¿Vuestros rostros han sido más dañinos para vuestra fe que nuestras razones? - FRIEDRICH NIETZSCHE |
CAPÍTULO 14: LA DIFUSIÓN DEL MATRIMONIO DE LOS SACERDOTES
«Unius uxoris vir» o el modo de vida fundamentado según la Biblia
También el papado toleró durante mucho tiempo el matrimonio de los sacerdotes
CAPÍTULO 15: LAS RAZONES DEL CELIBATO
La «impureza» de la vida matrimonia
«(...) Venus me rehuye más que yo a ella»
CAPITULO 16: LA SUPRESIÓN DEL MATRIMONIO DE LOS SACERDOTES
La mujer del sacerdote: azotada y vendida como esclava
«Esta apuesta por (...) la delicadeza»
«(...) Hasta la total aniquilación»
Doce años de guerra por el celibato en Milán
Gregorio VII: «Maldito el hombre que priva a su espada de sangre»
«(...) Escupida por el infierno»
Concubinas y «canon prostitucional» en lugar de la esposa
«Los curas castos no son de provecho para el Obispo (...)»
El concilio reniega de todo movimiento contrario al celibato
La batalla contra el celibato en la Edad Moderna
De los hermanos Theiner al Papa Pablo
Crisis del celibato» o agonía del cristianismo?
CAPÍTULO 17: LA MORAL DEL CELIBATO
Penitencias en un lecho compartido
«(...) Mucho peores que los laicos»
Un harén en lugar del matrimonio
«(...) Como el ganado en el estiércol»
Frilluhald Klerka o el florecimiento del celibato en el norte
«Mientras el campesino disponga de mujeres (...)»
¿La fornicación sólo es pecado en el obispado de Spira?
Las madonas de los prelados o ¿quién tiene el miembro más grande?
De la renuncia al miembro... a la renuncia a la vida
Suspiros de los celibatarios y edad canónica
Con la madre, la hermana o la hija
Solicitación o eros en el confesionario
¿Engendro de cierta «literatura sucia»?
«(...) Sólo lo que grita es pecado»
«Pero que se cuiden de que suceda en secreto
Nada de «vegetales»
o «seguro que Dios lo entiende»
Así pues, el obispo debe ser irreprochable; hombre de una sola mujer. - 1. TIM., 3,2 Ciertamente, la Iglesia acepta a un hombre casado, sea sacerdote, diácono o laico, si hace del matrimonio un uso irreprochable; entonces será partícipe de la Salvación criando a sus hijos. - CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Doctor de la Iglesia Que cada cual escoja lo que quiera. - ATANASIO, Doctor de la Iglesia (1) |
La crítica al celibato es una obviedad para los clérigos «progresistas» de hoy en día. Éstos escriben, con toda intrepidez, que a los «sacerdotes» del primer cristianismo no se les apartaba de las mujeres y el sexo, que la iglesia primitiva no impoma a ninguno el celibato, que un casado podía llegar a ser sacerdote y obispo, etcétera.
No obstante, ¿por qué se hace el silencio sobre las fuertes contradicciones entre Jesús y el clero, o más exactamente, entre el Evangelio y la Jerarquía? ¿Acaso porque los clérigos estarían dispuestos a renunciar al celibato, pero no a las prebendas? ¿Es que querrían tener mujer, pero sin quedarse sin el cargo? En 1970, una «sociedad de acción» de los religiosos alemanes, opuesta al celibato, traducía su rebeldía con estas palabras: «Nosotros preguntamos: ¿qué significa aquí 'traición'? ¿Quién es 'desleal' aquí?
Nosotros estamos consagrados al servicio sacerdotal. Ése es nuestro compromiso. A él somos leales. Muchos sacerdotes que se casan están dispuestos a mantener su lealtad al servicio sacerdotal».
La cosa es bastante triste. En cualquier caso, durante toda la época apostólica no hubo ninguna clase de separación entre clérigos y laicos, no hubo sacerdotes, ni Iglesia, ni altares; la misa no estaba ligada a espacios sagrados ni a funcionarios. Sólo después de que, poco a poco, el «sacerdote» se coló en escena, la comunión —en un primer momento, una vulgar comida tradicional— se convirtió en un banquete con importancia para el culto y, finalmente, pasó a ser el punto central de la misa: una completa mixtura de elementos judíos y helenísticos (2).
Todo esto no tenía nada que ver con Jesús. Tampoco con sus discípulos, que todavía fueron acompañados por sus mujeres en sus viajes misionales (supra) y, por tanto, no pudieron exigir el celibato a nadie. El tema tampoco se trata en ninguna parte del Nuevo Testamento. En cambio, según 1. Tim. 3, 2 y 3, 12, el obispo y el diácono tienen que ser hombres «de una sola mujer» (unius uxoris vir). Las cartas pastorales mencionan no menos de tres veces a diáconos casados y se advierte expresamente contra los falsos maestros «que prohiben el matrimonio». (Sin embargo, el primado alemán, cardenal Düpfner, defiende el celibato como «un modo de vida fundamentado y orientado según la Biblia»).
La vida de los primeros cristianos se desarrollaba en casa, entre la mujer y los hijos. Y durante siglos fueron padres de familia quienes desempeñaron la función de clérigos. La mayor parte del primer clero católico estaba formada por hombres casados y en los umbrales de la Edad Media la mayoría del clero superior estaba en la misma situación. Muchos sacerdotes convivían con mujeres, incluso sin vínculo formal; practicaban el concubinato y la poligamia, eran fomicatores notorii. Es cierto que después de la ordenación eran pocos los que se casaban. Pero si su matrimonio era anterior, todavía en el siglo III no había ninguna prescripción que les prohibiera tener relaciones sexuales.
Y en el siglo IV las Constituciones Apostólicas —el código más voluminoso de la Iglesia en la Antigüedad— aún abogaban por el matrimonio de los clérigos; al igual que los sínodos de Ancira (en Galacia) y Gangra (en la Paflagonia), los cuales anatematizaron a los últimos cristianos que afirmaban que no se podía asistir a los oficios celebrados por sacerdotes casados. El mismo Atanasio, que conoció en su tiempo a obispos y monjes que eran padres, declaraba: «que cada cual escoja lo que quiera». San Gregorio de Nisa se casó con Teosebia y siguió viviendo con ella como obispo; Gregorio de Nacianzo, otro doctor de la Iglesia, era hijo de un obispo; e incluso en el siglo V se informa de que muchos obispos tenían descendencia, aunque los solteros guardaban abstinencia voluntariamente.
Y aun más: sobre las lápidas de los dignatarios casados se pueden leer con frecuencia rotundas protestas contra el celibato (3).
El concilio reunido a comienzos del siglo VII, al que asistieron más de doscientos obispos, todavía constata «que en África, Libia y otros lugares, los obispos más temerosos de Dios visitan a sus mujeres». Aunque es cierto que el Trullanum arremete contra las relaciones sexuales de los obispos dentro del matrimonio, las autoriza en el caso de los subdiáconos, diáconos y sacerdotes, siempre que se hubieran casado antes de adquirir la dignidad subdiaconal. El famoso canon dice así: «Tras advertir que en la Iglesia Romana la costumbre es que quienes adquieren la dignidad diaconal o sacerdotal prometan que no pretenden mantener trato matrimonial con sus esposas, ordenamos, según la antigua ley del cuidado y disposición apostólicos, que los matrimonios legales de los santos hombres deben mantenerse en lo sucesivo, y que de ninguna manera disuelvan la unión con sus mujeres, y que de ninguna manera eviten la cohabitación cuando sea conveniente».
Avanzando en el tiempo, en Oriente nunca se dejaron endosar el celibato. En 1504, el cardinal Humbert, uno de los mas influyentes curiales de su tiempo, intervino en Constantinopla contra el matrimonio de los sacerdotes, y dijo: «jóvenes casados, todavía exhaustos por el placer, celebran en el altar. E inmediatamente después abrazan de nuevo a sus mujeres con sus manos santificadas por el cuerpo inmaculado. Ése no es el distintivo de la verdadera fe, sino un invento de Satanás». Ante esta intervención, Nicetas, el abad del monasterio de Studiu, comentó que el cardenal era «más necio que un asno». Para Oriente, que marcaba la pauta en cuestiones teológicas. Occidente, con su creciente aversión al matrimonio de los clérigos, era un mundo de bárbaros.
En tiempos de San Patricio (372-461), enviado por Roma para evangelizar Irlanda y convertido en su santo nacional, los religiosos casados
aparecían como completamente normales. Durante todo el periodo mero-vingio tampoco tuvieron la obligación de disolver el matrimonio y la mayoría mantenía relaciones sexuales sin ocultarlo. Ni siquiera los sínodos de España —<londe surgió el primer decreto de celibato (infra)— mencionan la abstinencia del clero en el matrimonio hasta comienzos del siglo VI.
En Alemania, el gran concilio de Aquisgrán, en el 816, autoriza la ordenación sacerdotal de los casados; y todavía en 1019, obstaculizar el ministerio de los religiosos casados es castigado por el sínodo de Goslar con la excomunión.
En Roma, hubo hijos de sacerdotes que se convirtieron en papas hasta el siglo X: Bonifacio I, Félix III, Agapito I, Teodoro I, Adriano II, Martín II, Bonifacio VI y otros. Varios de ellos fueron canonizados: San Bonifacio I, San Silverio y San Diosdado. Y hasta hubo papas que fueron hijos de papas, como Silverio, el hijo del papa Hormisdas, o Juan XI, el hijo de Sergio III. En el siglo XI, todos los religiosos del sur de Italia seguían contrayendo matrimonio abiertamente. Y en cuanto al norte,Guido de Ferrara, un testigo ocular, escribe: «en toda Emilia y en Liguria, diáconos y presbíteros metían a mujeres en sus casas, celebraban bodas, casaban a sus hijas, unían a los hijos que habían engendrado con esposas ricas y distinguidas». Por otra parte, muchos de los sacerdotes concubinati vivían a mediados del siglo XI en Roma.
En la sobria Inglaterra, el celibato comenzó a introducirse aún más tardíamente. Allí, en los siglos VIII y IX incluso el matrimonio de los obispos era habitual; los sínodos toleraron el matrimonio de los clérigos rurales hasta la alta Edad Media; y después, un prelado británico se consolaba así: «se podrá quitar las mujeres a los sacerdotes, pero no los sacerdotes a las mujeres».
En Hungría, Dinamarca y Suecia, todavía en el siglo XIII había religiosos casados; en el norte de Suecia e Islandia el matrimonio de los clérigos siguió existiendo hasta que la Reforma lo sancionó de nuevo (4).
Roma quería gobernar; para ello necesitaba instrumentos ciegos, esclavos sin voluntad, y a éstos los encontró en un clero célibe que no estaba ligado por ningún lazo familar a la patria y al soberano, cuyo principal —y único— deber consistía en la obediencia incondicional a Roma. - Un religioso católico (anónimo) del siglo XIX |
En un primer momento, un hecho determinante para el celibato fue la antigua y extendida creencia de que el éxito del ritual dependía de la castidad del sacerdote. Las relaciones sexuales y el ministerio sacerdotal, la «impureza» de la vida matrimonial y la «santidad» del quehacer espiritual, se tenían por incompatibles (supra). Para justificar esta idea, se recordaban las exigencias del Antiguo Testamento —tomadas del paganismo—, que había desterrado toda clase de sexualidad del ámbito del Templo (supra); una obsesión purificadera que el Nuevo Testamento ignora por completo. En cualquier caso, en Oriente, donde por lo general sólo había oficios los domingos, miércoles y viernes, la Iglesia sólo exigía la abstinencia del sacerdote en esos días; en cambio, en Occidente, donde la misa tenía lugar a diario —la costumbre se inició en Roma—, se insistía en la continencia absoluta en la vida matrimonial. Esa renuncia casi sobrehumana aumentaría el prestigio del religioso ante el pueblo, le proporcionaría credibilidad y respetabilidad, le convertiría en una especie de ídolo, en una figura por encima de los mortales, líder y padre a la vez, a quien la gente miraría con admiración, dejándose gobernar por él: una imagen del sacerdote que sólo en la actualidad ha empezado a ser completamente desmontada.
Pero puesto que la coacción, más que a la castidad, indujo a los clérigos al libertinaje, la motivación cúltica no parece haber sido decisiva. Un motivo político-financiero entró pronto en escena: como es natural, los religiosos solteros les resultaban más baratos a los obispos que los que tenían mujer e hijos.
El motivo económico aparece en innumerables leyes y decretos sinodales hasta nuestros días, pues, no hace mucho tiempo aún, el ya fallecido cardenal Spellmann, arzobispo de Nueva York y «genio financiero» del papa, se preguntaba: «¿quién va a pagar esto?».
Los primeros gobernantes cristianos no discriminaron ni a los religiosos casados ni a sus familias. Pero en el año 528 el emperador Justiniano dispuso que quien tuviera hijos (¡y no quien estuviera casado!) no podría llegar a ser obispo. La razón de este decreto frecuentemente reproducido era, sin duda, de naturaleza presupuestaria. Sólo dos años después, Justiniano arremetió también contra quienes se casaban tras ser ordenados «y engendraban hijos de mujer». En ese momento, declaró nulos todos los matrimonios celebrados tras la ordenación sacerdotal y a toda su descendencia ya nacida o por nacer, ilegítima, infame y sin derecho de sucesión. A mediados del siglo VI, el papa Pelagio I consagró obispo de Siracusa a un padre de familia, estableciendo, sin embargo, que sus hijos no podrían heredar ningún «bien eclesiástico». El tercer sínodo de Lyon (583) sólo amenazaba con la suspensión «si nacía un hijo». Pero conforme la cristianización progresaba, se tendió cada vez más a desheredar a la descendencia de los sacerdotes (infra) (1).
Pero seguramente la constante disponibilidad de los clérigos solteros fue aún más importante para los eclesiarcas que el factor financiero. Al fin y al cabo. San Pablo ya sabía que «el soltero se preocupa de las cosas de Dios; el casado, en cambio, se ocupa de las cosas del Mundo, de cómo agradar a su mujer; está, por tanto, dividido». Y hasta hoy ningún otro pasaje bíblico ha sido tan exhibido para fundamentar el celibato sacerdotal (sin tener en cuenta que Pablo, obviamente, en ningún caso podía referirse a los sacerdotes, cosa que la mayoría de las veces se escamotea), ya que éste indica claramente lo que se necesita: instrumentos sin voluntad propia, con dedicación exclusiva, no ligados a ninguna familia, sociedad o estado, para poder ejercer el poder mediante ellos.
Por ello, cuando Pío IV, durante el concilio de Trento (1545-1563), pidió a los príncipes cristianos que hicieran propuestas positivas y el emperador alemán Fernando I y los reyes de Francia y Bohemia reclamaron la autorización del matrimonio de los clérigos, los prelados se opusieron decididamente. «¿El matrimonio de los sacerdotes?» apostrofó el cardenal de Carpi al papa, «¿no habéis reflexionado que, desde ese momento, ya no dependerían del Papa sino de su príncipe, hacia el que mostrarían su satisfacción en todos los sentidos, en perjuicio de la Iglesia y por amor a sus mujeres e hijos?»
Y cuando, en el siglo XVIII, durante una discusión sobre el celibato, el cardenal Rezzonico aconsejó sanear las finanzas curiales concediendo la dispensa a todos los sacerdotes que solicitaran permiso para casarse y pagaran por ello —«un cequí en ese momento (...) y después unos táleros cada año»—, parece que el Papa, aunque en un primer momento acusó recibo de la sugerencia con la nota de «mejor propuesta» (óptima propositio), después la rechazó claramente. Porque los clérigos, estando solteros, garantizan los negocios del Señor (y de los señores) bastante más efectivamente que si tuvieran familia... ¡aun en el caso de que pagaran por ello!
En la problemática del celibato influye, sin duda, una circunstancia biológica: el hecho de que la Iglesia está casi siempre regida por hombres mayores. Pues éstos, aunque puedan haber sido en su juventud mundanos y frivolos, incluso elocuentes propagandistas del matrimonio de los clérigos, en la vejez, cansados, impotentes y sádicos, exigen el celibato.
Un típico ejemplo de ello: Eneas Silvio de Piccolomini. En el concilio de Basilea recordó a los papas casados y a Pedro, príncipe de los apostóles, también casado; su opinión era que «aunque el matrimonio de los religiosos se ha prohibido por buenas razones, se debería volver a autorizar por razones aún mejores». Pero, convertido en Pío II, Eneas no sólo incluyó en el índice los Erótica, compuestos por él mismo, sino que hizo una llamada a la continencia a un sacerdote amigo que pretendía obtener su dispensa para casarse, aconsejándole que rehuyera al sexo femenino como a la peste y considerara a toda mujer como un diablo. «Seguramente dirás» prosiguió el papa, «¡vaya, qué estricto es Eneas! Ahora me elogia la castidad; ¡qué distintas eran sus palabras cuando hablaba conmigo en Viena y Neustadt! Es verdad, pero los años se acortan, la muerte se acerca (...) Venus me aborrece. Ciertamente, también mis fuerzas disminuyen. Mi cabello es gris, mis nervios están resecos, mis huesos están podridos y mi cuerpo plagado de arrugas. Ya no puedo complacer a ninguna mujer ni ella a mí (...) La verdad es que Venus me rehuye más que yo a ella».
A este motivo biológico se añade a menudo otro mas hicn psicológico, que ciertamente no se daba sólo entre los papas. Hay quien sospecha (y de nuevo desde el lado católico) que el hecho de que los viejos prelados aboguen por el celibato es el resultado de un secreto ánimo de revancha, «para que una futura generación no pueda gozar de una vida mas sincera y más plena, porque uno mismo tuvo que renunciar a ella» (2).
De este miles y miles de las mas felices familias de sacerdotes fueron arrojadas a la miseria fu miseria, "a fuego y espada" por el partido monacal que se hizo con el poder. - GSCHWIND. teólogo (I) Las posibilidades de castigo eran muy grandes, porque los clérigos eran, por oficio y estado, completamente dependientes de la Iglesia - MARTÍN BOELENS. teólogo católico (2) Pero la caza de brujas todavía no ha teminado. Los inquisidores, los jueces, los carceleros y los verdugos prosiguen su tarea bajo las figuras del Papa, obispos, sacerdotes y láicos. - FRITZ LEIST. católico (3) |
Pese a que el matrimonio de los sacerdotes siguió existiendo durante bastante tiempo, el giro decisivo había comenzado ya en el año 306 con el sínodo de Elvira. en el sur de España, en el que se aprobó el primer decrelo sobre el celibato: «Los obispos, los sacerdotes, los diáconos, en definitiva, todos los clérigos que ejercen el sagrado ministerio, es decir, que celebran el oficio divino, tienen que guardar continencia con sus mujeres, so pena de suspensión».
Esta prohibición, que fue determinante para toda la evolución posterior en Occidente, sólo afectó en un primer momento a una parte de la Iglesia española. Pues en otras partes la presión que se ejercía sobre el clero iba encaminada, más que a asegurar su continencia matrimonial, a evitar las relaciones extramatrimoniales y otros «crímenes» análogos. Es en el umbral del siglo V cuando la norma de Elvira fue asumida por los papas Siricio e Inocencio I y difundida en Occidente.
De cualquier forma, no se exigía ni la soltería, como principio, ni la disolución de los matrimonios ya existentes, sino «sólo» la finalización de las relaciones sexuales. Durante bastante tiempo, tampoco se conminó a diáconos, sacerdotes y obispos a que se separaran de sus respectivas esposas, a las que los sínodos siguieron refiriéndose «la señora del diácono», «la señora del sacerdote», o «la señora del obispo». Si los esposos prometían que, en lo sucesivo, tendrían «a sus mujeres como si no las tuvieran» —«a fin de que sea preservado el amor matrimonial, al tiempo que cesa la tarea matrimonial» como rezan las instrucciones, memorablemente perversas (458 o 459), de León I al obispo Rústico de Narbona—, podrían llegar a ser sacerdotes o seguir siéndolo, con lo que, evidentemente, se estaba pidiendo un imposible, empujando a los conminados a una vida de hipocresía y fingimientos.
Por lo demás, los decretos diferían entre sí, no siempre eran inequívocos, fueron modificados y adaptados a las circunstancias, suavizados o extremados y, llegado el caso, completamente ignorados.
Pero ante todo, y recurrentemente, se impuso la prohibición de que los clérigos compartieran casa con mulleres extraneae o subintroductae, una posibilidad que el papado combatió, durante mucho tiempo, con especial celo y escasos resultados, y que el Trullanum denegó, incluso, a los sacerdotes castrados.
El sínodo de Elvira autorizaba a los religiosos a vivir únicamente con sus mujeres, así como con sus hermanas e hijas consagradas a Dios, pero no permitía la presencia de la mulier extranea, que la mayoría de las veces se ocupaba de llevar la casa y que fue en un primer momento el principal objeto de las prevenciones sinodales. No obstante, más tarde se llegó al extremo de impedir la entrada a la casa del sacerdote a todas, esclavas y libres, y también se prohibió a los religiosos que visitaran a mujeres, sobre todo por la tarde o por la noche. Sólo se permitía en casos imprescindibles y siempre en compañía de un clérigo como testigo. Incluso se le negó a la mujer del sacerdote el acceso al dormitorio del marido.
Naturalmente, los decretos fueron ampliamente incumplidos. Lo que más costó a los clérigos fue separarse del lecho común. El mismo obispo Simplicio de Auxerre y su esposa lo mantuvieron... «como prueba de confianza en la fuerza de su virtud».
El sínodo de Tours (567) representó un momentáneo climax en todo este tipo de órdenes e intromisiones. Además de volver a privar a los sacerdotes de extraneas (presentándolas ahora como serpientes); además de impedir a los religiosos del entorno del obispo toda clase de contacto con las esclavas de la mujer de éste, la episcopa —a la que él mismo sólo podía contemplar como una hermana y bajo la vigilancia de aquéllos—; además de conceder a dichos religiosos el derecho de arrojar de sus casas a las extraneas; por si todo eso fuera poco, se ordenó; «puesto que muchos arciprestes del país, y diáconos y subdiáconos, son sospechosos de mantener relaciones con sus mujeres, el arcipreste deber tener siempre a su lado a un clérigo que le acompañe a todas partes y tenga el lecho en la misma celda que él». Siete subdiáconos —o incluso laicos (!)— que se iban turnando cada semana tenían que vigilar al arcipreste, so pena de recibir una paliza si se negaban a ello.
Más tarde, también les endilgaron vigilantes a algunos obispos. En el 633, un sínodo bajo la presidencia de San Isidoro decidió lo siguiente:
«puesto que la vida de los religiosos ha causado no poco escándalo, los obispos deberán tener junto a sí, en sus habitaciones, a testigos de su modo de vida, para privar a los laicos de todo motivo de sospecha».
Y en el año 675, el sínodo de Braga prohibió terminantemente que un clérigo sin vigilante de confianza acompañara a una mujer, a excepción de su madre. Anteriormente aún se había tolerado la compañía de hermanas, hijas e incluso sobrinas; pues: «en relación a estas personas es un sacrilegio suponer algo distinto a lo fijado por la Naturaleza». El sínodo de Macón, en el 581, había extendido tal autorización hasta la abuela.
Así que llegó un momento en que los padres conciliares recelaban de todo el mundo. Entonces quedó prohibida la estancia en la casa del sacerdote de nietas, sobrinas, hijas, hermanas y madres —al principio, sólo en la Europa del sur, luego en Alemania y Francia, y finalmente en Inglaterra—, debido a que los religiosos se liaban con sus propios familiares, como reconoció el concilio de Maguncia en el año 888. Además, existía el peligro de que llegaran otras mujeres en compañía de las de la familia, reflexión que hacía el obispo de Soissons en el año 889. Pero si un clérigo tenía que ocuparse de sus mujeres, la cosa podía ocurrir lejos de casa. De ahí que se vigilara también la iglesia y sus alrededores; como exigía Regino de Prüm en su Instrucción para el control de los sacerdotes, escrita en el año 906 (por indicación del obispo Ratbodo de Tréveris), el visitador debía comprobar «si el sacerdote tiene alguna pequeña alcoba junto a la Iglesia» o «si hay puertas sospechosas en los alrededores» (4).
Para los sacerdotes casados: prisión perpetua
Pero evidentemente no todo era cuestión de prescripciones. Durante un milenio, se prefirió recurrir a todo tipo de medidas de presión: ayunos, multas, pérdida del cargo, excomunión, humillación pública, tortura, encarcelamientos temporales o a perpetuidad, pérdida de los derechos de herencia y esclavización. La observancia de —por emplear la expresión paulina— «los asuntos de Dios» tenía, como siempre, consecuencias desproporc ionadas.
Con frecuencia los clérigos que tenían relaciones sexuales con sus mujeres —situación que los sínodos gustaban de motejar como «el regreso del perro a su vómito»— fueron castigados con la suspensión. Exceptuados algunos casos de restitución, el hecho comportaba la definitiva expulsión del estado clerical. Sin embargo, muy a menudo se optó por encerrar a los «incontinentes» en un convento, donde eran sometidos a ayunos, flagelaciones, encadenamientos y toda clase de vejaciones. (Solamente el encierro, sin necesidad de agravar el castigo, conducía muchas veces a la total aniquilación de la persona). E incluso algunos sacerdotes ordenados por la fuerza tenían que hacer penitencia en una cárcel «durante el resto de sus vidas» por haberse vuelto a reunir con sus mujeres.
El papa Zacarías, que a mediados del siglo VIII ordenó la cadena perpetua para los monjes y monjas que rompieran sus votos (supra), instigó a los galos y a los francos a que expulsaran a los clérigos casados, prometiéndoles: «así ningún pueblo se os resistirá, todos los pueblos paganos sucumbirán ante vosotros y seréis victoriosos y tendréis, además, vida eterna».
Posteriormente, las leyes eclesiásticas promulgadas en Inglaterra bajo el reinado de Edgar disponen que «si un sacerdote, monje o diácono tiene mujer legítima antes de haber sido consagrado, debe abandonarla antes de la ordenación. Si sigue yaciendo con ella, su penitencia será la misma que en caso de asesinato». ¡La religión del amor ponía ambas cosas al mismo nivel!
Los libri poenitentiales de aquel tiempo también se muestran muy duros hacia los «incontinentes». Los sacerdotes que se casaban debían expiar su pecado durante diez años —tres de los cuales a pan y agua—, eran castigados con la suspensión y la excomunión, rapados, metidos en un saco y encerrados en un convento para siempre. Si cometían adulterio, la condena consistía en diez años de penitencia, tres de ellos a pan y agua; por mantener relaciones sexuales con una religiosa la pena era de doce años, casi la mitad a pan y agua.
A mediados del siglo VIII, la Regula canonicorum de Crodegando impone al religioso que cometa «asesinato, fornicación o adulterio» —¡de nuevo valorados del mismo modo!—, en primer lugar, un castigo corporal; después pasa en la cárcel tanto tiempo como el obispo o su representante crean conveniente, sin que nadie pueda dirigirle la palabra o relacionarse con él sin permiso. Después de su liberación, tiene que cumplir penitencias y permanecer echado en el suelo, a la puerta de la iglesia, en las horas canónicas, hasta que todos los demás han entrado o salido. Esta regla del obispo de Metz fue tomada como ejemplo por la Iglesia francesa y rigió la vida del clero durante siglos.
Un poenitentiale ampliamente extendido en la Edad Media tardía, que es, según información de ios propios católicos, «el más destacado documento a la hora de juzgar las prácticas penitenciales desde el Decreto de Graciano hasta el Concilio de Trento» ordena una pena de diez años para el religioso fornicador: en primer lugar, debe pasar tres meses encerrado, echado en el suelo y enfundado en un sayo disciplinario, recibiendo solamente —a excepción de los domingos y días de fiesta— algo de pan y agua por las noches. Pasado ese plazo es excarcelado, pero no puede mostrarse en público para no causar «escándalo» y todavía tiene que sobrevivir a base de pan y agua durante año y medio. Después, esta dieta queda reservada para los lunes, miércoles y viernes hasta finalizar el séptimo año, aunque los miércoles puede conmutar la penitencia por el rezo de un salterio o el pago de un denario. Finalmente, debe seguir ayunando los viernes hasta el final del décimo año, aunque puede ser restituido en su ministerio antes de esa fecha.
A menudo, los clérigos casados eran privados de todas sus propiedades e incluso asesinados —hasta bien entrada la época moderna—. Melanchton, uno de los principales colaboradores de Lutero, escribe que todavía «asesinan a sacerdotes honrados por causa de un piadoso matrimonio». El capítulo celebrado en Pressburg, en 1628, bajo la presidencia del arzobispo de Gran, condena a «prisión perpetua (...) a todos los que en el futuro osen casarse y a los que celebren ese matrimonio». Además se exhorta a los laicos a que no toleren la unión entre mujeres y sacerdotes y se recuerda a los señores terrestres su deber de «castigar, tanto en sus personas como en sus propiedades, a todos los que de un modo u otro hayan contribuido a ello». El sínodo de Osnabrück, en 1651, hace la siguiente admonición: «Visitaremos (...) día y noche las casas de los sospechosos y a las personas licenciosas las entregaremos al verdugo para que les imponga el estigma con un hierro al rojo, y si las autoridades son indolentes o negligentes, recibirán el castigo de nuestra mano». El obispo Ferdinando de Paderborn hizo ejecutar a un religioso a causa de su vida sexual casi al finalizar el siglo XVII.
En cambio, los «continentes» recibían la promesa del eterno consuelo, y hasta les eran reconocidos derechos especiales garantizados por el Estado, por ejemplo, el especial valor de sus testimonios ante los tribunales (5).
Esta mujer era castigada bárbaramente, ya que, aunque estuviera legítimamente casada, le estaba teminantemente prohibido llevar vida matrimonial. Si tenía una relación extramatrimonial, cosa bastante lógica, su marido debía abandonarla. Si no lo hacía, era excomulgado, según prescribía ya el sínodo de Elvira. Incluso después de la muerte de un clérigo, a su viuda le estaba prohibido volverse a casar, bajo la amenaza de separación y excomunión tanto para ella como para el hombre que se atrevía a desposarla. El sínodo de Agde autorizaba la ordenación de un hombre casado sólo en el caso de que también su mujer se hiciera religiosa. Y el primer sínodo de Toledo, en el año 400, dispuso que «si la mujer de un clérigo ha pecado, su marido tiene derecho a custodiarla, atarla e imponerle ayuno, aunque no a matarla».
A las extraneas se las trataba aun más duramente. Si resultaban sospechosas, eran azotadas, desterradas o convertidas en esclavas. En España se introdujo el apaleamiento bajo el reinado de Recesvinto; y el Fuero Juzgo —código redactado por un sínodo de obispos— señalaba penas de cien azotes para cualquier mujer, casada o no, que tuviera relación sexual con un clérigo (el cual, a su vez, era internado en un monasterio-prisión).
En el año 653, el octavo «concilio santo» de Toledo supuso un punto culminante de la cultura eclesiástica; a diferencia de anteriores sínodos, prescribió que debían ser vendidas no sólo las mujeres sospechosas o con mala fama, sino ¡también la mujer legítima, cuando se descubría su «incontinencia»!
Desde ese momento, las relaciones del sacerdote con su mujer y sus otros amoríos, antes estrictamente diferenciados, son castigados del mismo modo. Es decir, cada vez interesaba menos si la unión era legítima o ilegítima. Con el tiempo, las relaciones matrimoniales son condenadas como fomicatio, «impureza», «suciedad», exactamente igual que las extramatrimoniales. Y por consiguiente, se identifican cada vez más a menudo los conceptos de «esposa» (uxor) y «concubina»; la palabra «uxor» llega a desaparecer por completo, y «concubina» designa al final a toda mujer con la que el sacerdote se acuesta, o sea, también a la mujer con la que el sacerdote está casado, muchas veces de acuerdo con el procedimiento eclesiástico.
A mediados del siglo XI, León XI convirtió en esclavas de su palacio a todas las mujeres que vivían con religiosos en Roma. Y el sínodo de Meifi (1089), presidido por el papa Urbano II —el iniciador de la primera cruzada, que culminó con la matanza de casi 70.000 sarracenos en Jerusalén, ¡declarado santo en 1881!— ordenó, en caso de que el sacerdote no acabara con su matrimonio, la venta de la esposa como esclava por el poder temporal, al que de esta manera también se implicó en la cuestión del celibato. El arzobispo Manases II autorizó en 1099 al conde Roberto de Flandes a capturar a las mujeres de los clérigos excomulgados de todas sus diócesis. En Hungría y otros lugares se actuó de modo similar. «En todas partes, particularmente en Franconia, se pudieron ver escenas crueles: el fanatismo de los monjes mostró su horrible rostro; a los religiosos que no fueron capaces de abandonar a sus mujeres e hijos sólo les quedó la vida».
La Iglesia, desde España hasta Hungría e Inglaterra, siguió ordenando que las mujeres de los sacerdotes fueran vendidas, convertidas en esclavas, traspasadas a los obispos junto con todas sus propiedades, o desheredadas. Además, hasta la época moderna, impuso a las «concubinas notorias» el destierro, la privación de los sacramentos, el afeitado de cabeza —«públicamente, en la iglesia, un domingo o día festivo, en presencia del pueblo», como dispone el sínodo de Rúan, de 1231 (en la Edad Media la discriminación era tal que, de acuerdo con la vieja ley borgoñona, se mataba a un esclavo si le cortaba el cabello a una mujer libre)—; la iglesia amenazaba a la mujer del sacerdote con negarle el entierro, con arrojar su cuerpo al estercolero o, muchas veces, con entregarla al Estado, lo que con frecuencia acababa en destierro o prisión. En el siglo XVII, el obispo de Bamberg, Gottfried von Aschhausen, todavía apelaba al «poder temporal» «para que entre en las parroquias, encuentre a las concubinas, las azote públicamente y las arreste».
El destino de las mujeres que estaban unidas a sacerdotes, dentro o fuera del matrimonio, no preocupó a la Iglesia católica en lo más mínimo. Antes al contrario, arruinó las vidas de estas personas y sus familias sin el menor miramiento. Las inmensas cantidades de decretales y cánones conciliares no se ocupan de los derechos humanos de la mujer del obispo, negándole todo tipo de contacto con su pareja.
Para Pedro Damián, santo y Doctor de la Iglesia, las mujeres de los clérigos eran sólo cebos de Satanás, desechos del Paraíso, veneno del espíritu, espadas de las almas, lechetrezna para los sedientos, fuente de los pecados, principio de corrupción, lechuzas, mochuelos, lobas, sanguijuelas, rameras, fulanas, furcias y cenagales para puercas grasientas («volutabra porcorum pinquium»), entre otras comparaciones contenidas en una rabiosa y tronante parrafada dirigida al obispo Cuniberto de Turín.
Lamentablemente, no ha quedado rastro alguno de la mayoría de esas innumerables tragedias individuales de amor y amistad, repetidas de generación en generación (6).
La más conocida de todas es el caso del teólogo Abelardo, que se enamoró y se casó con Eloísa, la sobrina del abad Fulberto, a la que había conocido durante las clases que daba en París, siendo posteriormente atacado y castrado por los parientes de ella, a instigación del abad.
No menos significativa es la historia de Nicolás Copérnico. Había recibido la ordenación sacerdotal y una canonjía en la catedral de Frauenburg. Su obispo y amigo de juventud, Dantiscus, le ordenó que se separara de una pariente lejana, Anna Schilling, con la que había vivido durante mucho tiempo. «Vuestra admonición, ilustrísimo señor» replicó el genio, que entonces tenía sesenta y tres años, «es lo suficientemente paternal, y más que paternal, lo admito y la acepto de corazón. En lo que atañe a la anterior instrucción sobre la misma cuestión, Ilustrísima, estaba lejos de mí el olvidarla. Yo tenía intención de actuar en consecuencia. Pese a que no fue fácil encontrar una persona apropiada entre mi parentela, no obstante, me propongo poner en orden dicho asunto antes de Pascua». Pero Copérnico siguió reuniéndose en secreto con Anna, hasta que, de nuevo bajo la presión del obispo, renunció también a estos encuentros, muriendo, solo y abandonado, cuatro años más tarde.
El caso del subdiácono Bochard es estremecedor. Era chantre en Laon y canónigo en Tournai, y tenía dos hijos de una noble, hermana de la condesa Juana de Flandes. Inocencio III —responsable de la masacre de los albigenses—, que consideraba el matrimonio de los clérigos «un lodazal» excomulgó a Bochard y ordenó al arzobispo de Reims que renovara el anatema cada domingo con repique de campanas y cirios encendidos, suspendiendo los oficios divinos donde quiera que estuviese Bochard hasta que abandonara a la mujer e hiciera penitencia. Bochard se sometió al castigo y pasó un año en Oriente peleando contra los «infieles». Pero cuando, de vuelta a casa, vio a su mujer y a sus hijos, dijo: «prefiero que me desuellen vivo a abandonaros». Poco después fue capturado en Gante y decapitado y su cabeza paseada por todas las ciudades de Flandes y Henaut: «y es que el hombre fue creado para el amor» como dice el actual Catecismo holandés.
Según el cisterciense Cesáreo de Heisterbach, en el siglo XIII la gran mayoría de los religiosos hacía vida matrimonial legítima o, según su expresión, «en concubinato». Eran responsables de familias con esposa e hijos. Sólo los remordimientos de conciencia atizados por los fanáticos sembraron la discordia. Se cita a la mujer de un sacerdote que, desesperada, se arrojó al homo encendido de una panadería (7).
Desde el final de la Antigüedad, los hijos e hijas de los clérigos, al igual que sus mujeres, fueron perdiendo sus derechos y tratados cada vez con más rigor. Ya en el año 655, el noveno sínodo de Toledo dictó que todos los hijos de sacerdotes «no sólo no deben heredar de sus padres o sus madres, sino que pasarán a ser esclavos de por vida de la iglesia en la que los padres que los engendraron tan deshonrosamente prestaban sus servicios» («sed etiam in servitutem eius ecciesiae decuius sacerdotis vel ministri ignominio natí sunt jure perenni manebunt»). Así que (en territorio visigodo) todo descendiente de religioso carecía de derechos sobre la herencia de sus padres y se convertía de por vida en un siervo de la Iglesia, con independencia de que su madre fuera libre o no.
En el siglo XI, el gran sínodo de Pavía hizo esclavizar de por vida a todos los hijos e hijas de sacerdotes, «hayan nacido de libres o siervas, de esposas o de concubinas». El concilio, dirigido personalmente por Benedicto VIII, adoptó la misma decisión: «Anatema para quien declare libres a los hijos de tales clérigos —que son esclavos de la Iglesia— sólo porque hayan nacido de mujeres libres; porque quien lo haga roba a la Iglesia. Ningún siervo de una iglesia, sea clérigo o laico, puede adquirir algo en nombre o por mediación de un hombre libre. Si lo hace, será azotado y encerrado hasta que la iglesia recupere los documentos de la transacción. El hombre libre que le haya ayudado tendrá que indemnizar completamente a la iglesia o ser maldito como un ladrón de iglesia. El juez o notario que haya extendido la escritura, será anatematizado». Para entender semejantes medidas, se tiene que comprender que en aquel tiempo la mayoría del bajo clero descendía de esclavos, es decir, que ni tenía propiedades fli podía hacer testamento. Cualquier cosa que esas personas adquirieran o ahorraran pertenecía íntegramente al obispo, el cual, por eso mismo, tenía un grandísimo interés en la nulidad de los matrimonios de los sacerdotes y aun más en la incapacidad de los hijos para heredar. Sin embargo, a los descendientes de esclavas de iglesia se les privó desde el principio del derecho a heredar. Estaban a la completa disposición de los prelados que, por tanto, no veían con malos ojos que un clérigo se uniera a una esclava. No obstante, ésta era la regla, debido a que la servidumbre era condición generalizada. Y, por consiguiente, los hijos se atribuían a la «peor parte», a la mujer esclava, convirtiéndose automáticamente en esclavos.
Por el contrario, si un religioso que no tenía la condición de hombre libre se casaba con una mujer libre, sus hijos eran considerados libres, se les reconocía la capacidad de poseer propiedades y de heredar, y quedaban protegidos por la leyes seculares. Toda una desgracia para la Madre Iglesia.
El papa Benedicto lamenta que «incluso los clérigos que pertenecen a la servidumbre de la Iglesia —si es que se les puede llamar clérigos—, como quiera que se ven privados por las leyes del derecho a tener mujer, engendran hijos de mujeres libres y evitan a las esclavas de las iglesias con el único propósito fraudulento de que los hijos engendrados de la mujer libre también puedan ser libres, de alguna manera». «j0h, cielos y tierra!» lamenta el Papa, «éstos son quienes se alzan contra la Iglesia. La Iglesia no tiene peores enemigos. Nadie está más dispuesto a perseguir a la Iglesia y a Cristo. Mientras los hijos de siervos conserven su libertad, como falazmente pretenden, la Iglesia perderá ambas cosas, los siervos y los bienes. Así es como la Iglesia, antaño tan rica, se ha empobrecido».
Exactamente en esto consiste el problema. No hay peor enemigo del papa que quien reduce su patrimonio. Pues el patrimonio garantiza poder, el poder, dominio feudal, y el dominio feudal lo es todo. Después de comparar a los clérigos desobedientes con los caballos y los cerdos de Epicuro, y de aducir, como prueba de la peor de las corrupciones, que su desenfreno no era discreto («caute») sino público («publice») —¡muy típico!—, el Vicario de Cristo dispone: «todos los hijos e hijas de clérigos, hayan sido engendrados por una esclava o por una mujer libre, por la esposa o por la concubina —pues en ninguno de esos casos está permitido, ni lo estuvo (!), ni lo estará—, serán esclavos de la Iglesia por toda la eternidad» (serví suae erunt ecciesiae in saecula saeculorum).
Las decisiones de Pavía fueron declaradas vinculantes también para Alemania en el sínodo de Goslar, en 1019, cuando el piadoso emperador Enrique II —coronado por el Papa (y a quien todavía hoy se venera en Bamberg)— las elevó al rango de leyes imperiales, agravándolas. De manera que los jueces que declararan libres a los hijos de sacerdotes serían privados de su patrimonio y desterrados de por vida, las madres de esos hijos serían azotadas en el mercado y también desterradas, los notarios que levantaran un acta de libre nacimiento o algún documento similar perderían su mano derecha... ¡Enrique el Santo!
Por el contrario, una ley siciliana de Federico II, el gran librepensador y rival del papa, reconocía expresamente a los hijos de los sacerdotes el derecho a heredar. Y en España, a partir del siglo IX, en el momento en que se extendía el concubinato —la barraganería— entre el clero, paralelamente al florecimiento de la cultura árabe, los hijos de esta clase de uniones estables fueron, en general, considerados como libres hasta el siglo XIII. Llegado el caso, podían heredar de sus padres y acceder al mismo empleo eclesiástico que hubiera tenido su progenitor.
Sin embargo, una fuerte reacción dio comienzo en España a partir del quinto concilio lateranense, en 1215, en el momento en que aumentaba el centralismo papal y la Reconquista progresaba. En 1228, el primer sínodo de Valladolid, celebrado bajo la dirección de un legado papal, declaró que ningún hijo de clérigo nacido con posterioridad al quinto concilio lateranense podría heredar de su padre, quedando asimismo excluido del estado religioso. Y si durante toda la Edad Media se siguió atacando a los hijos de los sacerdotes, sin establecer diferencias por su origen legítimo o ilegítimo, el derecho civil permitió incluir a sus nietos y perjudicar, en general, a toda su descendencia.
En cambio, al mismo tiempo se negaba a la Iglesia el derecho a heredar; es lo que ocurría en Suecia, suscitando las quejas de Roma a propósito de la «salvaje brutalidad del pueblo sueco» (según el papa Honorio III, aquel infatigable promotor de cruzadas).
La Iglesia católica llegó al extremo de impedir toda relación familiar y humana entre los clérigos y sus hijos. Prohibió que los hijos e hijas permanecieran al lado de su padre y fueran educados en el hogar, prohibió a los religiosos que participaran en la elección de cónyuge, en la boda o en el entierro de sus hijos y nietos. Prohibió que una de sus hijas pudiera casarse con otro sacerdote o con uno de los hijos de éste. Y tampoco le estaba permitido a ningún laico casarse con la hija de un clérigo. A mediados del siglo XVI, el concilio de Trento declaró que el hijo de un sacerdote no podía acceder a la prebenda de su padre y que la renuncia de éste en beneficio de su hijo era nula. En 1567 se ordenó poner fin a la costumbre de enterrar en el mismo lugar a los sacerdotes y a sus hijos;asimismo, en las tumbas de los clérigos habría que eliminar cualquier referencia a sus hijos. En el siglo XVII el sínodo de Turnau ordenó la humillación pública de los hijos e hijas de sacerdotes y el encarcelamiento de estos últimos (8).
A la vista de semejante serie de inauditas barbaridades, hay que ser un teólogo católico para poder escribir: «Aún hoy es digna de consideración esta apuesta por la prudencia y la firmeza, por la comprensión y la delicadeza». Y el papa Juan XXIII se permitía incluir todo esto entre las realizaciones «gloriosas» de la Iglesia.
Claro que otros apologistas aceptan que, en la cuestión del celibato, los sínodos y los papas fueron «implacables», «despiadados» e «intolerantes»; los disculpan o los justifican, pero reconociendo que el hombre medieval era «mucho más rígido», que se había «acostumbrado a una cierta dureza en las cuestiones amorosas», lo cual es verdad... porque se había acostumbrado a la Iglesia. ¡El espíritu de la época era el espíritu de la Iglesia! ¿O es que su dominio no era entonces mayor que en cualquier otro momento anterior o posterior? Educaba a la juventud. Imponía a la moral su impronta característica. A menudo, influía decisivamente en los príncipes seculares. También participaba en la jurisdicción del Estado. En Alemania, una de cada nueve personas había recibido las órdenes sagradas. Una tercera parte del suelo europeo era propiedad eclesiástica. Y todo el mundo conocía... el Evangelio del Amor.
El aluvión de decretos, sanciones y penas, que duró siglos, nunca pudo modificar sustancialmente las circunstancias de la vida del clero. Durante todo el primer milenio, el matrimonio o el concubinato fueron prácticas extendidas entre los sacerdotes. El papado «renovado» actuó contra ellas recurriendo al terror, apoyado por dos monjes influyentes, los benedictinos P. Damián y Hildebrando, que alcanzó la sede pontificia como Gregorio VII. «Ambos personalizaron el ideal de la reforma de Cluny».
El fanático P. Damián (1007-1072), consejero de varios papas, cardenal, santo y Doctor de la Iglesia, atacó incansablemente el matrimonio de los clérigos, «la unión maldita», «esa peste ignominiosa». Hizo invocaciones de todo tipo, tocó a rebato, intrigó, arremetió contra potentados religiosos y seculares, escribió libros y ensayos, viajó, apareció en sínodos, conjuró a los papas Gregorio VI, León IX y Nicolás II.
«El vicio contra natura se introduce entre nosotros como un tumor», decía instigadoramente, «hace estragos en el redil de Cristo como una bestia sedienta de sangre». Y como la «dulzura indiferente sólo provoca, sin duda, la ira de Dios» prefirió hacer el primer movimiento y anticiparse a la «espada de la cólera divina», siguiendo en esto la antigua praxis sacerdotal. «¿Es que voy a contemplar las heridas del alma renunciando a su cura mediante el cuchillo de la palabra?» ¡Dios no lo quiera! Así que enardeció al populacho milanos, la Pataria (infra), contra el clero del lugar, a fin de sumar el cuchillo de la chusma al de la palabra. Y como las tronantes parrafadas de Damián dejaban frío a más de uno, por ejemplo al influyente obispo de Turín —«pese a las diversas y excelentes virtudes de las que tu santidad está adornada, hay algo en ella, reverendo padre, que me disgusta sobre manera (...)»—, el fraile emplazó a la condesa Adelaida —una mujer («pues el pecho femenino está gobernado por una energía viril») completamente manipulada por los monjes— a perseguir, en unión de los obispos, a los religiosos, cuyas mujeres, según Damián, sólo podían ser calificadas de concubinas o rameras. La tarea debería continuar «hasta la total aniquilación» (usque ad intemecionem), lo cual alegraría mucho a Dios, de acuerdo con la doctrina del santo y doctor de la Iglesia. Y aunque los pastores se mostraran indiferentes, Adelaida en persona se encargaría de exterminar a los sacerdotes inmorales.
Los papas no pudieron sustraerse a la influencia de monjes fanáticos como Pedro Damián y Hildebrando. Desde ese momento, se exigió no sólo la continencia, sino también la separación, y se declaró que los clérigos no podrían contraer matrimonio.
León IX (1049-1054), un alemán que, en cierto modo, fue el iniciador del movimiento por el celibato de la Reforma Gregoriana, ordenó que los sacerdotes abandonaran a sus mujeres, so pena de pérdida de prebendas y suspensión de oficio con carácter permanente. El mismo León IX, el francés Nicolás II (1059-1061) y el italiano Alejandro II (1061-1073) prohibieron, además, a los fieles que asistieran a las misas oficiadas por un concubinario notorio; en cambio, la iglesia de la Antigüedad había amenazado con el destierro ¡a todo aquel que no quisiera oír la misa celebrada por un sacerdote casado! (supra). Alejandro II llegó al extremo de instigar a los fieles para que persiguieran a los religiosos casados «hasta el derramamiento de sangre», después de lo cual dio comienzo una cacería en toda regla (9).
Milán se convirtió en el campo de pruebas para las campañas en favor del celibato. Su metropolitano, como casi todos los prelados de la Italia septentrional, se oponía a Roma y a la Reforma, y, puesto que su iglesia, apoyada en la vieja tradición ambrosiana, aspiraba desde hacía mucho tiempo a una sólida autonomía, compitiendo de forma peligrosa con la Curia, los papas se sirvieron de la Pataria, los jornaleros, traperos y muleros milaneses, enemigos naturales de un clero en muchos casos emparentado con la nobleza y que ejercía sobre ellos un dominio absoluto.
Fueron ante todo monjes quienes actuaron como líderes de la masa utilizada por los papas: Arialdo —espantosamente mutilado y asesinado por dos clérigos, poco después declarado santo y manir—, Landulfo —para quien las iglesias de los sacerdotes casados eran «establos» y los oficios que celebraban «mierdas de perro» (canina stercora)— o Eriembaldo, caudillo de los rebeldes recién llegado de Tierra Santa, un «soldado de Cristo» extremadamente enérgico —como luego dijo Gregorio VII— cuya esposa había estado liada con un cura.
En 1063, el papa Alejandro II dio la señal de comienzo para la «guerra civil declarada» y, a continuación, el populacho enardecido, acompañado de hatajos de frailes iracundos, expulsó a los religiosos casados de sus iglesias. Los fueron a buscar ante los mismos altares, los apalearon o los mataron, junto con sus mujeres e hijos. Incluso destruyeron el palacio arzobispal, y el arzobispo Guido pudo huir a duras penas, medio desnudo, después de haber sido maltratado. Los asaltos y los asesinatos se sucedieron a diario.
Y hasta los más inocentes fueron desplumados cuando Eriembaldo, que fue acuchillado en 1075 en medio de una calle de Milán, dio permiso a su ejército de obreros y parias codiciosos para que se incautara de los bienes de todo clérigo que no jurara continencia sobre unos Evangelios y ante doce testigos. Por la noche y en secreto, escondían vestidos de mujer en las casas de los sacerdotes, luego las asaltaban y exhibían las ropas encontradas como prueba de la cohabitación. Bastaba esto para justificar el expolio.
En 1065, en el curso de una discusión entre ambos partidos, el presbítero Andrés subrayó inútilmente que, prohibiendo a los religiosos que tuvieran una sola mujer, la mujer legítima, se les empujaba en brazos de cien prostitutas y mil adulterios. Inútilmente, señaló a clérigos del entorno de Amaldo que, aunque habían abandonado a sus mujeres como hipócrita demostración de castidad, habían sido marcados a fuego a causa de su atroz lujuria... «Te horrorizarían los enfrentamientos civiles, los homicidios, los perjurios indescriptibles, la cantidad de niños (hijos de sacerdotes) sin bautizar estrangulados, muchos de cuyos restos no fueron encontrados hasta hace poco, durante la limpieza de un depósito de agua». La guerra civil asoló Milán hasta 1075.
Y todavía bajo el papado de Alejandro II, el sínodo de Gerona, celebrado en 1068 bajo la dirección de sus delegados, decidió que «desde el subdiácono hasta el sacerdote, quien tenga mujer o concubina dejará de ser clérigo, perderá todos sus beneficios eclesiásticos y en la iglesia estará por debajo de los laicos. Si desobedecen, ningún cristiano les saludará, ni comerá con ellos, ni rezará con ellos en la iglesia; si enferman, no serán visitados, y si mueren sin penitencia ni comunión, no serán enterrados» (10).
El sucesor de Alejandro II —con el nombre de Gregorio VII (1073-1085)— fue Hildebrando —un hombre a quien Lutero llamó «Hollebrand» (hoguera del infierno), y el mismo Damián, «San Satanás»—, que desempeñó en la querella sobre el celibato un papel protagonista. Aunque, expresamente, no llegó a declarar nulos los matrimonios de los sacerdotes, prohibió en 1074 que los religiosos tuvieran esposa o vivieran en compañía de alguna mujer, amenazándoles, en caso de desobediencia, con la privación ab officio y ab beneficio y negando a los «incontinentes» hasta la entrada en la iglesia.
En realidad, Gregorio VII no aportó ninguna innovación en lo fundamental, ni en los temas, ni en las castigos. Lo único nuevo fue la dureza con la que trató de poner en vigor unas leyes que ya existían pero que habitualmente no eran cumplidas; también era nueva la intolerancia con la que arruinó la imagen de los sacerdotes casados, convirtiéndolos a todos en «concubinarios». Incluso llegó a injuriar a la mujer de un obispo, tratándola de «vaca», una vaca a la que el obispo había «montado» hasta que se había «librado» de ella.
Las acciones de Gregorio no se detenían ante nada. Condenaba todo aquello que no se ajustaba a su modo de pensar, conjuraba tanto a individuos como a pueblos enteros, escribía a parroquias, príncipes, obispos y abades. Enviaba a todas partes a sus legados, bien provistos de suspensiones y anatemas; y hay que recordar que en aquel momento la excomunión era, precisamente, el castigo más temido, porque, de acuerdo con las creencias de la época, suponía excluir a la persona no sólo de la vida terrenal, sino también de la vida celestial, arrojándola directamente al infierno, cosa que también le ocurría a aquel que, por compasión, se hacía cargo del excomulgado.
Dado que, a menudo, el Papa no se sentía seguro de sus propios prelados —algunos obispos, como el de Reims y el de Bamberg, fueron destituidos—, no se limitó a poner en pie de guerra a los gobernantes, sino que también amotinó a las masas, de las que esperaba un «efecto saludable». Liberándolas de toda obediencia, declaró que la bendición de un clérigo casado se convertía en maldición y su oración en pecado, con lo cual muchos dejaron de asistir a las misas de los «servidores del diablo y de los ídolos», se negaban a recibir sus sacramentos, sustituían los óleos y el crisma por cera de oídos, bautizaban ellos mismos a sus hijos, derramaban por el suelo la «Sangre del Señor», pisoteaban su «Cuerpo» y ni siquiera querían dejarse sepultar por semejantes «paganos».
Gregorio aprobaba cualquier medio, incluso el asesinato, con tal de alcanzar sus objetivos. En este sentido, le reconocía al obispo Burckhard de Halberstadt que no dejaba de pensar en aquella cita de Jeremías, 48, 10: «¡Maldito el hombre que priva a su espada de sangre!». ¡Matar a determinados clérigos no era un crimen, pero sí lo era que éstos amaran a sus esposas! (11).
Entonces el clero se rebeló. Creía que las órdenes hildebrandenses eran contrarias a la Biblia y a la tradición, las calificaba de necias, peligrosas e innecesarias: una herejía, en una palabra, que abría las puertas de par en par al perjurio y al adulterio. «Sólo un mentecato» escribió Lamberto de Hersfeid, «puede obligar a las personas a vivir como ángeles». Y el escolástico Wenrich de Tréveris informaba al mismo Gregorio VII: «Cada vez que anuncio vuestras órdenes, dicen que esa ley ha sido escupida por el infierno, que la estupidez la ha difundido y que la locura intenta consolidarla».
Pero la polémica no se condujo por derroteros meramente literarios. El obispo Enrique de Chur, el arzobispo Juan de Rúan y Sigfrido de Maguncia, así como diversos emisarios papales, estuvieron a punto de ser linchados por los religiosos. El obispo Aitmann, al que hubieran querido «despedazar con sus propias manos», tuvo que huir de Passau para siempre, y parece que un emisario gregoriano fue quemado vivo en Cambrai en 1077.
Las excesos de los apóstoles del celibato fueron mucho mayores. «Los clérigos», informa el obispo de Gembloux, «son expuestos al escarnio público en medio de la calle; en el lugar de la exhibición les recibe un griterío salvaje, les atacan incluso. Algunos han perdido todos sus bienes. Otros han sido mutilados (...) A otros les han degollado después de larga tortura, y su sangre clama venganza al Cielo». De hecho, las armas fueron nuevamente empuñadas, se luchó en las mismas iglesias (¡fregadas después con agua bendita!). Hubo religiosos que fueron asesinados mientras oficiaban y sus mujeres fueron violadas sobre los altares. Para resumir, en Cremona, en Pavía o en Padua ocurrió lo mismo que en Milán; los tumultos se repitieron en Alemania, Francia y España. Hubo tal caos que la gente esperaba el fin del mundo. Cuentan las crónicas que en tomo a 1212 el obispo de Estrasburgo hizo quemar a cerca de un centenar de personas del partido contrario al celibato.
El sínodo pisano de 1135 dio algo así como el paso definitivo en la institucionalización de lo antinatural. Con la presencia del papa Inocencio II y de muchos obispos y abades de Italia, España, Francia y Alemania, decidió declarar nulos los matrimonios contraídos por sacerdotes. Algo completamente nuevo; anteriormente se había optado por la disuasión, pero nunca se había puesto en duda la validez de aquéllos. Poco después, el segundo concilio lateranense, celebrado en 1139 bajo la presidencia de Inocencio III, proclamó que todos los matrimonios contraídos por clérigos eran nulos y, por consiguiente, los hijos nacidos de ellos serian considerados naturales e ilegítimos. Con ello se reforzaba y, en cierto modo, se consumaba la ley gregoriana del celibato. El decreto conciliar fue confirmado por los papas Alejandro III (en 1180) y Celestino m (en 1198). Ahora, la obligación del religioso ya no era la continencia em el matrimonio, sino la soltería, ni más ni menos (12).
Pese al triunfo del celibato en el siglo XII, la praxis siguió siendo completamente anticelibataria... con la única diferencia de que ahora los sacerdotes, con frecuencia, tenían verdaderas concubinas u otro tipo de uniones. Por eso, las campañas en favor del celibato continuaron a lo largo de toda la Edad Media.
En este contexto, se fue introduciendo la costumbre de castigar a los clérigos que hacían vida marital con multas, sobre todo privándoles de sus ingresos. Puesto que se trataba de mantener al sacerdote, y no a su familia o a sus familiares, la transmisión hereditaria de las prebendas no se podía ni tomar en consideración.
Bajo el papado de León IX, la cohabitación con una mujer les acarreaba a los clérigos (degradados) una pena monetaria; con Nicolás II y Alejandro II, la cohabitación con la propia mujer suponía la pérdida de todos las rentas del beneficio eclesiástico. El sínodo de Londres, en 1108, legaba a los obispos todos los bienes muebles de los sacerdotes que no se enmendaran, y también a sus mujeres. El sínodo de Valladolid, celebrado bajo la presidencia de un cardenal delegado por el papa Juan XXII (un político con unas preocupaciones recaudadoras escandalosas, que dejó una herencia de casi cuarenta y cinco millones de marcos, al cambio actual), decidió en 1322 que el clérigo que no abandonara a su concubina en el plazo de los dos meses siguientes perdería un tercio de sus rentas; si dejaba pasar dos meses más, otro tercio; y, al acabar el tercer plazo de dos meses, se quedaría sin nada. Las penas eran aun más severas para los sacerdotes que convivieran con alguna mujer no cristiana —una mora o una judía—.
Esta clase de decretos se suceden ininterrumpidamente hasta la edad moderna, aunque, ciertamente, a menudo no se tomaban tan en serio. Al contrario. Muchos prelados permitieron el concubinato de los clérigos; las multas que comportaba representaban una tentadora fuente de ingresos. Los concilios prohibieron a los obispos conceder dispensas a cambio de un «canon prostitucional». Pero se prefirió hacer la vista gorda, consintiendo la cohabitación a cambio de determinados tributos; esta práctica se consolidó, incluso, en el extremo septentrional del continente, en Islandia, donde cualquier sacerdote podía vivir amancebado con tal de pagar entre ocho y doce táleros por cada hijo que tuviera —costumbre alterada sólo de vez en cuando por algún aumento en el tributo—.
Pero el negocio de los prelados no se detuvo ahí. En 1520, las Cien Reclamaciones de la Nación Alemana registran: «asimismo, en muchos lugares, los obispos y sus oficiales no sólo consienten el concubinato de los sacerdotes, siempre que se paga una cierta suma de dinero, sino que incluso coaccionan a los sacerdotes castos, a los que viven sin concubina, para que devenguen el canon por concubinato, aduciendo que el obispo necesita el dinero; con tal de que lo pague, es asunto del sacerdote si permanece casto o tiene alguna concubina».
Estas extorsiones fueron una plaga de tal magnitud que, como cuenta Agripa de Nettesheim, se impuso la idea de que uno «debía pagar dinero por la concubina, la tuviera o no, y podía tenerla si quería». O, según otra versión: «si no tienes una concubina, coge una, porque el obispo quiere dinero». O: «los curas castos no son de provecho para el obispo; son, incluso, sus enemigos». Por lo demás, tampoco los pobres eran de provecho para la Iglesia. «Que quede claro (!) que esta clase de mercedes y dispensas no les sean otorgadas a los pobres, porque éstos no pagan; y por tanto no pueden ser consolados». Los pobres tienen su recompensa en el cielo. ¡Que quede claro!
Puede que fuera en Noruega e Islandia donde esta peculiar cura de almas llegó a su extremo; allí, los obispos (que siempre hacían las visitas pastorales acompañados de sus amantes) terminaron por exigir a los sacerdotes que vivían solos una suma dos veces mayor que la que pagaban los que vivían con su esposa o su amante, al considerar a los primeros como «transgresores de la costumbre paterna» (13).
Los reformadores denunciaron duramente la práctica del «canon prostitucional». Así por ejemplo, en el curso de una discusión con el vicario general del obispo de Constanza, que tuvo lugar en el ayuntamiento de Zurich en 1523, Zwinglio consiguió hacer prevalecer su punto de vista:
«que no conocía nada más escandaloso que prohibir casarse a los curas y, en cambio, venderles el permiso de tener mancebas».
Un año antes, Zwinglio ya había escrito al obispo Hugo de Landenberg lo siguiente: «si quisiéramos entregamos al placer de la carne, más nos valdría renunciar a tomar esposa. Ya sabemos cuantos cuidados, preocupaciones y fatigas conlleva el matrimonio». La respuesta del obispo fue aumentar en un florín la multa que todo sacerdote debía pagar por cada hijo.
Un comentario de algunos amigos de Zwinglio aclara por qué el obispo no podía soportar la idea de «que los curas tomen esposa. Sus ingresos anuales sufrirían una gran pérdida. Cada año nacerán en el obispado de Constanza unos mil quinientos hijos de curas; (...) a cinco florines por cada uno, hacen un total de siete mil quinientos florines», (A modo de comparación: la renta anual de un beneficio de tipo medio ascendía a unos cuarenta florines.) Zwinglio informa que «también hay que pagarle ¿al obispo? por las concubinas (...) Uno tiene que soltar el dinero tenga o no tenga concubina (...) Si alguien se acuesta con una muchacha pura, la cosa cuesta dieciséis florines de multa». (Aproximadamente el precio de dos bueyes de calidad.) «(...) Hasta las monjas y beguinas tienen su tasa correspondiente (...) Si se quiere bautizar a un bastardo, también cuesta dinero, y también si se quiere legitimarlo» etcétera.
Los protestantes rechazaron el celibato casi desde el primer momento, adoptando posturas personales consecuentes. Zwinglio se casó por primera vez en 1524, Lutero en 1525 y, finalmente, lo hizo Calvino que, pese a no ser ni sacerdote ni monje, era el más mojigato de todos.
Lutero, para quien hasta un perro o una cerda podían someterse a las prácticas para preservar la castidad —ayunos, lechos sobre tabla y similares—, que declaraba que nada hería más a sus oídos que las palabras monja, fraile o sacerdote y que consideraba el matrimonio como un paraíso, por mucha miseria que padecieran los casados, empleó toda su vehemencia en dinamitar la prohibición del matrimonio sacerdotal o, como dice Scherr, «la celda del celibato, resultado de juntar lo antinatural con la desgracia, el libertinaje y el crimen». Y aunque pueda ser exagerada la afirmación del Reformador de que «apenas hay en el mundo algo más abominable que lo que llamamos celibato» hay otra sentencia suya que da en el blanco: «ni los prostíbulos, ni cualquier otra forma de provocar a los sentidos, nada hay más dañino que estos mandamientos y votos ideados por el Diablo» (14).
A despecho de todos los ataques exteriores e internos, el catolicismo se mantuvo firme en su posición favorable al celibato y a la profesión de los votos. Después de las batallas que, siguiendo la reacción anticelibataria de los siglos XIII y XIV, tuvieron lugar en los concilios de Constanza (1414-1418) y Basilea (1431-1439), durante los cuales, y con el apoyo del emperador Segismundo, se intentó sin resultados que se autorizara, al menos, el matrimonio de los clérigos seculares, se redoblaron los esfuerzos en él concilio de Trente, esfuerzos que, aunque favorecidos por algunos soberanos, cosecharon idéntico resultado. Tras largas deliberaciones, el 11 de noviembre de 1563 se votó finalmente contra el matrimonio sacerdotal, anatematizando, nudis verbis, a todo aquel que lo defendiera.
En lo sucesivo, el matrimonio de los clérigos fue declarado «abominable» y las transmisiones hereditarias a sus descendientes fueron consideradas una «gran impiedad» y un «gran crimen», por lo que se siguieron repitiendo las amenazas de excomunión y privación de enterramiento eclesiástico para los religiosos que contravinieran las normas, y se impuso a los visitadores indulgentes los mismos castigos que se negaban a imponer. Por supuesto, se renovó la negativa a que los sacerdotes vivieran con sus queridas o con otras damas sospechosas, encomendándose a los prelados la tarea de castigar las infracciones sin juicio alguno («sine strepitu et figura judicii»).
Pero si era un obispo el infractor, primero debía ser amonestado por un sínodo provincial; si no se enmendaba, sería suspendido, y sólo si continuaba fornicando debía ser denunciado ante el Santo Padre, el cual, dependiendo del grado de culpabilidad, podía castigarle, en caso necesario, con la pérdida de las prebendas. De manera que mientras a un religioso común y corriente se le liquidaba «sin juicio alguno» llama la atención el miramiento con el que se trataba a los prelados, a quienes, en el peor de los casos y después de toda clase de amonestaciones, se castigaba económicamente... «en caso necesario».
Después del Concilio de Trento, el emperador Femando I, el conde Alberto de Baviera y, finalmente, el hijo de Fernando, Maximiliano II, abogaron por que se dispensara a los clérigos seculares de la prohibición de contraer matrimonio. Pero el papado mantuvo implacablemente sus puntos de vista, tanto en ese momento como más adelante, en los siglos XVII y XVIII, cuando los ataques vinieron de fuera, de los círculos ilustrados; de esos «depravadísimos filósofos» (perditissimi philosophi), como los calificó Gregorio XVI en su encíclica Mirari vos, de 1832, queriendo definir así a algunos de los pensadores más destacados de su siglo —y no sólo de su siglo—, cuando, en realidad, no se definía más que a sí mismo... Cosa, por lo demás, totalmente innecesaria, porque a un papa ya lo define sobradamente su cargo (lo mismo que a un obispo).
El 13 de febrero de 1790 la Asamblea Nacional francesa disolvió las órdenes religiosas, prohibió los hábitos y declaró que los votos eran irracionales y las personas libres. Asimismo, la legislación sobre celibato dejó de estar vigente en Francia al ser derogada por el código napoleónico.
Y, debido a la cantidad de clérigos que se apresuraron a contraer matrimonio —alrededor de dos mil (y quinientas monjas) según investigaciones rigurosas—, el papa Pío VII reconoció estos enlaces en 1801, concesión equivalente a las que ya anteriormente habían hecho Julio III —respecto a los religiosos ingleses, a quienes se había otorgado la dispensa de su voto— e incluso Inocencio III, en plena Edad Media —respecto al clero oriental—. Siempre que es necesario, la oportunidad se convierte en la ley suprema de Roma.
Bajo el influjo de Francia, la batalla en favor del matrimonio de los sacerdotes se reanudó también en Alemania a comienzos del siglo XIX. El vicario general de Constanza, Von Wessenberg (1774-1860), fuertemente influido por la Ilustración, concedió a numerosos clérigos la dispensa del voto de castidad; aunque llegó a ser proclamado obispo, el Papa no le reconoció como tal y, finalmente, fue excomulgado.
En Friburgo, un grupo de abogados, jueces y profesores, entre ellos, el teólogo Reichlin-Meldegg, redactó un Memorial para la abolición del celibato enviado al arzobispo en demanda de solidaridad. Pero éste solicitó al Gran Duque la separación de Reichlin de su cátedra, aduciendo que el erudito «trataba la historia de la Iglesia y las Sagradas Escrituras del modo más indigno, extrayendo de ellas deslices que todos nosotros hemos desaprobado desde hace mucho tiempo, exponiéndolos del modo más ignominioso, ofensivo para cualquier oído puro». ¡Muy bonito!
Se formaron asociaciones contra el celibato en otras muchas diócesis alemanas, aunque fueron suprimidas bajo la acusación de «antieclesiásticas» o «perturbadoras y revolucionarias»; incluso se recomendó a «estos lascivos camaradas» que se pasaran al protestantismo. Sólo la Iglesia de los Católicos Viejos, que renegó de Roma después del primer Concilio Vaticano, autorizó el matrimonio de sus sacerdotes (15).
Pero, en aquel momento, la oposición al celibato encontró su más relevante expresión literaria en el libro de los hermanos Johann Antón y Augustin Theiner, La introducción del celibato forzoso de los religiosos cristianos y sus consecuencias, una importantísima obra en tres volúmenes, consistente, ante todo, en una enumeración de hechos, cuya influencia se extiende hasta nuestros días. La Iglesia católica se ha dedicado a acaparar la mayoría de los ejemplares y destruirlos. A Antón Theiner se le separó de su cátedra y ejerció de párroco rural hasta que, medio muerto de hambre, obtuvo el puesto de secretario de la universidad de Bresiau, donde acabó sus días. Su hermano menor, Augustin («he pasado más de treinta años, la mejor época de mi vida, al servicio de Roma y de su curia. Los jesuítas! no se arredran ante ningún acto de fuerza, ante ninguna violencia»), se reconcilió con la Iglesia, convirtiéndose en prefecto del Archivo Vaticano No obstante, cuando, durante la celebración del primer Concilio Vaticano, se difundió la sospecha de que proporcionaba materiales históricos a algunos obispos levantiscos, perdió su puesto e incluso se tapió la puerta que comunicaba su vivienda con el archivo
A finales del siglo pasado hubo algunas corrientes contrarias al celibato implantadas, sobre todo, en Francia y en Sudamérica. A comienzos del siglo XX se produjo una rebelión del clero de Bohemia. El libelo de Vogrinec Nostra máxima culpa fue prohibido por los obispos. En el sur i de Alemania circuló el escrito de Merten La esclavitud de los religiosos católicos. ¿No es curioso que los mismos teólogos católicos desaconsejen los estudios de teología, que adviertan insistentemente de su peligrosidad? ¿No es curioso que les griten a los padres: «alejad a vuestros hijos del sacerdocio»? ¿O que supliquen a los chavales: «estudiantes, yo os digo rotundamente que no vengáis»; «y vosotros, que estáis al comienzo de la prisión, marchaos sin el menor remordimiento»?
En 1959, el dominico Spiazzi provocó un auténtico escándalo cuando, con la mirada puesta en el inminente Concilio Vaticano II, criticó el celibato —«con extrema prudencia»—. Poco después, Juan XXIII proclamó que el tema estaba fuera de discusión. Durante el Concilio, se dio instrucción expresa de evitar un debate oficial sobre el celibato, pero hubo varios pronunciamientos en favor de mantenerlo. En 1965, Pablo VI no dejó lugar a dudas sobre su propósito: «no sólo conservar esta antigua y santa ley con todas nuestras fuerzas, sino reforzar su sentido» —entre otros recursos, con una promesa solemne de celibato, un rito completamente nuevo que comprometería aun más a los candidatos y aumentaría sus escrúpulos—.
El Decreto sobre el Ministerio y la Vida de los Sacerdotes, que en su tiempo fue muy elogiado, constata que el celibato no es una exigencia derivada de la naturaleza del sacerdocio (es sólo un aspecto del derecho canónico positivo, y existe la posibilidad de su supresión definitiva), pero sí es muy deseable para que «el religioso tenga menos dificultades a la hora de consagrarse a Dios con todo su corazón». Repetidamente se emplean las expresiones «más fácilmente», «más libremente», «con menos obstáculos», «en mejor disposición». El poder es lo que cuenta; ya no se dice ni una palabra de la motivación antisexual, de la «impureza ritual», de la «locura de tocar al mismo tiempo, en el sacrificio de la misa, el cuerpo de una ramera y el purísimo cuerpo de Cristo», por emplear la vehemente frase de Gregorio VII. Eso es lo que había funcionado durante siglos. ¿Pero quien cree ya en ello? Así que ¡al cajón! (Muy pronto hasta los dogmas se decidirán por procedimientos demoscópicos; pues quien quiere conservar el poder no puede perder a las masas.)
En 1967, Pablo VI volvía a confirmar en su encíclica Sacerdotalis coelibatus la posición tradicional; pese a la «preocupante falta» de sacerdotes, lo que, en todo caso y a juzgar por las cartas pastorales, parece que intensificó las discusiones. Se produjo una oleada mundial de protestas. Miles de sacerdotes dajaron de oficiar o colgaron los hábitos definitivamente, pese a las discriminaciones públicas y a las fuertes presiones psicológicas que una decisión de esta clase acarrea todavía en la actualidad. Renombrados teólogos se rebelaron. En Holanda, algunos seminaristas le negaron al «obispo de Roma» el derecho a ocuparse de asuntos ajenos a su diócesis. «La Iglesia de Roma parece un manicomio». Pero hoy en día, para la mayoría de los laicos la «dignidad» de los religiosos es menos importante que su existencia humana. Incluso en la católica Baviera dos tercios de los ciudadanos están a favor de la abolición del celibato, porcentaje que se eleva a los cuatro quintos en el resto del territorio federal (16).
No obstante, la «crisis del celibato» tan traída y llevada en la actualidad, es una crisis del catolicismo, una crisis del cristianismo, lisa y llanamente, de ese cristianismo que hace ya tanto tiempo que perdió toda credibilidad. El celibato ha sido de gran provecho a la Iglesia católica a costa de inmensos sacrificios humanos, pero también la ha perjudicado. Contribuyó a la escisión de la iglesia oriental y del protestantismo, que permanecieron favorables al matrimonio de los sacerdotes. Y hoy en día, las desventajas de la prohibición son casi tan grandes como sus ventajas.
Sin embargo, no son sólo los ultraconservadores quienes advierten de los peligros de hacer cambios. El mismo Kart Rahner S.J., que más bien pasa por ser «progresista», defiende la tradición medieval in púnelo coelibatus. En una «carta abierta» a un «amado hermano» Rahner, galardonado con el premio Sigmund Freud pro piis meritis («difficile est satiram non scribere»), se deslizó tan por debajo de su nivel que él mismo quedó «descontento». Después de un montón de flojos pretextos, básicamente lo que tenía que decir al «amado hermano» conducía a esta devota trivialidad:
«Lea las Escrituras, penetre una y otra vez, rezándolas para sí, en las palabras con que Jesús nos insta a seguirle; sitúese, en su concreta existencia, ante la cruz de Cristo. Entregúese, verdadera y abiertamente, a la Cruz y a la Muerte del Señor. Asuma su soledad (...) Piense no sólo en sí mismo y en su felicidad, sino en primer lugar en los otros a quienes debe servir como sacerdote» (17).
Soledad, cruz y muerte para el sacerdote. Y para «los otros» a quienes «debe servir» ¡honores y poder! (¿o es que acaso sirve... al pueblo?
Más peligrosos que los anticuados sermones de los patrones del celibato son los argumentos de sus adversarios. Puesto que la carencia de sacerdotes es cada vez mayor —debido al racionalismo crítico (o, dicho con el estúpido lenguaje pastoral, debido a «la ignorancia religiosa ampliamente extendida»)—, Roma, para multiplicar sus ventajas, abandona una institución mediante la cual ha gobernado durante tantos siglos, que ha llevado la desgracia a generaciones de familias de clérigos (y no sólo de clérigos), que ha arrastrado a una infinidad de gente a una vida de hipocresía.
Lamentamos (...) que algunos anden desatinando hasta el punto de considerar que es propósito de la Iglesia católica o redundaría en su provecho renunciar a aquello que durante siglos ha supuesto su timbre de gloria y el de sus sacerdotes: el mandamiento eclesiástico del celibato. - JUAN XXIII (1) Es difícil encontrar un solo escritor de la Edad Media o del Renacimiento que no dé por supuesto que la mayoría de los religiosos, desde los principales prelados hasta el más humilde fraile, estaban podridos hasta la médula. - ALDOUS HUXLEY Así que, llegados al diaconado, cada noche meten en sus lechos a cuatro, cinco o incluso más concubinas. - SAN BONIFACIO (2) El hecho de que Dios llame a los canónigos «machos cabríos» se debe a que su cuerpo hiede por causa de su lujuria. - MATILDE DE MAGDEBURGO Son más inmorales que los laicos. - INOCENCIO III Se acaban corrompiendo como el ganado en el estiércol. - HONORIO III que 'la totalidad del clero se revuelca en los vicios de la bebida y la lascivia.' - BAUMGAERTNER, delegado bávaro en el Concilio de Trento (1562) Entretanto, del lado católico, el celibato —o la soltería— reemprendió su marcha con toda tranquilidad. En una visita a los conventos de la Baja Austria llevada a cabo en 1563 se encontraron: nueve concubinas, dos esposas y diecinueve hijos viviendo junto a los nueve frailes del monasterio benedictino de Schotten; siete concubinas, tres esposas y catorce hijos junto a los siete chantres del monasterio de Neuburg; diecinueve hijos de las cuarenta monjas de Aglar, etc. A esto se le llamaba celibato. - OSKAR PANIZZA (3) |
Las ineludibles consecuencias de las prácticas ascéticas que implicaba el celibato pronto se tradujeron en un curioso y a la vez duradero modelo de relaciones plenamente institucionalizado, el llamado «matrimonio de José»; el emparejamiento de un hombre soltero, la mayoría de las veces un clérigo o un monje, con una religiosa, gyn syneisaktos o mulier subintroducta: una «esposa espiritual». Dicha institución, muy extendida en los siglos III y IV, ofrecía una seductora posibilidad de unión a aquellos devotos ascetas que incluía la más íntima de las comunicaciones: la de la cama. Y también incluía la posibilidad de una victoria tanto más gloriosa, como les gustaba recalcar invocando los ejemplos bíblicos.
Los paganos pronto le sacaron punta. Y los cristianos también terminaron por desconfiar de estos luchadores. Por ejemplo, el obispo Pablo, metropolitano de Antioquía durante siete años, había «abandonado a una mujer, probablemente, para cambiarla por dos florecientes muchachas de hermosos cuerpos», con las que vivía y a las que incluso llevaba durante sus viajes pastorales. Y en el sínodo de Antioquía (en el año 268) corría el rumor de que eran muchos los que habían caído en estos excesos.
«Las vírgenes entradas en años preferían escoger a jovencitos con la coartada de unos sentimientos maternales hacia el hijo espiritual que luego se transformaban en otros tanto o más reconfortantes». Las damas de la nobleza ignoraban a sus maridos con el pío pretexto de la continencia, y retozaban con gente del pueblo y hasta con esclavos. Había demasiados monjes que sólo tenían de ascetas el hábito.
Desenmascarar a estos santos no siempre era sencillo, porque lo negaban todo, «a menos que los traicionara el berrido de sus hijos», como dice Tertuliano. De no ser así, ni siquiera un examen físico constituía una prueba definitiva, como ya sabía el obispo Cipriano (muerto en el año 258), que, de todas formas, exigía la intervención de la comadrona, haciendo la salvedad de que también se pecaba con partes del cuerpo que no podían ser objeto de comprobación.
San Jerónimo llama a las pías penitentes «esposas sin matrimonio», «concubinas», «rameras», o «peste» y señala, algo picado: «no salen de casa, no salen del dormitorio, a menudo no salen ni de la cama, y nos llaman desconfiados si sospechamos que hay algo malo». Y San Crisóstomo, autor de un doble tratado contra el matrimonio en castidad de hombres y mujeres, se queja de que «ahora el Diablo ha llevado las cosas hasta un punto que casi sería mejor que no hubiese más vírgenes (consagradas)».
Las penitencias compartidas con la pareja eran tan populares que un escrito atribuido a Cipriano afirma que los ascetas preferían la muerte a la separación. La Iglesia necesitó de al menos veinte decretos sinodales y mucha paciencia para acabar con esta práctica. En el año 594, el papa Gregorio I todavía tuvo que renovar las anteriores prohibiciones (4).
En efecto, desde el siglo III se celebraban orgías de clérigos y religiosas. El sínodo de Elvira, en el año 306, da cuenta de la existencia de obispos, sacerdotes y diáconos rijosos, así como de «adúlteras mujeres de clérigos», «catecúmenas infanticidas» y «pederastas». San Jerónimo menciona a algunas personas de su estado que se habían convertido en sacerdotes con el único propósito de «poder mirar con más libertad a las mujeres». San Basilio, junto con otros treinta y dos prelados, se lamenta de la maldad de obispos y consejeros parroquiales, causa de que muchos cristianos dejaran de ir a misa y prefirieran alejarse de las ciudades para orar en compañía de sus mujeres e hijos y sin ninguna intervención clerical.
Tampoco era extraño entonces que los sacerdotes empezaran las misas en estado de embriaguez. San Agustín deplora los excesos que se cometen a diario en las eucaristías, el alcoholismo y las comilonas. Hasta el siglo XVII, los concilios censuran la afición a la bebida de los sacerdotes; se trataba de una costumbre «generalizada», según un católico moderno. «Edad Media, es decir, intoxicación etílica de Europa» escribe Nietzsche. Y uno se pregunta si, de este modo, muchos no compensaban lo que se perdían desde el punto de vista sexual.
El obispo Droctigisilo de Soissons, al que San Gregorio de Tours elogiaba porque nadie había podido imputarle un solo adulterio (!), bebía hasta —literalmente— perder el sentido (de lo cual hicieron responsable a un archidiácono, que fue quemado). El obispo Eonio de Vannes, que cuando acababa de beber no podía ni moverse, en cierta ocasión estaba celebrando en París (ya se sabe que bien vale una misa) cuando, después de dar un sonoro relincho, se derrumbó ante el altar y tuvo que ser retirado por los asistentes. Al obispo Cautino, otro aficionado a la bebida, tenían que sacarlo de los banquetes entre cuatro personas. Algunos anacoretas también fueron conocidos bebedores.
Con la expansión del Reino de Dios sobre la tierra, tenemos noticias de tabernas en las iglesias, con partidas de dados, borracheras y diversas obscenidades incluidas, o de misas durante las cuales retozaban perros y prostitutas, o de «actitudes obscenas frente al altar», «canciones sucias y frenéticas» y hasta homicidios (5).
Los ejemplos de obispos y archidiáconos son malos, se dice en una antigua fuente noruega; «seducen a más mujeres humildes que otras gentes menos inteligentes y cultas, y no se avergüenzan de decir falsos testimonios y prestar falsos juramentos». La conocida carta de San Bonifacio al papa Zacarías menciona a algunos clérigos que «cada noche meten en sus lechos a cuatro, cinco o incluso más concubinas (...) Y en estas condiciones llegan a ser sacerdotes, incluso obispos».
En el sínodo de Troslé, reunido en al año 909, su director, el arzobispo Hervé de Reims, lanza una acusación directa contra los obispos cuando los reunidos confiesan que «la peste de la lujuria —y esto no puede decirse sin vergüenza y gran dolor— salpica a la Iglesia de tal manera que los sacerdotes, que debían alejar a los demás de la corrupción de esta enfermedad, se pudren en la inmundicia». En el siglo X, se asegura de Inglaterra «que los religiosos en modo alguno son superiores a los laicos; antes al contrario, son mucho peores». Y en Italia, el obispo Raterio de Verona reconoce que si suspendiera a todos los sacerdotes que incumplen el precepto de castidad sólo le quedarían los niños. «Por decirlo en una frase, la razón de la corrupción del pueblo son los clérigos. Nuestros religiosos, lamentablemente, son mucho peores que los laicos».
En Romanía mujer del margrave de Toscana consiguió que su amante, Juan, fuera ascendido primero a arzobispo y luego a papa (Juan X, 914-928). Este murió en la cárcel por instigación de la hermana, Marozia, que se lió con el papa Sergio III y promovió al fruto de estos amores a la condición de Vicario de Cristo: Juan XI, papa cori veinticinco años, fue, no obstante, rápidamente encarcelado y liquidador Juan XII, que ya era papa a los dieciocho, se acostaba con sus propias hermanas y llegó a dirigir un negocio de trata de blancas sin igual, hasta que, en el año 964, murió en pleno adulterio.» El papa Bonifacio VII, que había ordenado estrangular a su predecesor Benedicto VI, y que fue él mismo asesinado en el año 985, tenía fama de ser un bicho de la peor especie, cuyas bajezas excedían a las del resto de los mortales, i Benedicto IX (1032-1045) —que llegó a la cátedra de San Pedro a los quince años por medio de sobornos, la perdió después por el mismo procedimiento y probablemente fue también el envenenador del papa Clemente II— debió de acariciar la idea de casarse o, tal vez, según otras fuentes, lo acabó haciendo (6).
En los siglos centrales de la Edad Media, el estricto régimen celibatario al que el clero fue sometido sólo sirvió para que, en adelante, el desenfreno clerical aumentara todavía más.
El hecho de que los sínodos españoles prohibieran a las mujeres vivir en la proximidad de un convento no precisa de mayor comentario. El prepósito Gerhoh informa de que los canónigos de la diócesis de Salzburgo corrían «de casa en casa» y, careciendo de esposa legítima, intentaban acostarse, casi impunemente, con las mujeres de todos los demás. «Ninguno es denunciado» comenta el autor de la Historia calamitatum Salisburgensis ecciesiae, acusando a los religiosos, «puesto que todos hacen lo mismo». Enrique de Melk, cofrade y poeta austríaco, refleja cómo «desmienten con su mala vida la castidad que elogian en sus sermones». Y en Alemania, el cisterciense Cesáreo de Heisterbach afirma que, ante las persecuciones de los clérigos, «ninguna existencia femenina» estaba segura: «a la monja no la protege su estado, ni a la muchacha judía su raza; doncellas y señoras, rameras y nobles damas están amenazadas por igual. Cualquier lugar y cualquier momento son buenos para la lujuria: unos se entregan a ella medio del campo, cuando se dirigen a la ermita; otros en la iglesia, cuando escuchan la confesión. El que se contenta con una concubina, casi parece honorable».
De hecho es frecuente leer historias de religiosos que tienen varias concubinas al mismo tiempo o que tienen hijos de cuatro o cinco mujeres distintas, que por el día se pasean con porte piadoso y por la noche fornican bajo los pulpitos, que mantienen relaciones con abadesas y monjas, relaciones de las que nacen hijas con las que, luego, engendran otros hijos. También se menciona a menudo que el clero condenaba como herejes al mujeres que se resistían a sus deseos, un método utilizado, sobre todo por los propios cazadores de herejes. El tristemente famoso inquisidor Robert le Bougre (en el siglo XIII) amenazaba con la hoguera a las mujeres que no se sometían a él. Por su parte, el inquisidor Foulques de Saint-George hacía encarcelar a las más tercas como herejes con tal de conseguir sus propósitos.
La literatura de la Edad Media plena y tardía está repleta de sacerdotes y monjes ávidos de jovencitas y de prioras y monjas no menos ávidas de hombres.
La mayoría de las veces eran los clérigos los que actuaban de seductores y el sitio preferido para el comienzo de sus amoríos era la iglesia, donde intentaban doblegar la voluntad del objeto de deseo con regalos y monedas (veinte, ochenta, cien libras)... incluidos los frailes mendicantes. Tal vez esto pudo contribuir a que los religiosos fueran valorados —y hasta preferidos— como amantes; por supuesto, también se estimaba sil discreción, mantenida en interés propio.
La mayoría de los religiosos de cierta jerarquía se sentían menos comprometidos. Cierto obispo de Fiesole del siglo XI vivía rodeado de un tropel de concubinas e hijos; el obispo Iuhell de Dol contrajo matrimonio públicamente y dotó a sus hijas con los bienes eclesiásticos. Durante el papado de Inocencio III (1198-1216), el arzobispo de Besançon, cuyas extorsiones habían llevado al clero de su diócesis a la más extrema pobreza, mantuvo una relación con una pariente consanguínea, la abadesa de Reaumair-Mont y dejó embarazada a una monja, además de acostarse con la hija de un religioso, como era público y notorio. Por la misma época solía celebrar sus orgías el arzobispo de Burdeos, un personaje que se dedicaba a saquear todas las iglesias, monasterios y viviendas privadas de los alrededores con una banda de ladrones.
En el mismo siglo, Gregorio X (1271-1276) —un papa que, por cierto, inspiró al Espíritu Santo en el cónclave, privando de alimento a los cardenales electores— envió al obispo Enrique de Lüttlich el siguiente escrito admonitorio: «Hemos sabido, no sin gran pesadumbre de Nuestro ánimo, que incurres en simonía, fornicaciones y otros crímenes, que te entregas completamente al placer y a la concupiscencia de la carne, que después de tu elevación a la dignidad episcopal has tenido varios hijos e hijas. También has tomado públicamente como concubina a una abadesa de la orden de San Benito y, en medio de un banquete, has reconocido desvergonzadamente ante todos los presentes que habías tenido catorce hijos en un lapso de veintidós meses (...) Para hacer más irremisible tu perdición, has recluido bajo vigilancia en un jardín a una monja de San Benito, a la que han seguido otras mujeres (...) Cuando, tras la muerte de la abadesa de un convento de tu jurisdicción, procedieron a la elección de la sustituta, la has anulado y has puesto como abadesa (...) a la hija de un noble con la que habías cometido incesto y que hace poco habrá dado a luz un hijo tuyo para escándalo de toda la región (...) Además todavía tienes a los tres hijos varones que has engendrado con esta misma monja (...) También tienes a una de las dos hijas que has engendrado con esa monja (...)» Etcétera, etcétera.
«Es bastante frecuente que los obispos tengan hijos, muchos o pocos» dice el misionero franciscano Bertoldo de Ratisbona. Un tal Enrique, obispo de Basilea, dejó a su muerte veinte vastagos; el obispo de Lüttiich —que, todo hay que decirlo, fue destituido- llegó a la cifra de sesenta y uno.
De modo que las asambleas de la Iglesia contaban con razones suficientes para denunciar la forma de vida del clero secular y regular: había que corregir la corrupción, el desenfreno, la opulencia y la ociosidad, «porque los laicos se escandalizan por ello» (!). En el siglo XIII, el papa Inocencio III dice que los sacerdotes son «más inmorales que los laicos»;
Honorio III asegura que «están corrompidos y conducen a la perdición a los pueblos»; Alejandro IV afirma «que la gente, en lugar de ser corregida por los religiosos, es completamente corrompida por ellos». Confessio propria est omnium óptima probatio. Los clérigos se pudren «como ganado en el estiércol» otra preciosa sentencia papal del siglo XIII; a mediados del mismo, el dominico y más tarde cardenal Hugo de Saint Cher diría en la conclusión del concilio de Lyon (1251): «amigos míos, hemos sido de gran provecho para esta ciudad. Cuando llegamos, sólo encontramos tres o cuatro prostíbulos; en el momento de la partida sólo dejamos uno. Pero éste abarca de uno a otro extremo de la ciudad» (8).
En los países escandinavos, la costumbre de que los clérigos contrajeran matrimonio era bastante antigua y, aparentemente, nadie la impugnaba;
Los decretos gregorianos no fueron aplicados, si es que llegaron hasta allí. Pero, en el siglo XII, ni siquiera Islandia se libró de las fuertes presiones del papado para imponer el celibato... con las consecuencias habituales. En Noruega —donde el obispo Arnis Kristenrecht explicaba «no pueden contraer matrimonio estos hombres: frailes, sacerdotes, diáconos, subdiáconos, hombres privados de entendimiento o carneros castrados (eunucos)»—, el matrimonio de los sacerdotes fue sustituido por una forma
de emparejamiento que encontró una gran acogida, denominada «frilluhald klerka»: todo un progreso, en cierto sentido, aunque no desde el punto vista de la moral cristiana.
En Suecia, la mayoría de los curas y obispos eran hijos de sacerdote Pero, cuando Roma impuso el celibato, la situación evolucionó como en todas partes. En 1281, el sínodo de Telge constataba que «el mal de la lascivia» estaba tan extendido entre los siervos de Dios que «pocos o ninguno se libran de él
Dinamarca ofrece la misma imagen. Tras la introducción de los decretos papales, la vida sexual del clero (y en particular de los prelados) prosperó de tal manera que, a fin de proteger a sus mujeres e hijas, los campesinos de Escania exigieron por las armas que los sacerdotes volvieran a casarse.
En el resto de Europa, donde la consolidación del celibato provocó toda clase de excesos sexuales a una escala que no dejaba de aumentar, los laicos cristianos apoyaron frecuentemente el concubinato de los clérigos y exigieron una «compañera de vicios», o una «vaca espiritual», para los «pastores de almas». El propio Pío XII informa de que los frisones «no consienten que los sacerdotes sean admitidos en su ministerio si no están casados, con el objeto de que los lechos de las demás gentes permanezcan impolutos». «Mientras el campesino disponga de mujeres, el sacerdote no necesitar casarse», reza un proverbio medieval.
En los umbrales del siglo XV, Nicolás de Clemanges, archidiácono en Lisieux, escribe: «hoy en día, si alguien es perezoso y aficionado a la ociosidad opulenta, se apresura a convertirse en sacerdote. Luego son diligentes a la hora de visitar los prostíbulos y las tabernas, donde pasan todo su tiempo bebiendo, comiendo y jugando; cuando están bebidos, gritan, se baten en duelo, alborotan y maldicen el nombre de Dios y de los santos con sus labios impuros, hasta que, finalmente, pasan de los abrazos de sus amantes venales al altar». En otra ocasión, el mismo teólogo describe cómo los obispos se dedican día y noche a la caza, el juego, el baile y los banquetes; cómo extorsionan, fornican y perdonan los mayores crímenes a sus clérigos a cambio de dinero. «Personas decentes y cultas no obtienen ninguna dignidad eclesiástica; ellos sí señalarían los males de la Iglesia. Los obispos son inmorales (...) Pero lo mejor es no nombrar todos los males para que quienes nos siguen no sepan nada de esta situación». Muy parecidas son las afirmaciones de Dietrich von Münster, vicecanciller de la universidad de Colonia en el siglo XV: sólo buscaban las prelaturas las personas más corruptas, «cadáveres malolientes». Geiler von Kaysersberg, cuyas homilías eran muy celebradas, también creía que el clero estaba «podrido desde lo más alto a lo más bajo»; según él, fornicaban no sólo con prostitutas conocidas, esposas, viudas y jóvenes, sino también con hombres y animales: «¿quién es el que no se revuelca en el lodazal y la inmundicia?». Sebastian Brant lo dice así:
Y aunque nadie les confiaría una de sus vacas dejamos sin reparos que se ocupen de las almas.
En 1403, después de una estancia de medio año en Roma, Mateo de Cracovia, profesor de teología y obispo de Worms, escribe un tratado inusualmente acre. De la suciedad de la curia romana. En 1410 fue promovido al papado con el nombre de Juan XXIII el delegado cardenalicio Baldassare Cossa, quien, además de mantener una apasionada relación con la mujer de su hermano, era fama que se había acostado, cuando estaba en Bolonia, con doscientas viudas y doncellas. En el concilio de Constanza (1415) —donde fue depuesto, aunque finalmente se permitió que siguiera actuando al servicio del Imperio de Dios como cardenal—, la lectura de la crónica de su» días de papado quedó reducida a cincuenta hazañas, «por respeto a los oyentes». Estos miramientos hacia los oídos de los prelados, que estaban curados de espanto, resultan tanto menos comprensibles si tenemos en cuenta que, como relata el cronista de la ciudad, Ulrich von Richenthal, al gran concilio que mandó a la hoguera a Hus asistieron —además del Papa, más de trescientos obispos y el Espíritu Santo— setecientas meretrices, sin contar las que acompañaron a los clérigos (9).
Todo esto podría ser un retrato enormemente exagerado, adecuado a la mentalidad y la costumbre literaria de la época. Pero, de hecho, estas expresiones de aversión, de vergüenza y de disgusto no eran sino lo que pretendían ser. ¿Por qué habían de autoinculparse los clérigos? ¿Por qué iba a coincidir su testimonio con el de los laicos? ¿Y los decretos sinodales, que condenaron insistentemente el concubinato y toda clase de variantes sexuales, empezando por las relaciones con madres e hijos y terminando con el bestialismo? Y los sínodos, ¿es que acaso no son un permanente reconocimiento, expressis verbis, de la inutilidad de sus propias órdenes"?
Fijémonos, por ejemplo, en Spira. Allí el obispo confirma la validez de los decretos sobre el celibato durante cuatro años consecutivos, entre 1478 y 1481, e impone elevadas multas a los religiosos que viven en concubinato dado que con éste, «sin duda, ofenden gravemente al Altísimo y a su patrona, la Inmaculada y Purísima Virgen María». En 1482, el obispo conmina de nuevo a sus clérigos «a vivir castamente, «por la misericordia de Dios y la pasión de Cristo» y vuelve a amenazar con severos castigos. El hecho se repite en 1483, 1484, 1485, 1486, 1487, 1488. y todos los años comprendidos entre 1493 y 1503, a excepción de 1495. En 1504, el obispo Ludwig afirma de nuevo que había repetido las normas contra la impudicia y el concubinato tan encarecidamente que las piedras, las columnas y los muros podían proclamarlo; poco después, entrega su alma y el sucesor actúa como lo había hecho su antecesor: convoca un sínodo por año entre 1505 y 1513, presenta las viejas quejas y las mismas órdenes y tiene que oír de boca de sus mismos sacerdotes que «la fornicación sólo es pecado en el obispado de Spira».
En realidad, si no era así lo parecía, a juzgar por la exuberancia de la vida sexual, especialmente en Roma. Sixto IV, un antiguo general de los franciscanos que como papa construyó la Capilla Sixtina e instituyó la fiesta de la Inmaculada Concepción en 1476 (aparte de respaldar la actuación de Torquemada como inquisidor), se entregaba a excesos casi inauditos. Su sobrino el cardenal Pietro Riario, titular de cuatro obispados en un patriarcado, anduvo de cama en cama (literalmente) hasta su muerte.
El sucesor de Sixto, Inocencio VIII (1484-1492), que llegó al Vaticano acompañado de dos hijos, reprendió abiertamente a un vicario papal que había dado la orden de que todos los clérigos debían abandonar a sus concubinas.
El sucesor de Inocencio, Alejandro VI (1492-1503), que según Savonarola era «peor que un animal», llegó al Vaticano con cuatro hijos y, una vez allí, mostró su gran afición a las orgías celebradas en el círculo familiar. En cierta ocasión, después de un banquete, organizó un baile con cincuenta meretrices («cortegianae»), que primero danzaron vestidas y después desnudas, a continuación tuvieron que arrastrase a cuatro patas, contoneándose lo más insinuantemente posible, y, para finalizar, copularon con la servidumbre a la vista de Su Santidad, su hijo y su hija; incluso se fijó un premio para aquel que «conociera carnalmente» a más muchachas, premio que fue formalmente entregado al ganador. El Papa, que consideró la posibilidad de hacer del estado eclesiástico una monarquía hereditaria, mantuvo relaciones con su hija Lucrecia, que también se acostaba con su hermano y que, siendo todavía una adolescente, tuvo un niño que Alejandro, en una bula, hizo pasar por suyo, para atribuírselo después, en una segunda bula, a su hijo César. Asimismo, encargó una pintura de la Madre de Dios con el Papa a sus pies en la que aparece retratado junto a una de sus hetairas, la hermosa Julia Famese, denominada «Esposa de Cristo».
¿Por qué no iba a actuar el clero de forma similar? ¿Qué podía haber impedido, pongamos por caso, las conocidas relaciones de Alberto II de Maguncia (1514-1545), cardenal e infatigable negociante de indulgencias, con sus dos concubinas, Káthe Stolzenfeis y Ernestine Mehandel? Durero las inmortalizó a ambas como hijas de Lot. Grünewaid hizo lo propio con Káthe, retratada como «Santa Catalina en el matrimonio místico». Y Lukas Cranach pintó a Ernestine como «Santa Úrsula» y al propio cardenal como «San Martín».
Hubo más jerarcas que hicieron pintar a sus queridas como Vírgenes, colgando los retratos en las iglesias para edificación del pueblo; el arzobispo Alberto de Magdeburgo metió a una cortesana en un edículo y organizó una procesión para pasearla como una «santa en vida».
El bajo clero no tenía a genios que perpetuaran a sus queridas. Pero sí tenía mujeres. Y a menudo, como cuenta el teólogo y poeta protestante Thomas Naogeorgus, sacaba a la palestra obscenidades que «un burdel no podría tolerar y que, a buen seguro, ninguna persona del pueblo llano pronunciaría». También se hacían apuestas entre clérigos y laicos sobre el tamaño de los miembros de unos y otros.
Después de mil quinientos años de cristianismo, el consejero imperial Friedrich Staphylus, católico converso, no conocía más que algún que otro religioso «que no esté casado públicamente o en secreto (...) Los impúdicos excesos de los sacerdotes son infinitos» lo que el canonista católico Georg Cassander confirma casi palabra por palabra.
Después de las reformas trentinas, los clérigos siguieron copulando infatigablemente, incluso en las regiones más religiosas. En 1569, el arzobispo de Salzburgo confiesa que las leyes sobre el celibato habían dado «resultado muy raramente (...), de modo que el clero, está sumido en el lodo del nefando deleite, que se ha trastocado para ellos en costumbre (!)» El protocolo de la visita del obispo de Brixen a la «fidelísima tierra tirolesa» informa en 1578 que, en unos sesenta parroquias, había más de cien concubinarios: «canónigos, capellanes, párrocos, vicarios».
A finales del siglo XVI y en el siglo XVII, los religiosos «contratan» a jóvenes a quienes denominan «cocineras» o «amas», o las hacen pasar por parientes. Pero hay otros muchos que viven con sus mujeres sin tapujo alguno y que quieren que se las trate de acuerdo con su dignidad, como «canónigas», «decanas» y títulos parecidos. En muchas diócesis alemanas —desde Breslau a Estrasburgo— el matrimonio concubinario era práctica habitual; en el obispado de Constanza, casi todos los clérigos tenían su concubina, lo mismo que en Renania. El obispado de Osnabrück comprobó en 1624-25 que la mayor parte del clero vivía en pareja. En los informes de los visitadores de Bamberg se dice que «nadie admite ser concubinario aunque los párrocos de Pautzenfeid, Drosendorf y Reuth, y el mismo deán no se alejan mucho de sus mancebas». El obispo de Bamberg ordena que las mujeres sean azotadas públicamente y encerradas en prisión.
Por cierto que «la mayoría de los otros dignatarios hacían la vista gorda, porque ellos mismos fornicaban aun más frenéticamente». El obispo de Basilea se permitía mantener a concubinas e hijos, el arzobispo de Salzburgo vivía con la hermosa Salome Alt, «probablemente en matrimonio de conciencia», según lo expresan hoy, y se vanagloriaba de sus quince hijos (seguramente engendrados exclusivamente por razones de conciencia). Y en 1613, casi todos los párrocos y capellanes de la archidiócesis tenían concubina e hijos (10).
En el siglo XVIII, los sínodos diocesanos y nacionales fueron cada vez más infrecuentes y, por lo tanto, también lo fueron las oportunidades de recordar las leyes sobre la continencia. Se trata de difundir la impresión de que las cosas van bien y la mayoría de los líos amorosos que no comportan consecuencias enojosas son ignorados.
De todos modos, el consistorio saizburgués todavía constata en 1806 que «desde hace algún tiempo, se observa una mayor relajación moral en los clérigos de nuestra diócesis respecto a los de antaño». Y a finales del siglo XIX, en una diócesis italiana, no había ni un solo sacerdote, «incluido el obispo, que no hiciera vida marital notoria». En esa misma época, se decía que la inmoralidad del clero sudamericano no tenía parangón y que los clérigos actuaban allí «como si los excesos sólo les incumbieran a ellos». Un teólogo católico reconocía en 1889 que en Perú «sólo hay algunos religiosos que no vivan en concubinato notorio». Y los teólogos Johann y Augustin Theiner reunieron un contundente material sobre seducción de niños, sadismo, abortos y crímenes pasionales de los clérigos y los monjes del siglo XIX.
En un memorándum publicado nada menos que en 1970 y dirigido a todos los clérigos de la diócesis, el Círculo de Munich —que no es precisamente una institución anticlerical— hablaba de las «relaciones maritales secretas» y de la forzada «insinceridad» del sacerdote católico. Pero cuando alguien quiso documentar esa «insinceridad» con algo más de rigor, tuvo que sufrir toda clase de intrigas. Eso es lo que le ocurrió en 1973 a Hubertos Mynarek, antiguo decano de la facultad de Teología de la universidad de Viena, por aquella fecha ya separado de la Iglesia, que vio cómo su libro Señores y siervos de la Iglesia, una vez impreso y distribuido, era retirado de la circulación por su primer editor, en tanto que el segundo se contentó con suprimir los pasajes referentes al celibato.
Por la misma época en que Mynarek proporcionaba titulares a la prensa y sus revelaciones —en su mayoría sorprendentemente inofensivas— eran respondidas con un aluvión de resoluciones cautelares de los tribunales y amenazas de querellas por parte de sus antiguos colegas, Fritz Leist, teólogo católico y profesor de Filosofía de la Religión en Munich, publicó una selección de confesiones anónimas recogidas de unos' setenta sacerdotes, frailes y monjas, algunos en ejercicio y otros ya integrados en la vida civil. Este volumen —que pasó prácticamente desapercibido, pese a que contaba con todo lo que el público había esperado encontrar en el de Mynarek, y que tampoco habría encontrado en caso de que el capítulo dedicado al celibato hubiese aparecido— ilustra de forma extraordinariamente expresiva y detallada lo que es hoy en día la castidad clerical (11).
Justo al comienzo de dicho libro, un «sacerdote en cuerpo y alma», de casi sesenta años y bastante desenvoltura reconoce, sucesivamente, «una historia de amor muy hermosa», «a continuación, una aventura de índole más sexual», «después, relaciones frecuentes con prostitutas» y, finalmente, «diversas uniones esporádicas con diferentes mujeres»... «No tenía que salir del confesionario. Mi temperamento renano me ayudaba a superar muchos obstáculos». Finalmente, consigue hacerse amigo de una «mujer casada de grandes virtudes morales. La amistad se convirtió en un apasionado amor que dura ya diez años y sigue igual que al principio» aunque, desgraciadamente, «con muchas cortapisas, porque la mujer tiene marido e hijos». No obstante: «sigo siendo sacerdote en cuerpo y alma», «sigo siendo tan entusiasta como un joven capellán», «personalmente, en ningún momento de mi vida he padecido la crisis sacerdotal»... Un renano feliz.!.
Siendo capellán, un sacerdote —que hoy tiene cuarenta y seis años— revela al ama de llaves de su parroquia que «una necesidad le apremia» y el ama de llaves, que tiene entonces treinta y dos años, le confiesa que «quiere salvarlo». La cosa duró quince años y, por lo visto, ocurría siempre «en el coche, aprisa y corriendo». Al final, este celibatario encontró «la plenitud personal» con su secretaria, que «incluso, una vez, quedó embarazada (abortó). Desde entonces, nos amamos con locura». ;
Otro clérigo cuenta que, sólo durante el período de sus estudios, conoció por lo menos una docena de religiosos que habían tenido deslices sexuales; algunos de ellos fueron castigados con penas de varios años de prisión.
Una joven, antes de comenzar sus estudios de «Teología y Didáctica de la Religión», se enfrasca en la materia desde un punto de vista propedéutico-práctico. «Tengo veintidós años y desde hace cuatro mantengo relaciones con un vicario de cuarenta y cinco».
Un quinto testimonio es el de un religioso que cautiva a su elegida con frases casi calcadas de aquel himno del Cantar de los Cantares que el jesuíta Peronne presentó en 1848 como prueba de la Inmaculada Concepción de María: «Sí, eres hermosa, amiga mía, eres hermosa (...) y no hay en tí pecado (...)», o un poco más llanamente: «eres hermosa y sin una sola arruga todavía»,-«¡qué mujer más extraordinaria!». Y el testimonio de ella: «me apretó contra él e hizo la señal de la cruz (...)»; «después de una noche de amor, podía decirme cosas increíbles». Seguramente, aun más increíbles serían las cosas que dijera por el día, cuando ejercía de consejero espiritual y lanzaba furibundas homilías contra la inmoralidad. «Siempre la condena moral de los otros (...)» y después ella oía cómo le susurraba «lo bonita que estaba y cómo me deseaba y que la noche anterior había tenido una erección con sólo pensar en mí». «Nos íbamos a la cama. Pero antes leíamos un libro sobre sexo (...)» «Era tan apasionado que, en el momento del orgasmo, yo tenía miedo de que se fuera a morir».
Sí, sí, ya lo dice el cardenal Joseph Hoffner: «en este mundo de hoy, el celibato sacerdotal, vivido como renuncia en aras del Reino de los Cielos, constituye un signo singularmente estremecedor que indica a la comunidad creyente cuál es la auténtica meta de su peregrinaje» (12).
Otra muchacha, que en la actualidad tiene veintiséis años, entró en un convento a los quince porque las monjas la habían «entusiasmado» y porque «Dios quiere tener mujeres hermosas».
En realidad no tenía demasiadas, así que la recién llegada pronto vio cómo Dios, es decir, un sacerdote, la «abrazaba» y le «regalaba medallas de diferentes santos». Medallas con poderes mágicos, puesto que: Primero, un sacerdote treinta años más viejo escribe que «sueña conmigo y me desea» e insiste en que «debo encontrar una habitación en alguna parte, incluso en un hotel, donde podamos pasar al menos un día». «Intentaba besarme y acariciarme y en cierta ocasión puso mi mano sobre su miembro (...)». Segundo, un jesuíta de unos cuarenta años: «una noche, mientras estaba en un jardín que había junto al convento, me abordó; no nos conocíamos de antes (...), quería que pasáramos la noche juntos (...) Más tarde, este sacerdote colgó los hábitos porque había tenido un hijo con otra monja». Tercero: «Aprovechaba cualquier ocasión para estar conmigo (...) Una vez me invitó a su habitación (...) Quería que nos fuéramos a la cama (...) Poniendo una voz muy seductora, me dijo que me amaba, que daría su vida por mí (...) Y a continuación, tenía que decir misa (...)».
Otra religiosa que también había entrado en el convento a los quince años se sentía infeliz porque allí podía «serlo todo salvo una persona» y tenía que «reprimir por completo mi propio Yo» y «tragármelo todo». En 1971, estando por fin en su casa, quiere abrirle su alma a un clérigo que conoce. «Apenas había abierto la boca, empecé a llorar y él me abrazó, me besó y, en un santiamén, me había desnudado y estaba sobre mí. Después de dos horas en que hizo lo que quiso, me preguntó si había llegado al orgasmo».
Todos estos casos —que, como subraya el editor católico, son «representativos de innumerables 'incidentes' mantenidos en secreto»— quizás resultarán increíbles para esos sectores católicos cuya mentalidad queda en evidencia en las cartas injuriosas, casi indescriptibles, que Mynarek recibió al abandonar la Iglesia (13). Para los demás, el follón sexual de los religiosos es de lo más natural (razón por la cual yo mismo ni me inmuté cuando, hace poco, una dama, en tono dramático, me ofreció toda la correspondencia íntima que había mantenido, durante un largo periodo de tiempo, con un jesuíta famoso entre nosotros por sus alegatos a favor de la castidad).
Así que, en cierta medida, resulta grotescamente encantador encontrar en la encuesta de Leist (pasemos por alto sus numerosas referencias a trastornos neuróticos, depresiones incurables, crisis epilépticas, úlceras e intentos de suicidio) a un clérigo que se lamenta de que su asistenta (de cuarenta y ocho años), «aunque es una mujer diligente y aún no se ha convertido en una arpía, carece de cualquier atractivo erótico». La siguiente queja es igualmente curiosa: «miren ustedes: desde hace casi tres añosj tengo que vivir con una sirvienta —mi hermana se ha casado— que me resulta sexualmente repulsiva; de modo que la evito siempre que puedo| (...)».
¿La Iglesia se limita a tolerar este tipo de relaciones, o es que tal vez las apoya indirectamente? Esta última posibilidad no queda desmentida por la prescripción canónica que prohibe que los religiosos acepten en sus casas a «personas del sexo femenino que puedan despertar sospechas» (p.e., por su pasado, por su edad, por su atractivo físico), pero que, en cambio, les permite vivir en compañía de parientes, sobrinas incluidas y; además, de aquellas mujeres que «no puedan suscitar recelos, tanto por su forma de vida honrada como por su más avanzada edad (entre treinta y cinco y cuarenta años)»,
A la vista de ello, ¡quién dirá que la Iglesia no tiene sentido del humor! ¡Y generosidad! Y sinceridad, si se piensa en lo que hace poco declaraba un obispo sudamericano en el Congreso Católico celebrado en Essen, según el cual, en su extensa diócesis, catorce de cada quince sacerdotes vivían con sus sirvientas como vivirían con una esposa... Claro, con razón Pablo VI denominaba al celibato, no hace mucho, «signo y acicate del amor pastoral» y «una fuente de fecundidad en el mundo».
Pese a condenarla, la Iglesia no pudo impedir la incontinencia del clero. Al contrario. Los religiosos se aficionaron a las especialidades sexuales más inusuales, por ejemplo, a las relaciones íntimas con sus familiares más cercanos.
Por esa misma razón, el sínodo de Metz ordena en el año 753 que «si un religioso se entrega a la lujuria con una monja, o con su madre, su hermana, etcétera, será desposeído de su dignidad eclesiástica, en caso de que la tenga, o apaleado, si pertenece al clero inferior». En el año 888, un sínodo celebrado en Maguncia reconoce que se han cometido «muchísimos crímenes», pues ciertos «sacerdotes han yacido con sus propias hermanas y han tenido hijos con ellas». En 1208, Golo, legado ambulante en Francia, reconoce que. «por tentación del Diablo», hay religiosos que «frecuentan a sus madres y a otros familiares». Y los sínodos de la edad moderna hacen afirmaciones análogas. Lo mismo se puede decir de la jerarquía eclesiástica, de Juan XXII, por ejemplo, o de Alejandro VI, De los arzobispos de Auxerre y Besancon en tiempos de Inocencio III. Y mucho antes, Lanfredo, un obispo alemán, fornicaba con su jovencísima hija.
Otro hecho frecuente ha sido la afición de los sacerdotes hacia los de su propia acera, hombres y mozalbetes; en efecto, la homosexualidad ha sido «común y corriente». Comenzó en la Antigüedad y no ha desaparecido en ningún momento. Los libros penitenciales medievales hablan continuamente de la «sodomía» de los religiosos y les amenazan con penitencias de años y hasta décadas de duración. En 1513, hablando ante León X y el Concilio Lateranense, el conde Della Mirándola remarca —inútilmente— que se educaba para la carrera eclesiástica a jóvenes que ya habían sufrido violaciones contra natura y que incluso habían sido adiestrados por sus padres como «prostitutas» hasta que, al final, una vez ordenados sacerdotes, se entregaban a la «prostitución homosexual». Ulrich von Hütten comenta irónicamente: «los romanos comercian con tres clases de género: Cristo, feudos eclesiásticos y mujeres. ¡Y quisiera Dios que comerciaran sólo con mujeres y no se desviaran tan a menudo de su naturaleza!».
Los escribanos, ujieres y cocineros de la Curia —a quienes se pagaba con beneficios eclesiásticos— a menudo también eran «cortesanos». Un obispo de Tréveris al que se le preguntó qué significaba dicha palabra dio la siguiente definición: «un cortesano es un mancebo y una cortesana una manceba; lo sé muy bien, porque yo mismo fui uno de ellos en Roma». Siendo así, puede que la carrera de alguno se debiera más a un trasero atractivo que a una cabeza brillante. Tal vez fuera el caso de Inozenzo del Monte, cuidador de los monos de Julio III, que, pese a las protestas que la decisión provocó, se convirtió en cardenal a los diecisiete años. Por su parte, el obispo Juan de Orleans era el favorito del arzobispo de Tours. La historia se cantaba en las calles y el mismo Juan se sumó al coro. Aunque, ciertamente, las cosas no siempre eran tan divertidas. Con el clero inferior casi nunca se tenía compasión cuando el caso llegaba a ser de dominio público. «El sábado 2 de marzo de 1409, cuatro sacerdotes, Jórg Wattenlech, Ulrich von Frey, Jakob der Kiss y Hans, párroco de Gersthofen, fueron encadenados por sodomía en una jaula junto a la torre de Perlach; el viernes siguiente todavía vivían; murieron de hambre algún tiempo después». Un laico implicado en los hechos, el curtidor Hans Gossenioher, fue quemado vivo (15).
Es sobre todo en los libros penitenciales de la Edad Media donde encontramos amenazas referidas a este asunto. Si un obispo fornica con un animal de cuatro patas: una penitencia de doce años; si es un sacerdote, diez, y si es un monje, siete; con tres años a pan y agua, en todos los casos. Además, el obispo y el sacerdote debían ser suspendidos. En el año 791, el papa Adriano I, alardeando sin duda de las estrictas costumbres de su Iglesia, informaba a Carlomagno de que, antes de ser consagrado en Roma, cada obispo era interrogado no sólo acerca de su fe, sus relaciones con mujeres casadas o con muchachos, sino también sobre si fornicaba con bestias («pro quadrupedus»).
Por consiguiente, a los clérigos les estaba vedado todo: desde la pariente hasta la pobre monja, pasando por la gata doméstica o la vaca. Algo que ya indicaba de forma, por así decirlo, sobriamente condensada, aquella prescripción de la Iglesia británica que se refiere a los obispos y sacerdotes que fornicaran con su madre, con una hermana o con una monja «por medio de algún instrumento».
En el este de Europa, los popes estaban completamente desacreditados a causa de su sodomía. Nada menos que Pedro el Grande —que, dirigió el Santo Sínodo, como Supremo Pastor y Juez de la Iglesia Rusa— fue visto más de una vez en «desconcertante intimidad» con su perra preferida, Finette (16).
Uno de los medios preferidos por los pastores de almas para hacer algo más llevadero su celibato ha sido siempre la solicitación —que esa es la expresión técnica—. De hecho, en la confesión se ofrecen amplias posibilidades a los sacrilegos de ambos sexos, con el murmullo de los pecados —sobre todo in puncto sexti mandati— deslizándose en los atareados y atentos oídos del sacerdote... aunque, a menudo, el repaso sea lamentablemente generalizador, con la indiferencia propia de los laicos.
Es cierto que algunos penitentes ofrecen de un tirón lo mejor —o más bien lo peor— de sí mismos, poniendo al descubierto el meollo de la cuestión sin la menor reserva. Pero el procedimiento es distinto cuando se trata de almas vergonzosas y candidas, de las que sólo la experiencia y la prudencia —con mano de santo, si vale la expresión— logra sacar lo que hay que sacar: cuándo, dónde, con quién, cuántas veces, de qué forma... Y así, con las flaquezas, se ponen también al descubierto las pulsiones, las necesidades y las preferencias, de tal manera que —de acuerdo con una ingeniosa reflexión de Tomás de Aquino, desaconsejando los largos diálogos entre confesores y penitentes— «llega un momento en que, contra lo que ocurría en un principio, unos y otros ya no dialogan como ángeles ni se miran como tales, sino que se observan los unos a los otros como revestidos de carne (...)».
Aunque las fuentes no son muy explícitas, admiten esta situación, o bien piensan que no hay nada que descubrir, puesto que los crímenes son conocidos en el Cielo, en la Tierra y por todo el mundo.
El obispo Pelagio, que habla en el siglo XIV de los frecuentes adulterios suscitados por la confesión, asegura que, «en las provincias españolas y en el Imperio, los hijos de los laicos no son mucho más numerosos que los hijos de los clérigos». Y en 1523, Heinrich von Kettenbach, un franciscano convertido al luteranismo, escribe lo siguiente en su Nueva Apología y Respuesta de Martín Lutero contra el pandemónium papista: «El primer fruto que surge de la confesión es el fruto del cuerpo, pues de ella proceden esas lindas criaturitas a las que llamamos bastardos o hijos putativos, que los santos padres han engendrado con sus hijas penitentes; pues a algunas les aprieta la lujuria de tal modo que el marido no les basta y el confesor debe prestarles su consuelo con toda diligencia (...) y monta a las mujeres como hace el novillo con un rebaño de vacas».
La Iglesia tomó todas las precauciones imaginables. Ordenó que no se confesara a oscuras —en especial a las mujeres— sino en un lugar «libre de suspicacias», sólo en la iglesia, exclusivamente donde se estuviera a la vista de todo el mundo y nunca a una sola mujer. Los confesores tampoco debían mirar a las mujeres a la cara y las mujeres no podían estar frente al confesor, sino a uno de sus lados. Es más, el celibatario sólo podía visitar a las enfermas ante dos o tres testigos y no le estaba permitido administrar el sacramento a puerta cerrada.
Pero todas estas reservas tuvieron más o menos el mismo efecto que las continuas amenazas y castigos: excomunión, destierro de quince años y, finalmente, reclusión perpetua en un monasterio. La tentación era aún más fuerte. Así que los sacerdotes se excitaban y solicitaban antes, durante y después de la confesión, en el confesionario y fuera de él. Se excitaban preguntando acerca del placer con el que muchos no se permitían ni soñar. «¡Ah, que la desgracia caiga sobre ti», reza la maldición de una ingrata beguina de Brabante al escrutador de conciencias que había querido explorar sus «desconocidas ignominias», quizás alguno de esos «vicios latinos» que, según Cesáreo de Heisterbach, se habían introducido precisamente por medio de la confesión. Y, llegado el caso, también se excitaban leyendo literatura estimulante. Y excitaban a sus amados penitentes en beneficio de un tercero: ¡así de altruistas eran a veces! En fin, habrá que decir en honor de todos los curas que también se excitaban ellos mismos, una costumbre que, al parecer, aún perdura (17).
Como la Iglesia medieval hubo de discutir a menudo sobre la solicitación, en la edad moderna surgió una legislación propia, mucho más precisa. En los siglos XVII y XVIII todavía vemos ocuparse a sínodos y obispos de estos «crímenes» tan extraordinariamente estimulantes para la fantasía: aun cuando desde el lado católico no tengan por qué tratar de «los cuentos que cierta literatura sucia ha hecho circular acerca de supuestos abusos por parte del confesor en el sacramento de la penitencia».
No obstante, se establecieron castigos incluso para los obispos que se acercaran demasiado a sus penitentes o a sus hijas espirituales. Y la propia teología moral moderna airea la solicitación «durante la confesión», «antes o inmediatamente después de la confesión», «con motivo de la confesión», «bajo el pretexto de la confesión», «en el confesionario o en un lugar permanentemente destinado a la confesión (...)» etcétera. Se llega a preguntar «si el sacerdote (...) quiere tentar al penitente», «si es el penitente quien comienza la solicitación», «si el penitente que es solicitado es un hombre o una mujer (...), «si el penitente es inducido a pecar con el confesor, con otra persona o en solitario, si el pecado sucede más tarde o en el mismo momento», si «el confesor que visita a una enferma y le dice que quiere escuchar su confesión, en realidad la está solicitando» y así hasta el infinito. Y bien: ¿es que todas estas abrumadoras referencias a abusos en la confesión no son más que el engendro de cierta «literatura sucia»? ¿Incluyendo a la teología moral? (18).
Admitamos que, verdaderamente, en la Iglesia han sido desde hace tiempo muy discretos. Habiendo perdido el poder casi absoluto del que gozaron en la Edad Media, quieren escandalizar a la sociedad tan poco como sea posible. El ex jesuíta Hoensbroech explica que «se ha formado un perfecto sistema de encubrimiento, de justificaciones farisaicas; lo único que cuenta, como una ley de hierro, es: ¡nada de escándalos!». Y el católico Curci escribía en 1883 «acerca de la mayor prudencia con la que se actúa y de la que se culpa a una cultura más progresista».
Y es que, básicamente, el ocultamiento del delito sexual del clérigo —obligado, desde la Ilustración— era una antigua tradición católica, de acuerdo con la divisa «si non caste caute».
Los sínodos españoles medievales, por ejemplo, tratan exclusivamente de las concubinas notorias; las concubinas secretas no son mencionadas. De modo similar. Alejandro II adoctrina en 1065 a los patriarcas de Grado: no tratamos nada más que de los casos conocidos y notorios; lo que sucede en secreto sólo lo sabe Dios, que es quien tiene que considerarlo. Y, en su época, la indignación de San Pedro Damián sigue la misma línea: «el mal quizás sería más soportable si se tratara de ocultarlo, ¡pero no! Se ha perdido toda la vergüenza y la peste impúdica se lanza a los cuatro vientos; todo corre de boca en boca: el lugar de la fornicación, el nombre de la concubina, el de la cuñada y el de la suegra, y, en definitiva, el de toda la parentela. Y además: los mensajeros del amor, los regalos, las risitas y los chistes, los rendez-vous secretos; «postremo, ubi omnis dubietas tollitur, uteri tumentes et pueri vagientes».
Esta típica sentencia, según la cual los amoríos secretos del sacerdote serían aceptables, mientras que el auténtico escándalo lo constituirían las barrigas hinchadas o los niños berreantes de sus amantes, provocó en su momento el sarcasmo de Panizza: «este Damián ya tenía el auténtico espíritu católico; lo que sucede en secreto, no ha sucedido; sólo lo que grita es pecado».
Cuando en el siglo XII algunos círculos religiosos de Roma investigaron sobre la compatibilidad de aquellas dos órdenes papales de las que una prohibía oír las misas de los sacerdotes concubinarios y la otra afirmaba que los sacramentos no eran contaminados ni siquiera por curas tan pecadores y, por tanto, podían ser recibidos sin ningún reparo, el papa Lucio III (el hombre que introdujo la inquisición en Verona) dictó el siguiente rescripto: «Un crimen notorio y un crimen secreto son dos crímenes diferentes. Un crimen notorio se caracteriza por causar la condena canónica del sacerdote; un crimen secreto es aquel que puede ser soportado por la Iglesia (...) Creed, por tanto, sin ninguna duda, que, siendo el sacerdote o religioso fornicador, si lo tolera la Iglesia, le está permitido celebrar oficios y los fieles pueden oírlos e incluso recibir de él los sacramentos».
En la línea del «sólo lo que grita es pecado» los penitenciales medievales aumentan los castigos —hasta triplicarlos— para las monjas que se quedan embarazadas. El sínodo de Longes (1278) llega al extremo de formular textualmente que «la deshonra que el pecado de la carne causa al orden sacerdotal se multiplica cuando desemboca en el embarazo». Y en los umbrales del siglo XIV el sínodo de Constanza exige constatar «ante todo» si se ha pecado pública o secretamente. En 1670, Clemente X confirma las constituciones de los trinitarios descalzos de España que, entre otras cosas, ordenan lo siguiente: «Si un religioso peca contra el voto de castidad, será encerrado durante seis meses y azotado a la discreción del prior (...) Pero, si su crimen trasciende, correrá baquetas en el convento y penará todo un año en el calabozo» (19).
El franciscano Johann Eberlin, de Günxburg, uno de los primeros seguidores de Lutero, no fue el único en denunciar el hecho: «hay un refrán entre nosotros que dice que no daña lo que uno hace cuando lo hace sin que lo vean». Y nada menos que Jean Gerson, el teólogo nacido en 1363, canciller de la Sorbona y doctor cristianissimus (uno de los más duros oponentes de Hus), ya instruía al clero: «pero que se cuiden de que suceda en secreto, nunca en una fiesta o en lugar sagrado, y con personas solteras. Y es exactamente ésta la máxima moral (implícita) de hoy en día, cuando, por ejemplo, el comportamiento licencioso con un penitente sólo se castiga con penitencia perpetua y deposición del sacerdote «si la transgresión ha llegado a ser de dominio público».
A tales extremos llegaba esta Iglesia: por una parte, exigía que los obispos contaran con testigos de su castidad, mientras que, por otra, disponía —como en el sínodo de París, en el año 829— que «no se le permita a un sacerdote denunciar a un obispo, porque éste está por encima de él».
La hipocresía es uno de los rasgos característicos del cristianismo. Junto a su poder criminal, sus guerras y sus explotaciones, forma la parte principal de su fisonomía; constituye su misma esencia. Y es que como los preceptos neotestamentarios son en parte demasiado rigurosos y en parte demasiado perversos para poder ser observados, no queda nada más que la teología del «como si» la astucia beata, la doble moral. Orígenes, el más importante teólogo anterior a Constantino, ya reconoce que «muchos enseñan castidad sin haberla observado. Enseñan una cosa en público y actúan de otra forma en secreto y a escondidas; todo lo hacen teniendo presentes a los hombres y por vanagloria».
Esta tendencia ha sido fomentada a menudo, directa o indirectamente. La Iglesia indujo (e induce) una y otra vez al fingimiento porque, en la práctica, los clérigos solteros le eran (y le son) mucho más necesarios que los clérigos castos y porque prefería (y prefiere) a un sacerdote implicado en graves «delitos» sexuales que supiera (y sepa) ocultar sus relaciones a otro que no engañara a nadie, que «pecara abiertamente». Y, por descontado, ¡le gustan tanto los taimados, los meapilas! ¡odia tanto a los clérigos que —como ocurrió en el sínodo de Brandenburg, en 1435— reconocen sus actos! «Pues si, por debilidad de la carne, sus cocineras o sus doncellas quedan embarazadas de ellos o acaso de otros, no desmienten el pecado sino que se enorgullecen sobre manera de ser los padres de hijos nacidos de un ayuntamiento tan reprobable».
No lo desmienten (ante la gente): ¡ése es el escándalo para la Iglesia! Porque una cosa así enturbia su aura y, por consiguiente, su poder. En cambio, la vida sexual de los religiosos, cuando se mantiene en el ámbito interno, oculta a la vista de los laicos, no le avergüenza lo más mínimo en el fondo, le da absolutamente igual.
Esto queda confirmado por toda la historia del celibato. De nuevo es el «cristianísimo» doctor Gerson quien nos instruye: «el voto de castidad sólo se refiere a las faltas del matrimonio por las que uno se obliga a castidad. Por tanto, quien no se casa. no rompe el voto, aun cuando peque muy gravemente» (20).
Y no era sólo una doctrina; ante todo, es una práctica que se ha seguido hasta el día de hoy. La mayor parte del clero seguramente pensaba y piensa lo mismo que aquel abad incrédulo, el mitrado monsignore Galiani: «es un grave defecto no disfrutar de una vida tan corta y que no vuelve por segunda vez».
Y cuando cierto sacerdote —que luego se convirtió en párroco de los Católicos Viejos— manifestó su intención de abandonar la Iglesia católica romana a algunos colegas, el que tenía «más rango» le recomendó que se quedara, aduciendo lo siguiente: «Mira, si deseas a una mujer, por eso no tienes que tirarlo todo por la borda. La Iglesia necesita, justamente, a personas como tú y como yo. no a estériles. Nada de vegetales. De modo que si la cosa aprieta mucho, te vas con una mujer; luego podrás arrepentirte y confesarte y hacerlo honradamente (...) Seguro que Dios lo entiende». Este consejo venía acompañado de la referencia a un colega que se llevaba a una muchacha de vacaciones lodos los años y decía: «ahora ya puedo aguantar otro año más».
«Más de una vez» asegura el excalólico Mynarek, «he escuchado a profesores de teología la cínica frase de que el celibato sólo consiste en no casarse; lo que se hace por otro lado es, por supuesto, pecado, pero la confesión se ha inventado precisamente para cancelarlo».
Lo último que presentan estos clérigos a las transitadas puertas del infierno son «argumentos contra el matrimonio» (21).
En todo caso, no fue
la virginidad lo que se promovió por medio del celibato, sino un enorme menosprecio
de la mujer.