. Cierto que mi esposa es digna de alabanza por sí misma, pero tus advertencias contribuyen a digni­ficarla más. Yo me regocijo de que seas para mi es­posa lo que fue Cástor para Hermíone, y Héctor pa­ra Julo; ella se esfuerza en igualar tu honradez, y con su conducta acredita que corre tu sangre por sus ve­nas; así, lo que había de hacer sin extraños estímu­los, lo realiza mejor alentada por tus consejos. El corcel brioso y resuelto por sí a conquistar la palma de la carrera, redobla su ardor si le animan con los gritos. Además cumples los encargos del amigo ausente con fidelidad escrupulosa, y no te pesa sobre­llevar ninguna obligación. Que los dioses te premien, puesto que yo no puedo, como te premia­rán si tus piadosas acciones no se ocultan a sus mi­radas; y ojalá las fuerzas del cuerpo respondan a tus nobles cualidades, ¡oh Rufo, la gloria mayor del país de Fundi!

LIBRO TERCERO

EPÍSTOLA I


A SU ESPOSA

¡Oh mar que atravesó por vez primera la nave de Jasón, tierra sin vagar, azotada por feroces ene­migos y horribles nevascos!, ¿cuándo llegará el día en que Ovidio os abandone, obligado a trasladarse a región menos hostil? ¿Por ventura he de vivir siem­pre entre estos bárbaros y habré de ser sepultado en el suelo de Tomos? Comarca del Ponto, siempre hollada por el rápido corcel del enemigo que te cir­cunda, permíteme decir en paz, si la paz es posible en tus hábitos, que constituyes la parte más intole­rable de mi duro destierro. Tú agravas excesiva­mente mis males; tú ni sientes el hálito de la primavera ceñida con guirnaldas de flores, ni ves el cuerpo medio desnudo del segador, ni el otoño te brinda sus uvas entre los pámpanos, sino que en todas las estaciones horripilas con tu frío insoportable. Tú cristalizas las aguas del mar que te baña, y a me­nudo el pez surca las ondas encerrado bajo una capa de hielo. No te enriquecen fuentes de agua que no sepa a salada, y es dudoso si calma o irrita la sed de quien la bebe; en tus campos dilatados es rarísimo e infructuoso el árbol que se descubre, y la tierra viene a parecer una imagen del mar; nunca oyes el canto de las aves, si no es de aquellas que huyen de las sel­vas y acuden con roncos graznidos a beber en las ondas marinas; el triste ajenjo se yergue en tus esté­riles planicies, amarga cosecha y propia del suelo que la produce; júntense a los continuos sobresaltos los muros combatidos por un enemigo que tiñe sus saetas con mortífera ponzoña, y el apartamiento del país, inaccesible a todos, donde ni la tierra ofrece seguridad al caminante, ni el mar a las naves. ¿Será de extrañar que, anhelando el fin de tantas contra­riedades, suplique una y mil veces que se me señale otra residencia? Más de admirar es que no consigas, esposa mía, tal merced, y que puedas contener un momento las lágrimas considerando mí triste situa­ción. Me preguntas qué debes hacer: pregúntatelo a ti misma, y lo sabrás, si en realidad quieres saberlo. Querer es poco: conviene que lo desees con ardor para lograr tu propósito, y que este cuidado te quite las horas del sueño; sé que lo mismo quieren mu­chos, ¿pues quién habrá tan enconado conmigo que me desee la vida del destierro privado de reposo? Necesito que lo hagas de todo corazón, con todas tus fuerzas, trabajando en mí favor sin descanso no­che y día. Aunque otros ayuden, tú debes sobrepujar a los amigos y, como esposa, acudir la primera a de­fenderme. Mis escritos te obligan a representar un papel de importancia: en ellos afirmo que eres el de­chado de la buena esposa. No decaigas de este con­cepto, procura que mis elogios resulten verdaderos, y así mantendrás tu reputación. Cuando yo no me quejase, la fama se quejaría, haciendo befa de mi si­lencio, si no mereciese de ti los solícitos cuidados que me debes. La fortuna me expuso a las mirada s del pueblo, dándome la notoriedad que antes no te­nía. Capaneo se hizo más célebre por haberle herido el rayo, y Anfiarao más famoso por habérselo, tra­gado la tierra con sus corceles. Sería menos conoci­do Ulises a no haber vagado por los mares, y Filotectes conquistó la celebridad gracias a su heri­da. Si queda lugar para un modesto nombre entre éstos tan ilustres, también yo atraeré las miradas con motivo, de mi destierro. Tampoco consentirán mis libros que pases ignorada, y ya les debes una nom­bradía no inferior a la de Batis de Cos. Tus acciones serán representadas en un vasto teatro, y tu piedad conyugal tendrá numerosos testigos. No lo, dudes: cuantas veces te ensalzo en mis versos, la que lee tus alabanzas pregunta si las mereces. Y como muchas, a mi juicio, alientan tus virtudes, así hay no pocas que se gozarían en criticar tu conducta; por eso has de esforzarte en que la envidia no pueda decir: «Esta anda poco, solícita por salvar a su mísero esposo.»

Ya que me siento desfallecer e incapaz de dirigir el carro, procura sostener tú sola el débil yugo. En­fermo y agotado, vuelvo los ojos hacia el médico; asísteme mientras conserve el último aliento de vida. Quiero que me prestes los auxilios que te daría si fuese más vigoroso, ya que eres tú la más fuerte. Esto lo reclama nuestro mutuo amor, el pacto con­yugal, y lo exige, esposa mía, tu proceder intachable, como también la familia a que perteneces, para hon­rarla con tus esfuerzos no menos que con tus pren­das excelentes. Si olvidas la abnegación de esposa, aunque hagas prodigios, nadie osará creer que culti­vas la amistad de Marcia. No soy indigno de tu afecto, y si quieres confesar la verdad, dirás que me­rezco de tu parte la mayor gratitud. Cierto que me vuelves con usura la deuda, y la envidia, aun que­riendo, no sabría encarnizarse contigo. Sin embargo, a tus pasados servicios añade este otro: que mis des­gracias te infundan gran atrevimiento y trabajes por que me releguen a tierra menos dañosa: así habrás cumplido todos tus deberes.

Mucho pido, pero tus súplicas desarmarán el odio, y cuando no consigas tu pretensión, la repulsa no te expondrá al peligro. No te enojes conmigo si te exhorto tantas veces en mis versos a que hagas lo que haces seguramente, y a que seas siempre la misma. El sonido de la trompeta suele enardecer a los bravos, y el caudillo con sus voces incita el co­raje de los combatientes. Tu honradez es bien co­nocida, y vivirá largos siglos: que tu constancia no aparezca inferior á tu honradez. En mi defensa no tienes que empuñar la segur de las Amazonas, ni manejar con diestra mano el recio escudo; tienes, sí, que implorar de un numen, no que me sea favora­ble, sino que temple la cólera que antes descargó sobre mí. Si no recabas favor alguno, las lágrimas te ayudarán a obtenerlo: no acertarás con mejor recur­so para ganarte a los dioses, y mis desdichas se en­cargarán de que asomen a tus ojos. A la que se llama mi esposa nunca le faltan motivos de llanto; temo, según van mis negocios, que llores toda la vida: tales son las riquezas que te suministra ¡ni fortuna. Si mi muerte hubiera de redimirse con la tuya, sacrificio que me repugna, sería la esposa de Admeto el ejem­plo que imitaras, y te transformarías en la rival de Penélope si, fiel a tus deberes, intentases engañar con honesto fraude a tus importunos pretendientes; si acompañases a la tumba los Manes de tu marido, caminarías por las huellas de Laodamia, y ante tus ojos aparecería la hija de Ifias, resuelta a entregar el cuerpo a las llamas de mi pira; mas no hay necesi­dad de la muerte, ni de la tela de la hija de Icario: basta que tus labios importunen a la hija de César, tan excelsa por su virtud, que no permite a los pasa­dos siglos disputar a los nuestros la palma de la cas­tidad. Ella reúne la hermosura de Venus a las virtudes de Juno, y es la única digna de acostarse en el tálamo de un dios. ¿Por qué tiemblas?; ¿porque te detienes en correr a su palacio? No vas a conmover con tus voces a la impía Procne, ni a la hija de Etes, ni a la nuera de Egipto, ni a la cruel esposa de Aga­menón, ni a Escila, que espanta con sus caderas las olas de Sicilia, ni a la madre de Telegón, diestra en mudar las figuras de los hombres, ni a Medusa, que lleva los cabellos entrelazados de serpientes; sino a la principal de las mujeres, a la que nos persuade que la fortuna tiene ojos, aunque sin razón la acusan de ciega. Desde el Occidente hasta la Aurora, ex­cepto César, el mundo entero no se envanece con mujer más esclarecida. Acecha el momento propicio a tus ruegos, y no salga la nave del puerto si el mar ruge alborotado. No siempre los oráculos dan las sagradas respuestas, y los mismos templos no se abren a las mismas horas. Cuando la ciudad goce el estado que supongo al presente, y ninguna aflicción entristezca las caras de sus habitantes; cuando en la casa de Augusto, que merece los honores del Capi­tolio, reinen la alegría y la paz, y ojalá reinen siem­pre, quieran entonces los dioses facilitarte el oportuno acceso, y entonces no dudes del éxito que alcanzarán tus pretensiones. Si la distraen asuntos de importancia, difiere la presentación; no sea que el apresuramiento arruine mis esperanzas. No por eso te ordeno que solicites su favor el día en que la ha­lles desocupada; apenas dispone de tiempo libre pa­ra arreglar su tocado. Cuando asedien su palacio los respetables senadores será la ocasión de acercarte a ella a través de todos los obstáculos, y cuando hayas conseguido llegar a la presencia de esta Juno, no ol­vides el papel que te toca representar. No defiendas mi delito, una mala causa reclama el silencio, y sue­nen tus palabras como ardientes plegarias. Entonces no contengas las lágrimas, y prosternada en el suelo, extiende los brazos a tos pies de la inmortal, y no le pidas más que verme alejado de un cruel enemigo: bastante tengo con sufrir la enemistad de la fortuna. Otras recomendaciones me ocurren, pero turbada por el respeto, apenas acertarían a pronunciar esas palabras tus trémulos labios: sospecho que esto no te acarreará daño alguno; importa que ella sienta que su majestad te anonada. No me perjudicará que en­trecorten las palabras tus sollozos; a veces las lágri­mas tienen más peso que los ruegos. Escoge asimismo un próspero día que aliente tu empresa, y que la favorezcan una hora conveniente y un presa­gio feliz. Pero antes enciende el fuego en los sacros altares, y ofrece incienso y vino puro a los grandes dioses, y sobre todos adora al numen de Augusto, a su piadoso hijo y a la compañera de su tálamo. Ojalá se muestren contigo tan benévolos como acostumbran y miren tus lágrimas con el rostro en­ternecido.

II


A COTA

Celebraré, Cota, que la salud que te envío en la presente carta la goces tan perfecta como deseo así, aliviarás mucho mis tormentos, pues tu salud es la mejor parte de mí mismo. Mientras algunos se aco­bardan y abandonan mis velas al furor de la tem­pestad, tú resistes como la única áncora de mi nave destrozada. Agradezco infinito tu amistad, y perdo­no a los que me volvieron la espalda en la adversa suerte. El rayo, aunque hiera a uno solo, aterra a muchos, y estremece de espanto a la turba que se congrega en torno del herido. Cuando un muro amenaza desplomarse, el temor nos aparta con presteza del peligro. ¿Qué persona algo tímida no huye del enfermo contagioso, temiendo contraer la enfermedad que padece? De igual modo algunos de mis amigos me desampararon, por exceso de miedo y aun temor no por odio. No les faltó el cariño ni la voluntad de servirme, pero les asustó la cólera de los dioses. Cuanto más, deben llamarse cautos y tími­dos, sin merecer que se les tenga por malvados.

De esta manera excusa mí bondad la flaqueza de los caros amigos, dispuesta a absolverlos por su parte de toda acusación. Queden satisfechos de mi indulgencia, y puedan afirmar que mi testimonio disculpa su proceder. Mas algunos pocos tan leales como tú, estimasteis deshonroso no prestarme ayu­da en la adversidad, y vivid seguros de que sólo ol­vidaré vuestros beneficios el día que mi cuerpo, consumido, se reduzca a cenizas. Me equivoco; este recuerdo será más permanente que mi vida si la posteridad llega a leer mis escritos. La funesta ho­guera reclama los cuerpos exánimes, mientras la glo­ria y la nombradía se libran de las llamas. Murió Teseo, murió el compañero de Orestes; pero uno y otro viven en las alabanzas a sus nombres tributa­das: así también nuestros últimos descendientes en­comiarán vuestras acciones, y en mis poesías resplandecerá vuestra gloria. Aquí mismo los Getas y Sármatas ya os conocen, y sus hordas bárbaras en­salzan vuestro aliento generoso. Relatándoles yo ha-ce poco vuestros nobles hechos, pues he aprendido a hablar los idiomas de entrambos pueblos, un viejo que al azar se hallaba entre el concurso, respondió con tales palabras a las mías: «Extranjero, también nosotros conocemos el nombre de la amistad, aun­que habitamos lejos de vosotros las riberas heladas del Íster. Hay una región de Escitia por los antiguos llamada Táurida, y no muy distante del país de los Getas; allí nací yo, y no me avergüenzo de mi patria; sus habitantes rinden culto a la diosa hermana de Febo; aun subsiste su templo sostenido en podero­sas columnas, y se penetra en él subiendo cuarenta gradas. Es fama que allí se alzaba una imagen de la divinidad venida del cielo, y para que no lo dudes, todavía permanece la base que sustentaba el simula­cro de la diosa. El ara, deslumbrante con la blancura de la piedra, perdió su color enrojecida por la sangre que en ella se vertía. Preside los sacrificios una mu­jer que desconoce la antorcha de Himeneo, y aven­taja en nobleza a las doncellas de Escitia. La ley de los ritos, que establecieron los antepasados, ordena que todo extranjero caiga herido por el cuchillo de una virgen. Toas, ilustre en las orillas de la laguna Meotis, gobernaba, el reino, y ningún otro obscure­cía su notoriedad en las riberas del Euxino. En los días que empuñaba el cetro no sé qué virgen llamada Ifigenia, atravesó el éter fluido y depuso a Diana en estos lugares, conduciéndola bajo una nube a fa­vor de los vientos por la superficie del piélago. Des-de muchos años ella presidía en el templo los ritos y prestaba de mal grado su mano a tan tristes sacrifi­cios, cuando he aquí que arriban dos jóvenes en na­ve de rápidas alas y huellan con su planta nuestro litoral; los dos de la misma edad, y unidos por igual afecto: el uno se llamaba Orestes y el otro Pílades; la fama conserva sus nombres. Al momento, con las manos sujetas a la espalda, son conducidos al ara sangrienta de Diana; la sacerdotisa griega derrama sobre los cautivos el agua lustral antes de ceñir lar­gas ínfulas a sus rubias cabelleras. Mientras prepara el sacrificio y ata las vendas a sus sienes, halla a cada instante motivos que retrasen la ejecución. «Perdo­nad, jóvenes -les dice -; Yo no soy cruel, pero me veo obligada a realizar estos sacrificios más bárbaros que el país en que se ejecutan: son leyes de esta gente. Mas, decidme, ¿de qué ciudad llegasteis?; ¿hacia dónde os dirigíais en vuestra infausta nave?» Dijo, y así que la piadosa virgen oyó el nombre de su patria, dióse cuenta de que habían nacido en la misma ciudad donde ella viera la luz, y exclama: «El uno de vosotros caerá víctima ante el ara de la dio­sa, y el otro llevará la noticia a la mansión de sus padres.» Pílades, dispuesto a morir, pretende que vaya su querido Orestes; éste lo rehúsa, y el uno y el otro pugnan ofreciéndose a la muerte. Fue la única ocasión en que no anduvieron concordes; en las demás nunca discreparon alterando su fiel amistad. En tanto que los generosos mancebos. luchan en aquel certamen de abnegación, ella traza breves pa­labras dirigidas a su hermano; ella daba órdenes para el mismo, y aquel que las recibía, admira los azares de los hombres, era su propio hermano. Sin demora quitan del templo la estatua de Diana y secreta-mente huyen en su nave por la inmensa llanura. Aunque han transcurrido tantos años, la desintere­sada amistad de aquellos jóvenes todavía se recuerda con admiración en Escitia.

Cuando acabó de contar este suceso de todos conocido, todos aplaudieron el proceder y noble fi­delidad de los mismos; y es que aun en estas playas, las más feroces del mundo, el nombre de la amistad exalta los bárbaros corazones. ¿Qué no debéis ha­cerlos que nacisteis en la capital de Ausonia, cuando tales hechos conmueven a los crueles Getas? Ade­más, tu propensión se inclina siempre a los senti­mientos tiernos, y en tu carácter se revela tu alta prosapia, que no desmentirá Voleso, tu antepasado por la línea paterna, ni Nenna, de quien desciendes por la parte de madre, que aplaudirían ver unido el de Cota a sus ilustres nombres, pues sin tu enlace hubiese perecido tan noble casa. Digno heredero de tus insignes abuelos, piensa que el socorrer al amigo desvalido cuadra perfectamente a las virtudes de tu familia.

III


A FABIO MÁXIMO

Máximo, astro brillante de la casa de los Fabios, óyeme ahora, si concedes un momento de atención a tu desterrado amigo, y te relataré lo que vi, ya fue­se una sombra vana, ya un ser real, ya la imagen de un sueño. Era de noche, y la luna penetraba por los batientes de mis ventanas, tan espléndida corno suele brillar a mediados de mes. El sueño, general descanso de las cuitas, se había apoderado de mí, y mis miembros se extendían lánguidamente sobre el lecho, cuando de súbito el aire resuena agitado por unas alas, y golpea la ventana produciendo un leve gemido. Me levanto asustado, apoyo el cuerpo so­bre el brazo izquierdo, y el sueño huyó por el sobre­salto que me embargaba. Tenía al Amor en mi presencia, no con el semblante de otros tiempos, sino triste y puesta la mano izquierda sobre un bas­tón de acebo.

Ni lucía el collar en la garganta, ni la cinta suje­taba su cabellera, menos bien peinada que de cos­tumbre; sobre el rostro demudado caíanle en desorden sus finísimas hebras, y una de sus alas ofrecióse a la vista erizada, cual suele quedar el plu­maje de aérea paloma infinitas veces manoseada. Apenas le reconocí y nadie me es más conocido; mi lengua sin freno le habló en estos términos: « ¡Oh niño, que engañaste al maestro ocasionándole el destierro, a quien me fuera más útil no instruir con lecciones!, ¿por fin has llegado aquí, donde nunca reina la paz y el hielo encadena las ondas del Íster que baña estas bárbaras comarcas? ¿Qué te impulsó a venir sino el deseo de contemplar mis males, que, si lo ignoras, te han hecho para mí odioso? Tú me dictaste el primero juveniles cantos, y uní bajo tu dirección a los versos de seis los de cinco pies; tú no consentiste que me elevase a la altura del vate de Meonia, ni ensalzase las hazañas de los ínclitos cau­dillos. Tu arco y tus antorchas enervaron la fuerza de mi ingenio, débil acaso, pero de algún valor; pues mientras glorificaba tu imperio y el de tu madre, re­traías mi ánimo de componer poemas de mayor trascendencia. Y no fue esto sólo: en mi necedad compuse versos dándote lecciones para que apare­cieses menos rudo, y a ellas, desdichado de mí, debo el destierro como recompensa en los últimos confi­nes del orbe, que desconocen las dulzuras de la paz. No fue tal Eumolpo el hijo de Quione con respecto a Orfeo, ni Olimpo con el Sátiro de Frigia, ni Qui­rón recibió de Aquiles semejante premio, ni se dice tampoco que Numa persiguiese a Pitágoras. Y por no recordar los nombres célebres en el transcurso de las edades, yo solo fui víctima de mi, propio dis­cípulo, mientras ponía en tu mano las armas, mien­tras te aleccionaba, joven travieso, con mi doctrina: he aquí los dones que el maestro ha recibido de su alumno. Sin embargo, tú lo sabes, y puedes jurarlo con certeza, jamás enseñé a mancillar el tálamo de los desposados. Escribíamos para aquellas que ni sujetan con las cintas sus púdicos cabellos, ni cubren sus pies con la larga estola. Vaya, dime, ¿cuán­do aprendiste en mi escuela a seducir a las casadas ni a hacer por mí mandato incierta la paternidad de los recién nacidos? ¡Pues qué!, ¿no impedí severa­mente la lectura de mis libros a cuantos la ley prohíbe los amores clandestinos? ¿Y de qué me aprovecha esto, si se me acusa de haber incitado al adulterio, que una ley severa castiga? Mas tú, y así tus flechas traspasen todos los corazones, y jamás se extinga el rápido fuego de tus antorchas, y así César, tu sobrino, puesto que Eneas es hermano tuyo, rija el Imperio y someta todos los pueblos, impide que su cólera sea implacable conmigo, y decídele a casti­gar mi falta en país menos odioso. De este modo creí hablar al rapazuelo volador, y me pareció oír de sus labios las siguientes palabras: «Por los dardos que lanzan mis antorchas y los que vibran mis sae­tas, por mi madre y la cabeza de César, juro que na­da de ¡legítimo aprendí en tus lecciones, y que en tu Arte no descubrí nada culpable. Ojalá con lo éste pudieses defender otros hechos punibles; ya sabes que cometiste uno que te Perjudicó notablemente, sea el que quiera, porque no debo recordar tal dolor, y tampoco puedo afirmar que no hayas delinquido; aunque disfraces tu crimen con la apariencia de un error, la cólera de tu juez no fue más lejos de lo que merecías, lo cual no impidió que por visitarte y con-solar tu desventura, mis alas se hayan deslizado en rutas interminables. Visité estos lugares por vez primera, cuando a los ruegos de mi madre atravesé con mis flechas a la hija de Fasias. Ahora vuelvo a visitarlos después de mucho siglos por ti, uno de los soldados predilectos de mi hueste. Ea, depón el miedo; la cólera del César se templará, y una hora feliz dejará cumplidos tus votos. No ternas largas demoras, se, aproxima el tiempo que anhelamos; el triunfo del príncipe difunde por todas partes la ale­gría. Cuando tu familia, tus hijos y tu madre Livia se alborozan, como tú mismo, padre insigne de la pa­tria y del triunfador; cuando el pueblo te rinde ac­ciones de gracias, y en todas las aras de la ciudad se quema el odorífero incienso; cuando el templo que infunde más veneración permite un fácil acceso, de esperar es que se oigan nuestras preces.» Dijo, y al punto se desvaneció en las tenues auras, o comen­zaron a despertarse mis sentidos. Antes, Máximo, que dude de tu aprobación a estas palabras, creeré que los cisnes tienen el tinte de Memnón; pero ni la leche muda su color en el de la negra pez, ni el blanco marfil se trueca en el oscuro terebinto.

No desmientes con el carácter tu linaje, y com­pites con Hércules en la nobleza y lealtad del cora­zón.

La envidia, vicio de los ruines, no cabe en almas generosas, y, como la víbora, se arrastra y esconde en la tierra. Tus altos pensamientos se elevan por encima de tu alcurnia, y el nombre que llevas no amengua el lustre de tus talentos: que otros ator­menten a los miserables, gocen de ser temidos y se armen de dardos bañados en hiel corrosiva; pero tu casa acostumbra favorecer a los suplicantes, y en el número de ellos te ruego que me cuentes.

IV


A RUFINO

Tu amigo Nasón te envía desde la ciudad de Tomos estas frases que te desean cumplida salud, y te suplica, Rufino, que acojas benévolo su Triunfo, si ha llegado a tus manos. Es una obra modesta que no corresponde a la grandeza del asunto; mas te pido que la protejas, valga lo que valiere. La salud se sostiene por sí misma, y no acude a ningún Macaón: sólo el enfermo de cuidado recurre al auxilio de la Medicina. Los eximios poetas no necesitan al lector indulgente, porque dominan a los más rebeldes y descontentadizos. Yo, que siento mí ingenio abatido por incesantes dolores, o que tal vez no lo haya te­nido nunca, con mis escasas fuerzas espero la salud de tu bondad, si me la niegas, creeré que todo se me ha arrebatado. El conjunto de mis obras reclama favor y benignidad; pero ninguna como este libro tiene tanto derecho a la indulgencia. Otros vates describieron el espectáculo del triunfo, y no vale poco que la memoria guíe la mano al narrar lo que se ha visto; Yo escribo lo que mi ávido oído, apenas recogió en los públicos rumores, y sólo vi por los ojos de la fama. ¿Podrá igualarse mi estro y fer­viente entusiasmo al de aquel que todo lo ha oído Y todo lo ha visto? No me quejo de no haber admira­do el fulgor de la plata, el oro y la púrpura que os deslumbraron; pero las imágenes de los lugares, las gentes de mil diversos aspectos y las mismas batallas hubiesen alentado mi inspiración, a la vez que los semblantes de los reyes, fieles retratos del alma, me habrían ayudado en la realización de mi poema. Cualquier vate puede enardecerse oyendo los aplau­sos del pueblo y los entusiastas vítores; yo con tal clamoreo habría cobrado el aliento del soldado bi­soño cuando oye el toque de la trompeta. Aunque mi corazón estuviese más frío que la nieve y el hielo, y más que esta región que por mi daño padezco, el rostro del caudillo, de pie en su ebúrnea carroza, habría sacudido el frío de todos mis miembros. Sin tales elementos, y valiéndome de confusas noticias, me acojo con derecho al auxilio de vuestro favor. Desconozco los nombres de los caudillos, y, los lu­gares y el asunto casi se me escapan de las manos. ¿Qué parte de tan magnos sucesos pudo referirme la fama o comunicarme algún amigo? Por esto, lec­tor, debes perdonarme si erré en algo o lo pasé por alto. Además, mi lira, habituada a las incesantes quejas de su dueño, se resiste a acompañar festivas canciones. Apenas se me ocurrían palabras felices, después de tantas lamentaciones, y el regocijo venía a ser para mí una cosa harto extraña. Como por falta de costumbre temen los ojos mirar al sol de frente, así no osaba mi espíritu embriagarse de contento. También la novedad es siempre lo que más sorprende, y no logra favor el servicio que la demora retrasa. Sospecho que el pueblo ha saborea­do ya de largo tiempo los demás poemas escritos a competencia sobre este magnífico triunfo; el lector los apuró sediento, y mi copa lo encuentra satisfe­cho: bebió un agua fresca, y la que le brindo ya co­mienza a entibiarse. No fui yo el remiso, ni la desidia ocasionó mi tardanza, sino el vivir extrañado en las últimas tierras que azota el inmenso Océano. Mientras se susurra la noticia, y compongo deprisa los versos, y los remito acabados, ha podido trans­currir un año, y no es de poca entidad que cojas el primero la rosa intacta, o que alargues la tardía ma­no a la que quedó olvidada en el rosal. ¿Y habrá quien admire, cuando se han cogido todas las flores del jardín, que no pueda entretejer la corona digna del esforzado caudillo? Deseo que ningún vate con­sidere dicho esto contra su poema; mi Musa habla en la propia defensa. Poetas, son sagrados los lazos que me unen a vosotros, si le es permitido a un mí­sero formar en vuestros coros. Amigos, vivisteis conmigo la mejor parte de mi ser, y nunca me he separado de vosotros ni dejé de amaros. Sean mis versos recomendados por vuestro favor, puesto que no me es lícito salir a su defensa. Los libros apenas se alaban tras la muerte del autor, porque la envidia se goza en perseguir a los vivos y clavarles el inicuo diente. Si vivir mal es una especie de muerte, la tie­rra aguarda mis despojos y sólo falta el sepulcro a mi triste destino. Por lo demás, no habrá nadie que reprenda mi ocupación, aunque se censuren en mu­chas partes los frutos de mis desvelos. Si me faltan las energías, al menos la voluntad es acreedora de alabanzas, y pienso que con ella se dan los dioses por satisfechos. Ella hace que el pobre sea bien aco­gido en el templo, y con la ofrenda de una cordera obtenga lo mismo que si sacrificase un toro. Asunto tan grandioso habría abrumado al sublime cantor de La Ilíada. El débil carro de la elegía no era capaz de soportar con sus ruedas desiguales el enorme peso de este triunfo. Ahora me hallo indeciso acerca del metro que deba preferir, pues tu conquista, ¡oh Rhin!, nos anuncia nuevas victorias. Los presagios de los veraces poetas nunca dejan de realizarse; es­tando aún verde el primero, hemos de ofrecer a Jo­ve un segundo laurel. No soy yo quien lo dice; yo, relegado a las márgenes del Íster, cuyas aguas beben los Getas mal domados: es la voz de un dios que resuena en mi pecho, y vaticino y afirmo lo que él me revela. ¿Por qué, Livia, te detienes en preparar el carro y la pompa triunfal?; los éxitos de la guerra no permiten la menor demora. La pérfida Germanía arroja las armas por ella condenadas, y acabas reco­nociendo la veracidad de mis presagios. No lo du­des: los sucesos me acreditarán pronto, tu hijo recibirá segunda vez este honor y será de nuevo conducido en el, carro triunfal. Apresta la púrpura que ha de cubrir sus hombros victoriosos; la misma corona reconocerá la cabeza en que ya resplandeció. Que el escudo y el yelmo deslumbren con el oro y las piedras preciosas, y álcense en trofeos las armas de los guerreros vencidos; que el marfil represente sus ciudades ceñidas de muros y torres, y el fingido espectáculo parezca una visión de la realidad; que el Rhin doliente esparza en desorden sus cabellos bajo las rotas cañas, y revuelva sus aguas teñidas de san­gre. Los reyes cautivos demandan sus bárbaras in­signias y sus estofas, más ricas que su presente fortuna. Dispón el aparato que el valor invencible de los tuyos te reclamó tantas veces y otras tantas has de preparar. ¡Oh dioses, por cuyas órdenes hemos revelado el oculto porvenir!, os suplico que acreditéis pronto con los faustos sucesos mis pro­nósticos.

V


A MÁXIMO COTTA

¿Quieres saber de dónde te llega la epístola que lees? De aquel lugar en que el Íster se mezcla a las cerúleas olas. Conocida la región, debes reconocer al autor, el poeta Nasón, castigado por su propio in­genio, que te envía, Máximo Cotta, desde el país de los feroces Getas, la salud que quisiera mejor de­searte personalmente. He visto, ¡oh joven, que riva­lizas con la elocuencia de tu padre!, el discurso magnífico que pronunciaste en el Foro, y aunque lo leí con rapidez durante largas horas, éstas me han parecido muy breves; pero las he prolongado rele­yéndolo varias veces, y siempre lo hallé tan ameno como en la primera lectura; y cuando leído una y otra vez nada pierde de su encanto, es que sorpren­de por el mérito y no por la novedad. ¡Felices los que te lo oyeron pronunciar y gozaron la dicha de tu voz elocuente! Por dulce que sea el sabor del agua que se nos sirve, lo es más todavía el de la que se bebe en la misma fuente; nos place más coger el fruto de la corva rama, que tomarlo de un plato cin­celado. ¡Ah!, si yo no hubiese delinquido, si mi Mu­sa no me lanzara al destierro, habría escuchado de tus labios el discurso que leí, y acaso elegido entre los centumviros, cual en otras ocasiones, hubiera sido el juez de tus argumentos, y sintiera la mayor dicha mi corazón al ceder a tu persuasiva palabra y concederte mi sufragio. Mas ya que el destino quiso que viviese entre los inhumanos Getas, privado de la patria y de vuestra compañía, al menos te suplico, esto me es permitido, que me remitas los frutos de sus estudios; leyéndolos con afán asiduo, imaginaré encontrarme más cerca de ti. Sigue mi ejemplo, si no lo desdeñas; y eso que mejor debieras ser tú mi modelo. Yo, Máximo, que hace tiempo he muerto para vosotros, me esfuerzo en no perecer del todo con los partos de mi numen. Págame del mismo modo, y que mis manos reciban con frecuencia los frutos de tu talento, que han de serme gratísimos. No obstante, dime, ¡oh joven entregado a los mis­mos estudios!, ¿nuestras inclinaciones iguales no te obligan a acordarte de mí? ¡Pues qué!, cuando reci­tas a tus amigos los versos recién acabados, o, como sueles a menudo, exiges que te reciten los suyos, ¿no se lastima a ratos tu corazón, sin percatarse de lo que le falta? Lo adivino : sientes un vacío imposi­ble de llenar.

Dime, como solías hablar tanto de mí en pre­sencia, el nombre de Nasón brota ahora lo mismo de tus labios? Perezca de una vez atravesado por las flechas de los Getas (y ya ves cuán cerca amenaza el castigo del perjurio) si, a pesar de la ausencia, no te veo casi en todos los instantes; porque, gracias a los dioses, el pensamiento vuela adonde quiere. Cuando en sus alas, y no visto de nadie, llego a Roma, hablo contigo muchas veces, y otras tantas me recreo en tu conversación. Entonces me es difícil expresar el júbilo que experimento y lo dichosas que resbalan las horas de mi vida; entonces, puedes creerlo, me figuro que soy recibido en la celeste mansión y con­verso con los dioses inmortales. Luego, al volver aquí, abandono el cielo y sus dioses; la tierra del Ponto dista poco de la Estigia; si pretendo abando­narla contra los decretos del destino, Máximo, lí­brame de esa esperanza irrealizable.

VI


A CIERTO AMIGO

Nasón envía desde las playas del Euxino esta breve carta al amigo a quien no osa nombrar; pues si mi diestra poco precavida escribiera tu nombre, acaso mi oficiosidad provocase tus quejas. ¿Por qué cuando los demás no ven en ello ningún peligro, eres tú el único que suplicas no te descubra en mis versos? En mí puedes aprender, si lo ignoras, cuán grande es la clemencia de César en medio de su có­lera. Yo mismo no podría quitar nada al castigo que sufro si me viese forzado a juzgar mi propio delito. César no prohíbe a nadie acordarse de sus camara­das, ni me impide que te escriba ni que tú me escri­bas a mí, ni te imputará como crimen consolar al amigo, ni aliviar su adversa suerte con dulces expre­siones. ¿Por qué temes sin fundamento y haces odiosa con tus temores la providencia de los au­gustos dioses? Hemos visto más de una vez a los heridos por el rayo alentar y recobrar la vida sin que Jove se opusiese. Porque Neptuno destrozara la na­ve de Ulises, no negó Leucotoe al náufrago su soco­rro. Créeme: los dioses del cielo perdonan a los desgraciados, y no los persiguen siempre ni los abruman sin descanso. Ningún dios iguala la mode­ración de nuestro príncipe, que templa su poderío con la justicia; antes de erigir un templo de mármol a esta diosa, ya de larga fecha reinaba en el santuario de su corazón. Júpiter vibra inconsiderado sus dar-dos contra muchos que acaso no merecen por sus culpas igual castigo. Cuando el dios de los mares encrespa las implacables olas, ¿qué parte de los náu­fragos es digna de sepultarse en ellas? Cuando los más bravos sucumben en la batalla, el mismo Marte reconoce su injusticia en la elección de las víctimas; y si quieres averiguar nuestras faltas, no hallarás uno solo que niegue haber merecido el castigo que pade­ce. Hay más: las víctimas de las olas, de la guerra y del rayo no pueden restituirse de nuevo a la existen­cia; mientras César salvó a muchos o les indultó en parte la pena. ¡Ojalá sea yo uno de tantos! Y tú, vi­viendo bajo el amparo de tal príncipe, ¿recelas te­meroso conversar con un desterrado? ¡Acaso fuese justo tu miedo bajo la dominación de Busiris o del tirano que tostaba sus víctimas en el toro de bronce.

Cesa de infamar a un ánimo clemente con tus vanos temores. ¿Por qué temes peligrosos escollos en las plácidas aguas? Yo mismo apenas acierto a excusarme de haberte escrito antes sin poner tu nombre; pero el pavor me sobrecogía, privándome el uso de la razón; mi nueva desventura me impidió todo consejo, y receloso de mi fortuna, no de la cólera de mi juez, me asustaba firmar las cartas con mi nombre. Ya que estás seguro, concede en ade­lante al poeta reconocido el derecho de nombrar en sus epístolas a quienes le son caros. Vergonzoso se­ría para entrambos si, a pesar de nuestra íntimo trato, tu nombre no se leyese en ninguna página de mi libro. Y para que el miedo no llegue a perturbar tu sueño, mi amistad no irá más lejos de lo que de-seas; ocultaré quién eres mientras no me permitas la publicidad. A nadie obligo a que acepte los dones de mi estimación. Tú podrías sin riesgo amarme a la luz del día; pero si esto te asusta, ámame en secreto.

VII


A SUS AMIGOS

Ya me faltan las palabras para repetir tantas ve­ces los ruegos; ya me abochorna insistir en Súplicas inútiles. Vosotros leeréis con tedio mis monótonos dísticos, porque juzgo que os son conocidos de an­temano mis anhelos, y sabéis el contenido de mi epístola antes de romper las ligaduras que la atan. Múdese, pues, el tema de mis escritos, para no nadar siempre contra la corriente del río. Perdonad, amigos, si confié demasiado en vuestra ayuda; es una falta que debo de enmendar. No quiero que me llame importuno mi esposa, de tanta fidelidad como tímida y poco arriesgada. Tú, Nasón, sobrellevarás esta contrariedad, como sobrellevaste otras mayores tanto, que ninguna pesadumbre puede ya abatirte.

El toro, separado del rebaño, odia la reja, y su cuello novicio rehúsa el duro yugo; mas yo, a quien el des­tino tan cruelmente maltrata desde largo tiempo, no conozco mal que me coja de nuevo. Vinimos a los confines de los Getas, muramos en ellos, y acabe la Parca conmigo del modo que comenzó. Abrácense a la esperanza los que no se ven por ella siempre burlados, y expongan sus deseos los que confían lle­gar a su realización. Lo mejor sin duda es desesperar resignado de la salud y saber de una vez que se está perdido sin remedio. Vemos algunas heridas que se enconan al intentar la cura, y más valiera no haber­las tocado. Muere con menos angustias el tragado de repente por el abismo, que quien fatiga sus bra­zos luchando con las irritadas olas. ¿Por qué me forjé la ilusión de abandonar un día los límites de la Escitia y gozar de tierra más benigna? ¿Por qué es­peré nunca el lenitivo de mis males? ¿Acaso no me era bastante conocida la contraria suerte? Mis tor­mentos se agravan de día en día, y la vista de los lu­gares que me representa la memoria renueva mi triste destierro, como si fuese de ayer. Sin embargo, hallo menos doloroso el tibio celo de mis amigos, que reconocer la ineficacia de sus repetidas súplicas. Amigos míos, es importante el negocio de que te­méis encargaros; mas si alguien se atreviese, encon­traría benévolos oídos. Como la cólera de César no os ha dado la negativa por respuesta, moriré brio­samente junto a las márgenes del Euxino.

VIII


A MÁXIMO

Meditaba qué dones podría enviarte del campo de Tomos que te acreditasen mis afectuosos recuer­dos. Tú eres digno de la plata y más digno del oro resplandeciente; pero sólo cuando los das te agradan estos regalos. Además, en estas tierras no se explo­tan minas de tan preciosos metales; gracias si el enemigo consiente los surcos del labriego. La púr­pura deslumbrante adorna con frecuencia tu vesti­do; pero las manos de los Sármatas no saben teñirla, y las matronas de Tomos desconocen el arte de Palas. La mujer aquí, en vez de tejer la lana, muele los granos de Ceres o lleva sobre la cabeza el pesado cántaro de agua. Aquí los pámpanos de la vid no se enredan al olmo, ni los frutos encorvan con su peso las ramas de los árboles; las llanuras yermas produ­cen el triste, ajenjo, y la tierra declara en los frutos su amarga naturaleza. En toda la región izquierda del Ponto no hallaba cosa que mi acendrada amistad pudiera ofrecerte; por eso te envié los dardos ence­rrados en la aljaba de Escitia, que ojalá se tiñan en la sangre de tus enemigos. He ahí las plumas; he ahí los libros de esta comarca; he ahí, Máximo, la Musa que reina en estos lugares. Siento vergüenza al re­mitirte objetos de tan poco valor; mas te suplico que los recibas de buen talante.

IX


A BRUTO

Me escribes, Bruto, que un censor que no co­nozco critica mis versos porque en todas las epísto­las domina el mismo pensamiento, porque sólo sé rogar se me conceda vivir en sitio menos apartado y lamentarme de ser oprimido por innumerable tropa de enemigos. Como entre tantos defectos se me re­prende uno solo, respiro satisfecho si mi Musa pecó en esto únicamente. Yo mismo noto los lunares que afean mis libros, aunque todos aprecian sus versos más de lo justo. El cantor aplaude sus obras; así Agrio en otro, tiempo afirmó que tal vez no era despreciable la cara de Tersites. Sin embargo, el error no turba a tal extremo mi juicio, que considere perfecto cuanto acabo de producir. Me preguntas: «¿Cómo, si notas tus faltas, incurres en ellas, y dejas pasar los deslices de tus escritos?, No es lo mismo sentirse enfermo que curarse la dolencia: todos se dan cuenta de sus males, y sólo el arte los cura. A veces deseo corregir alguna frase, y por fin lo dejo; no me abandona el gusto, sino las fuerzas. Otras muchas me cansa corregir, ¿por qué no he de con­fesar la verdad?, y soportar el fastidio de una asidua faena. La inspiración alienta al escritor, disminuye su fatiga y con el fuego del ánimo enardece su obra al paso que avanza; pero la corrección es empresa tanto más ardua cuanto el gran Homero se eleva sobre Aristarco, y deprime los bríos con el mismo cuidado que exige, como el jinete doma con el freno la fogosidad del corcel.

Así los benéficos dioses amainen en mi favor la cólera de César, y yazgan mis huesos sepultados en una tierra pacífica, como es cierto que la imagen de mi cruel fortuna contrarresta mi brío siempre que intento alardear de ingenioso. Apenas me atrevo a creer que estoy en mí juicio cuando compongo ver­sos, y me aplico a corregirlos en medio de los bár­baros Getas; y en verdad, nada más disculpable en mis escritos que expresar casi siempre el mismo pensamiento. En mis alegres días canté sucesos re­gocijados; en los tristes, desahogo mis tristezas : mis poemas convienen con la época en que se escriben. ¿Qué he de lamentar ahora sino las miserias de esta odiosa región?, ¿qué he de suplicar sino morir en suelo más benigno? Aunque tantas veces digo lo mismo, casi nadie me escucha, y mis palabras no obtienen ningún resultado. Y bien que repita las mismas quejas, no lo hago a las mismas personas; si mi súplica es siempre igual, se dirige a muchos vale­dores. Acaso, Bruto, debí rogar a uno solo de mis amigos, evitando así que lector hallase repetidos dos veces mis deseos. No el valía la pena; perdonad, hombres doctos, al que confiesa su error : antepon­go mi salud a la fama de mis escritos. Otrosí, el poeta varía a su antojo muchas ,circunstancias del asunto que ha concebido en su imaginación. Mi Musa es el intérprete demasiado verídico de mis aflicciones, y tiene la autoridad de un testigo inco­rruptible. Mi propósito y deliberado .objeto no fue componer un libro, sino escribir una carta a cada uno de mis amigos; más tarde las reuní, disponién­dolas sin orden; no vayas a pensar que hice de ellas una selección escogida. Muéstrate indulgente con estos escritos, que no me dictó el amor a la gloria, sino el interés y la obligación de la amistad.

LIBRO CUARTO

EPÍSTOLA I


A SEXTO POMPEYO

Recibe, Sexto Pompeyo, los versos que compu­so aquel que te es deudor de la vida, y si no me prohíbes que los encabece con tu nombre, añadiré este nuevo favor a tus muchos beneficios; si, por el contrario, frunces el ceño, confesaré mi pecado, Y, no obstante, debes aprobar los motivos por que he delinquido. Mi ánimo no pudo contenerse en d arte pruebas de su reconocimiento; te suplico que no te enojes, rechazando mi piadoso deber. Cuántas ve­ces, en mis libros me acusé de ingrato porque tu nombre no se leía en ninguna de sus páginas; cuán­tas veces, queriendo escribir otro distinto, mi mano, sin percatarse, trazó el tuyo sobre la cera, y no me desagradaba incurrir en tales equivocaciones, que apenas borraba después a regañadientes. Quéjese enhorabuena cuanto quiera, me dije; me avergüenza no haber merecido antes sus reproches. Dame a be­ber, si existe, el agua del Leteo, que priva del sentido, y aun así no podré olvidarte. No me lo impidas, por favor; no rechaces con desdén mis palabras, ni estimes que en mi celo se oculta dañada intención por tantos beneficios, acepta este débil testimonio de mi gratitud; si lo rehúsas, me confesaré agradeci­do contra tu voluntad jamás hallé tu ayuda perezosa en los días adversos, ni el arca de tus caudales me negó los recursos de su munificencia, y ahora mismo tu protección, sin asustarse de mis súbitos reve­ses, me presta y seguirá prestando generoso auxilio. Acaso, me preguntes de dónde procede mi omní­moda confianza en el porvenir. Cada cual defiende la obra que ha realizado. Como la Venus que recoge su cabellera humedecida por las aguas marinas es labor y gloria del artífice de Cos; como surgieron de las manos de Fidias las estatuas en bronce y marfil de la diosa guerrera que defiende la ciudadela de Atenas; como Calamis reivindica para sí el aplauso de los caballos que labró, y Mirón el de la vaca es­culpida, tan semejante a las verdaderas, así yo, Sexto, que no soy la última parte de tus buenas obras, me considero un don y efecto de tu generosidad.

II


A SEVERO

¡Oh Severo, el poeta más grande de los podero­sos reyes!, la carta que lees te llega desde el país de los Getas de larga cabellera. Si me permites hablarte con sinceridad, te diré que me avergüenza el que aún no haya sonado tu nombre en mis libros; nunca, sin embargo, cesaron las epístolas escritas en prosa de acreditar por tu parte y la mía la amistad que nos une; sólo dejé de enviarte versos que te confirmasen cuánto me acuerdo de ti; y ¿a qué ha­bía de ofrecerte lo que tú mismo sabes hacer? ¿Quién dará miel a Aristeo, vino de Falerno a Baco, granos a Triptoleme y frutos a Alcinoo? Tienes un ingenio fecundo, y entre los que cultivan las faldas del Helicón, ninguno te aventaja en producir mieses abundantes. Dedicar versos a tal persona era lo mismo que llevar ramas al bosque: he ahí, Severo, la causa de mi retraso. Por otra parte, mi numen no responde como antes a los propósitos, y labro con la inútil reja un árido suelo. Sin duda, como obstru­ye el limo las venas por donde surte el agua, o se detiene ésta en su fuente oprimida de algún obstá­culo, así mi espíritu, contrastado por el limo de las desgracias, hace fluir mis versos de una vena empo­brecida. Si alguien trasladase a esta tierra al mismo Homero, bien pronto lo vería, no lo dudes, conver­tido en un Geta. Perdóname, te confieso que ya no pongo tanto ardor en mis estudios, y rara vez trazan mis manos las letras. Extinguióse el fuego sagrado que enciende el corazón de los poetas, y que antes inflamaba también el mío. La Musa se niega a favo­recerme, y cuando tomo las tablillas, casi a la fuerza pone en ellas sus manos perezosas. Siento poco pla­cer, casi ninguno, en la tarea de escribir, y no me deleita sujetar las palabras a la medida, ya porque no recogí ningún fruto de tan ingrata labor, que antes al contrario fue el principio de mis desdichas, ya por­que me parece lo mismo danzar en las tinieblas que escribir versos que nadie ha de leer. El oyente esti­mula al escritor, los aplausos remozan su brío y la gloria es un aguijón poderoso. ¿A quién recitaré aquí mis poemas sino a los Corales de rubios cabe­llos, y otros bárbaros pueblos que moran a las már­genes del Íster? ¿Pero quién divertirá mi soledad? ¿Cómo entretendré mis ocios infelices y abreviaré las horas del día, si no me distrae el vino, ni el juego engañoso de los dados, que deja resbalar el tiempo sin sentir? Tampoco puedo, como desearía, si la guerra cruel no lo impidiese, renovar el campo con el cultivo, y recrearme en tal ocupación. ¿Qué, pues, me queda sino el triste consuelo de las nueve her­manas que merecieron tan poco de mí? Tú, que bebes venturoso en la fuente Aonia, ama de veras un estudio que te proporciona la felicidad: rinde a las Musas el culto que les debes, y remíteme aquí para leerlo algún fruto de tus nuevos desvelos.

III


A UN AMIGO INCONSTANTE

¿Me quejaré, o callaré? ¿Delataré tu crimen sin nombrarte, o daré a conocer a todos quién eres? Pa­saré en silencio tu nombre, por no recomendarte con mis quejas, temeroso de que mis versos te con­quisten la celebridad. En tanto que mi nave se asentaba firme sobre la sólida quilla, fuiste el prime­ro que quiso navegar conmigo, y ahora que la fortu­na me arruga la frente, te apartas de mí; sabiendo que necesito tu auxilio, te haces el disimulado, pre­tendes que se crea que no, me conoces y preguntas al oír mi nombre: «¿Quién es este Nasón?» Aunque no quieras, yo soy aquel que casi niño se unió a tu niñez con una íntima amistad; aquel que conoció primero tu graves negocios, y el primero que tomó parte en tu alegres diversiones; aquel amigo insepa­rable que nunca te abandonaba, y aquel a quien ad­miraba como a tu única Musa. Soy aquel mismo que ahora pérfido, no sabes si vive, y cuya suerte no te merece el menor desvelo. O nunca te fui caro, y entonces habrás de confesar que me engañaste, o si no fingías tu afecto, te acreditas hoy de inconstante. Dime, pues, dime, ¿qué resentimiento te obligó a tal mudanza? Si tus quejas no son justas, lo será mi re­criminación. ¿Qué causa te impide conducirte como en otros días? ¿Juzgas un delito que el infortunio se encone contra mí? Sí no podías prestarme ningún socorro con tu influjo o tu caudal, debiste al menos escribirme algunas palabras de consuelo. Trabajo me cuesta creerlo: se dice que insultas al caído, y no le perdonas en tus conversaciones. Insensato, ¿qué haces?; porque si la fortuna te vuelve la espalda, tú mismo rechazas las lágrimas que habían de llorar tu naufragio. Cuán voluble sea esta diosa, nos lo con­firma la instable rueda, que gira sin cesar bajo su planta insegura; es más liviana que la hoja, más que el viento; sólo tu falsedad iguala a su ligereza. Los destinos de los hombres penden de un frágil hilo, y el más robusto edificio se desploma con súbito es­truendo. ¿Quién no oyó ponderar la opulencia del rico Creso? Pues al fin cavó cautivo, y debió la vida a su enemigo. Aquel tirano tan temido en la ciudad de Siracusa, gracias si consiguió aplacar el hambre dedicándose a bajos oficios. ¿Quién mayor que el gran Pompeyo? Y no obstante, en la fuga hubo de suplicar con voz apagada el auxilio de su cliente, y el caudillo a quien obedecían todas las tierras del orbe, vino a parecer el más miserable de los hombres. Aquel Mario esclarecido por sus triunfos sobre Ingurta y los Cimbros, que siendo cónsul dio a Roma tantas veces la victoria, ocultóse entre el cieno y el cañaveral de un pantano y sobrellevó mil ultrajes indignos de tan excelso varón. La potencia divina juega con la suerte de los mortales, que apenas tie­nen por segura la hora presente. Si alguien me hu­biese dicho que saldría desterrado a las playas del Euxino, y temería las flechas del arco de los Getas, le hubiera contestado: «Anda, bebe los brebajes que curan el seso y cuantos jugos producen las hierbas de Anticira. Sin embargo, he padecido este trabajo; pues si pude evitar los dardos de los hombres, no pude precaver los de un dios poderoso. Tú, asimis­mo, aprende a temer, y piensa que lo que ahora te regocija, mientras hablas, puede convertirse en mo­tivo de tu tristeza.

IV


A SEXTO POMPEYO

No hay día tan obscurecido por las húmedas nubes del Austro, que descargue la lluvia sin inte­rrupción, ni campo tan estéril que no brote las inú­tiles hierbas mezcladas con las zarzas espinosas. La fortuna nunca es tan despiadada que no endulce con algún regocijo los rigores de la tribulación. Así yo, sin familia, sin patria, sin el trato de los amigos, y náufrago arrojado a los bordes del litoral Gético, hallo en medio de todo ocasiones para desarrugar el ceño y olvidar mi adverso destino. Cuando sumido en tristeza me paseaba por la roja arena, parecióme oír a la espalda el rumor de unas alas; me volví, y no había detrás nadie a quien pudiese distinguir con la vista; no obstante, sonaron en mis oídos estas pala­bras: «¡Mírame, soy la Fama, que atravesando las inmensas rutas del aire, vengo a anunciarte felices sucesos! Pompeyo, el más caro de tus amigos, ha sido nombrado cónsul, señal de que el año próxi­mo, será feliz y venturoso.» Dijo, y luego que espar­ció en el Ponto tan fausta nueva, la diosa dirigió sus pasos hacia otros pueblos. Disipados mis negros pesares con el nuevo regocijo, perdió este lugar para mí su aspereza salvaje. Así, pues, Jano de dos caras, cuando abras la puerta al año que tarda tanto en lle­gar, y el mes que se te consagra ahuyente al diciem­bre, Pompeyo revestirá la púrpura de la suprema dignidad, para que nada falte a sus títulos gloriosos. Ya me parece ver la turba que se precipita en tu pa­lacio, donde todos se apretujan por la deficiencia del local, y que después subes al templo de la roca Tar­peya, e invocas a los dioses, dispuestos a escuchar tus votos. Los toros, blancos como la nieve, que alimentó la hierba de los prados Faliscos, brindan ya su cuello a la cortante segur. Cuando te afanes por hacerte propicio a todos los dioses, ruega con ma­yor devoción a Júpiter y César. El Senado te recibi­rá, y los padres, reunidos según costumbre, prestarán oído atento a tu discurso; y así que tu palabra elocuente los embargue de emoción, y acojan tus votos de felicidad como es de rigor, cuando ha­yas rendido justas gracias a los dioses y a César, que te ofrecerá mil ocasiones de repetirlas, volverás acompañado por todos los senadores a tu casa, apenas capaz de contener la multitud ansiosa de aclamarte. ¡Desgraciado de mí, que no bulliré entre la turba, ni mis ojos gozarán de este espectáculo!; pero aunque ausente, podré verte con los ojos del espíritu, y contemplar el rostro de un cónsul que me es tan querido. Hagan los dioses que en uno de es­tos momentos mi nombre se destaque en tu memo­ria, y exclames: «¿Qué hará al presente ese desdichado?» Si alguien me transmite que pronun­ciaste tales palabras, al punto confesaré que mi des­tierro se ha hecho más tolerable.

V


A SEXTO POMPEYO, CÓNSUL

Dísticos ligeros, volad a los doctos oídos del cónsul, y llevad mis acentos al patricio colmado de honores: la ruta es larga, camináis en pies desiguales, y la tierra desaparece bajo la nieve del invierno. Así que hayáis franqueado la región helada de Tracia, el Hemón cubierto de nubes y las olas del mar Jonio, sin apresurar excesivamente vuestra marcha, en me-nos de diez días llegaréis a la ciudad señora del orbe. Enseguida os dirigís a la mansión de Pompeyo, que es la más próxima al foro de Augusto. Si alguien de la turba os pregunta quién sois y de dónde venís, engañad sus oídos con el primer nombre que se os ocurra; pues aunque no recelo que os sea peligroso confesar la verdad, un nombre supuesto os .infundirá menos temor. Una vez que hayáis pisado el umbral, no conseguiréis ver al cónsul sin allanar grandes obstáculos: ya le encontraréis haciendo jus­ticia a los ciudadanos sobre un sitial de marfil que adornan cien figuras, o presidiendo la subasta de las rentas públicas, atento a conservar las riquezas de la gran ciudad, o tratando negocios dignos de tan egregio magistrado, si se congregan los senadores en el templo de julio; ya acudirá a rendir el acostum­brado homenaje a Augusto y su hijo, y les consulta­rá sobre sus obligaciones que no le son bien conocidas. El tiempo que le dejen libre sus deberes lo consagrará a César Germánico, el que más honra después de los grandes dioses, y cuando por fin des­canse del cúmulo de tantos afanes, sin duda os ten­derá una mano benéfica, y acaso os pregunte qué hago yo, vuestro padre, y entonces quiero que le respondáis en tales términos: «Vive todavía, y se te reconoce deudor de la vida, don que recibió prime­ro de la clemencia de César, y suele recordar con gratitud que al partir hacia su destierro debió a tu favor el recorrer con seguridad las comarcas de los bárbaros, y que el acero Bistonio no se tiñese con su sangre por impedirlo tu tierno afecto, y además que tu largueza le proporcionó recursos abundantes con que atender a sus necesidades, para economizar los propios, y jura agradecido por estas mercedes que será eternamente tu devoto servidor; pues antes los árboles no darán sombra a los montes, y los mares no se verán surcados por las ligeras velas, y los ríos retrocederán el curso subiendo hacia sus fuentes, que llegue a faltarle el reconocimiento de tus benefi­cios.» Cuando hayáis hablado de esta manera, roga­dle que conserve su propia obra, y habréis cumplido la misión de vuestro viaje.

VI


A BRUTO

La epístola que lees, ¡oh Bruto!, te viene de aquellas tierras en que no quisieras que viviese tu amigo Nasón; mas lo que tú no quieres lo quiso el funesto destino, que es, ¡ay!, más poderoso que tu voluntad. Una olimpíada de cinco años ha transcu­rrido desde que vivo en Escitia, y pronto va a suce­der un lustro a la anterior; pero la fortuna insiste tenaz y rechaza pérfida mis votos con pie maligno. Tú, Máximo, gloria de la gente Flavia, habías re­suelto dirigir en mi favor palabras de consuelo al di­vino Augusto, y mueres antes de haberlas pronunciado; y yo, Máximo, me considero el cau­sante de tu muerte, yo que no valgo tan alto precio. Ya temo confiar a nadie el negocio de mi salvación.

Con tu muerte acabaron mis esperanzas de salud. Augusto comenzaba a perdonar la falta por mi error cometida; ha desaparecido del mundo, y se ha lleva­do mis esperanzas. No obstante, desde lejanas tie­rras te envío, Bruto, los versos que pude escribir en honor del nuevo habitante del cielo. Ojalá esta pie-dad me sea provechosa, pongo término a mis tra­bajos y calme la cólera de la augusta mansión. Tú también anhelas lo mismo, me atrevería a jurarlo sin temor, ¡oh Bruto! que me diste tantas pruebas de leal afecto; pues habiéndote revelado siempre como verdadero amigo, tu amistad se acrecentó en los días de mi adversidad. El que viese tus lágrimas correr mezcladas con las mías, hubiera creído que los dos sufríamos la misma pena. La naturaleza, Bruto, te dio un temperamento compasivo con los míseros, y a nadie dotó de corazón tan sensible como el tuyo; de tal manera, que si ignorásemos lo que vales en las contiendas del foro, apenas. creeríamos que de tu boca acertase a salir la condenación de los reos: aunque parezca una contradicción, cabe en el mismo sujeto ser benévolo con los, suplicantes y terror de los culpables. Cuando tienes, obligación de satisfacer la severidad de las leyes, infiltras en cada una de tus palabras un veneno mortal. Prueben los enemigos el rigor de tus armas y sientan los dardos de tu elocuencia, que sabes aguzar con tanto arte, que nadie sospecharía ese talento por tu fisonomía; pero si ves alguien perseguido por la iniquidad de la suerte, no hay mujer que se enternezca como tú. Yo lo experimenté de veras cuando, la mayor parte de mis amigos renegaron de mí. Me he olvidado de todos ellos, mas nunca me olvidaré de ti, que tan solí­cito aliviaste mis penas. Antes el Íster, ¡ay!, demasiado vecino mío, revolverá desde el Euxino el curso hacia su fuente, y el carro del sol se dirigirá hacia los mares orientales, si vuelven los tiempos del festín de Tiestes, antes que ninguno de Vosotros, los que os dolisteis al perderme, me arguya .de in-grato u olvidadizo.

VII


A VESTALIS

Ya que fuiste enviado, Vestalis, a las playas del Euxino para administrar justicia a los pueblos que habitan bajo el polo, mira y verás con tus ojos el lu­gar en que languidece mi vida, siendo testigo de que no profiero sin razón mis continuas quejas. Tú, jo­ven descendiente de los reyes de los Alpes, confir­marás la triste realidad de mis palabras. Tú ves sin duda el mar solidificado por una capa de hielo, y como éste, endurecerse también el vino. Ves cómo el Jaciga, feroz boyero, conduce sus pesados carros por la superficie del Íster, y dispara sus agudas fle­chas envenenadas, cuyas heridas son doblemente mortales. Y ojalá que, simple espectador de estos peligros, no los hubieses conocido por la propia ex­periencia en los combates. El grado de centurión, honor reciente que conseguiste en premio de tu bravura, se alcanza a costa de mil riesgos; y aunque de este glorioso título recabes indiscutibles ventajas, no quita que tu valor exceda en mucho a tu empleo. No lo niega el Íster, cuyas aguas enrojeció tu diestra con la sangre de los Getas; no lo niega Egipso, que expugnada la segunda vez por tu gente, se persuadió de cuán poco le servía su ventajosa posición; pues siendo dudoso si estaba mejor defendida por el sitio

o el valor de los soldados, esta ciudad sita sobre un alto monte que tocaba las nubes, un feroz guerrero la había arrebatado al rey de Sitonia, y vencedor go­zaba de sus grandes riquezas, hasta que Vitelio des­ciende por las ondas del río, desembarca sus soldados y lleva sus estandartes contra los Getas. Entonces tú, progenie fortísima del antiguo Dauno, sentiste el noble ardor que te impulsaba contra los enemigos, y sin detenerte, cubierto de las refulgentes armas que desde lejos te delataban a los sitiados, y esforzándote por que tus hazañas no quedasen obs­curecidas, a la carrera afrontas el hierro, la aspereza del lugar y las piedras que llueven tan espesas como una granizada de invierno. Ni te detiene la multitud de venablos que te arrojan de los altos muros, ni los dardos empapados en la sangre de las víboras; clá­vanse en tu casco las flechas de plumas multicolo­res, y no hay parte en tu escudo que los golpes dejen sin señalar. Tampoco tu cuerpo alcanzó la dicha de librarse de toda herida; pero tu afán ardiente de glo­ria acallaba las voces del dolor. Tal en los campos de Ilión, Ayax, en defensa de las naves de los Dá­naos, es fama que detuvo la hueste de Héctor, pronta a incendiarlas. Así que llegaste al muro lu­chando cuerpo a cuerpo, tu tajante espada pudo de cerca resolver el combate. Difícil me sería narrar las hazañas que allí realizó tu valor, cuántos enemigos inmolaste, quiénes, eran y de qué modo sucumbie­ron. Victorioso hollabas los montones de cadáveres hechos por tu espada: tantos eran los Getas que ya­cían a tus pies. Tu segundo pelea al ejemplo de su jefe, y cada soldado causa y recibe muchas heridas; mas tu heroísmo descuella tanto sobre los demás, cuanto el Pegaso aventajaba en la carrera a todos los corceles. Egipso cayó, y tus hechos, Vestalis, serán atestiguados por mi canto hasta la remota posteri­dad.

VIII


A SUILIO

Docto Suilio, tu carta llegó tarde a mis manos¡ pero aun así me ha causado sumo placer: en ella me dices que si una tierna amistad puede ablandar con sus ruegos a los dioses, te sientes dispuesto a venir en mi ayuda. Aunque de nada me sirvieses, ya soy tu deudor por la benévola disposición de tu ánimo, y considero meritorio que te resuelvas a favorecerme. Así perdure largo tiempo tu celo apasionado, y no, se rinda tu piedad vencida por el tropel de mis ma­les. Me dan a ella derecho los vínculos de afinidad que nos unen, y que quisiera fuesen siempre indiso­lubles. La que llamas tu esposa, yo la amo casi cual a mi hija, y la que te llama yerno, me llama a mí su marido. Desventurado yo, si al leer estos versos frunces el entrecejo y te sonrojas de tal parentesco, y eso que nada hallarás en mi conducta digno de re­proche, si no es la fortuna, siempre ciega conmigo. Sí miras a mi linaje, advertirás que de antiguo soy caballero por herencia de innumerables abuelos; si quieres inquirir mis costumbres, las hallarás sin ta­cha, pasando por alto el último error. Ea, pues; si confía alcanzar algo tu influjo, implora con voz su­plicante a los dioses que honras. El joven César es tu dios; aplaca su numen, ya que ninguna ara te es más conocida: nunca consiente que las plegarias de sus ministros resulten estériles, en él has querido buscar el remedio de mis daños. Por leve que sea el viento próspero que me envíe, mi barca sumergida resurgirá del fondo de las aguas, y entonces quemaré el solemne incienso en las rápidas llamas y daré tes­timonio del poderío de tus dioses. Y no te elevaré, Germánico, una estatua de Paros ni un templo de mármol, porque la ruina destruyó mis riquezas. Que te edifiquen templos las familias y las ciudades opu­lentas. Nasón te revelará su gratitud con los versos: confieso que pago parcamente tan grandes servicios, devolviendo palabras por mi salvación; pero el que da lo mejor que tiene, satisface de modo cumplido el reconocimiento y lleva la piedad hasta su término.

No agradecen los dioses menos el incienso del po­bre en humilde naveta que el que se les brinda en fuente espaciosa. La corderilla de leche y la apacen­tada en los prados Faliscos tiñen igualmente las aras del Capitolio. Por otra parte, ninguna ofrenda es tan grata a los príncipes heroicos como las alabanzas que les prodigan los vates en sus cantos. Ellos son los pregoneros de la gloria, y preservan del olvido los ilustres hechos. El valor se eterniza en los can­tos, que lo libran del sepulcro y lo transmiten a la remota posteridad. El tiempo, destructor, consume el hierro y la piedra; nada resiste a su fuerza incon­trastable; mas los escritos desafían a los años; por ellos conoces a Agamenón y a los guerreros que pelearon en su contra y su favor. Sin los versos, ¿quién conocería a Tebas con sus siete jefes y los sucesos que precedieron a la lucha y los que siguie­ron después? Los mismos dioses, si es lícito afir­marlo, son obra de la poesía; su majestad suprema necesita una voz que la cante; así sabemos que del Caos, aquella masa informe de la naturaleza en su origen, surgieron los diversos elementos, y que los Gigantes osaron escalar el Olimpo, cayendo preci­pitados en la Estigia por los rayos vengadores de las nubes. Así coronan a Baco de gloria por su triunfo sobre los Indos y a Hércules por la conquista de Ecalia, y en días más recientes los versos contribu­yeron en gran parte a divinizar a tu abuelo, que por su virtud se elevó a la esfera de los astros. Si en mi ingenio queda, Germánico, todavía una chispa de fuego, te la consagraré del todo. Un poeta no cabe que menosprecie el obsequio de otro poeta. En tu sentir la poesía no carece de valor, y si tu excelso nombre no te llamase a nobilísimos destinos, hubie­ras llegado a ser el orgullo y honor de las Musas; pe­ro juzgas más glorioso prestar asunto a los versos que escribirlos, y aun así no renuncias del todo a tu vocación, y ahora libras batallas, ahora sujetas las voces a la medida y realizas por entretenimiento lo que a otros cuesta sumo trabajo; como Apolo es tan hábil en tañer la cítara y en disparar el arco, y sus manos divinas manejan las cuerdas del uno y la otra, asimismo aprendiste las artes del saber y las del príncipe, y divides tus talentos entre Júpiter y las Musas. Ya que ellas no me han rechazado de la fuente que hizo saltar ti casco del caballo nacido de la Górgona, séame de provecho y présteme ayuda la iniciación en los mismos misterios y el haber culti­vado los mismos estudios para librarme al fin de los crueles Getas y sus playas, demasiado próximas a los Corales, cubiertos de pieles. Si por desdicha se me niega la patria, trasládenme a lugar menos lejano de la ciudad de Ausonia, donde pueda celebrar tus recientes glorias y referir sin demora tus altos he­chos. Caro Suilio, haz que estos votos muevan a las divinidades del cielo en favor del que casi es tu sue­gro.

IX


A GRECINO

Grecino, Nasón te saluda desde las riberas del Euxino, adonde le relegaron y donde no vive feliz. Permitan los dioses que recibas mi epístola el primer día que salgas precedido de los doce lictores, y ya que subas como cónsul al Capitolio sin mí, por ser­me imposible formar parte de tu séquito, que mi carta represente el papel de su dueño y te ofrezca en tan solemne día los agasajos de la amistad. Si hubie­se nacido para mejores destinos, si la rueda de mi carro no se rompiera por el eje, las obligaciones que hoy te paga mi mano por escrito las habría satisfe­cho de viva voz, y al felicitarte mezclara los ósculos con las dulces frases, porque el honor que has reci­bido me pertenecería lo mismo que a ti: lo confieso, aquel día me hubiera hinchada tanto la soberbia, que apenas, cabría m¡ orgullo en ningún palacio; y mientras tú, caminases rodeado por el cortejo de respetables senadores, yo como caballero abriría el camino a los pasos del cónsul, y deseando ponerme cerca de ti, me alegraría de no encontrar sitio a tu lado, y no me lamentaría viendo que me estrujaban; antes me diera regocijo al verme oprimido por la multitud. Lleno de alborozo contemplaría las largas filas de tu séquito y el inmenso espacio en que se apiñaban las gentes, y, en fin, para que sepas cuánto llaman mi atención las cosas más insignificantes, me fijaría en la púrpura de tu vestido, examinaría las fi­guras cinceladas en la silla curul y las labores ejecu­tadas en el marfil de Numidia, y una vez que llegases al templo de la roca Tarpeya, en el momento de caer por tu orden la víctima sagrada, el dios poderoso que se alza en el recinto del templo oiría mis secre­tas acciones de gracias, y en el fondo del corazón le quemaría más incienso que el contenido en las fuentes, dichoso una y mil veces por ver tu eleva­ción a los supremos honores. Yo permanecería allí entre tus amigos presentes, si los hados benignos me permitiesen la entrada en la ciudad, y el placer que ahora experimento con el alma, lo gozarían también mis ojos.

Los dioses no lo han querido así, y tal vez con justicia. ¿Por qué negar que merecí el condigno cas­tigo? No obstante, gozaré con la mente, que no ha sido desterrada de la patria; contemplaré con ella tu pretexta y tus fasces, y con ella te veré administrar al pueblo justicia, imaginándome presente en los sitios que se me han prohibido. Ahora te veré contratar las rentas del Estado por el plazo de un lustro y manejarlas con intachable probidad; ahora oiré re-sonar tu voz elocuente en el Senado, discutiendo los asuntos que el interés público reclama; ahora de­cretar acciones de gracias en favor de los Césares y herir los blancos cuellos de los robustos toros. Y ojalá cuando te hayas ocupado de lo más interesan­te, ruegues que se aplaque en mi favor la cólera del numen, y álcese a tu plegaria el fuego sagrado del ara lleno de ofrendas, y la cúspide de la llama sea de feliz presagio a tus votos.

En el ínterin suprimiré las quejas, y del modo que alcance solemnizaré aquí la fiesta de tu consula­do. Otra alegría sentiré que no cede en intensidad a la primera: la de ver a tu hermano sucederte en tan alto honor, que recogerá en el día de Jano, así que ceses, Grecino, en el mando a fin de diciembre. Da­do vuestro entrañable afecto, experimentaréis igual satisfacción, tú por las fasces de tu hermano, y él por las tuyas; así serás dos veces cónsul y tu herma­no otras tantas, y tu familia ejercerá dos años esta dignidad, que en medio de su alteza, pues en la ciu­dad de Marte no existe cargo que obscurezca el su­premo imperio de los cónsules, todavía la excelsitud e soberano multiplica los timbres de este honor, que realza la majestad del que lo confiere. Os deseo de veras a Flacco y a ti que gocéis en todo tiempo las mercedes de Augusto; mas en el momento que le veáis aligerado del peso de los negocios, os ruego que juntéis vuestras súplicas a las mías, y si un viento algo favorable hincha mi vela, soltad los ca­bles, para que salga mi nave de las aguas de Estigia. Hace poco, Grecino, que Flacco gobernaba estos lugares, y las riberas del Íster vivían tranquilas bajo su mano; supo mantener a los pueblos Misos en paz no interrumpida, y aterró con la espada a los Getas, confiados en sus certeros arcos; con fulminante embestida reconquistó a Trosmia, presa de los ene­migos, y enrojeció el Danubio con la sangre de los bárbaros. Pregúntale por el aspecto del país, los rigores del clima de Escitia y cuáles son los vecinos hostiles que me llenan de espanto, y que te diga si sus veloces saetas se tiñen en veneno de víboras y si sacrifican víctimas humanas en sus crueles altares; si os engaño, o es cierto que el Ponto se endurece con el frío y el hielo ocupa vastas extensiones del mismo. Cuando te haya narrado todo esto, pregúntale por la reputación que aquí tengo y de qué manera empleo días tan adversos. Aquí nadie me tiene odio, y en verdad que no lo merezco; con la nueva fortu­na no ha cambiado mi modo de ser, y aun conservo el temple ecuánime que solías alabar y el aspecto pudoroso que se manifiesta en mi rostro. Así en es­tas tierras apartadas, aquí donde el bárbaro enemigo logra que las leyes cedan a la fuerza brutal de las armas, viví de suerte, Grecino, que, tras tantos anos, ni mujeres ni hombres ni niños pueden querellarse de mí. Al contrario, ya que tengo que poner estas tierras por testigos, los habitantes de Tomos me ayudan y favorecen en mi desgracia. Ellos desearían que partiese, porque ven que lo deseo; mas por su gusto prefieren que me quede. Si no crees mi pala­bra, da fe a los decretos que me tributan elogios y a las actas públicas que me eximen del pago de im­puestos; y bien que la vanagloria no convenga a los desdichados, las ciudades vecinas me conceden la misma exención. Tampoco se desconoce mi piedad, y esta tierra extranjera sabe que en mi casa he le­vantado un santuario a César, junto con las imáge­nes de su piadoso hijo y de su esposa, la gran sacerdotisa, númenes tan augustos como el del mismo dios; y para que no falte ningún miembro de la familia, se alzan asimismo las efigies de los dos nietos, el uno junto a su abuelo y el otro al lado de su padre, y les dirijo mis plegarias envueltas en nubes de incienso cuantas veces surge el día por la parte del Oriente. Si interrogas a la comarca entera del Ponto, testigo del culto que le rindo, te dirá que no son fingidas mis palabras; pues sabe que acos­tumbro a festejar el natalicio de este dios con los juegos solemnes que permite el país, y no es menos conocida mi piedad de los extranjeros que la vasta Propóntida envía a visitar sus playas. Tu mismo hermano tal vez lo oyese cuando estuvo al frente del Gobierno en la izquierda ribera del Euxino. El cau­dal no iguala mi solícito celo, pero en mi pobreza dedico con gusto mis cortos recursos a tales fiestas. Relegado lejos de Roma, no pretendo deslumbrar con mi culto vuestros ojos, y me contento atesti­guando una piedad sin estrépito. Esta devoción aca­so llegue un día a los oídos de César, a quien nada se oculta de lo que pasa en el mundo. Al menos la conoces tú, que vives con los dioses, y la ves, César, porque la tierra está sometida a tus penetrantes mi­radas. Tú, elevado a la bóveda celeste, oyes las pre­ces que te dirige mi labio fervoroso, y llegan hasta ti los versos que compuse y envié celebrando tu en­trada en el cielo.

Sospecho que con ellos se aplacará tu divinidad; que no sin razón llevas el dulce nombre de padre.

X


A ALVINOVANO

Ya corre el sexto estío que habito las playas de los Cimerios en compañía de los Getas vestidos de pieles. Carísimo Alvinovano, ¿qué peñas, qué hierro osarás comparar con mi resistencia? La gota de agua cava la piedra, el anillo se desgasta con el uso y la reja del arado se embota a fuerza de surcar las gle­bas. El tiempo devorador lo destruye todo, menos a mí, y la muerte se declara vencida por la tenacidad de mis males. Ulises se cita como ejemplo de una paciencia inquebrantable, pues vagó durante diez años a través de mares tempestuosos; mas no siem­pre tuvo que arrostrar los rigores del destino, y gozó muchas veces de plácido reposo. ¿Por ventura le fue intolerable amar seis años a la hermosa Calipso y compartir el tálamo de esta diosa de los mares? Fue bien acogido por el hijo de Hipotas, que le regaló los vientos aprisionados para que sólo el aura más benigna dirigiese sus velas, y tampoco le costó gran trabajo oír los cantos de las Sirenas, ni el fruto del loto amargó su paladar. ¡Ah!, yo daría buena parte de mi vida por comprar los jugos que producen el olvido de la patria. No compares nunca la ciudad de los Lestrigones con los pueblos que baña el tortuo­so curso del Íster. El Cíclope no aventaja la feroci­dad de Fiaces, que constituye una mínima parte de los terrores que me asaltan. Si fieros monstruos la­dran en los costados de Escila, las naves de Eníoco causan más estragos en los navegantes; y Caribdis, que vomita tres veces las olas que otras tantas sorbe, no se puede comparar a los terribles Aqueos, que si infestan con mayor audacia la margen derecha del río, no por eso dejan tranquila la opuesta. Aquí los campos están sin hojas, las flechas teñidas de vene­no, y el invierno convierte el mar en un llano acce­sible a los que viajan a pie, de suerte que el marinero abandona su nave y atraviesa en seco las ondas que antes azotaba el remo para abrir camino.

Los que vienen de Roma me dicen que no te re­suelves a creer tantos rigores. ¡Cuán desgraciado el que soporta trabajos a los que no se da crédito! Sin embargo, créeme y pasaré a explicarte la causa que hiela el mar de los Sármatas en el hórrido invierno. Próxima a nosotros brilla la constelación, que tiene forma de carro, cuya influencia produce un frío ri­guroso. De aquí nace el Bóreas, huésped frecuente de estas riberas, que sopla con violencia por su pro­ximidad mas el templado Noto procede del polo opuesto, y como viene de lejos, llega raras veces con languidez. Añádase que en este mar sin salida de­sembocan multitud de ríos que mezclan sus aguas a las olas marinas y les quitan su fuerza. Aquí desa­guan el Lico, el Sagaris, el Penio, el Hipanis, el Cra­tes y el Halis, que se retuerce en hirvientes remolinos; aquí viene a morir el impetuoso Parte­nio, el Cinapes, que arrastra las peñas, y el Tiras, el más arrebatado de los ríos, y tú, Termodonte, cono­cido por tus belicosas Amazonas, y tú, Fasis, visita­do antiguamente por los héroes griegos; y con el Borístenes, el Diraspe, de límpidos raudales, el Me­lanto, que silencioso discurre con lentitud sosegada, y el río que separa Asia de la hermana de Cadmo, abriéndose camino entre los dos continentes, y otros sinnúmero, de los cuales el Danubio, más caudaloso que todos, se niega, ¡oh Nilo!, a cederte la primacía. Estas numerosas corrientes adulteran las olas marinas, cuyo caudal aumentan, y no les per­miten conservar su propia naturaleza; pues seme­jantes a un estanque o a las aguas dormidas de un pantano, pierden no poco de su color, que apenas es azulado. El agua dulce sobrenada, como más lige­ra que la marina, que por la mezcla de la sal tiene mayor peso. Si alguien me pregunta por qué narro estas particularidades a Pedón, y de qué sirve hablar de estas cosas con frases sujetas a la medida, le res­ponderé que así engaño el tiempo y olvido mis pe­sares: tal es el fruto que me brinda la hora presente. Mientras escribo así, mi continuo dolor se adormece y no me doy cuenta de que vivo entre los Getas; mas tú, al ensalzar a Teseo en los cantos que com­pones, no dudo que elevas tus sentimientos a la altura del sujeto e igualas al héroe por ti sublimado, que no quiere ver la fidelidad acompañando sólo a la dicha, y ese varón insigne por sus hazañas, que canta tu voz en el tono que le corresponde, se presta a la imitación en alguna de sus virtudes: en la fidelidad, cualquiera puede ser un segundo Teseo. No pretendo que, armado de la clava y el acero, destruyas los malhechores que cerraban el istmo de Corinto; sí que me atestigües tu amor, cosa fácil al que de veras ama: ¿qué trabajo cuesta no mancillar un puro afecto? Tú, que siempre fuiste mi constante amigo, no receles que mis palabras envuelvan el menor reproche.

XI


A GALLIÓN

Gallión, será tina falta de que apenas consiga excusarme no haberte nombrado todavía en mis versos, pues recuerdo que cuando me alcanzaron los dardos de un dios refrescaste mis heridas con tus lágrimas, y pluguiese al cielo que, lastimado por la pérdida del amigo, no hubieras tenido que sentir penas mayores. No lo quisieron así los dioses, ni en su crueldad juzgaron un crimen arrebatarte tu púdi­ca esposa: hace poco ha llegado a mis manos la epístola que me anunciaba tu duelo, y he, humede­cido con mi llanto la nueva de tu soledad. Yo con mis cortas luces no osaré consolar a hombre tan sabio, ni prodigarle las sentencias de la filosofía, que le son bien conocidas. Presumo que el tiempo, si no la razón, habrá puesto fin a tus dolores. Mientras tu carta me llega, y la contestación recorre tantos ma­res y tierras hasta dar contigo, transcurre todo un año, El momento propicio para dar consuelos es cuando el dolor sigue su curso y el enfermo reclama un alivio; pero si el tiempo comienza a sanar la he­rida del corazón, el que la toca intempestivamente la encona. Por otra parte, y ojalá mis presagios se acrediten de verdaderos, aun podrías ser venturoso con un nuevo enlace.

XII


A TUTÍCANO

El que aún no hayas sonado, amigo, en mis li­bros débese a la condición especial de tu nombre, pues a ninguno antes que a ti hubiese concedido este honor, si de veras lo es el figurar en mis escri­tos. La ley de la medida y las sílabas de que consta aquél son obstáculos a mis deseos, y no encuentro medio de introducirte en mis dísticos. No me atrevo a dividir tu nombre en dos versos, de modo que sea el fin del primero y el principio del segundo: me avergüenza abreviar una sílaba que se pronuncia lar­ga y llamarte Tutícano. Tampoco cabes en el verso llamándote Tutícano y mudando en breve la primera sílaba larga.

No oso retardar la brevedad de la segunda sílaba y darle un valor que no le conviene, pues si corrom­piera tu nombre con estas libertades, la gente se mofaría de mí, diciéndome con razón que la había perdido.

He aquí el motivo de la tardanza en satisfacer la deuda que mi campo te pagará con usura. Yo te cantaré en cualquier metro y te remitiré mis escritos.

Casi desde la infancia me fuiste conocido, sien­do yo también niño, y en el transcurso de los años que uno y otro contamos te quise tanto como un hermano a su hermano. Tú fuiste mi sabio conseje­ro, mi guía y mi camarada, cuando mi débil mano aún no sabía manejar las riendas. Muchas veces co­rregí mis poemas dócil a tus censuras, y muchas por mi consejo limaste tus versos, cuando las Musas te impulsaron a componer la Feacida, digna del cantor Meonio. Esta armonía y cordialidad nacieron en el verdor de nuestra juventud y llegaron inmutables hasta la edad de las, canas: la guerra y el hielo desa­parecerán de estas comarcas que me hacen el Ponto tan aborrecible, el Bóreas será templado y el Austro sumamente frío, y aun se endulzarán las amarguras de mi suerte antes que tu corazón se manifieste in­sensible con tu desgraciado amigo: aún no me abruma tal colmo de desdichas, y así no me abrume jamás. Sólo te pido que no dejes de rogar a los dio­ses, y al principal de todos ellos, cuyo imperio enal­teció tu gloria sin cesar, en defensa del desterrado con perseverante amistad, para que el viento favo­rable impulse sus velas. Me preguntas cuál es mi so­licitud. Perezca yo si acierto a decirlo y si puede perecer el que ya dejó de vivir. No sé lo que debo hacer, lo que quiero o no quiero, ni conozco lo que me conviene mejor. Créeme, el buen sentido es lo primero que abandona a los desdichados; la razón y el consejo huyen con la fortuna. Inquiere tú mismo el modo de favorecerme y por qué camino has de llegar a la realización de mis votos.

XIII


A CARO

Recibe mi saludo, ¡oh Caro!, digno de contarte entre mis mejores amigos, por ser para mí lo que significa tu nombre. De dónde procede esta saluta­ción te lo indicará pronto el color de las tablillas y la estructura de los versos; no porque sean admirables, sino porque no se parecen a otros muchos, y, bue­nos o malos, delatan a su autor. Cuando tú mismo borrases el título de tus poemas, paréceme que sa­bría afirmar de quién eran, y revueltos con otros cien libros, reconocería los que te pertenecen y los distinguiría por inequívocas señales. Se revela el autor en su estro vigoroso, digno de Hércules y del esfuerzo del héroe que ensalzas en tus cantos, y tal vez mi ingenio se destaque en el propio colorido de sus cuadros y los defectos que le son inherentes. La fealdad de Tersites impedíale pasar desconocido, como Nireo con su belleza atraía todas las miradas. No te sorprenda que mis versos adolezcan de de­fectos, pues fueron producidos por un autor casi Geta. Me abochorna confesarlo, pero escribí un poema en lengua Gética; sometí sus bárbaras voces a nuestra medida y, dame la enhorabuena, conseguí agradar y merecí el nombre de vate entre los fieros Getas. ¿Quieres conocer el asunto? Entoné las ala­banzas de César, y su numen divino ayudó la nove­dad de mi empresa. En ella enseñé que era mortal el cuerpo de Augusto, padre de la patria, pero que su alma divina había volado a las celestes mansiones; que el hijo, heredero, de las virtudes paternas, tomó mal de su grado las riendas del Imperio que rehusa­ba; que tú, ¡oh Livia!, tan digna de tu hijo como de tu esposo, eras la Vesta, de las púdicas matronas, y que los dos jóvenes, firmes báculos de su padre, han dado irrecusables pruebas, de la grandeza de sus al-mas.

Así que les recité mi poema, fruto de Musa ex­tranjera, cuando se desprendía de mis dedos la últi­ma página, todos los oyentes agitaron las cabezas y las aljabas llenas de flechas, y de sus bocas se escapó un prolongado murmullo. Uno de ellos dijo: «Puesto que tan bien escribes de César, César debía restituirte a la patria.» Así habló; pero ya, amigo Ca­ro, el sexto invierno me ve relegado bajo el polo helador, y nada me aprovechan los versos que en otro tiempo me perjudicaron, siendo la principal causa de mi amargo destierro.

Tú, por los lazos del culto a las Musas que nos unen; por el nombre de la amistad que respetas co­mo sagrado, y así Germánico preste abundante materia a los ingenios de Roma, oprimiendo al enemigo vencido con las cadenas del Lacio, y así se fortalezcan de día en día esos jóvenes tan queridos de los dioses que para tu gloria se confiaron a tu educación, emplea todo el influjo que gozas por la salud del amigo, que se verá aniquilada si no muda el lugar de su destierro.

XIV


A TUTICANO

Te envía estos versos quien se quejaba días pa­sados de que tu nombre no encajase en la medida de los mismos. No leerás en ellos nada que te inte­rese, excepto el saber que defiendo mi salud como puedo; pero la misma salud me es odiosa; mis últi­mos votos se reducen a mudar estos lugares por otro sitio. No tengo mayor anhelo que cambiar de tierra, porque cualquiera me será más grata que la presente. Empuja mi nave en medio de las Sirtes, o a través de los, escollos de Caribdis, como me libre del país donde resido. Trocaré gustoso el Íster por la Estigia misma, si es que existe, y si hay en el orbe un abismo más profundo, también lo prefiero. El campo cultivado aborrece menos la grama y el frío la golondrina que Ovidio estas comarcas vecinas de los belicosos Getas. Los de Tomos se revuelven contra mí por tales palabras, y mis poemas desatan la cólera pública. ¿No cesaré nunca de perjudicarme con mis escritos,, y seré siempre víctima de mi im­prudente ingenio? ¿Aún vacilo en cortarme la mano para no escribir, y como demente lanzo los dardos que me han sido tan fatales? ¿De nuevo me arrojo a los antiguos escollos y a las olas en que el naufragio destrozó mi nave? Yo nada hice, no soy culpable, Tomitas, a quienes amo, aunque aborrezco vuestro país. Escudriñe cualquiera las producciones de mis vigilias, y no hallará en mis cartas una frase en que me queje de vosotros; en cambio me lamento del frío, de las incursiones que por todas partes me amenazan, y de los enemigos que baten las murallas. Me desaté en justos dicterios contra el país, no contra los hombres, y vosotros mismos sentís los rigores de este suelo. La Musa del antiguo poeta que cantó la cultura de los campos atrevióse a decir que Ascra, su patria, era en todo tiempo insoportable; y no por eso Ascra se sublevó contra su poeta. ¿Quién amó más a Ítaca que el astuto Ulises? No obstante, confesó la escabrosidad de la isla. Escep­cio, en sus amargos dicterios, no atacó el lugar, sino las costumbres de Ausonia: Roma fue puesta en tela de juicio, soportó sus falsas acusaciones con ecua­nimidad, y no castigó al autor por las osadías de su lenguaje. Pero algunos malignos intérpretes concitan en mi daño la ira popular, y descubren en mis dísti­cos un nuevo crimen. Ojalá fuese tan venturoso como ingenuo en mi sentir; hasta hoy nadie cayó herido por los dardos de mi lengua, y aunque fuera yo más negro que la pez de Iliria, no osaría ultrajar a un pueblo que me acredita tanta fidelidad. Habi­tantes de Tomos, la hospitalidad y buen acogi­miento que en mi infortunio me dispensasteis, delatan vuestro origen griego. Mis compatriotas los Pelignos, y Sulmona, mi ciudad natal, no pudieran mostrarse más sensibles a mi desgracia. El honor que apenas concederíais a quien la suerte no hubiese maltratado acabáis de concedérmelo vosotros, y hasta ahora a mí solo eximisteis de tributos, excepto aquellos que gozan tal privilegio por la ley. Habéis ceñido mi frente con una corona sagrada que el fa­vor público me concedió contra mi voluntad. Así cuan grata es a Latona la isla de Delos, por haberle ofrecido seguro asilo cuando andaba errante, tan querida me es Tomos, donde al ser extrañado de la patria hallé fiel hospitalidad. ¡Pluguiese a los dioses que gozara en ella de paz tranquila, y que estuviera menos cerca de las nieves polares!

XV


A SEXTO POMPEYO

Si existe en el mundo alguien que se acuerde de mí, y pregunta lo que hace el desterrado Nasón, sepa de su boca que debo a los Césares la vida y a Sexto la salud; después de los dioses, serás para mí siempre el primero. Si repaso en mi memoria el lar­go transcurso de mi vida miserable, no hallo un solo día que no esté señalado por tus beneficios, tan numerosos como los granos purpúreos que envuel­ve la blanda corteza de la granada en los fértiles huertos, como las mieses en África, los racimos en las laderas del Tmolo, las olivas en Sicilia y los pa­nales del Hibla. Lo declaro, y puedes aducir mi tes­timonio; Romanos, confirmadlo; no hay necesidad de coacción legal; yo mismo lo digo. Aunque valgo poco, puedes contarme entre los bienes patrimo­niales; quiero ser una pequeña parte de tus rentas; como son tuyas las tierras de Sicilia donde reinó Fi­lipo; tu mansión, que linda con el foro de Augusto; tus posesiones de Campania, tan gratas a los ojos de su dueño, y todas las hacienda que adquiriste por compra o herencia, así, Sexto, te pertenezco yo; triste propiedad que te impide afirmar que no posees nada en el Ponto.

Ojalá consigas un día que se me designe sitio más. favorable, y pongas tu bien en mejor lugar; puesto que depende de los dioses, reitera las súplicas para ablandar a los númenes que honra tu constante piedad, ya que apenas alcanzo a discernir si tu amistad es la prueba mayor de mi inocencia o mi mayor auxilio. No desconfío al implorarte; pero el que navega río abajo, ayuda con los remos el curso de la corriente. Me sonroja e infunde temor repetirte a todas horas lo mismo, y recelo que el tedio justifi­cado se apodere de tu ánimo. Pero, ¿qué hacer? Un violento deseo es cosa inconsiderada; perdona, dul­ce amigo, mi tenaz insistencia. Muchas veces, que­riendo escribir de otros asuntos, caigo en el mismo, y la misma letra ruega por mí otro lugar de destie­rro. Pero ya tu influjo me resulte provechoso, ya la Parca cruel decrete que muera bajo el helado Polo, mi reconocimiento no olvidará nunca tus benefi­cios, y esta tierra sabrá que soy tuyo por completo; lo sabrán todos los pueblos que viven en igual cli­ma, si nuestra Musa traspasa las fronteras de los inhumanos Getas, y sabrán que te debo la conserva­ción de la vida, y que soy tuyo con más justo título que si me hubieses comprado con tu dinero.

XVI


A UN ENVIDIOSO

Envidioso, ¿por qué muerdes los versos de Na­són, que ya dejó de ser? La muerte no suele perjudi­car a los ingenios. La fama se engrandece después que el cadáver se redujo a cenizas, y yo conquisté la celebridad cuando me contaba en el número de los vivos.

Cuando florecía Marso y el elocuente Rabirio, Macer, el cantor de La Ilíada, y el divino Perdón, y Caro, que habría ofendido a Juno en su Hércules, si este héroe ya no fuese el yerno de la diosa; y Severo, que dio al Lacio magníficas tragedias; y los dos Pris­cos, con el elegante Numa; y tú, Montano, que te aventajaste en los dísticos desiguales y los exáme­tros, alcanzando renombre en los dos géneros; y Sabino, que obligó a Ulises, errante por dos lustros en los mares alborotados, a contestar a Penélope; Sabino, que por su prematura muerte dejó sin con­cluir su Trecene y sus Fastos; y Largo, que debe este so­brenombre a su fecundidad, y el que condujo, a los campos de los Galos al anciano Frigio; y Camerino, que cantó a Troya conquistada por Hércules; y Tus­co, que ganó alta nombradía con su Filis; y el vate que describió los mares poblados de velas, poema que creerías compuesto por los dioses marinos, y el que narró las huestes de Libia y las batallas romanas; y Mario, sobresaliente en todo género de poesía; y Trinacrio, el autor de La Perseida; y Lupo, que cele­bró la vuelta a la patria de Menelao y Helena; y el traductor de la Fedeida, inspirada por Homero; y tú también, Rufo, que emulaste la lira de Píndaro; y la Musa de Turrano, calzada con el coturno trágico, y la tuya, Meliso, con el ligero zueco; y cuando Varo y Graco ponían en boca de los tiranos crueles senten­cias, y Próculo seguía las huellas del tierno Calíma­co, y Títiro conducía los rebaños por los prados paternos, y Crago daba a los cazadores las armas convenientes, y Fontano cantaba a las Náyadas amadas de los Sátiros, y Capella, encerraba su pen­samiento en versos desiguales, y florecían otros cu­yos nombres me ocasionara ímprobo trabajo citar, y cuyas obras andan en manos de todos; y vivían cien jóvenes que por sus ensayos inéditos me quitan el derecho de elogiarlos, sin atreverme a dejarte obscu­recido entre la turba, isla Cotta, honra de las Musas y columna del ¡oro, que desciendes por tu madre de los Cottas y por tu padre de los Mesalas, reuniendo los timbres de dos nobilísimas familias!

Si me es lícita la vanagloria, entre tantos inge­nios también mi Musa alcanzó claro renombre y no pocos lectores; deja, pues, Envidia, de encarnizarte con un desterrado, y de que no esparzas al viento sus cenizas. Lo he perdido todo; sólo me resta la vida para sufrir y alimentar mis dolores. ¿Qué te aprovecha clavar el hierro en un cadáver? Ya no queda en mi cuerpo lugar para nuevas heridas.

NOTAS 

LIBRO PRIMERO


EPÍSTOLA I

Verso I. Non novus incola. -No exageraba el poeta al reputarse como un antiguo morador de Tomos; llevaba cuatro años en su impaciente destierro, y todos sabemos cuán breves se deslizan las horas ri­sueñas y cuán lentos discurren los días de la persecución, ofreciéndonos la tristísima imagen de una eternidad irredimible. Durante los tres primeros escribió repetidas veces a sus valedores de Roma, solicitando que templasen el justo resentimiento de Octavio, sin declarar abiertamente los nombres de los sujetos a quienes interesaba, temeroso de que sus elogios y exhortaciones perjudicasen a los que llamaba sus amigos; mas en el cuarto, cuando cum­plía cincuenta y seis años de edad y su constitución nada robusta amenazaba caer destruida por los rigu­rosos fríos, los sobresaltos incesantes de la guerra, las aguas insalubres de la comarca y, sobre todo, el abatimiento del espíritu, al reflexionar que de tantas puertas adonde había llamado ninguna se abría a la esperanza, y alguna hasta le rechazó de sus umbrales, olvida miramientos y exquisiteces y redacta sus Pónticas, nombrando sin rodeos a los personajes a quienes van dirigidas, invitándoles una vez y otra a que se esfuercen en su liberación, o les recrimina por su tibieza en consolar al afligido, que tanta ne­cesidad siente de palabras y protestas cariñosas, bál­samo de las penas que se niegan a una curación radical.

Es verosímil que algunos agradeciesen poco su exhibición en las cartas del desterrado, que otros lo tolerasen con desabrimiento, y aun hubo quien le prohibió terminantemente esta libertad, orden aca­tada y aprovechada por el vate para clavarle finos alfilerazos, y advertirle que a quien ofendían sus re­celos era al gran César, cuya generosidad competía con su poder, siendo éste el mayor que los siglos conocieron. A los demás, que temían figurar en sus epístolas lastimeras, les contesta que no tienen dere­cho a prohibirle las expansiones de la amistad, ni a obligarle a sepultar su gratitud ni enmudecer ante los favores recibidos; por lo cual los nombrará siempre y cuando lo juzgue necesario, prefiriendo la nota de irreflexivo a la de ingrato con los eximios varones que tanto le distinguieron en otros días, y de quienes tanta ayuda espera en los de su presente adversidad.

V. I. Tomitanae... terrae. -Tomos, situada en el país de los Getas que, según Ovidio, ocupaban la ribera derecha del Danubio; aunque Herodoto los pone también a la izquierda sin precisar el territorio. Los Tomitas lindaban al Sud con los Traeios, al Norte con los Sármatas y Escitas, y al Este y Oeste con los Getas, de los cuales formaba parte la pobla­ción.

V. 3. –Bruto. -Este Bruto, a quien ensalza en la primera de las Pónticas, creíase hijo de aquel que apuñaló en el Senado a julio César y tras la rota de Filipas se suicidó, evitando así caer en las manos del vencedor.

V. 5. Publica... monumenta. -Las bibliotecas públi­cas de donde se habían excluido sus libros eróticos, como corruptores de las costumbres y atentatorios a la santidad del matrimonio.

V. 23. Antoni scripta. -A pesar de la enemistad de Marco Antonio contra Augusto, sus escritos no su­frieron la proscripción que se fulminó contra los de Ovidio.

V. 24. Doctus. -Bruto, a las prendas de excelente capitán, unía, según Cicerón, las de orador elocuen­tísimo y sabio filósofo.

V. 37. Deum matrem. -Cibeles.

V. 41. Dianae. -Diana Aricina, porque Orestes la trasladó de la Táurida a la ciudad italiana de Aricia, ,donde se le erigió un templo.

V 52. Isidis. –Isis reducía a la ceguera a quien ju­raba por su numen y violaba el juramento.

II

V. I. Maxime. -Fabio Máximo, íntimo de Augusto, Pertenecía a la antigua familia de los Fabios, que remontaba su origen a Hércules y el anciano Evandro, y después dedos años de heroica resisten­cia contra la hueste de Veyes, sucumbió en Cremera con todos sus individuos, menos uno, que fue el continuador de tan ilustre linaje.

V. 31. Felicem Niobem. -Llama feliz a la desolada Níobe, que vio muertos sus hijos por las flechas de Apolo y Diana en castigo de la presunción materna, porque, convertida en insensible roca, no pudo dar-se cuenta de su inmensa desventura.

V. 33. Clamantia. -Al prorrumpir en clamores las, hermanas del audaz Faetón quedaron metamorfo­seadas en álamos.

V. 37. -Ipsa Medusa. –La única de las Górgonas de condición mortal, que petrificaba a cuantos la miraban.

V. 41. Tityi. -Dos buitres devoraban en el Tárta­ro las entrañas renacientes del gigante Ticio, por haber pretendido atentar a la castidad de Diana.

V. 79. lacyges. -Pueblo de Sarmacia que habitaba últimamente las costas de Euxino y la laguna Meo­tis.

V. 80. Oresteae... deae. - La Diana de Táurida, cu-ya sacerdotisa era Ifigenia, hermana de Orestes, a quien reconoció en el momento en que se aprestaba a inmolarlo ante el ara de la diosa.

V. 121. Theromedon. -Tirano de Sicilia.

V. 140. Marcia. -La esposa de Máximo.

III

V. 21. Epidaurius. -Esculapio, hijo de Apolo.

V. 39, Pandione. -Pandión, el padre de Filomela, convertido en ruiseñor.

V. 59. Sarissas. -Largas picas usadas en Macedo­nia.

V. 63. -Rutili. -Rutilio, tan sabio como probo, fue lanzado al destierro por el odio que le profesa­ban los caballeros, y tuvo la entereza de rechazar el perdón que Sila le ofreció invitándole a volver a Roma.

V. 75. Pirenida. -La fuente de Pirene, próxima a Corinto, donde se refugió Jasón después de la muerte de Pelias.

V.77. Tydeus- Por el asesinato que perpetró Ti­deo, hijo del rey de Calidón, hubo de abandonar la patria y refugiarse en Argos, gobernada por Adras­to, el cual le purificó de su crimen y le dio a su hija en matrimonio.

V. 8o. Teucrum. -Teucer, el primer rey de Troya, protegido por Venus.

IV

V. 3. Aesone natus. -Jasón penetró en la Cólquida. dispuesto a arrebatar el Vellocino de oro.

V. 27. Pelia mittente. -Pelias, tío paterno de Jasón, recelando que éste intentase desposeerle del reino de Tesalia, lo envió a la Cólquida, como jefe de la expedición memorable de los Argonautas.

V. 31. Haemonia. -Antiguo nombre de Tesalia, tomado de Hemón, hijo de Pelasgo y padre de Té­salo.

V. 38. Agenore. -Los hijos de Agenor enviados por su padre en busca de Europa.

V. 57. Memnonio. -El hijo de Titón y la Aurora.

V

V. 22. Athos. -Península montañosa que se ex­tiende entre la Calcídica y Macedonia.

V. 12. Quo Borea. -El Bóreas no azota las campi­ñas de Italia con el rigor que deja sentir en Tracia.

V. 79. Syene. -Ciudad a la margen izquierda del Nilo en el alto Egipto, situada un poco más abajo de la primer catarata: tenía gran importancia geográ­fica por hallarse en el trópico de Cáncer.

V. 80. Taprobana. -La isla de Ceilán.

VI

V. 3. Graecino. -Además de esta epístola, escribió la VI del libro segundo y la IX del cuarto a Grecino, cónsul el año 769 de la fundación, y a quien sucedió en el siguiente su hermano Pomponio Flaco.

VII

V. I. Messalline. –El hijo de Mesala Corvino, que murió antes de partir Ovidio al destierro.

V. 32. Atradis Tindaridisque. –Agamenón y Me­nelao. Cástor y Pólux.

VIII

V. 2. Severe. -Al poeta Severo volvió a dirigir más adelante la epístola II del libro cuarto.

V. 15. 0drysiis. -Pueblo belicoso de Tracia que habitaba las llanuras regadas por el Ebro.

V. 38. Virgintusque liquor. -Un acueducto con­ducía a Roma las aguas de la fuente Virginal.

V. 42. Petigno... solo. - Como nacido en Sulmona, Ovidio tenía sus haciendas en los campos Pelignos.

V. 44. Flaminiae... CIodia. -La vía Flaminia llega­ba hasta Rímini, y se juntaba con la Clodia a diez millas de la capital.

IX

V. I. Celso. -Aulo Cornelio Celso, cuya vastísima erudición se extendía a todas las artes, y de tal com­petencia en Medicina, que se llamó el Hipócrates latino.

V. 52. Amoma. -Planta de exquisito perfume y muy parecida al apio.

XV

V. I. Flacci. -Pomponio Flaco, cónsul después de su hermano Grecino el año 770 de Roma.

V. 12. Iuventa. -Hebe.

LIBRO SEGUNDO

EPISTOLA I

Verso I. Fama triumphi. -Escribe a Germánico, hijo de Druso y sobrino de Tiberio, conmemorando el triunfo por este último alcanzado sobre los Pa­nomios y Dálmatas el año anterior al de la muerte de Augusto.

II

V. 3. Afessaline. -Vuelve a lisonjear a Mesalino con motivo de los éxitos obtenidos en Iliria, y cuyo honor le cupo en gran parte como lugarteniente de Tiberio.

V. II. Enceladi. -Uno de los Gigantes de cien brazos, hijo del Tártaro y la Tierra, aniquilado por Júpiter y sepultado en las entrañas del Etna.

V. 13. Tydidae. -Diomedes, el hijo de Tideo, campeón valeroso que peleó con Héctor y Paris, y llevó su audacia hasta el punto de herir a Marte y a Venus, que defendían la causa troyana. La diosa del amor, encolerizada, castigó su impiedad de modo que le doliera; pues al regresar de Troya encontró a su esposa Egialea en los brazos de un adúltero, disgusto que le forzó a huir de Argos para no ser testi­go diario d e su afrenta.

V. 25. Achaemenidem. -Uno de los compañeros de Ulises, abandonado por éste en Sicilia cuando esca­pó del antro del Cíclope.

V. 82. Phoeba virgine. -Dafne.

V.85. Fratribus. –Cástor y Pólux.

V. 115. Polyphemus. -El cíclope Polifemo, en su antro del Etna, devoraba las presas humanas que hacía en los contornos.

V. 116. Antiphates. -Rey de los Lestrigones de Si­cilia, cuya crueldad lo reveló como el prototipo de los tiranos bárbaros e implacables.

V. 125. Sacerdos. -Llama sacerdote a Mesalino porque le ruega implorar la gracia del César, a quien venera como a un dios.

III

V. I. Maxime. -Vuelve a insistir por tercera vez con Máximo sobre el manido tema de sus preten­siones.

V. 41. Aeacides. - Aquiles, hijo de Peleo y nieto de Eaco.

V. 43. Theseus. -De la amistad de Tesco y Piri­too ya nos ocupamos en nota anterior.

IV

V. 22. Actoridisque. -Patroclo.

V. 28. Caltha. -Una especie de violeta amarilla.

V

V. 27. Triumphi. -Alude al triunfo celebrado en la epístola I del libro segundo.

V. 67. Thyrsur... laurea. - El tirso coronado de pámpanos o hiedra que las Bacantes empuñaban en las fiestas del hijo de Semele era por Ovidio consi­derado como el emblema de la elocuencia; mientras el laurel con sus hojas resplandecientes pregonaba la gloria de los egregios Yates.

V. 69. Utque meis numeris. -Afirma el estrecho pa­rentesco que une la elocuencia a la poesía, de la cual toma la brillantez de las imágenes y descripciones, al paso que le presta el calor de la pasión que enardece los ánimos de los oyentes.

VI

V. I. Graecine. -Es la segunda carta que escribe a Grecino, uno de los pocos amigos que tomaron con interés el empeño de conseguir la amnistía del deste­rrado.

V. 9. Ceraunia. -Cadena de montañas que se ex­tiende desde lliria hasta el Epiro, y en cuyas cimas tronaba con frecuencia la tempestad.

V. 25. Strophio atque Agamemnonen. -Pílades y Orestes.

VII

V.2. Attice. -Consideraba a Ático como un ex­celente amigo, cuya constancia y afecto no necesita­ban ponerse a prueba, y el poeta intenta disculparse en esta epístola de haber dudado de la firmeza de su amistad, no porque le fuera sospechosa, sino por­que, como dice muy bien, el desgraciado se torna con facilidad tímido y receloso, y en todas partes cree encontrar motivos a los temores. La felicidad engendra a los confiados y tal vez arrogantes; la per­secución, en cambio, suele encoger el ánimo, hasta el punto de que la más leve sombra le asuste y llene de pavor; y esta disposición inquietante del espíritu es la que retrata en la misiva presente enriquecida con observaciones profundas y conceptos elevados que denuncian al vate de sus mejores tiempos, aun­que abatido y quebrantado por la tenacidad del in­fortunio que le persigue.

V. 62. Pérfida turba. -No es verosímil que aluda, como pretenden algunos comentadores, a los com­pañeros que le desvalijaron en su viaje, cuyo contra­tiempo no menciona una sola vez en sus epístolas, y más bien parece referirse a ciertos desleales amigos que intentaron enriquecerse con la confiscación de sus bienes; y lo hubieran conseguido de no oponer­se Augusto a tan inicuo, despojo.

VIII

V. 2. Cotta. -Máximo Cota, hermano de Mesali­no, cuyo sobrenombre heredó a su muerte.

V. 9. Spectare deos. -A pesar de tantas y tan ruines adulaciones, que aquí llegan al extremo, no consi­guió el indulto que solicitaba; triste pensión con­quistarlo a costa de la bajeza, y más triste todavía descender a ella para verla recompensada con el desprecio y la humillación.

IX

V. 2. EumoIpi. -Cantor excelente y uno de los más renombrados de Tracia, fruto de los amores de Neptuno, con Quione, hija de Bóreas, la cual lo arrojó al mar para, que su flaqueza no se divulgase; pero lo supo su padre, lo salvó y. condujo a Etiopía, en la que habitó algunos años, hasta que, habiéndo­se trasladado a Ática, halló la muerte a manos de Ericteo.

V. 2. Coty. -Nombre que llevaron muchos reyes de Tracia.

V. 43. Cassandreus. -Después de la destrucción de Potidea, Casandro edificó en el mismo sitio la ciudad de su nombre, que llegó a ser la más flore­ciente de Macedonia.

V. 43. Pheraeae. -Fera, ciudad de Tesalia, a la que dieron triste celebridad sus tiranos.

X

V. 2. Macer. -Emilio Macer de Verona pretendió, continuar La Ilíada de Homero, que, como es sabido, termina con los funerales de Héctor.

XI

V. 13. Laudabilis uxor. -Como dijimos en su bio­grafía, Ovidio casó tres veces, repudió a sus dos primeras esposas, y sólo la tercera le pareció digna de compartir su lecho, su nombre y su adversa for­tuna.

V. 15. Hormiones Cástor. -Cástor fue tío de Her­miones, Héctor de Julo, y Rufo de la esposa de Ovidio.

V. 28. Fundani. -Fundi, antigua ciudad del Lacio sobre la vía Appia, cuyas tierras producían excelen­tes vinos.

LIBRO TERCERO


EPISTOLA I

Verso 2. Nec hoste fero, nec nives. -Tierna es y conmovedora esta epístola dirigida a su esposa en ella el poeta renuncia a las galas de la fantasía y a los escarceos del ingenio, entregándose con potencias y sentidos a esas intimidades conyugales que constitu­yen el placer acaso más puro e intenso del matri­monio. Primero le pinta el aspecto, ceñudo y desolador de los campos que le rodean, convertidos por la guerra incesante de los bárbaros en yermos improductivos, sin vides ni espigas, sin árboles y sin flores, como si la crudeza del clima y la crueldad de los hombres lo hubiesen arrasado con la guadaña de la muerte, y luego le manifiesta la repulsión que le inspira la vista de aquel desierto, donde el agua, en vez de calmar la sed, contribuye a irritarla; donde no cantan los pájaros, pero en cambio silban las flechas emponzoñadas; donde la nieve casi perpetua no consiente distinguir el límite que separa la tierra del mar, y donde teme que sus despojos mortales que-den pronto sepultados, entre los aborrecibles Getas, para que sus penas traspasen los umbrales de la muerte, que acaba todos los dolores humanos; y exhorta a su esposa a trabajar con decisión en de­fensa de su existencia amenazada, con tan sentidos ruegos, que serían capaces de quebrantar la dureza de una roca, cuanto más el ánimo fiel y compasivo de una esposa, a quien reconoce las egregias virtudes de las antiguas heroínas. En lo que dudamos que le asista la razón es en ponderar los elogios que sus versos le tributan, como si la mujer virtuosa se moviera a impulsos de la vanidad y no por los dic­tados de una recta conciencia, máxime siendo algo dudosa la fama que recabara de sus escritos, puesto que no la nombra una sola vez, quitando a la poste­ridad el derecho que le asiste a conocer cónyuge tan excelente, para aplaudir sus generosas prendas, ya que tantas bribonas, infieles y culpables pululan ,en las obras poéticas de aquel tiempo, obligándonos a formar tristísimo concepto ele la sociedad romana, que a pasos gigantescos caminaba hacia su disolu­ción: contraste doloroso que nos trae a la memoria estos magníficos versos de la epístola moral atribui­da a Rioja:

¡Cuán callada que pasa las montañas El aura respirando mansamente! ¡Qué gárrula y sonante por las cañas!

II

V. I.Cotta. -Cota Mesalino, hijo de M. Valerio Mesala Corvino -si damos crédito a las frases de la segunda sátira de Persio, que le llama Messalae lippa propago -, había degenerado bastante de la nobleza de sus antecesores, y su íntima amistad con Ovidio viene a corroborar tan dudosa reputación.

V. 16. Non odio. -En vez de resentirse de aquellos que le desampararon en los críticos instantes de la persecución, los disculpa con loable generosidad; comprende que en casos semejantes al suyo, la ma­yoría de los amigos se rinden al temor, y disimulan la fidelidad para evitar que les alcance, al menos en parte, el castigo del culpable.

V. 59.Thoas. - Hijo de Borístenes y rey de la Táurida, a cuyas tierras condujo Diana a la virgen ágenia, arrancándola del ara en que iba a ser inmo­lada.

III

V. 2. Sidus Fabiae gentis. -En Los Fastos dice que no perecieron todos los Fabios en la desastrosa ba­talla con los de Veyes, porque de esta nobilísima familia debía nacer un vástago, Fabio Máximo Cunctator, que con su decisión y prudencia atajase los progresos de Aníbal; en Las Pónticas afirma -lisonja que disculpa su lamentable situación -que la muerte perdonó a uno de sus miembros para que con el transcurso del tiempo naciese de sanare tan generosa el ilustre Fabio Máximo, a quien se dirige en esta y otras epístolas implorando la protección del magnate que ejercía tan decisivo influjo en el ánimo de Octavio Augusto.

V. 41. Eumolpus. -El bardo de Tracia Eumolpo pasaba por fundador de los misterios Eleusinos y era el primer sacerdote de Ceres y Baco.

IV

V. 3. Rufine. -Recomienda a Rufino el poema que envió a Salano conmemorando el triunfo de Tiberio en Iliria, aunque confiesa que su mérito dista gran trecho de la alteza del asunto, pues lo es­cribió apoyándose en vagas referencias y pasada la oportuna sazón, por la respetable distancia que le separa de Roma y el tiempo que tardan en llegar a Tomos las faustas nuevas que engrandecen la casa de los Césares.

V

V. 6. Máximo Cotta. -En el libro cuarto vuelve a mentar a Máximo Cota, ilustre abogado que en nada desmerecía de su padre Valerio Mesala Corvino, y en ésta le testifica su agradecimiento por el discurso que le remitió, escrito después de pronunciado ante el Tribunal de los centuriones, y le exhorta a que le envíe con frecuencia los frutos de su talento, para saborearlos en el destierro e imaginarse que se halla conversando con sus amigos de Roma.

VI

V. 4. Parta querela. -El poeta publicó sus Tristes sin indicar los nombres de los sujetos a quienes las dirigía, temeroso de que su amistad les perjudicara en el concepto del príncipe de cuya clemencia espe­raba el remedio a sus males; pero cuando compren­dió que la cólera ardía con menos violencia, no tuvo escrúpulo de dar a sus Pónticas una dirección per­sonal, seguro de que la nube que había descargado sobre su cabeza no amenazaba ya a sus amigos; aun así hubo alguien -desconocemos afortunadamente quién fuese -que con vivas instancias le suplicó que no lo nombrase en sus epístolas, e hizo bien, pri­vando con su temor a la posteridad de conocer a sujeto tan ruin y pusilánime. A pesar de tan fea conducta, Ovidio, con la resignación que sólo se aprende en la desgracia, le reprocha dulcemente sus infundados temores, y se da por satisfecho si le si­gue amando en secreto, ya que le amedrenta la voz de la publicidad.

V.20. Leucothoe. -Diosa marina, casada con Ata­mas.

VII

V. I. Verba desunt. -La presente misiva reza con todos en general, sin excluir a su esposa, y con nin­guno en particular. Escrita en esos amargos mo­mentos en que veía cerradas todas las puertas de la esperanza, se acusa a sí mismo por insistir en lo que rotundamente se le niega y se resigna a terminar sus días en la aborrecida tierra de Escitia, sin revolverse encolerizado contra nadie ni dudar de la lealtad de los amigos, y menos de las virtudes de su esposa, sino de la suerte, resuelta a perseguirle tenaz, ante cuyo poder se estrellan las instancias hechas a su fa­vor, acaso por la tibieza y falta de resolución de aquellos en quienes confió demasiado, para ver sus ilusiones desvanecidas un año y otro, al paso que los achaques le advertían que pronto iba a quedar libre de los sinsabores que amargaban su existencia.

VIII

V. 2. Dona Tomitanus. -Epístola breve y preciosa que patentiza la singular estimación del vate por Máximo, a quien envía un carcaj lleno de saetas dis­paradas por los Escitas, ya que la tierra no producía otros dones ni su corta fortuna le consentía ofre­cerle la púrpura y el oro de que sus altas cualidades le hacían merecedor.

IX

V. I. Brute. -El reproche de Bruto advirtiéndole que un censor desconocido tilda sus epístolas de monótonas y fastidiosas, por ocuparse todas del mismo asunto y a veces con los mismos conceptos y frases, no peca de injusto seguramente, ya que no parezca oportuno ni piadoso añadir aflicciones al desdichado. La rica y exuberante fantasía de que el cielo dotó al desterrado del Ponto se revela impo­tente para amenizar con los recursos de la variedad un tema siempre idéntico y versificado siempre en el mismo metro y el mismo tono lastimero; de ahí que el conjunto de estas elegías, aunque algunas en par­ticular se reputan bellísimas, produce cierto cansan­cio y fatiga, porque las últimas no son más que la repetición de las primeras, y esta uniformidad conti­nua mata la deleitosa impresión que producen, por ejemplo, sus elegías eróticas. El hecho es cierto, in­concuso, y ante la crítica severa, digno del fallo rigu­roso; sin embargo, como la obra y el autor viven inseparable mente unidos, reconociendo la justicia de la censura, disculpamos al reo en gran parte del delito que las circunstancias le obligan a cometer. El hombre en la miseria sólo sabe hablar de sus traba­jos, y si pretende remontarse a más luminosa esfera, el dolor implacable, asido a sus potencias, le corta los vuelos, le reproduce las amarguras de su situa­ción y no le consiente más que prorrumpir en quejas y lamentaciones, como si las sombras de la tristeza se extendiesen a todos los objetos de su pensa­miento; y Ovidio en Las Pónticas escribe como poeta y como desterrado; pero el dolor se sobrepone al ingenio, y el poeta cede su lugar al suplicante, abati­do por un castigo que no acertaba a soportar con la entereza del héroe o el estoicismo del mártir.

LIBRO CUARTO

EPÍSTOLA I

Verso 1. Accipe Pompei. -Este Pompeyo, según Heinsio, descendía del vencido ante los muros de Numancia, y se cree que desempeñaba el consulado a la muerte de Augusto.

V. 29. Gloria Coi. -Apeles, nacido en Cos, cuya Venus Anadiomene, esto es, saliendo del baño, pasaba por la labor más maravillosa de su pincel.

V.31. Arcis. -La estatua colosal de Minerva, im­ponente por su majestad, obra maestra de Fidias y trabajada en oro y marfil.

V. 33. Calamis. -Plinio ensalza a Calamis por la habilidad con que supo dar vida a los caballos, y Mi­rón excitó el pasmo y asombro de los inteligentes por haber cincelado una vaca que casi se confundía con las verdaderas.

II

V. 2. Severe. - El poeta a quien se dirige Ovidio es sin duda Cornelio Severo, citado por Quintiliano.

V. 9. Aristeo. - Hijo de Apolo y Cirene, aunque nacido en Libia, pasó a Tracia, donde se enamoró locamente de Eurídice, esposa de Orfeo. Las Ninfas destruyeron sus enjambres de abejas, en castigo de haber ocasionado la muerte de su amada persi­guiéndola sin descanso, y es muy patético el episo­dio de la Geórgica IV de Virgilio, que lo presenta quejándose de su madre e implorando el remedio de la calamidad que le llena de consternación. A su muerte fue reverenciado como el numen protector de los rebaños, los viñedos y las abejas.

V. 39. Corallis. -Los Corales habitaban las ribe­ras del Euxino.

II

V.3. Nomine non utar. -Aquí la elegía muda de tono, y se convierte en cruel invectiva contra el amigo pérfido que, habiéndole adulado en los días felices y espléndidos, le abandona traidora y cobardemente en los de la tribulación, y se avergüenza de cono­cerle, si ya no es que el miedo le impulsa a alejarse del caído, temeroso de, que le alcancen los efectos de su ruina. La venganza del poeta es noble y deli­cada: suprime su nombre por indigno de que le co­nozca la posteridad, y si no le amenaza con los rayos de su indignación, le advierte que puede un día ser víctima de los azares de la fortuna, y enton­ces no tendrá derecho a la conmiseración y al auxi­lio que reclaman los desventurados, puesto que su felonía obligará a quienes le conozcan a sepultar los nobles impulsos, por no desperdiciarlos en favor de ente tan despreciable.

IV

V. 18. Proximus annus. -El mismo año en que Sexto Pompeyo ejerció el consulado, regocijando al poeta tan próspero suceso, Augusto descendió a la tumba, burlando sus pronósticos, que anunciaban un año venturoso.

V

V. 5. Haemon. -El Hemón (Balcanes), cadena de montes que separaba la Tracia de la Mesia, y en la que reinaba una temperatura extremada y rigurosa.

V. 21. Fulia templa. -Julio César elevó un templo a Venus, de quien pretendía descender por parte de su hijo Eneas.

V. 25. Caesar Germanicus.- El hijo de Druso Ne­rón, Germánico, que vengó el desastre de las legio­nes de Varo y fue padre de Calígula y abuelo de Nerón.

V. 35. Bistonium. -Pueblo de Tracia, entre el monte Ródope y el mar Egeo.

VI

V. I. Bruto. -Esta epístola elegíaca es un modelo del género; en ella el autor prescinde de los vistosos escarceos de la imaginación a que le inclina su nu­men, y deja que hable la voz de la conciencia me­lancólica y resignada ante los nuevos golpes que le asesta la fortuna, persuadida de que los ayes y la­mentaciones no han de valer nada contra el severo decreto de los hados. Máximo, en quien fundaba tan legítimas esperanzas de redención, acababa de descender al sepulcro. Augusto, que parecía ya dis­puesto a perdonar su falta, siguióle a los pocos días, y enseguida ocupó el solio de los Césares el atroz Tiberio, tan sordo a los encantos de la poesía como a las quejas del dolor que llegaban a las márgenes del Tíber desde las riberas del Ponto; y el poeta, de­salentado por tanta contrariedad, cesa de insistir en sus pretensiones, que juzga poco menos que irreali­zables, aunque las alentó por espacio de cinco años, confiado en la clemencia de Augusto y en los bue­nos oficios de los amigos; pero no increpa a nadie, no se revuelve contra su sino fatal, no se desespera furioso e iracundo, no estalla la cólera en sus ojos ni en sus labios, antes al contrario, tiene frases delica­das y lisonjeras para su amigo Bruto, y se complace en recordar los testimonios de su antigua fidelidad, que le alientan en la convicción de que aun hay per­sonas que lloran su mísero estado y se aprestarían a levantarle si el poder igualase los quilates de la amistad que en ellas reconoce, tributándoles el ho­menaje de gratitud a que se han hecho acreedoras.

VII

V. 6. AIpinis... regibus. -Ni sabemos a qué reyes de los Alpes alude, ni quiénes fuesen los progenito­res del centurión Vestalis. Plinio cita a Fabio Vesta-lis, autor de un tratado sobre la Pintura; mas no es verosímil que se refiera al mismo personaje a quien escribe Ovidio su epístola laudatoria.

V. 9. Iacyx. -Los Yácigas, que habitaban las ribe­ras del Ponto y la laguna Meotis, se establecieron en los tiempos de Claudio cerca de los Quados, entre el Danubio, el Teis y los montes de Sarmacia.

V. 21. Aegypsos. -Ciudad de la Media inferior, se­gún Antonino.

V. 25. Sithonio regi. -Un rey de Tracia que ocupó parte de la Macedonia.

V. 29. Danni. -Hijo de Pilumno y Dánae, y ante­cesor de Turno.

VIII

V. I.Exculte Suille. -El Suilio que tanto influía sobre Germánico, si es el mismo que menciona Tá­cito al principio del undécimo libro de sus Anales, habremos de reputarle por un sujeto bien desalma­do y villanesco: así lo comprueba su acusación con­tra Valerio Asiático, por cometer adulterio con Popea, por instigar a la gente de guerra con prome­sas y dádivas, y haber hecho con su cuerpo desho­nestos oficios mujeriles, a lo que contestó el acusado con entereza, aplastando su réplica al co­barde acusador.

V. 62. Oechalia. -Ecalia, ciudad Tésala sobre el Peneo.

V. 89. Corallis. - Pueblos de la Misia inferior.

IX

V. 4. Bis senos fasces. -Los dictadores caminaban precedidos de veinticuatro lictores, como magistra­dos, supremos y extraordinarios, impuestos por las circunstancias para salvar la república de inminentes y graves peligros; los cónsules, que después del Cé­sar ejercían la primera autoridad, como no necesita­ban en tiempos normales gran aparato de fuerza, se acompañaban de doce lictores.

V. 45. Hastae supponere. -Las rentas públicas arrendábanse por un lustro o cinco años, y para su adjudicación se plantaba una pica, como en las al­monedas; costumbre tomada de los campamentos, donde se recoge botín alrededor de una lanza, antes de distribuirlo entrejefes y soldados.

X

V. 4. Aibinovane. - Cayo Pedo Albinovano, dis­tinto del Celso Albinovano a quien Horacio dedicó una de sus epístolas.

V. 15. Hippotades. -Eolo, el hijo de Hipotas, que entregó a Ulises encerrados en unas odres los vien­tos contrarios a su navegación.

V. 26. Eniochae. -Las naves de Eníoco, población de la Cólquida, al norte del Fasis, entregada a la pi­ratería.

V. 27.Achaeis. -Aqueos se denominaban tam­bién ciertos pueblos bárbaros de la costa nordeste del Pontoo Euxino.

XI

V. I. Gallio. -Junio Galión, padre adoptivo de Anneo Novato, hermano de Séneca el filósofo y procónsul de Acaya en los días de la predicación de San Pablo.

XII

V. 7.Nam pudet findere. -Como halla difícil y poco menos que irrealizable el introducir en sus versos el nombre de Tutícano sin quebrantar las leyes de la armonía, dice que no se atreve a la licencia de partir el vocablo en dos y distribuirlo en otros tantos ver­sos, y eso que tal recurso venía autorizado por el ejemplo de Horacio, que no tuvo escrúpulo en se­guir las huellas de Píndaro y Simónides, que lo hicie­ron más de una vez.

XIII

V. 10. Getico scripsi sermone. -Creyó Ovidio que no se había rebajado bastante alzando en su casa una capilla en honor de Augusto y reverenciándole co­mo a un dios, sin excluir de estas honras a los de­más individuos de la familia imperial, y aun tuvo el mal gusto de componer en la lengua de los Getas, que llegó a dominar, un poema laudatorio de sus empresas, con el cual seguramente ganó poco la lite­ratura y menos la reputación del autor, harto mal­trecha por las desmesuradas y continuas lisonjas que prodiga en sus epístolas al César poderoso que, con razón o sin ella, le había hundido en el abismo de la infelicidad, para que se arrastrase a sus plantas el que tuvo la audacia o imprudencia de ofenderle, sin parar mientes en sus atributos semidivinos, que convertían la más leve falta contra su persona en un delito de lesa majestad, o en un sacrilegio digno de las expiaciones impuestas a los mayores malvados.

V. 14. Recusati... imperii. -Tiberio, a quien Augusto adoptó como hijo.

V. 21. Esse duos juvenes. -El joven Germánico, hijo de Druso adoptado por Tiberio, y otro hijo natural de éste llamado asimismo Druso.

XIV

V. 32. Agricolae senis. -Hesíodo, natural de Asera y autor de La Teogonía y el poema titulado Los Tra­bajos y los Días.

V. 38. Scepsius. -Plinio dice que Metrodoro Scep­sio logró más reputación de filósofo que de poeta.

XV

V. 3. Sexto. -El testimonio de gratitud que tributa Ovidio en esta epístola a Sexto Pompeyo, por los innumerables beneficios a todas horas recibidos, acredita que sabía corresponder a las obligaciones de la amistad, que con tanta frecuencia se suelen re­legar al olvido; y hasta la insistencia, rayana en la obstinación, con que vuelve a rogarle que interceda por su salud, procurándole destierro más soporta­ble, para no acabar sus días en la tierra aborrecida de Tomos, si enoja por lo repetida, halla indulgencia entre los espíritus benévolos, que saben cómo el in­fortunio trastorna el juicio más sereno, rechazando siempre la idea de cerrar la puerta a la esperanza de un alivio próximo.

XVI

V. 5. Marsus... Rabirius. -Domicio Marso, poeta eximio de los días de Augusto, a quien el elocuente orador Rabirio Fabio coloca entre los cultivadores de la epopeya.

V. 6. Macer. -Pedo Emilio Macer compuso un poema sobre la guerra de Troya, y Pedo Albinovano es llamado sidereus por haber escrito otro sobre As­tronomía.

V. 7. Caro, a quien escribió la epístola XIII de este último libro, dióse a conocer por su narración poética de las hazañas y trabajos de Hércules.

V. 9. Severus. -Cornelio Severo sobresalió en la tragedia, designada aquí por la perífrasis de carmen regale, pues constituyen casi siempre sus argumentos las pasiones y los crímenes de los reyes.

V. 10. Priscus uterque Nunza. -Los dos Priscos y el ingenioso Numa nos son del todo desconocidos.

V. 11. Montane. -julio Montano, amigo de Tibe­rio.

V. 13. Et qui Penélope. -Sabino escribió la res­puesta de Ulises a la heroida que Ovidio le dirigió bajo el nombre de Penélope.

V. 17. Largus. -Poeta de fecunda vena que cantó la expedición de Antenor a la alta Italia.

V. 19 y 20. Camerinus... Tuscus. -Ninguna noticia tenemos del primero ni del segundo, que, en opi­nión de Heinsio, es el poeta Fusco.

V.21. Maris vates. -Ignoramos a quién alude en esta elegante circunlocución.

V. 23. Quique acies -No se ha conseguido averi­guar el nombre de este cantor de las Guerras Púni­cas, de Mario tampoco se han salvado las obras en que acreditó su vasta capacidad.

V. 25 Y 26. Trinacrius... Lupus. -No queda la menor reliquia de estos autores.

V. 28. Rufe. -Acaso Pomponio Rufo.

V. 29 Y 30. Tarrani... Melisse. - El primero des­conocido y el segundo autor de comedias togadas.

V. 3 1. Varus Crackusque. -Quintilio Varo de Cremona fue amigo de Virgilio y Horacio, el cual le tributó altísimos elogios por sus tragedias, y Graco, contemporáneo suyo, no le cede en su Tiestes.

V. 32. Proculus. -La única noticia que tenemos de Próculo es la mención de Fabio que le alaba como elegíaco.

V. 33. Tityrus. -Títiro, pastor de la primera égloga virgiliana, es el mismo Virgilio convertido en guar­dián y de rebaños al dar las gracia a Augusto por haberle restituido las heredades paternas.

V. 34. Gratius. -Autor de un poema sobre la ca­za.

V. 35. Fontanus. -Sujeto desconocido.

V. 36. Capella. -Escribió dísticos elegíacos que no han llegado hasta nosotros.

V. 41. Cotta. -Máximo Cota, a su esclarecida no­bleza añadía el timbre de amigo de las Musas y ora­dor elocuente, que no olvidaba, en el esplendor de sus triunfos, enviar sus discursos al desterrado del Ponto, para divertir sus tristezas y conocer el juicio que le merecían.