TERCER LIBRO LOS RELIGIOSOS

(...) Absolutamente . la contrafigura de un espíritu fuerte”.-FRlEDRICH NIETZSCHE

 

CAPITULO 8: EL ORIGEN DE LAS ORDENES REGULARES

1. LOS ASCETAS 

Los modelos del monacato cristiano

Cómo y por qué aparecieron los monjes cristianos 

2. LAS «VÍRGENES SANTAS» 

Incitación a la sosería 

«(...) Y tocará tu vientre» 

¡Que ni se enteren de que hay hombres! 

... Un simple subordinado pequeño y mojigato

Cómo le hubiera gustado a alguno

... Y cómo ha sido

«... ¡Y no rías nunca!»

Lágrimas y porquería 

Pasarse la vida comiendo hierba

«... Más profundas formas de conciencia religiosa» 

«Si expulsas a la naturaleza...»

«Contingencias» y mujeres «en todas las posturas» 

De los eunucos al test genital

CAPITULO 10: LA CASTIDAD EN LA EDAD MEDIA Y MODERNA 

Pissintunicis o una imagen para los dioses..

Ayunar al modo antiguo y al moderno

Flagelar bien a un miembro malo

Una persona contenta de vivir

Flagelantismo, alegría fecal y culto al Corazón de Jesús

«(...) Delicadísima manifestación del espíritu cristiano» 

Muerte al falo y el arte de los skopzi

Hacerle un cristito a la Santa Virgen

Arte a la católica

CAPITULO 11: LOS MÍSTICOS AMOR MARIANO Y EROTISMO CRÍSTICO

1.-“CARITAS MARIAE URGET NOS”

2. LAS NOVIAS DE JESÚS

Una sola casa, un solo lecho, una sola carne 

Leche y mermelada para el Señor

Matilde de Magdeburgo o «en el lecho del amor»

Amor en el «estado de muerte aparente» 

La herida profunda y el confesor

Bestia mystica

3. TERESA DE ÁVILA: «Y PLANTA EN MÍ TU AMOR» 

Un demonio lascivo rechina los dientes

Acostumbrarse poco a poco a las partes de Dios

Mostrarle la higa al Señor

Asaeteada por el dardo

Frecuentes apariciones de lanzas y estoques 

Levantamientos y sequedades

4. MÍSTICA PREPUCIAL EN LA EDAD MODERNA

«Más adentro, más adentro» 

Problemas prepuciales

El prepucio de Jesús como anillo de compromiso

El menú prepucial de la Blannbekin

Therese Neumann y el final de los trovadores

CAPÍTULO 12: DE LA CRONIQÜE SCANDALEUSE DE LOS MONJES

¿Un murmullo de salmos?

Mujeres: «(...) ni entrar ni salir del convento»

«Y así alimentaban la carne con antojos» 

Sólo al servicio de Nuestra Señora Celestial María

Suspirando por los hermanos y por los animales

Dispensando mercedes con el látigo

En Europa Oriental, orgías al pie del altar 

CAPÍTULO 13: LAS MONJAS

El peligro de los eunucos y de los confesores

Un miembro necesita a otro

Casi todas con barriga

Penitencias bárbaras

La voz canora de Gandersheim

«Los conventos son verdaderos burdeles (...)»

Crueldad criptosexual

Instrumentos del espíritu o el pecado «per machinam»

BiJoux de Religieuse

Terapéutica contra la «melancolía»

Los incubi daemones 

El demonio de Loudon

El santo secuestrador


CAPITULO 8. EL ORIGEN DE LAS ORDENES REGULARES

1. LOS ASCETAS

Indudablemente, una valoración positiva de los fenómenos ascéticos sólo es posible en relación con la psicopatología.-K. SCHJELDERUP (1)

Toda forma de ascetismo es una forma de vanidad, puesto que valora el bienestar de la propia alma más que el del prójimo.-ERNEST BORNEMAN (2)

Un hombre religioso sólo piensa en sí mismo.-FRIEDRICH NIETZSCHE (3)

El ascetismo, que no fue ni enseñado ni practicado por Jesús, se convirtió en una característica del cristianismo, aunque era, como todo en él sin excepción, de origen no cristiano, tanto el hecho mismo como el concepto. El griego «askein», practicar, hacer algo con cuidado, se encuentra por primera vez en Hornero y Herodoto, en el sentido de labor técnica o artística, y describe más tarde, en Tucídides, Jenofonte o Platón, ante todo el entrenamiento corporal. Finalmente, al pasar de la esfera artística y atlética a la religiosa, el concepto se trastoca, con un típico desplazamiento de sentido, casi en su contrario: en lugar de fortalecimiento del cuerpo, su «mortificación»; en lugar de gloria «mundana» se anhela ahora «la corona de la vida eterna».

Semejantes mutaciones axiológicas no son raras y menos aun en el cristianismo; por ejemplo, con las palabras «gimnasio» «pedagogo» «amor platónico» o «castidad» cuya raíz latina («castimonia» de «carere»: carecer, privarse) tenía un sentido negativo, pese a que procede de «agnitio» (reconocimiento, formalización), un concepto perteneciente a los esponsales sagrados: la esposa del dios, la sacerdotisa, no podía mantener relaciones sexuales con extraños, ¡pero se entregaba a la cópula ritual con el sacerdote! El ascetismo más extremado se da allí donde se enfrentan bruscamente los dos términos de una dualidad (cuerpo y alma, mundo y dios), cuando las personas, atormentadas por una profunda esquizofrenia y recurriendo a la huida del mundo, a la abstinencia o a cualquier forma de negación, aspiran a librarse del principio «malo» y a cambiarlo por el principio «bueno», llámese aniquilación de los sentidos, victoria sobre la carne, redención o, como decía Nietzsche burlonamente, «esa calma, esa hipnosis total larga­mente ansiada» (4).

Los modelos del monacato cristiano

India, la clásica tierra de la Salvación, se convirtió también en la cuna del ascetismo.

El Rigveda, todavía politeísta, mundano y vital (supra), ya habla de ligas extáticas secretas, «gentes arrebatadas, con los cabellos largos, vestidos con inmundicias, que se dejan llevar por el soplo del viento cuando los dioses han entrado en ellos». Y en las partes más recientes de la obra, en especial en el décimo y último libro, el ardor interior, el tapas, adquiere una presencia notoria. En realidad, el tapas pudo haber sido originalmente una simple técnica para conseguir aumentar la temperatura del cuerpo en el invierno de la India septentrional. Pero paulatinamente la pura finalidad fisiológica se convirtió en místico-religiosa, exigiendo un autodominio cada vez más estricto. En los Aranyakas o Libros del Bosque, textos esen­ciales de los Vedas, más recientes, los sacerdotes anacoretas imparten ya instrucciones ascéticas. La poligamia, por supuesto, sigue estando permitida y hasta los santos como Yájnavalkya —rememorado en el Gran Libro del Bosque— ¡aman la pompa de las cortes principescas y son bigamos!

En cambio, los más antiguos Upanishadas, estrechamente relacionados con los Aranyakas pero escépticos y pesimistas, proclaman la penitencia como ideal. Lo mismo ocurrió, en resumidas cuentas, en el brahmanismo, en el cual Schopenhauer reconoció su propia herencia intelectual, y en el que el mundo aparece como fantasmagoría («maya») y se despierta un anhelo de salvación que la antigua religión védica no conoció. «Guíame desde la oscuridad a la luz / Guíame desde la muerte a lo que hay tras la muerte».

Después de que algunas órdenes masculinas y femeninas fuesen fundadas en el siglo VIII por el príncipe Parsva, el eremitismo y el monacato se extendieron por la India y el asceta fue tenido en gran consideración a causa de sus supuestas fuerzas sobrenaturales. Muchos de ellos, decepcionados de los placeres o de la mala suerte, viven vestidos con taparrabos o desnudos, rapados y cubiertos de ceniza, aislados en bosques, grutas o montañas. Otros van por ahí mendigando y haciendo penitencia. Los fanáticos se exponen, entre cuatro fogatas, al sol abrasador, se balancean cabeza abajo colgados de los árboles, permanecen a la pata coja durante meses, se quedan semienterrados en hormigueros hasta que los pájaros anidan en sus cabezas o se mutilan horriblemente. Los virtuosos cristianos de la mortificación ofrecerán espectáculos muy similares. El influjo ascético de la India sobre el primer cristianismo, supuesto durante mucho tiempo, pero contestado la mayoría de las veces, ha sido ampliamente probado por las nuevas investigaciones.

Doscientos cincuenta años después de Parsva, el príncipe Mahavira (muer­to hacia el 477 a.C.) —el cual apareció en escena haciendo el papel de men­digo desnudo— reformó las órdenes, que volvieron a ejercer un ascetismo draconiano: sobre todo ayunos, en el más meritorio de los casos hasta la muerte. Y el contemporáneo de Mahavira, Buda (ca. 560-480) —que iba por ahí seguido por la «necrópolis» de su harén—, se alimentó durante años con una dieta mínima, de modo que al final «parecía un melón encogido o una sombra negra» hasta que, al igual que después harían Jesús o Mahoma, rechazó el ascetismo (extremo), tachándolo de inútil. No obstante, el mo­nacato budista —un ideal del budismo que acababa de surgir en aquel tiempo y que nunca ha pasado de minoritario— estaba fuertemente teñido de ascetismo, incluso de misoginia, como ocurrió más tarde en el monacato cristiano, con el que muestra paralelismos absolutamente sorprendentes.

Antes de las órdenes católicas existieron además los reclusi y reclusae del serapeum egipcio. Y precisamente el primer organizador del monacato cristiano, el copto Pacomio, fue probablemente sacerdote de Serapis. En todo caso, su primera sede fue un templo de Serapis y más adelante introdujo entre sus monjes la tonsura, habitual en el culto a Serapis.

Finalmente, también contribuyeron a la formación del monacato cristiano: el neopitagorismo, en el que se practicó un asociacionismo más o menos conventual, la comunidad de bienes y diversas formas de abstinencia;

el gnosticismo, en el que convivieron el libertinaje (infra) y una severa mortificación; y, desde el siglo III, el ascetismo maniqueo, el cual dife­renciaba entre perfectos y prosélitos, prohibía el trato con mujeres y el consumo de carne y vino, y exigía la reclusión, la pobreza absoluta y la extinción total del amor a los padres y a los hijos, incluyendo, al menos, algunas infiltraciones del monacato indio, que Maní había conocido (5).

Cómo y por qué aparecieron los monjes cristianos

Sin embargo, los «especialistas del sufrimiento», los «pugilistas de Cristo», quienes debían «anticiparse en siglos a la expresión [precisamente] de Nietzsche 'vivir peligrosamente'», eclipsaron a todos los demás.

Y eso que no existían en la primera época, pese a que la vida de los primeros cristianos hasta bien entrado el siglo II fue de hecho bastante retirada. ¡Casi todos esperaban el fin del mundo que creían inminente! Jesús, los apóstoles, toda la cristiandad primitiva creía en él fanáticamente, hasta que se reveló como una falacia y la Iglesia sustituyó la espera del inminente final por otra a más largo plazo y el ansiado reino terrenal del Mesías por la «bienaventuranza eterna».

No obstante, los cristianos vivían rigurosamente retirados, esperando la vuelta del Señor. No iban ni al teatro, ni a los juegos, ni a las fiestas de dioses y emperadores. Por todas partes había ascetas pasando hambre. Y cuando, a finales del siglo II, los prosélitos se multiplicaron —especialmente en el catolicismo que estaba surgiendo por aquel entonces— los ascetas constituyeron el núcleo de la comunidad. Practicaban una completa abstinencia sexual, ayunaban y rezaban con frecuencia y formaron poco a poco un estamento propio. Finalmente, abandonaron familia y sociedad y se organizó una especie de éxodo. Algunos permanecieron todavía en las proximidades de ciudades y pueblos; otros pasaron al desierto, «el suelo materno del monacato» de las hadas morganas... y de los camellos.

La palabra «monje» (de «monos»: solo) aparece por primera vez en el entorno cristiano hacia el año 180 —de la mano de un hereje, el ebionita Símaco—. Pero no hay un monacato cristiano propiamente dicho hasta el umbral del siglo IV. Entonces, algunos cristianos empezaron a vivir solos o en grupos, pero sin leyes ni prescripciones firmes. Hacia el 320 surgió en Tabennisi (Egipto) un monasterio dirigido por Pacomio, antiguo soldado romano. Fue él quien escribió la primera regla monacal, que imponía una disciplina militar y que, directa o indirectamente, influyó en las reglas de Basilio, Casiano y Benito. En el siglo V, el monacato cenobítico ya había crecido de tal modo que los ingresos fiscales del Estado se hundieron, extendiéndose además por Siria, todo Oriente y, finalmente, por Occidente.

La causa primera de esta escisión en la cristiandad, que la dividió en una doble moral defendida desde hace mucho tiempo como «doble vía hacia Dios» fue el fuerte proceso de secularización, la total politización de los dirigentes de la jerarquía eclesiástica. Con frecuencia, se produjeron vehementes disputas entre monasterios y obispos (6). No obstante, en poco tiempo, la Iglesia consiguió poner el ascetismo y el monacato a su servicio y pudo reforzar así su poder mediante lo que había comenzado como protesta mística contra ella, como huida y renuncia al mundo.

2. LAS «VÍRGENES SANTAS»

“No exalto la virginidad porque la posean las mártires, sino porque ella misma conduce al martirio.” AMBROSIO, Doctor de la Iglesia (7)

Aunque tu padre se hubiera arrojado ante el umbral, aunque tu madre, con el pecho descubierto, te hubiese mostrado los senos con los que te alimentó (...); ¿pasa por encima de tu padre; pasa por encima de tu madre! ¡Y huye con los ojos cerrados hacia el estandarte de la cruz! BERNARDO DE CLARAVAL, doctor de la Iglesia (8)

Junto a las esposas cristianas, las jóvenes y las viudas, las «santas» o «vírgenes consagradas a Dios» también formaron un círculo propio. En el siglo II, estas santimoniales —que viven en casa de sus padres o parientes— todavía no son mencionadas más que de cuando en cuando; pero, a finales del siglo III, el fenómeno ya se está desarrollando en sus cuarteles de Egipto. Obligadas al celibato perpetuo, custodiaban la más sagrada de sus posesiones en casas para doncellas, que evidentemente existieron antes que los monasterios de monjes. En el siglo IV —cuando las mujeres «con­sagradas a Dios» ya hacen srfs votos en público, incorporando algo más tarde el hábito reglamentario— sus comunidades son ya bastante frecuentes en Oriente. En el siglo V aumentan en Occidente, y en el siglo VI ya existe un gran número de monasterios.

Incitación a la sosería

La iniciativa en la tarea partió desde el principio de la propia Iglesia. Pues, como dice algún beato con la cursilería clerical antaño al uso, «el terruño de la familia no era propicio para las plantas delicadas y, como inquieta jardinera, la Madre Iglesia trató de criar los mejores retoños en lugares protegidos y bajo su particular dirección».

Así que aisló a estos pobres seres y los vigiló con ojos de Argos, recomendando taciturnidad y recogimiento, advirtiendo contra los baños públicos, los banquetes de bodas y todo tipo de visitas, en especial a las casas de los matrimonios, y hasta aconsejando a las novicias que acudieran con menos frecuencia a la iglesia, donde, por añadidura, eran introducidas en un espacio reservado, acotado mediante barreras. La mayoría de las veces las religiosas tienen que dedicarse a ayunar, rezar y cantar himnos espirituales; y, no menos importante, se les enseña a apreciar la «bendición del trabajo»: «ora et labora». Pues ya entonces se sabía lo que Wieland formuló en el Oberón: «Nada mantiene tan bien (...) a los sentidos en paz con el deber como tenerlos atareados mediante el trabajo hasta que se fatiguen». Aparte de ello, proporcionaba dinero. Así pues, una doble, una triple bendición. De esta forma se presentaba a estas Mujeres Castas ante el Mundo Malo como lo más auténtico y lo mejor del cristianismo, incluso como unas santas. La veneración de los santos había comenzado con los mártires. Pero como ya no había mártires, al menos entre los católicos —pues entre los otros, la cifra pronto comenzó a aumentar—, la preserva­ción de la virginidad funcionó como una especie de sustitutivo del martirio.

Los Padres de la Iglesia excitaron infatigablemente estos comportamientos (si es que al respecto se puede hablar de excitación). Desde el siglo III, y aun más desde el siglo IV, menudearon los tratados ensalzadores de la virginidad, narcóticos turiferarios en los que las vírge­nes brillan como «templos del Logos», «adorno y ornato», «flor en el árbol de la vida de la Iglesia», o como la «mejor parte del rebaño de Cristo» y «la familia de los ángeles». Las religiosas oyen hablar de la recompensa celestial, de la «corona inmarcesible», de la «palma de la victoria»; les describen las legiones angélicas y las praderas del paraíso;

les recuerdan a María, a la que abrazarán, a Jesús, que será quien encarezca sus méritos ante el mismo Dios: «Padre Santo, he aquí aquellas que (...)» etcétera. Pues siempre se cuidaron de que no faltaran las promesas... por una parte; ni la necedad, por la otra. «El pueblo tiene orejas grandes y puntiagudas» escribe Amo Holz, «y quienes le arrean se llaman rabinos, padres y pastores». Muchos «Padres» redactan su propia obra en elogio de la virginidad: Atanasio, Ambrosio, Metodio de Olimpo, Juan Crisóstomo, Gregorio de Nisa o Basilio de Ancira. Estos tratados sobrepujan en toda la línea, por patetismo y grandilocuencia, al ascetismo helenístico y hasta juegan la carta del Cantar de los Cantares —celebración embriagadora de un amor indiscutiblemente erótico-sexual— a la mayor gloria del virgo inmaculado (9).

«(...) Y tocará tu vientre»

San Jerónimo, que tiempo atrás había tropezado «en el resbaladizo sendero de la virtud», proclama ahora, como otros de su clase, que la virginidad es el «martirio cotidiano» encomiándola in excessu, horrori­zándose de las mujeres «exquisitas, regordetas y coloradas» que, aunque estén «sanas» (!), se meten en el baño, entre hombres casados y adolescentes con los cabellos rizados, sosteniendo sus pechos mientras se escucha el roce de sus calzas de seda, y, desperezándose con indolencia, exhiben «los blancos hombros en su hermosa desnudez» dejando ver todo el rato «aquello que más agrada» en vez de limitarse a hablar, suspirar y bromear en la alcoba con el Esposo espiritual, tal como les exhorta ahora. Pero en cuanto te haya sorprendido un ligero sueño —sugiere melifluamente a la muchacha, puede que más inspirado por el recuerdo de su propia relajada juventud (y quizás no sólo por el recuerdo) que por el Espíritu Santo—, él llegará y «tocará tu vientre» (et tanget ventrem tuum).

¡Jerónimo no deja de ocuparse del dichoso tema del noviazgo espiritual! ¿No será que él, que estaba arropado —seguramente como ningún otro— por tantas damas de la sociedad (Marcela, Asella, Paula), se dedicaba también a desarroparlas? Circularon rumores al respecto, rumores que ape­nas podrá silenciar cuando, al complicarse su situación en Roma, huya con su más íntima amiga. Paula, a Belén, adonde también le seguirá aquella hermosa joven que le había sugerido la profecía del famoso tocamiento. «Eustoquia», opina Lutero con el instinto nada ascético que le es propio, «hubiera podido ayudar y aconsejar a Jerónimo» (10).

¡Que ni se enteren de que hay hombres!

Hay que leer el programa educativo concebido por este doctor de la Iglesia para la pequeña hija de su devota romana si se quiere tener alguna noción de pedagogía criminal. «La música está prohibida; la niña no debe saber en absoluto para qué sirven las flautas, liras o cítaras que haya. Aprender a leer ha de hacerlo con los nombres de los apóstoles y los profetas y con el linaje de Cristo (Mt., 1, Le., 3). Su dama de compama no ha de ser hermosa ni bien compuesta sino una grave, pálida, desaliñada («sordidata») y vieja doncella que la levante por las noches para entonar las oraciones y los salmos y rece con ella las horas por el día (...) No tomará ningún baño, pues vulneran el sentimiento de pudor de una mu­chacha, que nunca debería contemplarse desnuda. Lo ideal es que, tan pronto sea destetada (!), se la aleje lo más rápidamente posible de su madre y de la pecadora Roma camino de Belén y, criada en aquel convento, bajo la vigilancia de la abuela y la tía, que no tenga a la vista ningún hombre y ni siquiera se entere de que existe otro sexo (!). Entonces también la madre quedará dispensada del cuidado de la hija y podrá dedicarse sin obstáculos a la vida ascética».

San Agustín tampoco escatima las alabanzas hacia la castidad y, por cierto, nos asegura un agustino, «tanto más cuanto mayor había sido su extravío en sus años mozos».

De hecho, Agustín —un hombre que, como él mismo dice, «derramó [su] fuerza en la lujuria y la fornicación» y luego mandó a paseo a su amante sin más contemplaciones, que se prometió a una menor en el mismo momento en que se hacía con una nueva querida, que, en fin, vivió en concubinato desde los dieciocho hasta los treinta y un años (incluso tuvo un hijo, Adeodato: ¡«don de Dios»!), y que tiempo después todavía conjuraba «la picazón del placer»— fue llamado a ser el laudator de la virginidad. «Ojalá todos quisieran vivir así» desea el teólogo del matrimonio cristiano (11).

Seducción de menores

Por su parte. San Ambrosio, que llama a las virgines sacrae «regalo de Dios» —¡también llama así a la esclavitud!—, no sólo exhorta a los padres a educar vírgenes, «a fin de que tengáis a alguien por cuyos méritos sean expiados vuestros delitos ('delicia')», sino que también persuade a las muchachas de que permanezcan solteras, incluso contra la voluntad de los padres. «Los padres se oponen, pero quieren ser vencidos» escribe, y aconseja: «supera en primer lugar, virgen, la gratitud filial. Si vences a tu familia, vencerás también al mundo».

Pues de la misma manera que intentaban bautizar a los niños lo más pronto posible —costumbre a la que Tertuliano todavía se oponía en los umbrales del siglo III—, todo apresuramiento les parecía poco a la hora de llevarlos al monasterio. Y es que, siguiendo a Schopenhauer, «el amaes­tramiento de los animales, como el de las personas, sólo tiene éxito absoluto en los años jóvenes». Se permite que muchas niñas de diez años tomen hábito y hagan voto perpetuo de castidad; y también con seis, con cinco años, más jóvenes incluso. Un epitafio en la tumba de una niña de apenas tres años, en el norte de Italia, explica que «ha vivido tan poco para, de esta manera, elevarse hasta Dios más santamente». Pero no todas tuvieron la suerte de morirse al poco tiempo de nacer.

En tiempos de Santa Teresa, a finales del siglo XVI, todavía se entregaba a niños de doce años para que tomaran hábito. En diversas ocasiones, Teresa se explaya relatando (infra) cómo ¡aceptaban a las muchachas en el convento incluso contra ¡a voluntad del padre, la madre y el prometido, con qué rapidez se cerraban las puertas detrás de estas criaturas, y hasta cómo habían estado acechándolas en la misma puerta de entrada y sólo las habían devuelto, en el mejor de los casos, por orden real. «Dios puebla así de almas esta casa (...)» (12).

Entre los heterodoxos la castidad carece de valor, es incluso un crimen

En este tema, la virginidad, la castidad o la moral sexual en sí mismas dejaron de interesar desde muy pronto; en cambio, sí que interesaba la capacidad de control sobre las personas: ¡el poder! «En las vírgenes no alabamos que sean vírgenes» admite San Agustín, «sino que sean vírgenes consagradas a Dios». Una idea tan familiar a Tomás de Aquino como a la moderna teología, para la cual la virginidad por sí sola no tiene «ningún valor moral» pues éste se logra mediante la completa entrega a «Dios». Todavía más explícitamente, el doctor de la Iglesia Juan Crisóstomo dijo de la virginidad que sólo era buena entre los católicos, mientras que entre los judíos y los herejes era ¡«peor que el mismo adulterio»!

Por consiguiente, se predicaba la castidad, colocándola por encima de todas las cosas, al menos como caso ideal; pero esto no se hacía por amor a la castidad. ¡Cómo admira el monje —y más tarde obispo— Paladio a la romana que prefirió morir de un sablazo a entregarse a un prefecto enamorado! Y Juan Mosco, ¡cómo ensalza a una alejandrina que se sacó los ojos por causa de un admirador! ¡Cómo aplaude la Edad Media a aquella monja que prefirió perder la vista a amar a un rey! Semejantes historietas atraviesan toda la historia (legendaria) del cristianismo.

Y la moderna teología moral, a pesar de su condena de! suicidio, aún permite que una mujer se arroje al vacío «para no caer en manos de un depravado que quiera atraparla y forzarla». Y aún más. ¡Le está permitido matarlo! Al menos mientras su pene no haya llegado hasta su vagina. Después, el homicidio por venganza está prohibido (13).

Así que generaciones de locos se han mortificado hasta prácticamente hoy en día por causa de una castidad que, en lo fundamental, ni importaba ni importa; con lo cual, sus acciones han sido casi siempre de naturaleza ascético-sexual, aun cuando por lo visto no afectaban a la sexualidad en absoluto.


CAPITULO 9. EL ASCETISMO CRISTIANO EN LA ANTIGÜEDAD

“Desde que pisé el desierto, no he comido lechuga ni otras hortalizas, ni fruta, ni uvas, ni carne, y nunca he tomado un baño.” EVAGRO DE PONTO

“Para qué quiero ver esta luz que sólo pertenece a este mundo y que para nada sirve. Abad SILVANO (al abandonar su celda) (1)

“Nunca rías. Entristécete de tus pecados, como se entristece uno que tiene a un muerto junto a sí”. Regla de SAN ANTONIO

(..) uno de los más preciosos frutos de la paz del 313. VILLER/RAHNER, jesuítas (2)

Según Walter Nigg, el delito sexual manifiesta el «lado oscuro» del monacato, que sus enemigos aducían habitualmente «con regocijo» sin ni siquiera vislumbrar «qué mal certificado de sí mismos extendían con ello (...)»

Sin embargo, el «lado oscuro» de la vida monacal no es, de hecho, el de las relaciones sexuales —si prescindimos de la hipocresía en el asunto oscuro es, más bien —cosa que Nigg parece no sospechar— el «amor de  Dios» alabado por él, con algo de cursilería, como «puramente enderezado a lo Eterno, floreciente en el monasterio como un rosal»; oscuro, sobre todo, si es el resultado de una obsesiva mortificación, de traseros ensan­grentados, quizás de genitales castrados... más bien neurosis que rosal, por no decir enfermedad mental.

Ciertamente, el ascetismo es un fenómeno complejo con muy contra­dictorios motivos y muy contradictorios efectos. En ciertas ocasiones, el apartamiento del mundo y la abstinencia temporal pueden ser absolutamente convenientes, razonables, indispensables; necesidad biológica, expresión de un afán contenido o del autoconocimiento, condición óptima para una elevada espiritualidad. El ascetismo atañe a la economía del estilo de vida y a los presupuestos de la acción creadora. Difícilmente hay cultura sin ascetismo. Una noche de amor, afirma Balzac acaso sin exageración, sig­nifica una novela sin escribir. Y Hemingway, del mismo modo, teme «dejar en la cama la mejor parte del libro». Claro que para otros la cosa es justamente al contrario; no es la renuncia sino la satisfacción lo que resulta productivo. Así, Schopenhauer escribe —en completa conformidad, por otra parte, con las recomendaciones correspondientes de los talmudistas (supra)— que un filósofo debe «ser activo no sólo con la cabeza sino también con los genitales» y por ello aconseja el matrimonio quatre... a menudo erróneamente comprendido.

Por el contrario, el ascetismo resultante del miedo a la sexualidad y del antifeminismo, que desprecia lo bello, pisotea toda naturaleza, se com­place en la melancolía, en el hastío o en el dolor, que odia y fustiga al propio cuerpo y, en fin, que eleva el sufrimiento a la categoría de oficio para recorrer el «camino individual e inmediato hacia Dios» para conseguir el «carisma personal» o la propia «salvación espiritual» («la 'salvación del alma'»; en alemán: «'el mundo gira en torno a mí'» Nietzsche), ese ascetismo, que nace de un celoso egoísmo, es la noche más negra, es un dominio, en particular, de aqueltbs que, como Rutilius Claudius Numatianus anota en el 417, en el curso de su viaje de Roma a la Galia, eligen libre­mente la desdicha por miedo enfermizo a las propias desdichas de la vida: una mezcla de superstición, fanatismo y enfermedad nerviosa (3).

... Un simple subordinado pequeño y mojigato

El ascetismo ha sido celebrado durante dos mil años como ejemplarmente enérgico y heroico... ¡y qué lejos estaba de serlo! Porque desde el principio se trataba de naturalezas apáticas, minusválidas, personas frígidas, gente con una sensibilidad deteriorada, a las que la disciplina penitencial les resulta fácil y cuya abstinencia es una expresión de «virtud», espiritualidad o fuerza, tanto como pueda serlo la pérdida de visión del vigor de los ojos. De modo que el tipo humano casto y penitente, glorificado desde siempre por el clero, no es ese asceta que habría desarrollado energías extraordinarias; tampoco es, por lo demás, el titán rebosante de energía, ni el héroe vencedor de sí mismo, sino una persona débil, ideológicamente embaucada, un simple subordinado pequeño y mojigato, que no quiere ser casto por propia iniciativa, sino sólo porque se lo han sugerido, porque se lo han inculcado formalmente, ya desde pequeño. Porque un hombre así no se convierte en fanático por firmeza o por autarquía espiritual, sino por dependencia, por debilidad. Tiene que aferrarse por completo a una ilusión simplemente para poder existir. De tal forma que Nietzsche califica al fanatismo como la única «fuerza de la voluntad» a la que el débil puede ser atraído, y a los ascetas como «simples burros robustos» y «lo absolu­tamente contrario a un espíritu fuerte».

En realidad, los seres calificados como castos sucumben la mayoría de las veces a la presión de la sociedad, que les impide vivir aquello a lo que su naturaleza les impulsa y en su lugar les endosa una «victoria sobre uno mismo» sobre los «bajos instintos» sobre la «bestia dentro de nosotros» o «el Malo». «Mientras que el Integrado está orgulloso de las renuncias que le atormentan y piensa que responden a lo verdadero, a lo mejor de sí mismo, a su más elevado ideal de ser humano, mientras que su neurólogo le dice cuánto le estima, los ideólogos de la moralidad saben muy bien de qué manera surgen semejantes ideales».

Pero: ¿acaso no hay un cristianismo completamente diferente; un cris­tianismo activo, alegre, gozoso? Por supuesto. ¿Qué clase de cristianismo no existe? Hay toda clase de cristianismos. Que uno no encaja en el guión de la Iglesia, invoca a otro; que éste no encaja, invoca a un tercero. De esta forma, la Iglesia lastró a los fanáticos con la mortificación para poder tutelarlos mejor y siempre exigió menos de la masa, de las personas más laxas; por la misma razón. Aquí enseñaba el más extremo menosprecio de la vida (supra), ¡allí estimaba al mundo como obra maravillosa de Dios! Todo lo cual, evidentemente, es simple expresión de aquella especie teo­lógica que explicaban hace no mucho en Roma —con la impasibilidad propia de los eclesiarcas— como «distintivo central del cristianismo», como perteneciente a «la esencia del cristianismo» y «más allá de lo lógico» (perífrasis teológica para designar lo contrario a toda lógica).

En todo caso, el cristianismo ascético sirvió como único ideal perma­nente, como modelo. Puesto que cuanto más estaba alguien dispuesto a la resignación, a la renuncia, incluso en sus exigencias más elementales, tanto más fácilmente se dejaba mandar. Así que sólo el ascetismo actuó como impronta ejemplar de la fe, y de tal manera que incluso un católico admite que «lamentablemente, en el desarrollo de la doctrina eclesiástica, los cristianos predispuestos en favor del ascetismo han sido los únicos que debían 'hacer historia'. Ellos han influido fatalmente en toda la tradi­ción cristiana» (4).

Cómo le hubiera gustado a alguno...

Exactamente. Y por ello aquí no nos interesa, y no interesa nunca —y en absoluto—, cómo una determinada teología quiera hacer entender el ascetismo en un momento dado, sino cómo se ha entendido y practicado desde hace dos mil años. Nos preocupan las historias y las vidas de sesenta generaciones cristianas, pero no los pretextos de esos teólogos a los que se etiqueta con ligereza de «progresistas» sólo porque siguen, obviamente con la lengua fuera, las mudanzas de los tiempos: siempre dispuestos a dar media vuelta al primer silbido de su señor.

Estos, echándole valor, constatan ahora que el ascetismo resulta «ana­crónico», que ya no «aguanta» en una sociedad de consumo, que no en­cuentra acogida ni «entre los monjes que un día fueron ascetas por su misma profesión». Entonces explican qué ha significado todo esto en rea­lidad. De entrada se maquilla un poco la terminología, se rebautiza esto y aquello, sugiriendo a todo el mundo que habiendo otra palabra se está ante otra cosa: ya no se trata de ascesis, sino de «ahormar los instintos», de «gobernarlos», lo que no suena tan mal, casi parece una buena acción, acaso una pequeña bendición, en todo caso un remedio; aun cuando no siempre se evita el demasiado explícito «renunciar». Luego se subraya, pese a la doctrina contraria a lo largo de dos mil años, que Jesús no ofreció «ningún programa ascético» y se afirma con desparpajo que «San Pablo piensa de forma similar» (cf. supra). Lo que siguió después fueron «malentendidos» radicales que, además, ¡«no obtuvieron el reconocimiento eclesiástico»! Por el contrario/la animadversión hacia el cuerpo y la se­xualidad floreció en el platonismo y en el maniqueísmo. El ascetismo es, por añadidura, «gnóstico» y «estoico» pero en todo caso «apócrifo» en el cristianismo. Pues el ascetismo cristiano —y esto nada menos que se exige (imputando a otros, una vez más, aquello de lo que uno mismo es culpa­ble)— «tiene que (!) quedar libre de esa evasión del mundo tan grata a los budistas (!)» pues justamente el cristiano, «en virtud de su misión en el mundo y de su fe en la resurrección» (¡la causa principal, desde siempre, del ascetismo!), «es quien menos motivos tiene para una actitud de hosti­lidad hacia el mundo y el cuerpo». Finalmente se reconoce que tales «apor­taciones teológicas positivas» no son todavía «patrimonio común del pen­samiento teológico y cristiano» es decir: que desde Pablo se ha estilado lo contrario.

Por lo demás, los progresistas en modo alguno quieren (ni pueden) suprimir el ascetismo. Simplemente, intentan hacerlo aceptable a la «so­ciedad de consumo». Por tanto, que no haya nada negativo, nada asocial; basta de aislamiento y de negación del mundo. Esto son simples malen­tendidos de los últimos dos mil años. A cambio, hay que «hacer sitio para algo mejor», «ensayar modos de comportamiento humanos» (!), «iniciati­vas», «responsabilidad ante el mundo», «apasionado compromiso con el mundo», «huida hacia adelante con el mundo»; el ascetismo tendría, por qué no, «un auténtico pathos revolucionario dentro de sí». Y así, otras muchas impertinencias por el estilo (5).

... Y cómo ha sido

En realidad, el ideal ascético cristiano siempre tuvo una apariencia muy diferente, fue constantemente el reverso de lo humano, de la alegría mundana, de lo revolucionario; o, dicho de otro modo, fue aislante, despectivo, enemigo del mundo, del cuerpo, de la sexualidad.

Así, Clemente de Alejandría, el primero que llama ascetas a los cris­tianos entregados a la abstinencia radical, proscribe el maquillaje, los ador­nos y el baile, y recomienda renunciar a la carne y el vino hasta la vejez. De la misma manera, su sucesor Orígenes exige una vida de constante penitencia y lacrimógenas meditaciones sobre el Juicio Final. El obispo Basilio, santo y Doctor de la Iglesia (el más elevado título que la Iglesia católica confiere; sólo lo tienen dos papas de doscientos sesenta y uno), prohibe a los cristianos toda diversión, ¡hasta la risa! Gregorio de Nisa compara la exitencia con un «asqueroso excremento». Lactancio llega a detectar en el perfume de una flor un arma del diablo; para Zenón de Verona la mayor gloria de la virtud cristiana es «pisotear la naturaleza». Y un agustino explica: «yo (..) menosprecio el presente, huyo de la felicidad mundana y me regocijo en las promesas de Dios. Mientras ésos dicen:

comamos y bebamos; pues mañana tenemos que morir (1 Cor., 15, 32), yo digo: ayunemos y recemos; pues mañana llegará la muerte».

Por lo que respecta a los monjes en particular. San Antonio —«Antonius eremita» o «Antonius abbas» («eremitarum»), como reza su título en la literatura hagiográfica, en una palabra, el primer monje cristiano cono­cido— ordena ya entonces «permanecer iguales a los animales»; un man­damiento que también recogió Benito de Nursia en su regla y que Juan Clímaco varió así en el siglo VII: «el monje debe ser un animal obediente dotado de razón» lo que un religioso moderno todavía celebra como una formulación clásica.

En esta «necedad por amor de Dios» que se predicaba por entonces se invocaba con predilección a San Pablo y sus sentencias: «lo que es necio ante el mundo, Dios lo ha escogido para confundir a los sabios»; «pero si alguno se cree sabio según este mundo, hágase necio para llegar a ser sabio» y otras brillanteces parecidas. Pues si, siguiendo a La Rochefoucauld, quien vive sin hacer ninguna locura tampoco es tan sabio como él se cree, me parece a mí que quien se conduzca como un loco no llegará a ser por ello un sabio.

Sin embargo, había bastantes cristianos que creían justamente eso e interpretaron con todos los medios a su alcance el papel de locos y, a menudo, concedámoslo, también con las mejores condiciones —hasta bien entrada la edad moderna—. En el siglo XIV el beato Juan Colombini se convirtió en fundador de su propia hermandad de «santos locos», los jesuatos. Su divisa: «En la medida de vuestras fuerzas, fingios locos por amor a Cristo, y seréis los sabios». Sus discípulos iban a horcajadas de un borrico, con el rabo de éste en la mano y un ramo de olivo ciñendo sus cabezas, mientras Juan mismo les seguía cantando: «¡vivat, vivat Jesús Christi!» (6).

«... ¡Y no rías nunca!»

Desde luego, los que vivían tan alegremente suponían una minoría entre los ascetas, que sólo en los desiertos de Egipto eran, a finales del siglo IV, unos veinticuatro mil. Estos vegetaban en tumbas, en pequeñas celdas y jaulas, en guaridas de fieras, en árboles huecos o sobre columnas... demostrando aquello de la «huida 'hacia adelante'» y el «pathos revolucionario» (supra).

«Escapa de los hombres, permanece en tu celda y llora tus pecados» enseña el abad Macario. «Ve? baja a tu celda, y tu celda te enseñará todo», opina el abad Moisés. «Por mí, no reces en absoluto, pero permanece en tu celda», aconseja el abad Juan. La celda monacal, además de ser entendida como una tumba, a veces es denominada así: la «tumba».

Desprecio de la alegría y de la felicidad, sublevación contra la exis­tencia, antipatía, asco, mortificación total: éste es el cristianismo clásico, el cristianismo de los mejores, de los ascetas que vivieron su vida como una vida de «crucificados», como una «enclavación vital a la cruz de Cristo», como una muerte a todas las palabras y hechos que pertenecen al orden de este mundo. Durante siglos, la autotortura fue la principal medida de la perfección cristiana.

Lágrimas y porquería

Puesto que los ascetas debían llorar sus pecados incesantemente —«no hay ningún camino fuera de éste»—, muchos gemían noche y día: el famoso donum lacrimarum. El Doctor de la Iglesia Efrén, un fanático antisemita, lloraba con tanta naturalidad como otros respiran. «Nadie le ha visto nunca con los ojos secos». Shenute, un santo copto que apaleaba a sus frailes hasta que sus gritos podían oírse en toda la aldea, por lo visto derramaba unas lágrimas tan fructíferas que la tierra bajo él se convertía en fiemo. A San Arsenio, que llenaba su celda de hedor para ahorrarse el olor pestífero del Infierno, hasta se le cayeron los párpados de tanto llorar; llevaba un babero ex profeso para sus torrentes lacrimógenos.

Por cierto que ésa era una de las pocas veces en que el cuerpo de los héroes cristianos entraba en contacto con el agua. Si dos mil años antes, en la epopeya de Gilgamesh (supra), se decía: «baila y disfruta día y noche / tus ropas deben estar limpias / ¡lava tu cabeza y báñate!»;

los «luchadores de Cristo» estaban ahora sumidos en la porquería. San Antón prescindió del baño durante toda su larga vida eremítica y no se lavó los pies ni una sola vez: la orden de los antonianos, así llamada por él, obtuvo el privilegio de la cría de cerdos y un cerdo como atributo; el mismo Antón ascendió a patrón de los animales domésticos. Más adelante, el baño fue drásticamente limitado en los monasterios; en Monte Casino, por ejemplo, ¡a dos o tres veces al año! Al respecto, los sucios ascetas cristianos podían remitirse nada menos que a San Jerónimo, Doctor de la Iglesia, quien proclamó que un exterior mugriento era signo de pureza interior (7).

Pasarse la vida comiendo hierba

El ayuno era obligatorio.

Ya se había guardado en los misterios (supra), en el culto de Atis, Isis y Mitra, en Eleusis, entre los órficos y pitagóricos, en el jainismo y en el budismo. El Antiguo Testamento también habla de él y, en una ocasión, textualmente, lo exige «a los bueyes y las ovejas». El ayuno es una ley natural hasta para la moderna teología moral, ya que, «por natura­leza (!), todos (!) tienen el deber de ayunar tanto como sea necesario para amansar sus apetitos». De tal manera que el papado pudo hacer condenar a muerte a seres humanos sólo porque en tiempo de ayuno ¡habían comido carne de caballo!

Pero, mientras que los laicos ayunaban sólo en determinados momentos —en el primer cristianismo los miércoles y viernes—, los profesionales lo hacían permanentemente. Conforme a las antiguas palabras ascéticas («el verdadero ayuno es hambre constante» «cuanto más opulento el cuerpo, más flaca el alma, y viveversa»). Se picoteaba en ocasiones un grano de cebada de entre la mierda de camello, pero también se ayunaba durante tres, cuatro días o una semana entera.

Shenute, gran apaleador e incansable plañidero (supra), había ayunado tanto a los dieciséis años «que su cuerpo» como escribe su discípulo Visa, «estaba completamente reseco y la piel se le pegaba a los huesos». «A menudo sólo comía una vez a la semana (...) Sus fuerzas flaqueaban mucho, su cuerpo perdía líquidos, sus lágrimas se volvían dulces como la miel y los ojos estaban profundamente hundidos en las cuencas como las troneras en un barco y completamente negros a causa de las lágrimas que derramaba a torrentes».

.San Jerónimo relata complacido que había visto a un monje que vivía desde hacía treinta años de un poco de pan de cebada y agua sucia; a otro que yacía en una fosa y nunca comía más de cinco higos al día; a un tercero que sólo se cortaba el pelo el Domingo de Resurrección, que nunca limpiaba sus ropas y sólo se cambiaba de hábito cuándo se caía a pedazos, y que estaba tan falto de alimento que su piel se había vuelto «como piedra pómez» y su mirada se había ensombrecido; en una palabra, un hombre cuya bravura ascética hubiera sido incapaz de relatar el mismo Hornero.

Otros devotos cristianos sólo comen hierba. Pacen del mismo suelo, como vacas, y se asemejan cada vez más «a animales salvajes». Un grupo de tales boskoi o «comedores de hierba» vegetaba sin techo —cantando y rezando constantemente «conforme a la regla eclesiástica»— en las mon­tañas alrededor de Nisibis, en Mesopotamia. Los omófagos egipcios vivían sólo de hierba, plantas y cereales crudos. Y en Etiopía, en la región de Chimezana, los eremitas habían esquilmado el pasto de tal manera que a las vacas ya no les quedaba natía. Debido a ello los campesinos los ahu­yentaron hasta sus grutas, donde murieron de hambre.

De todas formas, la «edad de oro» de los «rumiantes» no llegó hasta el siglo VI, cuando a los cristianos les parecía completamente natural pasarse la vida comiendo hierba. De hecho, pastar se convirtió en un oficio. La presentación de un anacoreta reza: «Yo soy Pedro, que pasta junto al sagrado Jordán». En aquel tiempo, el apa Sofronio vivió paciendo completamente desnudo durante setenta años junto al Mar Muerto (8).

«... Más profundas formas de conciencia religiosa»

Los ascetas sirios, de los que hablaba el obispo Teodoreto, comían sólo alimentos podridos u hortalizas crudas y habitaban en celdas en las que no podían estar de pie ni echados. El arborícela David de Tesalónica permaneció durante tres años subido al almendro del patio de un monasterio. En la Escitia, una conocida colonia de monjes egipcia, estaba exactamente regulado cuántos pasos se podían dar o cuántas gotas de agua se podían beber. Los buscadores cristianos de la Salvación se cubrían de hierros afilados de todo tipo que les traspasaban la carne o, siguiendo el dicho inauténtico de Jesús («quien no tome su cruz consigo...» etcétera), iban por ahí arrastrando pesadas cruces sobre sus hombros. Otros vivían a cielo descubierto —en verano y en invierno— o se hacían emparedar durante años de manera que el sol cayera inmisericordemente sobre ellos. Otros se sumergían en agua helada. Algunos, para salvar su alma, llegaban al ex­tremo de arrojarse por un precipicio o de ahorcarse. Había quienes se paseaban completamente desnudos, y el prior Macario (muerto hacia el año 391), un fundador de la mística cristiana, explicaba que quien no alcanzara esta capacidad extrema de renuncia debería permanecer en su celda y llorar sus pecados.

De vez en cuando incluso se celebraban competiciones penitenciales formales, grandiosos tómeos ascéticos entre monjes ortodoxos y cismáticos: «sportsmen de la 'santidad'». Cada bando intentaba establecer y batir re­cords, quería tener a quienes más resistían ayunando o a quienes más aguantaban en pie, a los mejores en el rezo o en la genuflexión, a los que podían estar más tiempo callados o llorando.

En realidad, si la divisa de Nietzsche dijera «vivir locamente» en lugar de «peligrosamente» ¿quién la ejemplificaría mejor que estos monomaníacos y excéntricos, cuya inflexible debilidad mental aun hoy «los católicos no pueden sino admirar asombrados» celebrándola como ejemplo de «heroísmo» y celebrando su «santidad» y «autosantificación» como una «fuerza irresistible» que «fascina, mueve a seguirla y crea nuevas y más profundas formas de conciencia religiosa», o como producto «de un magnífico florecimiento de la influencia del Espíritu Santo, formado de total acuerdo con la doctrina del Evangelio»? De la misma manera, la moderna teología católica sigue considerando a las santas vírgenes como «la parte más hermosa de la historia antigua cristiana» como «una de las instituciones más adorables y más grandiosas a la vez» como una «flor del Evangelio» etcétera (9).

<Si expulsas a la naturaleza...»

En cualquier caso, la lucha contra la «carne» la renuncia a las rela­ciones sexuales, estaba en el punto central de los excesos de la debilidad que los clérigos han admirado hasta hoy. Por debajo de todas las prácticas ascéticas, de la abstinencia ascética, de aquellos tormentos y torturas as­céticos que, eventualmente, culminaban en el suicidio, la preservación de la castidad fue siempre «la corona y el centro» del cristianismo.

Pues la ascesis sexual es la carga más abrumadora; y, a buen seguro, la que más esclaviza. Es cierto que San Agustín la proclamaba como «fuente de libertad espiritual», pero de hecho pocas personas hay tan poco libres espiritualmente, tan agitadas por el deseo, tan atormentadas por visiones voluptuosas como los ascetas. ¡No fue una casualidad que el peor período de la locura penitencial tras la caída de Roma fuera también el de mayor incultura! Pues quien quiere dominar la sexualidad permanentemente, es permanentemente dominado por ella. Es la abstinencia lo que la convierte en desmesurada, en irresistible, lo que, como dice Lutero, hace del corazón del casto —que «piensa en la fornicación día y noche»— «un auténtico burdel» y le acomete «como un perro furioso». Si el casto se lanza desnudo entre las hormigas, como Macario, o se revuelca sobre espinas, como San Benito («se tiende sobre espinas y se araña furiosamente el trasero». Lutero, Charlas de sobremesa), si se azota el cuerpo o se arranca la carne, el instinto subyugado simplemente se venga; en una palabra, se vuelve tanto más salvaje e incendiario cuanto más es negada la naturaleza; entonces, el instinto aflige al asceta con más vehemencia y éste, con frecuencia, emplea toda su fuerza en la lucha contra la tentación.

Esto se ha reconocido desde muy pronto, y por todas las partes. Pues no sólo Horacio escribió: «si expulsas a la Naturaleza a golpe de horca, regresará»; luego parafraseado enfáticamente por P.N. Destouches: «Chassez le naturel, il revient au galopa. El prior Casiano también lo sabía: «la dificultad de la lucha crece en proporción a la fuerza de cada cual y al desarrollo humano». No obstante, no se extraía de ello la única conclusión razonable, sino que se renovaba constantemente el llamamiento a la lucha y, así, muchos iban tambaleándose desde una neurosis hasta la otra, hacia tinieblas cada vez mayores, con ataques de locura que conducían hacia la misma locura, como admite San Jerónimo. El propio Jerónimo confiesa que fue trasladado en medio de unas jóvenes danzarinas mientras, so­breexcitado por el cosquilleo sensual, hacía compañía a los escorpiones y las bestias: «Mi rostro estaba pálido por el ayuno, pero el espíritu ardía dentro del cuerpo frío por los cálidos deseos, y en la fantasía de una persona muerta a la carne desde hacía tiempo no hervía nada más que el fuego del placer maligno» (10).

«Contingencias» y mujeres «en todas las posturas»

Un cronista antiguo se lamenta de que, en sus ermitas, los hombres castos han sido «víctimas, bastante a menudo, de una contingencia nocturna más que habitual». Esta «contingencia» también habría atribulado a los eremitas durante el día y les habría distraído casi completamente de la oración. Cierto monje parece haber tenido la «contingencia» siempre que quería comulgar. Y cuanto más estrictamente ayunaban los devotos, informa el cronista, tanto más a menudo sufrían poluciones. En el mundo, supone, la cosa habría sucedido mucho más raramente: «pues las mujeres que uno ve son por lo común menos peligrosas que las mujeres en las que se piensa».

Ciertamente, si las mujeres podían amenazar a los ascetas también in natura —como lo prueba la úlcera maligna en el pene de Esteban, eremita en la Marmárica—, las imaginadas los dominaban totalmente. Pues lo que los monjes consideraban o querían considerar como tentaciones exteriores, como visiones del infierno, lo que se les aparecía en carne y sangre en la oscuridad de sus grutas y tumbas, cuando el viento del desierto aullaba por la noche alrededor de sus celdas y el gruñido de los animales salvajes golpeaba en sus oídos, o cuando el «demonio del mediodía» les atacaba con fiebre y escalofríos la mayoría de las veces apenas soportables, todo ello no eran sino manifestaciones de sus propios deseos (inconscientes), cosa que, por lo demás, ya sospecha San Antonio: «Los demonios acomodan su apariencia a los pensamientos que encuentran en nosotros; lo que pen­samos por nosotros mismos lo adornan ellos con largueza».

De ese modo, estos hombres castos fueron constantemente acosados y fustigados por la sexualidad, tiranizados por sueños y por visiones li­cenciosas. Una y otra vez. Satán y sus compinches se les aparecían en la forma de hermosas muchachas, de «legiones enteras de mujeres desnudas» «en todas las posturas».

El devoto Hilarión, durante sus arrebatos sexuales, se golpeaba su pecho de asceta. Evagro, siendo todavía invierno, se lanzó a una fuente y enfrió su ardor en ella durante toda la noche. El monje Amonio, tan teme­roso de Dios que se cortó una oreja para no ser obispo («omnimodis monachum fugere deberé mulleres et episcopos»), cuando veía que su lujuria despertaba, se quemaba «unas veces ese miembro, otras aquel otro». Y el eremita Pacomio, que padecía un durísimo acoso, estuvo a punto de dejarse morder el falo por una serpiente, aunque después siguió la voz interior: «¡ve y lucha!» (11).

De los eunucos al test genital

Muchos monjes procedieron a la infibulación para preservar su castidad. Cuanto más pesado era el anillo que llevaban en su miembro —alguno tenía seis pulgadas de diámetro y pesaba un cuarto de libra—, mayor era su orgullo. Otros se anudaban gruesos hierros en el pene y se volvían poco a poco como eunucos.

Pero de hecho no servían ante el problema ni la voluntad ni el odio a sí mismo, ni la «gracia» ni ningún otro método, excepción hecha del más radical, aquel que extirpaba el mal de raíz: la castración. Esta no era considerada ilegítima como medio más rápido para conservar la «pureza» y, según relata San Epifanio sin censura alguna, fue practicada con fre­cuencia. Muchas autoridades de la Iglesia de la Antigüedad ensalzaron a los «eunucos por amor del reino de Dios». El cristiano Sexto hacía aún recomendaciones en ese sentido alrededor del año 200, en una antología de sentencias muy leída. El sacerdote Leoncio de Antioquía, que se había convertido en sospechoso a causa de su «matrimonio de José» (infra), se castró él mismo y, aunque perdió su oficio sacerdotal en un primer mo­mento, más tarde ascendió a obispo. E incluso Orígenes, el teólogo más importante de los primeros tres siglos, que vituperaba a las mujeres como hijas de Satanás, se emasculó él mismo por razones ascéticas: «un magnífico testimonio de su fe y de su continencia» según elogio del obispo Eusebio, historador de la Iglesia.

No obstante, cuando cundió esta locura se intervino contra ella. Así, en un sínodo del año 249, fueron condenados los valesianos, quienes no sólo castraban a sus propios secuaces sino también a todo el que tenía la desgracia de caer en su poder. Y más adelante, caso de que las noticias al respecto sean correctas, se habría exigido un examen a los mismos papas para comprobar que conservaban los genitales: en un sillón especial (un ejemplar del cual existe tod'avía en el Louvre) con el asiento en forma de herradura, muy similar a una de las antiguas sillas de parto; los carde­nales desfilaban, se aseguraban y anunciaban: «testículos habet et bene pendentes» (12).


CAPITULO 10. LA CASTIDAD EN LA EDAD MEDIA Y MODERNA

“Por el contrario, debemos odiar al cuerpo con sus vicios, porque quiere (...) vivir según la carne.”  FRANCISCO DE ASÍS

“¡Cómo me repugna la Tierra cuando miro al Cielo!”  IGNACIO DE LOYOLA

·Me repugna servirme de estos contentos de aquí sólo como comparación. TERESA DE ÁVILA

Toda la Edad Media cristiana considera como el más elevado ideal aquella existencia hostil al cuerpo y a los instintos de los ascetas histéricos. Para el hombre medieval, casi todo lo referente al sexo es gravemente pecaminoso, y lo patológicamente casto es santo. El placer es condenado y la castidad elevada al Cielo. Todos los excesos masoquistas de la Antigüedad regresan, las depresiones crónicas y también los torrentes de lágrimas, la suciedad, el ayuno, las vigilias, la flagelación; y se añaden nuevas monstruosidades. Es cierto que, de hecho, nunca se consiguió imponer las prohibiciones sexuales; ahora bien, como G.R. Taylor escribe, las conciencias las tenían tan gravadas que de ello resultaron los más diversos trastornos mentales. «No es nada exagerado afirmar que la Europa medieval se parecía bastante a una gran casa de locos» (1).

La Iglesia siempre ha exigido mortificación; el papa Inocencio XI (de 1676 a 1689) prohibió estrictamente que se acabara con ella y el sínodo de Issy condenó toda creencia contraria como «una loca doctrina herética».

Los predicadores difaman al cuerpo como «foso de estiércol», «vasija de la putrefacción», «todo él lleno de suciedad y monstruosidad». Juan de Ávila —elevado en 1926 a la categoría de doctor de la Iglesia— enseña el «desprecia el cuerpo»: «considéralo como un estercolero cubierto de nieve, como algo que te cause asco en cuanto pienses en él». «Y guardémonos» ordena la regla franciscana, «de la sabiduría de este mundo y de la inteligencia de la carne; pues el instinto de la carne nos arrastra vehementemente a la verborrea, pero poco a la acción (...) El Espíritu del Señor, por el contrario, quiere que la carne sea mortificada y despreciada, devaluada, postergada y tratada afrentosamente (...)» (2).

Pissintunicis o una imagen para los dioses

De tal manera que había innumerables monjes, no sólo San Francisco, que dejaban que su cuerpo se pudriera, por ejemplo, no bañándose nunca; entre ellos San Benito de Aniano, renovador de los conventos benedictinos en Francia y consejero de Luis el Piadoso. Claro que la suciedad no estaba limitada en modo alguno a aquellos que, en cierta ocasión, un cronista medieval llamó, con estilo fragante, «pissintunicis» (meadores de hábitos). Algunos de los más eminentes príncipes de la Iglesia tampoco se bañaban: San Bruno, arzobispo de Colonia, hacia el siglo X; el arzobispo Adalberto de Bremen, en el siglo XI.

Era el sistema. Y era consecuente. Quien menospreciaba el cuerpo tenía que descuidarlo. Un aspecto también señalado por Nietzsche: «El cuerpo es despreciado, la higiene rechazada como sensual; la misma Iglesia se protege contra la limpieza (la primera medida cristiana tras la expulsión de los moros fue la clausura denlos baños públicos, de los que sólo Córdoba tenía doscientos setenta)». En el siglo XX la actitud hacia el baño en círculos clericales todavía es manifiestamente mejorable; tanto es así que en 1968 había que advertir que «la observancia de la higiene, expresamente, está no sólo permitida, sino recomendada».

Por supuesto que nunca faltaron los monjes limpios. Sobre todo des­pués de las poluciones (¡y más aún después de tener contacto con una mujer!), muchos se metían volando en el primer baño. El abad Vandrilo, nacido en Verdún a finales del siglo VI, se levantaba inmediatamente después de una «contingencia» nocturna y saltaba «lleno de dolor al río; incluso en invierno, cantaba los salmos en medio del agua helada y hacía las genuflexiones usuales hincando la rodilla en el fondo». Visión digna de los dioses... Mejor dicho: ¡de Dios! Los santos obispos Wilfredo de York y Adelmo de Sherborne, el rey Erik el Santo de Suecia y otros santos, también se zambullían por razones profilácticas, incluso en la época más fría. Asimismo, en cierta ocasión, Bernardo de Claraval, el «gran médico y guía de almas», «el genio religioso de su siglo» —al que, como Lutero sabia, «le olía, le hedía el aliento de tal modo que nadie podía permanecer junto a él, por supuesto a causa de las penitencias»— corrió a arrojarse a un estanque después de haber estado observando a una mujer con excesiva complacencia. Otros consideraron a la mujer como una grave hipoteca, al mundo como un valle de lágrimas y a la vida como una carga; festejaron la tristeza y derramaron lágrimas por torrentes. Benito de Aniano es tan bendito que llora siempre que quiere. Igualmente, San Romualdo (muerto en 1027) —su máximo deseo hubiera sido convertir al mundo en «una sola ermita»— podía ponerse a berrear a voluntad durante la misa, en el sermón, desde lo alto de un caballo si se terciaba, y a veces, en aquellos momentos, «todo su corazón» se fundía «como cera»: «un espíritu religioso de fuego (...) de la categoría del de los antiguos cristianos». Y, al parecer, la misma gracia le fue concedida nada menos que a Gregorio VII, que aprendió la lección (infra).

Más adelante también se practicó el silencio, que se relacionaba de forma nada tangencial con el miedo a pecar y estaba ya en uso entre los antiguos indios y chinos. Algunos eremitas sólo hablaban en domingo; otros hablaban durante cien días y ni uno más; los cartujos, los camaldu-lenses y sobre todo los trapenses guardaban un silencio tan estricto que algunos se volvían locos (3).

Ayunar al modo antiguo y al moderno

Los ayunos continuaron de forma intensiva; en especial, de acuerdo con Tomás de Aquino, se atribuía a todos los productos animales, y sobre todo a los huevos, un fuerte influjo sobre la vida sexual. Los virtuosos cristianos del hambre lograron records: en algunos casos se pretende que aguantaron durante quince o veinte años —o veintiocho, como Santa Li-duvina— sin alimento. En el siglo XIX Domenica Lazzari y Louise Lateau todavía guardaron abstinencia —exceptuando la sagrada comunión—, al menos, durante doce años.

Por el contrario, ¡qué generosa es la Iglesia hoy en día! No sólo declara el «placer del paladar» como simple pecado venial, siempre que no se quiera convertir al estómago «en un dios» sino que, incluso cuando proclama la obligación de ayunar, dispone: «Si en un día de ayuno alguien se ha procurado dos veces una satisfacción completa (consciente o inconscientemente), ya no puede cumplir ese día con el ayuno. Así que puede volver a comer hasta saciarse en lo que queda del día». ¡Si esto no es progresar! Es cierto que consumir carne los viernes sigue estando prohibido, pero hay una gran cantidad de dispensas y, además, se toleran ex­quisiteces en masa: huevos, leche, pescados, ranas, tortuga, caracoles, ma­riscos, ostras, cangrejos, y, en virtud de una indulgencia suprema para «el antiguo Reich y Austria» (desde los papas fascistas, es conocida la debilidad de los Vicarios de Cristo por los alemanes), caldo de carne todos los días, salvo Viernes Santo (4).

Flagelar bien a un miembro malo

En los umbrales del siglo, la gente se cubrió de nuevo de cadenas y corazas, llevaba cilicios con bolas de plomo, púas sobre la carne desnuda y unas ligas penitenciales con dientes de hierro para desgarrarse laspiernas.

En aquel tiempo, azotarse o dejarse azotar se convirtió en una verda­dera moda. Tres mil azotes (o tres mil salmos) correspondían a un año de expiación. Como campeón de esta especial manera de salvar almas consta cierto dominico del monasterio de Fontavellano, quien, además de haber estado metido en una coraza de hierro durante quince años, lo que le valió el título de Loricatus el Acorazado, logró absolver en pocas semanas cientos de años de expiación.

La flagelación fue introducida en casi todas partes y promovida por la Iglesia. Si una disciplina de cincuenta azotes está permitida y es buena, en ese caso, concluye San Pedro Damián, cardenal y Doctor de la Iglesia, con mayor razón lo será, naturalmente, una disciplina de sesenta, de cien, de doscientos golpes, por qué no de mil. Y es que, con pasmosa lógica, Damián califica de irracional censurar la mayor parte de una cosa cuya menor parte se considera buena. Como ulterior profilaxis, el santo reco­mendaba huir de la mirada de las mujeres, comulgar frecuentemente y beber agua, relatando, para concluir, cómo un monje domeñaba a su miem­bro mediante un hierro ardiente.

Domingo de Guzmán, fundador de la orden de los dominicos (1215), se azotaba a menudo hasta perder el sentido. Y en realidad, parece que los dominicos se apaleaban «como si fuesen perros».

El dominico Heinrich Seuse (muerto en 1366), alumno aventajado del maestro Eckhart, se flagelaba diariamente y llevó a sus espaldas durante ocho años, día y noche, una cruz mechada con treinta clavos. «Dondequiera que estuviese, sentado o de pie, le hacía el efecto de llevar una piel de erizo sobre él; si alguien, inesperadamente, le rozaba o le daba una palmada a su vestido, le hería (...) Con esta cruz soportó, durante mucho tiempo,

dos disciplinas diarias de la forma siguiente: se golpeaba con el puño las espaldas para que los clavos penetraran en la carne y quedaran ensartados en ella, de modo que tenía que extraerlos con el vestido». Así que, por lo visto, Seuse solía andar salpicado de heridas supurantes que nunca se limpiaba (5).

Una persona contenta de vivir

i La castidad de San Luis Gonzaga brilla con luz propia a los ojos del Señor. Este jesuíta, muerto a los veintitrés años, cuyos atributos son un tallo de azucena, una cruz, un látigo y una calavera, enrojecía de vergüenza en cuanto se quedaba solo con su madre. Durante su primera confesión, perdió el sentido; decía un avemaria a cada peldaño de una escalera, rezaba ante un crucifijo, de bruces, a menudo durante horas, y sollozaba hasta humedecer su habitación. Aparte de ello, ayunaba como mínimo tres días a la semana a base de pan y agua y se disciplinaba horriblemente al menos tres veces, más adelante incluso cada día, aparte de otras tres veces, entre el día y la noche. «Sus camisas, que le eran mostradas a la marquesa, estaban todas ensangrentadas a causa de los castigos »J Con todo, asegura un jesuíta moderno, ¡era «una persona contenta de vivir, saludable»! Pos­teriormente, en el Siglo de las Luces, fue ascendido a patrón de la juventud estudiosa. Y todavía hoy, uno de los «más progresistas» teólogos morales —para el que, por cierto, el ideal aloysiano de la «inocencia angelical» ha llegado a ser «hasta cierto punto discutible»— ve «de hecho, algo fasci­nante» en este curioso santo.

El jesuíta belga Johannes Berchmanns, otro canonizado que murió muy joven (en 1621, a los veintidós años), no sólo huía de la mirada de las mujeres, sino también de la de los hombres. Por ello, se arrastraba por la tierra sobre sus rodillas desnudas mientras rezaba, suspiraba, gemía y besaba con fervor una imagen de la santísima Virgen María a la que siempre estaba dando los nombres más hermosos. Y a la hora de aventurarse en la cama distribuía previamente los distintos lugares de ésta entre diversos santos, los guardianes de su castidad, depositando a los pies al cristo crucificado. También se flagelaba entre tres y cuatro veces por semana y los días de fiesta llevaba un cilicio. ¿Por qué será que estas gentes, tan contentas de vivir, morían tan jóvenes? Aquel clérigo que pereció en París, en 1727, a los veintisiete años, a causa de las penitencias (después de lo cual se desencadenó alrededor de su tumba una salvaje epidemia convulsiva, con consumo de excrementos, libación de llagas podridas y similares), seguramente no habrá sido la última víctima de la locura ascética clerical.

En cualquier caso, en las épocas más recientes no debe de haber muchos «canonizados» que no hayan practicado la autoflagelación. Y, ya en el siglo XX, es de suponer que no sean los jesuítas los únicos que se obsequian con fustas y puntas de acero; al fin y al cabo, la mortificación extrema es, según un dicho de San Francisco de Sales, ¡la avena para que el asno vaya más rápido! (6).

«A veces parece que hayan perdido su condición natural (...)»

Casi todo lo que la Iglesia recibe en sus manos o es arruinado o intenta arruinarlo. Casi todo lo que se deja seducir queda preparado para el cielo y «acabado» para el mundo. Casi todo es objeto de «mortificación» (¡un término magnífico!): incluidas las pobres monjas de clausura. Ellas, que muchas veces se tenían que dejar castigar por otros, se castigaban, como los monjes, incluso «por los pecados pasados, por los que algún día se cometerían, además de por sus semejantes todavía vivos, por las ánimas del purgatorio, a la mayor honra de Dios y por otras mil razones».

Y las monjas contemporáneas siguen estando poseídas por el ansia de flagelarse y de hacer enmudecer a la carne. «Sólo el dolor hace sopor­table la vida» afirma la santa Marguerite Marie Alacoque; «¡padecer constantemente y después morir!» clama Santa Teresa; «padecer constantemente, pero sin morir» corrige Santa María Magdalena dei Pazzi. María de la Trinidad «querría quebrarse de sufrimiento». No hace mucho tiempo, Marie du Bourg reconocía que, si el dolor se vendiera en el mercado, «acudiría allí corriendo a comprarlo». Ante esta tradición de pura locura, una monja se asombra hoy de sus compañeras: «a veces parece que hayan perdido su condición natural. Parece que, de algún modo, están atrofiadas o depaupe­radas, hasta en su substancia humana».

Las carmelitas descalzas soportaban obedientemente la disciplina durante los cuarenta días de Cu&resma, el tiempo de Adviento, y cada lunes, miércoles y viernes. Los viernes, además, tenían que azotarse «por la propagación de la fe, por sus benefactores, por las almas del purgatorio» y por otras tantas cosas. Cobraban palos adicionales por una «culpa media» esto es, si cantaban o leían de modo distinto al acostumbrado, si charlaban en el capítulo sin permiso o hablaban de forma inconveniente, etcétera. Y eran golpeadas, más aún, por cada «culpa grave» (7).

Flagelantismo, alegría fecal y culto al Corazón de Jesús

Desde el momento en que entraban, las novicias recibían en muchas órdenes un flagelo, con la advertencia de usarlo con diligencia. Si una monja moría, las restantes se tenían que desgarrar las carnes por la muerta durante semanas. Unas se castigaban dos veces al día, otras se golpeaban a sí mismas durante la noche. E, indudablemente, a algunas les gustaba, pues las prácticas masoquistas más diversas se basan precisamente en la transformación del dolor en placer, del disgusto en gozo. La misofilia fue una forma singular de ascetismo cristiano, una especie de ritual de purificación; por medio de un envilecimiento extraordinario se esperaba la exención de los propios pecados.

Nunca se podrá averiguar cuántos ascetas disfrutaron de la tortura y la autotortura, en qué medida esta represión del placer ha derivado fre­cuentemente en placer; cuántos de entre los piadosos héroes de la inmersión acaso no eran sino simples fetichistas del frío, narcisistas del erotismo epidérmico. También hay quien, no siendo asceta —pero de igual manera que los grandes neuróticos de la Salvación y asaltantes del Cielo—, se arroja sobre los zarzales o los alfileteros o se hace golpear y maltratar, quien disfruta cuando le clavan herraduras ardientes en las plantas de los pies, le chamuscan el falo, le cauterizan el prepucio o le rajan la piel de la barriga; y se contenta (o no) con ello, sin más metafísica.

Santa María Magdalena dei Pazzi (1566-1607), una carmelita de Flo­rencia, una de las «más eminentes místicas de su orden», se revolcaba entre espinas, dejaba caer la cera ardiendo sobre su piel, se hacía insultar, patear la cara, azotar, y todo ello la llevaba al más evidente y extremo de los arrobamientos, y lo hacía, como priora, en presencia de todas las demás. Mientras aquello duraba, gemía: «¡basta, no atices más esta llama que me consume, esta especie de muerte que deseo; que está unida a un placer y una dicha excesivos!». «El ejemplo clásico de una flagelante ascética sexualmente pervertida» (cf. infra).'(La salesiana francesa Marguerite Marie Alacoque (1647-1690) se grabó a cuchillo en el pecho un monograma de Jesús y luego, cuando la herida empezó a cerrarse demasiado pronto, la rehizo a fuego con una vela. Algunas temporadas sólo bebía agua de lavar, comía pan enmohecido y fruta podrida, una vez limpió el esputo de un paciente lamiéndolo y en su autobiografía nos describe la dicha que sintió cuando llenó su boca con los excrementos de un hombre que padecía de diarrea. No obstante, por tal demostración de fetichismo se le concedió permiso para besar durante toda la noche el corazón de una imagen de Jesús mientras la sostenía con sus propias manos. Pió IX (Non possumus) ¡la proclamó santa en 1864! La orden del Corazón de Jesús, la devoción del Corazón de Jesús y la fiesta del Corazón de Jesús se remontan a las «revelaciones» de esta monja.]

Catalina de Genova (1447-1510) masticaba la porquería de los harapos de los pobres, tragándose el barro y los piojos. Fue canonizada en 1737 (cf. infra). Santa Ángela de Foligno (1248-1309) consumía el agua de baño de los leprosos. «Nunca había bebido con tanto deleite» reconoce, «Un trozo de costra de las heridas de los leprosos se quedó atravesado en mi garganta. En lugar de escupirlo, hice un gran esfuerzo por terminar de tragarlo, y también lo conseguí. Era como si hubiese comulgado, ni más ni menos. Nunca seré capaz de expresar el deleite que me sobrevino» (cf. infra).

La monja Catalina de Cardona huyó de la corte española a un lugar des­poblado, habitando durante ocho años en una gruta y durmiendo, incluso en invierno, sobre el suelo desnudo. Llevaba un cilicio penitencial, además de cubrir su cuerpo con cadenas y de tratarse, a menudo durante dos o tres horas, con los más variados instrumentos de tortura. Finalmente se volvió rumiante. Se doblaba sobre la tierra y comía hierba como un animal (8).

«(...) Delicadísima manifestación del espíritu cristiano»

Este es el ascetismo medieval, «aquella profundísima y delicadísima manifestación del espíritu cristiano»; lágrimas, sangre, desprecio del cuerpo, de la libido; del mundo, en definitiva. La más grande mística del catoli­cismo, Teresa de Ávila, cuya «equilibrada personalidad» ensalzan los católicos, enseña incluso a «menospreciar todo lo que tiene un final». Para Santa Teresa, «toda la vida está llena de engaño y falsedad», «nada hay sino mentira», «nada más que inmundicia», «todo lo terrenal es asqueroso»: el agua, los campos, las llores; «todo esto me parece basura». Y como a todo lo demás, estas personas también se aborrecen a sí mismas —o lo pretenden, al menos—. «Y su odio a sí misma era mayor de lo que podía soportar» se dice de Santa Catalina de Genova (cf. infra).

Porque, obviamente, también las ascetas «pecaban» constantemente y eran tentadas sin cesar por el sexo, por «Satanás»: un «gran pintor», como sabía Santa Teresa, a Ifi que solía seguir el Príncipe de los Infiernos, solo o con un gran séquito (infra). «Todos los vicios se han despertado de nuevo en mí», dice Ángela de Foligno; «habría preferido quemarme en la parrilla a padecer semejantes torturas». A Catalina de Siena la atribulaban legiones enteras de demonios; la alborotaban en su celda e incluso en la iglesia. Del mismo modo. Catalina de Cardona sufría entre los malos es­píritus, que tan pronto saltaban sobre sus hombros bajo la forma de grandes perros pastores como aparecían en forma de serpientes... ¡el viejo símbolo fálico! Sobre Micaela de Aguirre, una monja española del siglo XVII, cuenta su biógrafo: «De noche, mientras la doncella de Dios estaba acostada en su pobre cama, llegaba hasta ella el demonio en la figura de un caballo bien guarnecido; subiendo a la cama, ponía sus pies sobre Micaela, y pisaba con todo el peso de su cuerpo y la maltrataba (...)»

Puesto que el cristianismo predicaba la castidad desde San Pablo, puesto que se convertía a los ascetas en ídolos y se les ascendía a santos, a grandes modelos para cualquier persona, la negación de la naturaleza, permanentemente propagada, al final tenía que salir de los claustros y las grutas y atrapar también a los laicos. Alcanzó hasta a los príncipes y princesas, quienes, desde luego, siempre fueron los primeros a los que se trató de mantener bajo control. Así, por ejemplo, el emperador Enrique III, uno de los más poderosos soberanos de la Edad Media, nunca llevaba las insignias de su dignidad si no se había flagelado previamente. San Luis no descuidaba «la disciplina» durante su confesión semanal. Así, se torturaban Margarita de Hungría, Isabel de Turingia —a la que su propio confesor se cuidaba de abofetear en ambas mejillas— o la condesa polaca Eduvigis, de la que Lorenzo Surio informa: «ya no quedaba nada más que hueso bajo su piel sucia y pálida, la cual, por los incesantes latigazos, había adquirido un color completamente original, y siempre estaba cubierta de moratones y heridas». Incluso desde el lado cristiano se admitía: «lo que antaño fue practicado por algunos en un exceso de celo, hoy es aceptado como un medio norma) para aspirar a la santidad». En todo caso, se muestra la incurable ilógica del pensamiento teológico cuando un católico del siglo XIX, a menudo sorprendentemente honrado, constata que «flagelarse o hacerse flagelar como penitencia se ha convertido desde hace tiempo en una costumbre generalizada (!) y extendida por todo el mundo», añadiendo a continuación que «el empeño, bienintencionado en su origen>;> degeneró finalmente «en excesos enfermizos y, propagándose contagiosamente, en el desenfreno de las sociedades de flagelantes o fustigadores» (9). ¡Como si hubiera sido reciente el carácter enfermizo y la degeneración! ¡Como si una enfermedad sólo fuera enfermedad a partir de una epidemia! ¡Como si la imbecilidad sólo fuera imbecilidad cuando se apodera de lodos! ¡Como si el furor penitencial tras los muros de los conventos se diferenciara fundamentalmente de los delirios de la masa!

Muerte al falo y el arte de los skopzi

La castración floreció también en la Edad Contemporánea, aunque sólo en el cristianismo oriental, en la secta rusa de los skopzi («castrados»), los ortodoxos, como en cierta ocasión los llama Dostoievsky. Éstos rechazaban la Iglesia y el Estado —a los que consideraban el imperio del Anti­cristo—, los popes y los obispos —servidores de Satanás—, y aunque admitían a Jesús sólo lo hacían como precursor del segundo y más impor­tante hijo de Dios, su fundador Selivanov (muerto en 1832), que se había sometido a un «bautismo de fuego», consistente en la eliminación de su miembro mediante un hierro al rojo. Con su docirina de que el pecado original es el acto sexual y que sólo mediante la muerte del falo la huma­nidad es salvada y se abren las puertas del Paraíso a los fieles, convenció n miles de personas no menos embaucadas en su religiosidad.

Crearon, principalmente, dos clases, dos grados de «pureza»: la del pequeño sello (rango angélico), la clase inferior que «sólo» exigía la cx-lirpación de los testículos, y la del gran sello o sello imperial, en el que lainhién el miembro caía como ofrenda a la le. Los cirujanos, virtuosos de mi arte. debieron de realizar trabajos sobresalientes con el más sencillo instrumental: un cuchillo y una servilleta. No obstante, los fanáticos afron­taban el trámite por sí solos (a veces de un hachazo). Un hierro al rojo restañaba la sangre.

Entre las mujeres había, igualmente, dos grados de devoción, una primera y una segunda «pureza»: una, por ejemplo, se deshacía los dos pezones con hierros o a luego: otra. por ejemplo, se extirpaba ambos senos: o bien se deshacía los órganos sexuales, castrándose el ciítoris o los labios menores.

Con el fin de aumentar su secta, los skopzi, por lo general, sólo se hacían emascular después de tener hijos. Asimismo, algunos permitían a sus mujeres que tuvieran relaciones con otros hombres, y el retoño que surgía de ellas también era castrado. Por lo demás, enviaban a cuadrillas de agentes a comprar prosélitos y niños. Puesto que, aun reinando una pobre/.a abrumadora, muchos skopzi eran comerciantes de buena posición, )oyeros o cambistas que normalmente gastaban todo su patrimonio en con­seguir nuevos fieles, la secta prosperaba, pero. eso sí, por lo visto se perseguía sin ningún miramiento a los desertores y traidores, incluso en el extranjero, y a lodos aquellos que acudían por curiosidad a sus conventí­culos, los atrapaban, los ataban a una cru/ y los castraban por la fuerza.

Hacerle un cristito a la Santa Virgen

Una skopiza que —de forma prodigiosa— quedaba embarazada, tenía que representar el papel de la Santa Virgen; a su hijo lo consideraban un hijo de Dios y tenía que morir martirizado. Al octavo día después de su nacimiento sacaban el cora/ón al niño, bebían su sangre como comunión y transformaban su cuerpo secado en panecillos, que servían para la co­munión pascual. «Entre estos bárbaros, la virgen, a la que se declara bo-gorodiza o madre de Dios, es saludada habitualmenle, desde el momento de su consagración, con estas palabras: 'Bendita tú entre las mujeres; lú parirás un salvador'. Luego la desnudan, la ponen sobre un altar y se entregan a un cuito infame con su cuerpo desnudo: los fanáticos se agolpan para besuquearlo en todas partes. Se pide que el espíritu santo tenga a bien hacerle un cristito a la santa virgen a fin de que, en ese año, les sea concedido a los fíeles comulgar del cuerpo sagrado». Si el cristito llegaba, lo sajaban de nuevo para consumirlo en la comunión, o bien sacrificaban a la misma bogorodiza.

Ahora bien, ni siquiera la mutilación pone punto final al instinto. Lutero, que había oído hablar de aquel valdense al que la castración no hizo sino más lujurioso, afirmaba abiertamente que los castrados tenían «mayor deseo y mayor apetencia que otros, pues no desaparecen deseo y apetitos, sólo la capacidad.»

Arte a la católica

En Occidente la emasculación solamente fue cultivada por razones artísticas, para evitar el cambio de voz de los cantantes de las capillas de los príncipes y papas; se trató, sobre todo, de una costumbre italiana, todavía muy en boga en el siglo XVIII. Pero si en otras partes también se cortaban miembros infantiles a la mayor honra de Dios, fue la tierra de los papas la que abasteció de cantantes eunucos a toda Europa, apareciendo como enclave de esta industria del bel canto la villa de Nórica, en el estado papal. (El mismo Joseph Haydn, corista en la catedral vienesa de San Esteban, podría haber sido puesto ante la navaja y, como se decía entonces, «sopranizado» en aras de la «estética». Sólo la enérgica protesta de su padre le libró de ello).

Los castrados siguieron entonando sus cánticos en la Capilla Sixtina —erigida por el papa Sixto IV, un chulo excepcional, constructor también de un burdel (infra)— durante siglos, hasta ¡1920! aprqximadamente^.No menos de treinta y dos «Santos Padres» (comenzando con Pió V, un antiguo monje e inquisidor, que, a su vez, ordenó la pena de muerte para el incesto, el proxenetismo, el aborto y el adulterio) tuvieron la misma falta de es­crúpulos a la hora de hacer mutilar a los jóvenes; «la última, descarada y más acerba expresión de un deseo clerical de castración contra los laicos contemplados con envidia sexual». Pero expresión también de la aversión a la mujer, pues por este procedimiento se evitaba su presencia en los coros (10).

Sustitutivo sexual para los celibatarios dotados de fantasía, románticos o histéricos, al mismo tiempo que modo de compensación frente a la desgraciada vida del ascetismo, en el curso del tiempo se convirtió en una forma mística de devoción, en la que el amor (prohibido) hacia el otro sexo fue «espiritualizado» y «refinado» situado en la esfera de lo supues­tamente Elevado, de lo Noble. El mundo oprimido de los instintos encontró un equivalente en la forzada veneración de algunas figuras de! Olimpo cristiano. «Hay que leer los ardientes himnos de los monjes a María y los todavía más ardientes de las monjas a Jesús» escribe el teólogo Hans Hartmann, «para comprender esto en toda su profundidad».


CAPITULO 11. LOS MÍSTICOS AMOR MARIANO Y EROTISMO CRÍSTICO

¡Ay, cuántas veces Afrodita impone su sello en el amor de Dios! FRIEDRICH SCHILLER

Sólo existe una clave interpretativa del secreto de la psique mística: la sexológica. ERNEST BERGMANN (1)

La mística es el intento casi conmovedor —a veces encantador, desde el punto de vista literario— de infundir vida a la momia de la metafísica, un intento que abarca desde el más sutil cosquilleo espiritual hasta la más estri­dente embriaguez histérica; autosugestión forzada como forma de evidenciar la fe, como estimulante religioso del alma, un drama estético-psicológico que —en sus diferentes representaciones— conocen el bramanismo tardío, el budismo, el taoísmo chino, el gnosticismo, el maniqueísmo o el islamismo.

La religión griega no tarda en utilizar el concepto de lo «místico» con carácter metafórico, significando con ello —seria o irónicamente_ aquello sobre lo que no se puede hablar. Es el sanctum silentium, el stille swágen de los antiguos místicos alemanes, que sirve de «medio de expre­sión» apropiado y sublime.

Por supuesto que, una vez expresado, muchas veces no ha resultado tan sublime. Y cualquiera que sea la impronta de la mística —más sensitiva o más voluntarista o filosófica— el Conocimiento siempre cuenta menos que la Emoción, y la Ratio menos que el Arrebato; Dios siempre debe ser verificado espontáneamente, hay que sentirlo y poseerlo, hay que «echarse en sus brazos» como dice Matilde de Magdeburgo, o «abrazarlo ardiente­mente» como dice Zinzendorf.

El místico quiere ser absorbido por «el Absoluto» de la misma manera que el amante por el amado. Estremecimientos voluptuosos y éxtasis aquí y allá. La mística no es concebible sin el erotismo, es nada menos que su criatura, un bastardo ciertamente altanero que reniega de su origen y sólo puede aparecer por medio de la represión de los instintos, que sólo puede engendrar esos excesos visionarios y todo ese vértigo divino por medio de la sublimación de los instintos; la mística es todos esos bailes de San Vito y mascaradas superespirituales de unos fieles que, dejando ver la trastienda, sólo pueden imaginarse su relación con lo metafísico bajo los símbolos del amor y el matrimonio.

El lenguaje de estos extáticos descarriados está salpicado de metáforas de intensa carnalidad y sus componentes eróticos no pueden ser marginados

—ni siquiera minimizados— con sólo declarar que ninguna persona es capaz de «eliminar el componente sexual de una relación, y tampoco de la relación con la divinidad», afirmación que queda inapelablemente demos­trada por la mística amorosa. Ergo: Dios no puede ser disfrutado sin sexo

—¡pero sí el sexo sin Dios! En todo caso, quien disfruta de Dios, y lo hace siempre tan ardiente y fanáticamente, quien se une con Él y se cree prometido o casado con Él, ¿es algo más que la víctima de una fantasía perversa, escenario de un espectáculo sentimental sui generis?

¿O acaso es una coincidencia que el sucedáneo místico de los hombres haya sido, la mayoría de las veces, una mujer, y el de las mujeres, un hombre? ¿Por qué se había de dirigir hacia María el deseo de los frailes, tan obsesivo y ardiente, al tiempo que el de las monjas, aun más fogoso, se dirigía hacia el Señor Jesús? ¿Por qué se había de expresar ese deseo, en un caso, con el beso en el pecho de Nuestra Señora, y en el otro, con el coito, a veces apenas disimulado, con el Esposo Espiritual? (2).

1.-“CARITAS MARIAE URGET NOS”
Queremos ser esclavos del amor. JOSÉ, OBISPO DE LEIRIA, en el «Año Santo Jubilar de la Salvación». 1933

En innumerables leyendas de la Edad Media María aparece excitante y encantadora concediendo satisfacciones sensuales además de las espirituales, cubriendo de leche a sus amantes, dejándose cortejar o acariciar, forzando a sus devotos a abandonar a sus novias y entrar en un convento.

Precisamente los monjes más devotos eran quienes transferían a la Santísima Virgen todos los sentimientos sexuales que les estaban vedados,

convirtiéndola en su «novia» y teniendo en ella un ideal sustitutorio de la mujer, una mujer a la que evitaban y despreciaban, o a la que, al menos, debían evitar y despreciar. El frenesí del amor mariano no era muy diferente del frenesí del «amor libre» de aquella época,

Bastante antes de los cistercienses, una asfixiante mística mañana hizo estragos a fines del siglo X y en el XI en Cluny, cuyo conocido abad Odilón se echaba al suelo cada vez que se pronunciaba el nombre de María. Hermann, un joven premonstratense, vivió en completa intimidad amorosa con la Virgen en el monasterio de Steinfeld. Algo parecido ocurrió con el primer abad de los cistercienses, Robert de Molesme. Gregorio VII y Pedro Damián, fanáticos del celibato y grandes misóginos, fueron también muy devotos de María (infra).

Las intimidades clericales fueron bastante más lejos. María ofreció su pecho a numerosos fieles. Así se representaba a Santo Domingo, y bajo la imagen del dominico Alano de la Roche resplandecía la siguiente leyenda: «De tal manera correspondió María a su amor que, en presencia del mismo Hijo de Dios acompañado de muchos ángeles y almas escogidas, tomó por esposo a Alano y le dio un beso de paz eterna con su boca virginal, y le dio de beber de sus castos pechos y le obsequió con un anillo» (¡hecho con los cabellos de María, según el mismo Alano afirma!) «como señal del matrimonio».

San Bernardo de Claraval —al que Friedrich Schiller, de una forma inhabitual en él, elevó a la categoría de «canalla espiritual» como promotor de «la más recia estupidez monacal, siendo como era él mismo una mente frailuna que no tenía nada más que picardía e hipocresía»— llegó a gozar igualmente de los favores íntimos de Nuestra Señora. Este «santo ósculo» —se dice en la novena homilía de San Bernardo sobre el Cantar de los Cantares, que él interpreta con peculiar amplitud de miras— «es de efectos tan violentos que la Novia recibe al punto lo que de ella surge, y sus pechos se hinchan y, por así decirlo, rebosan de leche». Bernardo se recrea en la causa de su propia «elocuencia, dulce como la miel» (el Maestro de la Vida Mariana le pinta siendo rociado por los ángeles con la leche pro­cedente de los pechos de María). «Monstra te esse matrem» reza Bernardo ante la imagen de la Madre de Dios, y ésta, inmediatamente, descubre su pecho y amamanta al sediento orante: «monstro me esse matrem».

El útero de María también fascinó enormemente a los santos; como la circuncisión y el prepucio de Jesús a las monjas (infra). Ya en su infancia, Bernardo contempló en una visión cómo el niño Jesús surgía «ex útero matris virginis». Y más tarde explica la frase: «Jesús entró en una casa y una mujer llamada Marta le recibió». Él se desliza constantemente de la casa de Marta al «útero» de María.

Por supuesto, esta clase de amor mariano, expresión evidente del instinto sexual enmascarado por la forma religiosa, siguió floreciendo en la edad moderna, como ilustra el texto de la Futura boda perfecta: «En verdad, todo deleite de la juventud y todo supuesto placer de los novios en la carne cuenta menos que nada frente a este goce celestial (...) Uno puede tenderse confortado junto a su seno y mamar hasta saciarse, y su fuerza nos es accesible, para consumirla en un juego amoroso paradisíaco (...) En su compañía hay un placer puro. Nunca jamás podrá ofrecerse a un hombre una novia terrenal con mejores prendas, más casta, más honesta y más agradable que esta virgen digna de veneración (...) Oh, placer puro, ven y visita a los tuyos más a menudo y haz que no falten más tus emo­ciones amorosas (...) dígnate acogemos de continuo en tu íntima presencia, única y pura tórtola mía» (3).

2. LAS NOVIAS DE JESÚS

En efecto, me parece justo que el Señor sostenga con sus gozosos deleites a débiles mujercillas que, como yo, no cuentan nada más que con sus menguadas fuerzas (...) Es como entre dos personas, aquí en la Tierra, que se tienen mucho amor.TERESA DE ÁVILA

Que se consume, Señor, en mí, de inmediato. MATILDE DE MAGDEBURGO 

La religión es una parte de la vida sexual femenina.  HERMANOS GONCOURT

Jesús se convirtió en el sucedáneo místico de la sexualidad para las monjas, a las que se les presentó desde la Antigüedad como el hombre magnífico, como el Esposo; paralelamente, las mujeres consagradas a Dios eran ensalzadas como sus «novias», como «templos del Señor» «tabernáculos de Cristo» y otros títulos similares; «espiritualizaciones» que, por cierto, se conocieron ya, de forma menos extrema y mutatis mutandis, en las religiones primitivas.

Una sola casa, un solo lecho, una sola carne

En la Edad Media, los confesores administraron a las novicias los corres­pondientes objetos sustitutivos, las «interiorizaciones religiosas» correctas: nada de purgatorios, indulgencias o penalidades parecidas; en su lugar, y de manera intensiva, el amor de «la novia espiritual», al amante celestial en el «jardín espiritual», donde les esperarían insospechados gozos con Jesús. «Ellos tienen una sola heredad, una sola casa, una sola mesa, un solo lecho y son en verdad una sola carne» como sabía San Bernardo. Y, aún hoy, la moderna teología no puede tomar el pelo a las vírgenes con una «imagen más expre­siva» que la del «amor especialísimo entre los cónyuges» y la metáfora de los «esponsales celestes», «la boda con Cristo en total verdad y realidad».

La Iglesia también colaboró con sus rituales, en los que, ya en la Antigüedad, daba a la consagración de las vírgenes el carácter de un enlace matrimonial, con la entrega de velos, coronas y anillos de novia; también el vestido de las vestales tuvo su origen en el antiguo traje de boda romano (supra). A las benedictinas les aguarda al final un lecho matrimonial ador­nado de flores, con un crucifijo, a modo de esposo, sobre la almohada, de la misma forma que en algunos cultos mistéricos —de nuevo el antece­dente— los iniciados tenían un lecho matrimonial dispuesto para la unión visionaria con la divinidad. Y en la mística medieval, la imagen del lecho matrimonial o amoroso, «das minnekiiche brutbette» como escribe Tauler, es lógicamente muy popular. Y es que las sponsae Christi, las Christo copulatae, no sólo entregaban su alma al Esposo celeste, sino también su cuerpo, como ya sabía el muy versado San Jerónimo (cf. supra) (4).

Leche y mermelada para el Señor

Las monjas, en un desplazamiento psicológico del instinto sexual y maternal, juguetean con el Niño Jesús, que tiene que estar acostado junto a sus camas, al que alimentan y del que hasta se sienten embarazadas.

Margareta Ebner (1291-1351), una dominica bávara, duerme al lado de Jesús, esculpido en madera en una cuna. Un día oye la voz del Señor: «¿me amas más que a nada?; pues si no me amamantas me apartaré de ti». Obediente, Margareta pone la figura en su pecho desnudo, experimentando un gran placer en ello. Pero Jesús no transige, no deja de importunar, se le aparece hasta en sueños, de modo que ella conversa con Él: «'¿por qué no eres más recatado y me dejas dormir?'. Entonces habló el niño: 'no quiero dejarte dormir, tienes que cogerme'. De modo que, ansiosa y contenta, lo cogí de la cuna y lo coloqué en mi regazo. Era un niño de carne y hueso. Entonces dije: 'bésame; ¡quiero olvidarme así de que me has arrebatado la tranquilidad!'. Entonces me abrazó y me agarró del cuello y me besó. Después le pedí que me dejara reconocer la santa circuncisión (...)». Un tema que preocupaba vivamente a casi todas las esposas de Dios.

El joven Jesús se acercó a Elisabeth Beckiin «muy en secreto» y se sentó en un banco frente a ella. «Entonces ella saltó llena de anhelo, como una persona fuera de sí, y le arrastró hacia sí y lo tomó en su regazo y se sentó en el lugar donde El había estado sentado y le estuvo piropeando, aunque no se atrevía a besarle. Entonces, habló con amor sincero: 'ay, corazón mío, ¿osaré besarte acaso?'. Y Él dijo: 'sí, por el ansia de tu corazón, tanto como tú quieras'».

También obtuvo tanto como quería aquella esposa de Jesús que cantaba a su «Amado»: «ungüento derramado, infatigable y complaciente bullidor, que me enciendes y me consumes con el más amable de los fuegos. Las delectaciones de mi alma quieren derramarse hacia el exterior o hacia la parte inferior (!), pero el espíritu todo lo envía hacia arriba» (5).

Matilde de Magdeburgo o «en el lecho del amor»

En el siglo XIII, Matilde de Magdeburgo, que murió finalmente, vieja y ciega, en el monasterio cisterciense de Helfta (junto a Eisleben), también se había encendido y consumido «en el lecho del amor». Durante décadas combatió su libido con «suspiros, llantos, oraciones, ayunos, vigilias, azotes» etcétera, antes de que alcanzara el goce completo de Dios, la fruitio Dei, y las visiones ocuparan el lugar de las penitencias. «Pues durante veinte años la carne nunca me dejó reposar y me fatigué y enfermé y al final me debilité por el arrepentimiento y la pena, y por santa ansiedad y por espiritual fatiga, y a ello se sumaron muchas y graves enfermedades naturales» —con lo que, por lo demás, dibuja la vida y el vía crucis de muchas monjas—. La represiófi funcionó en ella con tanto éxito que muchos devotos copistas y traductores han continuado resumiendo y reformulando su legado místico (en parte —desde un punto de vista poético destacado).

Apenas exagera el encabezamiento de la obra cuando dice: «el conte­nido de este libro ha sido visto, oído y sentido con todos los miembros». Pues Matilde tenía que amar con todos los miembros: «(...) hay que amar y hay que amar / y nada distinto se puede empezar»; no puede «rechazar nunca más el amor», tiene que «manar amor» lo que comenzó a ocurrir en ella muy pronto. «Yo, indigna pecadora» reconoce, «a mis doce años, estando sola, fui besada por el Espíritu Santo, en flujo sobremanera dichoso». Y más tarde fluye cada vez con mayor frecuencia. Tanto si canta:

«Amor manar, / dulce regar» o bien: «¡Oh Dios, que fluyes en Tu amor!» O si se siente «campo seco» y suplica:

Ea, amadísimo Jesucristo, envíame ahora la dulce lluvia de Tu humanidad.

Mientras, asevera constantemente que quiere vivir y fluir «inmaculada» o «pura» lo que es sintomático del proceso de represión.

¡Ay, mi único Bien, ayúdame,

que pueda inmaculada fluir en Ti!

¡Ay, Señor!

¡Ámame íntimamente,

y ámame a menudo y mucho tiempo!

Pues cuantas más veces me ames, más pura seré.

Recuerda cómo puedes acariciar

el alma pura en Tu regazo.

Consúmalo, Señor, de inmediato en mí.

Pero no sólo es ella la que anda tras el Señor; también Él la codicia, está «enfermo de amor». «Señor, Tú estás todo el tiempo enfermo de amor por mí» revela. Y Él entona dulcemente: «tienes que sentir dolor sin fin / en tu cuerpo» apostrofando que es Su «almohada» o el «lecho de amor» o el «arroyo de Mi ardor»; y fluye a su vez, y la hace afluir de nuevo. ¡Panta rhei!

Si Yo brillo, debes quemar, si Yo fluyo, debes manar.

La «roca excelsa» (infra) quiere «vivir con ella, como esposos» pro­mete «un dulce beso en la boca» le insiste: «¡concédeme que enfríe en tí el ardor de Mi Divinidad, el anhelo de Mi Humanidad y el gozo del Espíritu Santo!» Repetidamente, las Tres Personas se disputan así a la fluyente Matilde, haciendo que su «deleite» sea «muy variado»; «a la hora de recibir ella a Nuestro Señor» los tres, fogosamente, ponían su mano (o lo que fuera) en juego desde lo alto:  Era la energía de la Santísima Trinidad y el bendito fuego celestial tan cálido, en María.

Es simplemente natural que Matilde, teniendo presentes tales derramamientos divinos sobre —o en— María, suspire:

Oh, Señor, mimas demasiado mi encenagado calabozo.

Y el divino Esposo replica:

Amado corazón, reina mía, ¿qué atormenta tus impacientes sentidos? Si te hiero hasta lo más profundo, al momento, con todo mi amor te unjo.

Así que, a menudo. Dios la «consuela con todo Su poder en el lecho del amor». Uno no puede sino creer al intérprete moderno cuando afirma: «que Matilde destaque tan incomparablemente entre las mujeres religiosas de su tiempo, lo debe al don de haber encontrado palabras sobre aquello que para otras seguía siendo inefable» (6).

Amor en el «estado de muerte aparente»

Algunas doncellas amaban literalmente hasta perder el sentido. Era el caso de la monja Gerburga de Herkenheim, a quien la «dulzura del cielo» penetraba «en el interior del cuerpo como una fuente efervescente de vida» y era presa de tal ardor que se desplomaba inconsciente.

Sobre la dominica Elisabeth von Weiler escribe una compañera: «Su mirada era tan elevada y tan tamizada de gracia que quedaba tendida a menudo uno, dos, tres días, de modo que sus sentidos exteriores nada percibían. En cierta ocasión en que yacía en dicha gracia, llegó al convento una mujer de la nobleza. Como no quería creer que nuestra hermana había perdido el sentido merced a la gracia, se le acercó y le hundió una aguja en los talones. Mas Elisabeth, debido a su ardiente amor, nada sintió».

Santa Catalina de Siena (1347-1380), santa protectora de la orden dominicana y patrona de Roma, también quedaba tendida durante horas en un «estado de muerte aparente» y, eventualmente, era obsequiada con la prueba de las agujas por^escépticas adictas a los milagros; pero «el sentimiento de amor» sujetaba «todos sus miembros».

A veces, estando en la cama, Santa Catalina de Genova —la tragadora de suciedad y piojos— no podía soportar el ardor. «Toda el agua que el mundo contiene», gritaba, «no podría refrescarme ni lo más mínimo». Y se arrojaba sobre la tierra: «amor, amor, no puedo más». Un fuego («fuoco») sobrenatural la consumía. ¡El agua fría en la que metía sus manos comenzaba de repente a hervir, y hasta el vaso se calentaba! También la alcanzaban afilados dardos «de amor celestial». Una de las heridas («ferita») fue tan profunda que perdió el habla y la vista durante tres horas. «Hacía señas con la mano que daban a entender que tenazas al rojo apretaban su corazón y otros órganos interiores» (7).

La herida profunda y el confesor

Como tantas extáticas. Catalina tenía cierta debilidad por su confesor. En cierta ocasión se puso a olisquear en su mano: «un olor celestial» dijo, «cuya amenidad podría despertar a los muertos». Catalina estaba infeliz­mente casada y cuando conoció a este confesor lenta veintiséis años. Y justo en el momento en que «ella se arrodillaba ante él, sentía en su corazón la herida del inconmensurable amor de Dios».

Era la famosa herida que se les abría a tantas contemplativas, por ejemplo a madame Guyon (1648-1717). La Guyon, que por entonces tenía diecinueve años, también sintió la herida durante el primer tete-a-tete con su confesor, al que un «poder secreto» condujo junto a ella; notó «en ese momento» exactamente como Catalina, «una profunda herida que me colmó de amor y de embeleso, una herida tan dulce que deseaba que nunca sanara».

Santa María Magdalena dei Pazzi, adicta a las flagelaciones y a la laceración con espinas (supra), a menudo se mantenía de pie, inmóvil, «hasta que el derramamiento amoroso llegaba y con él un nuevo amor penetraba en sus miembros». Con frecuencia saltaba de la cama y agarraba a una hermana con el mayor frenesí: «ven y corre conmigo para llamar al amor». Entonces iba bramando como una ménade por el convento y gritaba:

«¡amor, amor, amor, ah, no más amor, ya basta!». En el jardín, informa su confesor Cepari, arrancaba «todo lo que caía en sus manos», desgarraba los vestidos, fuera verano o invierno, a causa «de la gran llama de amor celestial que la consumía» —que ella a veces apagaba en el pozo, vertiendo agua «hacia dentro de sus pechos»—. «Se movía con increíble rapidez» atestigua Cepari, quien asegura que, estando en el coro de la capilla en la fiesta del Hallazgo de la Cruz, el 3 de mayo de 1592, Magdalena saltó no menos de nueve metros de altura («amor vincit omnia») para agarrarse a un crucifijo. Luego soltó el santo cuerpo, lo plantó entre sus senos y ofreció al Señor para que las monjas lo besaran (8).

Bestia mystica

Angela de Foligno, la que se bebía el agua de lavar de los leprosos (supra), lo hacía más sencillo. No daba saltos hacia Jesús, asf que nada de nueve metros: él mismo se iba detrás de ella, enamorado hasta las cachas. «¡Mi dulce, mi amada hija, mi amada, mi templo!» languidecía por ella. «Toda tu vida, tu alimento, tu bebida, tu sueño, sí, toda tu vida me agrada. Haré grandes cosas a través de ti ante los ojos de las gentes (...) Amada hija, mi dulce esposa, ¡te amo tanto! «El Dios Todopoderoso te ha proporcionado mucho amor, más que a ninguna otra mujer de esta ciudad. Se ha deleitado por ti». Etcétera,

Para poder tener semejantes experiencias, lo primero que tuvo que hacer la «angélica» fue librarse de su familia, lo que consiguió con ayuda de Dios, disfrutándolo «con placer homicida» (!). «Por aquel tiempo, por decisión de Dios, murió mi madre, que era para mí un gran obstáculo en el camino hacia Dios. Asimismo murió mi marido, y en poco tiempo mu­rieron también todos mis hijos. Y como había empezado a recorrer el camino de la bienaventuranza, y había pedido a Dios que me librara de ellos (!), su muerte fue para mí un gran consuelo, aunque guardé luto por ellos» (9).

Y ahora vamos con una bestia mística de otra especie, una esfinge, por así decirlo, en la que, prescindiendo de su craso afán de poder y dinero, uno no sabe nunca a ciencia cierta si se conmemora la hipocresía o la histeria o el cinismo o todo a la vez: Teresa de Ávila, la más grande mística católica... ma bete noire.

3. TERESA DE ÁVILA: «Y PLANTA EN MÍ TU AMOR»

¡Por eso adelante, hermanas mías! Que en alguna medida podemos ya disfrutar en la tierra del Cielo (••-)”SANTA TERESA (10)

(...) Católica de los pies a la cabeza.” NIGG, teólogo (11)

Teresa de Ávila (1515-1582) no cosechó sus particulares deleites —como Agustín y tantos otros santos— hasta los años de su madurez. Hasta los cuarenta no encontraba «ningún gozo en Dios» o en «Su Majestad» como prefería decir a menudo: un tratamiento más adecuado para el Todopoderoso que el grosero tuteo que soporta de parte de cualquiera. Teresa misma nos relata que durante veinte años fue una completa pecadora, semejante a María Magdalena, una «mala mujer», «la peor entre las peores», digna «de la compañía de los espíritus infernales». Pero después, casi como de pasada en medio de este torrente de inculpaciones, anota que sus extravíos, incluso los más vergonzosos, no habían sido «de tal naturaleza como para que me encontrara en pecado mortal».

¡Qué luz cae sobre ella! ¡Qué nube de incienso! ¡Qué puesta en escena tan refinada! No es de extrañar que los mismos eclesiásticos prevengaa contra ella y la acusen de extravagancia y obsesión diabólica o que durante, dos décadas no encuentre «confesor alguno que la entendiese». Bien es cierto que el primero que lograría contentarla era «un gran devoto» pero no sólo de la Virgen María, en particular «de su Concepción», sino también «de una mujer del mismo lugar», con la que durante muchos años había tenido relaciones nada platónicas; Teresa trató a este hombre de un modo «muy amoroso» —completamente diferente—, cultivando «un frecuente trato recíproco». De todas formas el monje murió sólo un año después; evidentemente no estaba preparado para unas y otras fatigas.

Sin embargo, los padecimientos de Teresa fueron aún más atroces que sus vicios: fiebres, dolores de cabeza, hemoptisis; como ella expresa cuidadosamente, «hasta donde alcanzo, casi nunca he dejado de sentir (...) alguna especie de dolor». Un desfallecimiento cardiaco la atacó «con tan extraordinaria reciedumbre (...) que todos (...) se espantaron de ello». De repente, y cada vez más a menudo, perdía el sentido o quedaba en un estado «que constantemente rozaba la inconsciencia». ¿Sorprende que cre­yeran que se iba a «volver frenética»? En cierta ocasión escribe: «La tumba que ha de recibir mi cadáver está abierta en mi convento desde hace ya día y medio». De todos modos, estuvo «paralítica» durante «tres años». Después, al principio sólo pudo arrastrarse «a cuatro patas». Y durante otros «veinte años» padeció «todas las mañanas de vómitos», que se repetían habitualmente «por las noches antes de ir a la cama», «con fatigas mucho mayores». «Así que tengo que estimular el sueño con plumas o cosas parecidas». A menudo aullaba. Pues también a ella Dios la había «bendecido con el don de las lágrimas». Pero luego temía quedarse ciega precisamente por causa de esta gracia (12).

Un demonio lascivo rechina los dientes

Visiones de todo tipo acuden entonces a esta naturaleza castigada, tan alegremente como las abejas al panal. Las escenas se repiten una y otra vez: el Cielo abierto, el Trono, la Divinidad, ángeles incomparable­mente hermosos; la Santa reconoce que «aquí está todo lo que se puede pedir». Contempla a Santa Clara, «a Nuestra Amada Señora», a «nuestro padre San José» y, en muchas ocasiones, a los jesuítas a los que tanto venera: en el Cielo, o incluso «acompañados por Dios», o «ascendiendo al Cielo»... hasta que, por razones pecuniarias, ¡los declara peones del Diablo!

A propósito del Diablo: persigue a Santa Teresa, pero ésta le asusta por medio de la señal de la cruz («yo hacía lo que podía») y recurriendo al agua bendita, con resultados cada vez más satisfactorios. Cierto día, Belcebú la atormenta «durante cinco horas, con dolores tan crueles y una inquietud interior y exterior tan grande que pensaba que ya no podría soportarlo». Incluso sus hermanas espirituales estaban trastornadas.

En otra ocasión, Teresa ve junto a ella «a un morito abominable, que hacía rechinar los dientes como un condenado» porque no conseguía aquello que le sugería su mal espíritu. Y eso que atacó duramente a la Santa, y las pobres monjas, que vieron de nuevo a su madre presa de horribles convulsiones, es probable que volvieran a trastornarse bastante. «Así que tuve que golpear y forcejear violentamente, con todo mi cuerpo, con la cabeza y con los brazos, sin poder contenerme».

Acostumbrarse poco a poco a las partes de Dios

No obstante, el Señor penetraba sin el menor esfuerzo allí donde la banda infernal no llegaba nunca. Así ocurrió en el convento de Beas. En un primer momento, Dios se limitó a poner un simple anillo en el dedo de la santa, como signo de compromiso; luego se mostró, pero sólo peu la peu: primero las manos, más tarde el rostro y finalmente entero; ella no lo habría «resistido» todo al mismo tiempo. En cambio, así disfrutó de las partes divinas pieza a pieza, por así decirlo.

Al igual que a muchos comunes mortales, a la santa el amor también la convierte en poetisa. Exultante, la más grande mística católica toma la lira y canta:

Ya toda me entregué y di,

y de tal suerte he trocado,

que es mi amado para mí

y yo soy para mi amado.

Cuando el dulce cazador

 me tiró y dejó rendida

 en los brazos del amor

 mi alma quedó caída.

Un amor que ocupe os pido,

Dios mío, mi alma os tenga,

para hacer mi dulce nido

adonde más la convenga.

La circuncisión de Jesús, naturalmente, arrancó a Teresa el poema correspondiente. Y «en la fiesta de Santa María Magdalena» se puso a reflexionar «sobre el amor que yo debía a Nuestro Señor por aquello de que me había hecho partícipe por medio de esta santa; y estuve animada de un fuerte deseo de imitarla» (13).

Mostrarle la higa al Señor

¡Ah, si supiésemos lo que quiere decir, lo que es, lo que fue la «higa» de Teresa!... Un verdadero acicate para la fantasía, como lo es esa revela­ción de que fue partícipe (¡de primerísima mano!) acerca de la Gran Peca­dora, sobre la que también mantiene discreto silencio. ¡Cuántas especula­ciones sobre la santa ramera habría aclarado Teresa; con cuántos chismorrees y murmuraciones habría podido acabar! Pero no, ése era el secreto de esta aficionada a la posición horizontal de los sinópticos; y ahí estaba la higa teresiana (provenzal «figa»; latín «ficus»). En la Antigüedad el higo y la higuera tenían significado erótico. La etimología popular deri­vaba el verbo pecar, «peccare» del hebreo «pag» (higo), Y aún hoy los cazadores designan con el nombre de la hoja de la higuera el órgano femenino del venado.

Sea como sea, «la bandera de Cristo» es ahora «izada en lo alto», «el comandante de la fortaleza» sube, si se puede expresar así, «a la torre más alta», los árboles comienzan «a llenarse de savia». A lo que añade: «esta comparación despierta en mí un dulce sentimiento». También nota «un brasero en lo profundo de mi interior» y una «sacudida de amor»; «una gran pena y un dolor penetrante» están «unidos a un deleite grande sobremanera»... «una [otra] auténtica herida». Con todo, el divino Esposo se introduce «hasta los tuétanos»; en algunos momentos, la conmoción aumen­ta tanto «que se manifiesta en sollozos» y al alma «le son arrancadas ciertas palabras tiernas que, a juzgar por todas las apariencias, no puede contener, como por ejemplo '¡Oh vida de mi vida!', *¡0h alimento que me mantiene!'». Y, finalmente, es «rociada por un bálsamo que la penetra hasta los tuétanos, difundiendo un olor exquisito y delicado» y «surgen chorros de leche (...)» Está «abismada» en Su Majestad, «completamente abismada en Dios mismo». Él está metido en ella o bien ella en Él. En todo caso, ella le siente de tal forma que «no podía en absoluto dudar de que, en ese abismamiento, él estaba en mí o yo estaba en él». Su Majestad suele hablarle después: «tú eres ahora mía y Yo soy tuyo». Y ella, o más bien su alma —pues sólo tratamos de ésta—, queda fuera de sí y clama:

«planta en mí el amor» (14).

Asaeteada por el dardo

A veces a esta alma también la «penetra un dardo en lo más íntimo del corazón y las visceras, de un modo que ya no sabe cómo es y qué quiere. Reconoce que anhela a Dios y que este dardo parece haber sido hundido en algún veneno (...)» Y «veneno», «pena» y «pena de amor», todo es «tan dulce que ningún placer hay más deleitoso en esta vida». «Entonces, uno no puede mover ni los brazos ni los pies (...) Apenas puede ya tomar aliento; sólo se pueden lanzar algunos suspiros».

A este contexto pertenece, naturalmente, aquella conocida visión in­mortalizada por Bernini en la iglesia romana de Santa Maria della Vittoria de forma tan «espantosamente alusiva» —y por tanto, tan apropiada—, en la cual un ángel clava una y otra vez una larga espada de oro en el corazón de Teresa. Así describe ella la aparición —o, como dice Evelyn Underhill, corrigiéndola, «la auténtica vivencia de la penetración»—, ocurrida hacia 1562: «Vi junto a mi costado izquierdo a un ángel en figura corporal (...) No era grande, sino pequeño y muy hermoso. Su rostro estaba tan iluminado que me pareció uno de los ángeles más preeminentes, que parecen estar envueltos en llamas. Tenía que ser uno de ésos que se llaman querubines (...) En sus manos vi un largo dardo de oro y en la punta de hierro me pareció que había algo de fuego. Se me antojó como si, varias veces, asaeteara mi corazón con el dardo hasta lo más profundo y, cuando lo sacaba de nuevo, me parecía como si sacara con él aquella parte íntima de mi corazón. Cuando me dejó, estaba completamente encendida de fervoroso amor a Dios. El dolor de esta herida era tan grande que me sacaba los dichos suspiros de queja; pero también el deleite que causaba este dolor inusual era tan extremado que en modo alguno podía pedir que se me librara de él, ni podía contentarme ya con algo menor que Dios».

Es suficiente: la larga lanza de oro con punta al rojo vivo («algo de fuego»), la extremada dulzura*del dolor y los gemidos durante el divino entrar y salir del ensartamiento; ya sólo faltaba el «engrudo espiritual» del que habla un místico inglés, una metáfora «si bien algo grosera, total­mente inocente» (15).

Frecuentes apariciones de lanzas y estoques

¿Quién puede sorprenderse de que Teresa reciba la gracia del dardo «muy a menudo», o de que declare que «algo la ha acometido»?

Algo la ha «acometido». En numerosas ocasiones ve dardos, lanzas, estoques o «espadas en las manos» de algunos padres. Con mucho tacto anuncia: «Pienso que eso significaba que los padres defenderían la fe.

Pues en otra ocasión, cuando mi espíritu se hallaba embebecido en oración, creí encontrarme en un campo donde muchos luchaban entre sí, y entre éstos vi también a aquellos frailes que peleaban con gran empeño. Su faz era hermosa y estaba totalmente encendida. Vencían a muchos y los derri­baban; a otros los mataban. La escena parecióme ser una batalla contra los herejes».

Claro que hay visiones parecidas que no dejan lugar a dudas. «Me vi durante la oración completamente sola en un extenso campo; y a mi alre­dedor había gentes de toda condición que me tenían rodeada. Parecía que todos llevaban armas en las manos: lanzas, espadas, puñales y larguísimos estoques, y estaban dispuestos a acometerme con ellos». Pero Cristo, desde el Cielo, alarga su mano a tiempo para protegerla. «Y así, estas gentes, aun deseándolo, no pudieron dañarme».

Es fácil de comprender que sufra con frecuencia esta clase de tribulaciones y que se vea expuesta, «poco después, a un ataque casi idéntico». Pero, en este caso, los que la importunaban no eran precisamente unos completos desconocidos: «Hablo aquí de amigos, parientes y, lo que aún es más sorprendente, de personas muy piadosas. Con la idea de estar haciendo algo bueno, me acosaron luego de tal manera que ya no sabía cómo protegerme o qué debía hacer».

Incluso cuando el diablo se le acerca, Teresa se fija —además de en su «espantosa boca» cuya contemplación la excita «particularmente»— en algo largo y penetrante: «parecía salir de su cuerpo una gran llama, brillantísima y sin sombra alguna» (16).

Levantamientos y sequedades

Las cópulas (espirituales) de Teresa —por lo general, un «ataque rápido y vigoroso»— la dejaban casi siempre «como triturada». Al día siguiente, todavía sentía «un latir fatigoso y dolor en todo el cuerpo; y era como si todos mis miembros estuvieran descoyuntados». «¡Oh, este arte sublime del Señor!» suspira después de haber gozado.

Así se suceden visión tras visión y éxtasis tras éxtasis —«una locura gloriosa, una necedad celestial»—; sus piruetas son cada vez más atrevidas, vuela cada vez más alto, literalmente. Pues, de acuerdo con las palabras del Señor («quiero que en adelante te trates con ángeles y no con hombres», lo que se «cumplió plenamente»); esta «naturaleza extremadamente crítica» alcanzó, al menos, un «presentimiento de la naturaleza angélica» (Nigg). Violando las leyes de la gravedad, se elevaba del suelo, en frecuentes trances místicos, y flotaba, bienaventurada, en el aire; a veces ¡durante media hora! Testigos: las monjas y «damas de la sociedad» (Nigg). Y, naturalmente, ella misma: «Yo casi no estaba en mí, de modo que veía con toda claridad cómo era levantada».

Cierto es que la doctora mística se mostraba sorprendentemente es-céptica —por no decir difamadora— a propósito de los milagros y arroba­mientos de los demás —simples «desmayos de mujeres»—. «Hay personas» dice, «y yo misma he conocido algunas, cuyo cerebro y fantasía son tan débiles que creen ver en la realidad todo aquello que piensan, y ésta es una disposición muy peligrosa». «Como Vuestra Merced sabe, hay personas de tan débil imaginación —aunque no en nuestros conventos— que se figuran ver en la realidad todo lo que se les ocurre; en lo cual el Diablo debe tener alguna parte». En cambio, a través de ella hablaba «manifiesta­mente el Espíritu de Dios».

Sin embargo, no siempre hablaba. Y entonces se presentaba el pecado de la acedía, el ennui spirituel, el «sueño profundo del alma» como dice Casiano, o la «noche oscura» por citar a San Juan de la Cruz; ese estado de aflicción que Matilde de Magdeburgo deplora con las siguientes palabras: «cuando despierta la esposa fiel, piensa en su amado. Y si no lo tiene consigo, comienza a llorar. ¡Ay, con cuánta frecuencia le sucede esto, espiritualmente, a la esposa de Dios!» Es esa desgracia que arrancó a Arnulf Overland lamentos tan compungidos como los de la misma Matilde: «entonces, ella cayó sobre sus rodillas y sintió el deseo de ir junto a Él. Él la rodeó con sus divinos brazos y puso su paternal mano sobre sus pechos, mirándola profundamente a los ojos. ¡Y cómo no iba a besarla!»

Durante dieciocho años, Teresa padece «grandes sequedades» informa de su «soledad y sequedad». «Me encontraba entonces en gran sequedad» etcétera. Por supuesto, considera «esta sequedad una gran merced». Ya que, de ese modo, la futura efusión divina será aun mejor. Por ello, «para explicar ciertos asuntos de la vida espiritual» Teresa siempre vuelve a su «imagen preferida»: «la irrigación del alma mediante una red de canales hábilmente dispuesta por el Jardinero». El Señor se presenta como «una esponja totalmente empapada de agua». Teresa queda desbordada por los «manantiales» del «Esposo» por la «fuente de agua bendita» que riega su «jardín» y siente, en todo su realismo, cómo el «poder del fuego sólo se sofoca con un agua que aumenta su ardor». Y el agua, entonces, fluye, borbotea, salpica, «igual que las fuentes». «El amor siempre hierve y bulle». Y siempre se seca de nuevo, lo que no deja de ser terrible. Pero también vuelve, «porque el agua atrae más agua hacia sí» (17).

4. MÍSTICA PREPUCIAL EN LA EDAD MODERNA

La experiencia sexológica enseña que la represión sexual enferma, pervierte o atiza el deseo.

WILHELM REICH (18)

Más tardíamente, el elemento antinatural de la moral cristiana siguió haciendo brotar toda clase de flores de la mística del noviazgo y el ardor.

Ángelus Silesius, el cantor clerical de Silesia («¡Hacia mí, dice Cristo, nuestro héroe!»), escribe en 1657, en el prólogo de su conocido opúsculo Placer santo de almas o églogas espirituales de la Psique enamorada de Dios: «¡Alma enamorada! Aquí te entrego las églogas espirituales y ansias amorosas de la esposa de Cristo a su Esposo, con lo cual te puedes com­placer a tu gusto y, en los desiertos de este mundo, puedes suspirar por Jesús, tu amado, íntima y amorosamente, como una casta tortolita». Y lo que sigue suena así:

¡Ah, qué dulce es Tu sabor

para aquel que lo puede probar!

 Ah, qué limpio, puro y transparente

 es Tu flujo, Tu manantial.

 Ah, que todo placer y consuelo

 brota de tu apacible seno.

Los libros de cánticos de iglesia rebosan de poemas como «¡Oh, Rosamunda, ven y bésame!» «Estrella polar de las almas enamoradas». «Que yo esté enamorado, tu juicio enamorado lo provoca». «Príncipe de las Alturas, que me prometiste matrimonio» y otros similares.

Un poema de iglesia (que se canta con la melodía de «Jesús de mi corazón, contento mío») comienza:

Ven, paloma mía, placer purísimo,

ven, que nuestro lecho está floreciendo.

Y contiene estos versos:

Fogoso placer, oh, casto lecho,

 en él mi amor me encuentra, (...)

tú puedes del dulce matrimonio

el yugo entre nosotros disponer:

por eso te ofreces, por eso penetras,

 mi espíritu quiere que tú lo atravieses,

y sólo tu juego al fin padecer (...)

En el Ingenioso Libro de Cánticos de comienzos del siglo XVIII brillan las estrofas:

Te busco en el lecho hasta la mañana,

 oculta en la alcoba de mi corazón:

te callo o te llamo, recorro el gentío

y me ven perseguirte, Jesús, por amor.

Le tengo, le retengo, y no quiero perderle,

 deseo que me acoja y deseo abrazarle,

quisiera introducirlo en la alcoba de la madre;

así disfrutaré de todas sus mercedes,

Muchos otros «escritos edificantes» de este tiempo irradian el mismo arrullo espiritual:

Amor mío, tesoro mío, Esposo mío, me tiendo en tu regazo,

penetro en tu corazón, tú nunca te desprenderás de mí;

quiero estar embarazada de tí (...)

Y así otros muchos.

«Más adentro, más adentro»

La Comunidad de Hermanos Moravos (básicamente luterana), fundada en el siglo XVIII por Nikolaus Ludwig, conde von Zinzendorf, intensificó su fe mediante metáforas algo cursis de origen obvio. En los círculos de formación pietista, destaca la identificación de la herida en el costado del Crucificado, el llamado «huequecito del costado» con el órgano sexual femenino, una idea que tuvo su consiguiente aplicación literaria.

Más adentro, más adentro, al costadito

se allega un pajarillo que acaba de llegar

para cantar exultante «pleurae gloria»

y en la dulce herida poderse acomodar.

Es atraído por el imán primigenio,

en un tierno arrobo mantiénese erguido

y no hay para él bien mayor en estima

que aquel cuerpo amado del que está prendido.

Se convertía a la herida del costado de Jesús en «herida-ahejilla», «herida-pañito», o «herida-pececillo»; y leemos: «se desliza en el huequecito del costado», «hurga en el interior», «roe», «lo lame».

Ay, al hueco de la lanza

acerca tu boca,

que besado, besado ha de ser (...)

Incluso se ensalza al falo como «miembro secretísimo» de los «ungüentos conyugales» (19).

Problemas prepuciales

Si un papa iba a la peregrinación del prepucio de Abraham nada menos que en 1728, no debe extrañar que el prepucio de Jesús haya con­movido a los devotos cristianos tan profundamente.

Una larga nómina de padres de la Iglesia estuvieron atormentados por el destino de este prepucio, que Dios debió de perder al octavo día de su vida terrenal.

¿Se había podrido? ¿Se había vuelto demasiado pequeño o había cre­cido milagrosamente? ¿Se fabricó el Señor uno nuevo? ¿Lo tenía en la Ultima Cena, cuando convirtió el pan en su cuerpo? ¿Tiene prepucio, ahora en el Cielo, y es adecuado a su grandeza? ¿Cuál es la relación entre su divinidad y el prepucio? ¿También se extiende la divinidad al prepucio? ¿Y la reliquia? ¿Puede ser auténtica? ¿Debe ser adorada, como otras reliquias, o simplemente venerada?

Y finalmente: ¿por qué hay tantos prepucios de Jesús? La monografía escrita por el exdominico A.V. Müller titulada El sagrado prepucio de Cristo (1907) anota, al menos, trece lugares que se vanaglorian de poseer el «auténtico» prepucio divino: el Lateranense y los de Charroux (junto a Poitiers), Amberes, París, Brujas, Bolonia, Besançon, Nancy, Metz. Le Puy, Conques, Hildesheim, Cálcala, y «probablemente algunos otros». El precioso bien llegó a Roma de la mano de Carlomagno, a quien se lo había facilitado un ángel.

Con el tiempo, se desarrolló un culto prepucial en toda la regla. En 1427 se fundó una Hermandad del Santo Prepucio. Muchas personas, y en especial las embarazadas, peregrinaban para visitar el pellejo conservado en Charroux, al que se atribuyó un efecto benéfico sobre la marcha del embarazo en la época de Pierre Bayie, en la de Voltaire y en la de Goethe. La pieza conservada en Amberes tenía sus propios capellanes. Cada semana se celebraba allí una misa mayor en honor del santo prepucio, y una vez al año lo llevaban «en triunfo» por las calles. Aunque era pequeño e invisible, los favores que concedía debían de ser grandes... (20).

El prepucio de Jesús como anillo de compromiso

El jesuita Salmerón exalta sugestivamente la advocación del prepucio de Jesús como anillo de compromiso para sus esposas. «En el misterio de la circuncisión, Jesús envía a sus esposas (como una doncella tenida por santa ha dejado escrito) el anillo de carne de su preciosísimo prepucio. No es duro; enrojecido con sardónice, lleva la leyenda 'por la sangre derramada'. También lleva otra inscripción que recuerda el amor, es decir, el nombre de Jesús. El fabricante de este anillo es el Espíritu Santo, su taller es el purísimo útero de María (...) El anillo es blando y si lo pones en el dedo de tu corazón, transformará ese corazón de piedra en un corazón (de carne) compasivo (...) El anillo es resplandeciente y rojo porque nos vuelve capaces de derramar nuestra sangre y de resistir al pecado, y porque nos convierte en seres puros y piadosos».

Si toda una legión de teólogos caviló sobre el dudoso paradero de la reliquia, ¿cómo no iba a ser mayor y más fanático el círculo de las doncellas sometidas a estos éxtasis prepuciales? Santa Catalina de Siena, que era capaz de rodar por el suelo gritando, suplicando los «abrazos» de su «dul­císimo y amadísimo joven» Jesús, llevaba en el dedo el prepucio (invisible) de Cristo, que Él mismo le había regalado. Según nos comunica el confesor de Catalina, ella le declaraba a menudo, con muchísima timidez, que veía el anillo constantemente, que «no había un solo momento en que no lo notara», y cuando el propio dedo de Catalina se convirtió en reliquia, «diversas personas piadosas» que rezaban ante él también observaban el anillo, aunque era invisible para el resto. Todavía en 1874, la misma gracia le fue concedida a dos jóvenes estigmatizadas, Célestine Fenouil y Marie Julie Jahenny; catorce hombres vieron cómo el anillo que llevaba esta última se hinchaba y se volvía «rojo bajo la piel». Su obispo estaba «com­pletamente entusiasmado» (21).

El menú prepucial de la Blannbekin

Pero, en fin, qué es todo esto si lo comparamos con la experiencia prepucial de Agnes Blannbekin, una monja muerta en Viena en 1715, cuyas «revelaciones» fueron documentadas en 1731 por el benedictino austríaco Pez.

Casi desde la adolescencia, informa el padre Pez, la Blannbekin había echado de menos esa parte que Jesús había perdido: el ilocalizable pellejo del pene del Señor. Más concretamente, «siempre que llegaba la fiesta de la Circuncisión» solía «llorar el derramamiento de sangre que Cristo se había dignado padecer desde el mismo comienzo de su infancia, lo que hacía con íntima y muy sincera compasión». Y precisamente en una de estas fiestas ocurrió que, justo después de la comunión, Agnes sintió el prepucio en su lengua. «Mientras estaba llorando y compadeciéndose de Cristo» nos cuenta el bien informado Pez, «comenzó a pensar en dónde estaría el Prepucio. ¡Y ahí estaba! De repente, sintió un pellejito, como la cascara de un huevo, de una dulzura completamente superlativa, y se lo tragó. Apenas se lo había tragado, de nuevo sintió en su lengua el dulce pellejo, y una vez más se lo tragó. Y esto lo pudo hacer unas cien veces... Y le fue revelado que el Prepucio había resucitado con el Señor el día de la Resurrección. Tan grande fue el dulzor cuando Agnes se tragó el pellejo, que sintió una dulce transformación en todos sus miembros».

La base libidinosa de todo este circo amoroso con Jesús y la Virgen, prepucios y pezones, falos y leche materna, ¿podría ser más evidente? Dejando a un lado el aspecto puramente literario, no hay ninguna diferencia de relieve entre una mística «auténtica» y otra «inauténtica» entre una mística elevada y otra inferior, entre mística y misticismo. En todo lo sobrenatural siempre aparece la naturaleza; la sexualidad aparece en la «espiritualidad», eros en ágape, distintos en la forma, es cierto, pero no en el fondo. Si alguien se pone a gritar mientras se revuelca por el suelo o se masturba con un crucifijo, no se trata más que de un simple sucedáneo del instinto reprimido materializado.

Therese Neumann y el final de los trovadores

Las más recientes practicantes de la mística en la Iglesia son desconsoladoramente sobrias e inexpresivas, al menos en el plano verbal. Porque ya ha pasado la época del amor a Jesús, tal y como lo entendieron los espíritus más notables del Medievo.

Así por ejemplo, según el capellán Fahsel, las representaciones de Therese Neumann, de Konnersreuth, (muerta en 1962), y en especial su mímica, aún tenían un efecto «tan intenso y maravilloso como yo nunca he visto entre las mejores actrices» (¡muy bueno!), pero sus expresiones eran de un laconismo desconcertante. Su parlanchína tocaya española habría necesitado volúmenes enteros para lo mismo que Therese explica con una sobriedad extremada: «Oh, ya no puedo ver, ni puedo oír, ni puedo pensar ni actuar».

En consonancia con el creciente grado de ilustración y con la generalización del objetivismo, en definitiva, en consonancia con un modo de vida determinado por criterios más racionales, los místicos y mixtificadores se van extinguiendo. La histeria pierde terreno en todos los países occidentales y el mundo afectivo está mejor integrado. Se comprende la queja del fanático: «¡qué distintos a los de hoy en día eran el amor a la sabiduría eterna y el sentimiento mariano hace cuatrocientos años, en la época de la Alemania católica! ¡Aquel tiempo, cuando la escarcha de una mal llamada Reforma todavía no había destruido para siempre esa preciosísima flor (!) del pueblo alemán, la delicada mística medieval, consagrada a Cristo y a María! ¿Pero para siempre? No, ¡mantengo la firme esperanza de que no!» Y aquí se dice en negrilla: «Cuando haya pasado el invierno del protestantismo, cuando todos esos que hoy protestan contra Jesús, María y la Iglesia se hayan ahogado en su propia sangre (!), cuando las ideas del protestantismo, el liberalismo y el socialismo se hayan aniquilado mutua­mente en una lucha a vida o muerte (!), entonces, sí, entonces, una prima­vera católica de mística medieval en honor de Cristo y de María florecerá de nuevo entre nuestro pueblo» (22).

No obstante, aparte de que entre esta gente, época floreciente y derramamiento de sangre siempre son sinónimos, en el pasado los religiosos no se contentaron solamente con sucedáneos devocionales o con arrebatos y desahogos místicos. Por mucho que los pechos de María rebosaran de leche, por dulce que fuera el prepucio del Señor, por mucho que los extá­ticos besuquearan, lamieran, se excitaran y se extenuaran, o ungieran las heridas abiertas y las encolaran, las embutieran y las rellenaran con lo primero que se les ocurría, por más que se hicieran amar hasta el desfalle­cimiento o elevar por los aires... en general, sus preferencias se decantaron por formas de. amor más profanas.


CAPÍTULO 12. DE LA CRONIQÜE SCANDALEUSE DE LOS MONJES

Esos establos de Augias que se llaman Iglesia de Cristo y que no son más que un burdel del Anticristo (...) - KONRAD WALDHAÜSER, canónigo agustino (siglo XIV)

Los monjes deben ser la sal de la tierra; pero la han sazonado con orgullo y lujuria, con un desenfreno que ya no se puede tratar de justificar. - GEILER VON KAYSERBERG, magistral (siglo XV)

Por el contrario, son tan pocos los que andan por el camino de la perfección monacal, que un fraile o una monja que quieran iniciarse seriamente en su vocación han de temer más a sus propios compañeros en el convento que a todos los espíritus del Infierno juntos. - SANTA TERESA DE ÁVILA (siglo XVI)

Ningún hermano o monje o sacerdote debe cruzar el umbral de tu habitación; evítalos, pues no hay peor peste (...) Los místicos y los picaros/railes, que debían ser castos, están día y noche en celo; andan en público con rameras (pellicibus) o, en secreto, con muchachos y mujeres casadas (...) muchos fornican con ganado (ineunt pecudes), y el campo y los bosques se llenan de oprobio y cada ciudad es un burdel. - P.A. MANZOLLI, entregado al tribunal de la Inquisición

Desde tiempos remotos, a los conventos acudía toda clase de gente y, a menudo, no por razones religiosas.

Ya en la Antigüedad, entrar en un convento era una decisión tan poco voluntaria como pueda serlo hoy el entrar en una fábrica. En la Edad Media, la nobleza hacía que algunos de sus hijos tomaran hábito para asegurar su futuro o porque eran muy feos. «Si el hijo de un noble es bizco, cojo, cretino, lisiado o mutilado» dice el descalzo Pauli, «ya tenemos una monja o un fraile, como si justamente Dios no hubiese preferido nada más hermoso». A menudo —como todavía pasa hoy a veces— se abando­naba el mundo por un desengaño amoroso, o por miedo a un matrimonio que se aborrecía; y de vez en cuando por algún crimen, porque los con­ventos tenían derecho de asilo (1).

¿Un murmullo de salmos?

La toma de hábitos ha sido, en todas las épocas, un medio para poder vivir y amar con más facilidades. No todo el mundo había nacido para «murmurar salmos y repetirlos sin orden alguno hasta el aburrimiento», como escribía en 1185 el teólogo Pedro de Blois.

San Agustín, pese a sus elogios a los monjes, ya enseñaba, sin em­bargo, que «no conocía a gente peor que esos que acababan en los monas­terios». Salviano, otro Padre de la Iglesia, se quejaba en el siglo V de los que «se entregan a los vicios del mundo bajo el manto de una orden».

En el siglo VI, el británico Gildas escribe: «Enseñan a los pueblos, les dan los peores ejemplos mostrándoles cómo practicar los vicios y la inmoralidad (...)» A comienzos de la Edad Media, Beda atestigua que «muchos hombres eligen la vida monacal sólo para quedar libres de todas las obligaciones de su estado y poder disfrutar sin estorbos de sus vicios. Estos que se llaman monjes, no sólo no cumplen el voto de castidad, sino que llegan incluso a abusar de las vírgenes que han hecho ese mismo voto».

Lo mismo ocurrió en todas las regiones infestadas por la dogmática romana y la hipocresía. En la alta Edad Media, el abad cluniacense Pedro el Venerable, luego canonizado, nos dice que, por más que buscaba en casi toda Europa, en lugar de monjes no veía ya nada más que calvas y hábitos. En la Edad Media tardía, Nicolás de Clemanges, secretario personal del papa Benedicto XIII, reconoce que los frailes eran justo lo contrario de lo que debían ser, pues la celda y el convento, la lectura y la oración, la regla y la religión, eran para ellos lo más aborrecible que había. A comienzos de la Edad Moderna, Giordano Bruno habla del «cochino mo­nacato», generalizando el calificativo. Y Voltaire llega a decir que «los monjes que han corrompido a las gentes están por todas partes» (2).

Mujeres: «(...) ni entrar ni salir del convento»

Claro está que la Iglesia tomó todas las medidas de prevención ima­ginables. Ya en tiempo de Pacomio, las mujeres no debían «ni entrar ni salir del convento» como escribe un católico moderno. Si una mujer dirigía la palabra a unos monjes al pasar junto a ellos, «el más anciano (...) tenía que responderle con los ojos cerrados». Los benedictinos también se regían por una estricta clausura. Los cluniacenses no dejaban establecerse a las mujeres ni siquiera en las proximidades de sus monasterios —en un círculo de dos millas—. Los franciscanos, como se dice en la segunda regla de la Orden, debían «tener cuidado con ellas y ninguno debe conversar o sim­plemente andar con ellas o comer de su mismo plato en la mesa». Y, en una tercera regla, san Francisco prohibió «enérgicamente a todos los her­manos entablar relaciones o consultas sospechosas con mujeres y entrar en conventos femeninos». «A fin de no dar al diablo ninguna ocasión», disponía el sínodo de París en 1212, «las puertas que despierten sospechas, las distintas zonas de las abadías, los prioratos y todas las estancias de las religiosas deben ser atrancadas por orden de los obispos». Pero el mejor sistema de vigilancia fue siempre hacer que los monjes se confesaran constantemente: en los monasterios irlandeses de la primera época, no menos de dos veces al día.

Las infracciones se castigaban duramente. Así, los libros penitenciales de comienzos de la Edad Media fijaban una penitencia de tres años para el monje que se acostaba con una muchacha; si lo hacía con una monja le caían siete años; si cometía adulterio, diez años de penitencia, seis de ellos a pan y agua; si la relación era incestuosa, doce años, seis de ellos a pan y agua. En el caso de que dos religiosos se casaran, el papa Siricio, en las primeras decretales llegadas hasta nosotros, ya exigía como expiación que fueran «encerrados en sus habitaciones» a perpetuidad (!), lo que fue, en principio, la pena habitual durante siglos. Con motivo de una apelación, el papa Zacarías —conocido «sobre todo, por su misericordia»— ordenó en el año 747 que se arrojara a una mazmorra a ios monjes y monjas que hubiesen roto los votos, y que permanecieran allí, haciendo penitencia, hasta su muerte (3).                                ,

«Y así alimentaban la carne con antojos»

Pero todas las precauciones, castigos y apaleamientos fueron inútiles; el libertinaje de los frailes era tan proverbial (infra) y el refinamiento de su inmoralidad tan extremado que algunos caballeros se enfundaban el hábito antes de irse a la aventura.

Más aún, el aislamiento de los conventos, la protección de la clausura y la ociosidad, lo que hacían realmente era estimular el desenfreno. En las iglesias se bailaba y se cantaban coplas. Las tabernas vivían de los monjes, compañeros de bufones y prostitutas.

En Jutlandia los religiosos fueron expulsados o desterrados a perpe­tuidad a causa de su libertinaje; en Halle se pegaban revolcones con las jovencitas en una zona del monasterio convenientemente apartada; en Magdeburgo, los monjes mendicantes se beneficiaban a unas mujeres llamadas Martas. En Estrasburgo, los dominicos, de paisano, bailaban y fornicaban con las monjas de Saint Marx, Santa Catalina y San Nicolás. En Salamanca, los carmelitas descalzos «iban de una mujer a otra». En Farfa, junto a Roma, los benedictinos vivían públicamente amancebados. En un convento de la archidiócesis de Arlas, los ascetas que quedaban convivían con mu­jeres como en un burdel. Y era conocido por todos los vecinos que los religiosos del arzobispado de Narbona tenían mancebas (focarías); entre ellas, algunas mujeres que habían arrebatado a sus maridos.

Para convencer más fácilmente a las mujeres, los padres les contaban que dormir con un fraile en ausencia del marido era un medio para prevenir distintas enfermedades. Muchas veces les arrancaban sus favores sexuales afirmando que el pecado con ellos era mucho más leve, cien veces menor que con un extraño. Al parecer, en la región de los calmucos las mujeres preferían fornicar con los monjes justamente por razones religiosas. Por lo visto, les hicieron creer que, después, participarían de su santidad.

El teólogo de Oxford John Wiclif (1320-1384) nos ofrece una imagen plástica de esta vida espiritual: «la perdición y la licencia en el pecado son tan grandes», escribe, «que había sacerdotes y monjes (...) que mataban a las doncellas que se negaban a cohabitar con ellos. No menciono su sodomía, que sobrepasaba toda medida (...) Bajo sus capuchas, hábitos y sotanas, seducían a sus mujercitas (juvenculas), a veces después de que a éstas ya les habían afeitado el cabello (...) Tras escuchar sus confesiones, los monjes mendicantes abusaban de las mujeres de nobles, comerciantes y campesinos, mientras sus maridos estaban en la guerra, en sus negocios o en sus campos (...) Los prelados poseían a monjas y viudas. Y así ali­mentaban-la carne con antojos».

No obstante, los abades como Bemharius, del monasterio de Hersfeid, con frecuencia «superaban a todos con los peores ejemplos». Tenían hijos a montones: el abad Clarembaldo de San Agustín, en Canterbury, tuvo diecisiete sólo en una aldea; o se apareaban con sus parientes más cercanos, como el abad de Nervesa, Brandolino Waldemarino, que hizo asesinar a su hermano y se acostaba con su hermana.

Todavía a finales del siglo XVIII, los superiores de algunos monaste­rios —como el abad Trauttmannsdorff de Tepl, en Bohemia— no pisaban el convento o el coro durante años y acudían a la iglesia generalmente sólo en las grandes festividades, pero daban espléndidas fiestas y bailes en el monasterio, servidos por lacayos de relucientes libreas, derrochando grandes patrimonios.

Lo mismo se puede decir de órdenes mendicantes como la de los franciscanos irlandeses, los llamados hiberneses de Praga. En la celda de su guardián se bailaba y se cantaba hasta la medianoche; daban banquetes en la sacristía, junto al altar mayor, y mientras los hermanos mayores golpeaban brutalmente a los jóvenes, los padres retozaban con las mujeres entre los viñedos (4).

Sólo al servicio de Nuestra Señora Celestial María

Los caballeros de la Orden Teutónica mostraron asimismo una es­pléndida vitalidad. Pues al igual que su amor al prójimo no fue el menor obstáculo para que exterminaran a la mitad de Europa Oriental, su votum castitatis, una vida «sólo al servicio de Nuestra Señora Celestial María» tampoco les impidió joder con todo aquello que tuviera vagina. Casadas, vírgenes, muchachas y, como podemos sospechar no sin fundamento, in­cluso animales hembras. En el enclave de Marienburg los maridos apenas salían por las noches de sus casas por miedo a que arrastraran a sus mujeres hasta la fortaleza y abusaran de ellas. Una parte de la explanada del castillo siguió denominándose durante bastante tiempo «el suelo de las doncellas», en recuerdo de las pasiones sexuales de los caballeros espirituales. «Como resultado del sumario sobre la casa de la Orden en Marienburg ha quedado probado que, con el subterfugio de las confesiones, fueron sistemáticamente seducidas doncellas y casadas, habiendo capellanes de la orden que llegaron al extremo de raptar a niñas de nueve años».

Suspirando por los hermanos y por los animales

Por otra parte, las frecuentes dificultades para mantener relaciones heterosexuales debieron de empujar a muchos monjes a la homosexualidad o a otros tipos de contactos sexuales.

Es cierto que contra eso se tomaron todas las precauciones imaginables. Ya en el monacato más antiguo ningún monje podía hablar con otro en la oscuridad, ni agarrarle de la mano, lavarlo, enjabonarlo o tonsurarlo; incluso debían guardar una pequeña distancia entre ellos, tanto si estaban parados como si iban caminando. Tampoco debían «cabalgar dos juntos a lomos de un asno sin montura». Se prefería que los monjes no durmieran en celdas individuales. En el pabellón, cada cual tenía que permanecer vestido en su propia cama, generalmente uno más anciano entre dos jóvenes, y el dormitorio tenía que estar iluminado durante toda la noche hasta el ama­necer; además, un grupo reducido velaba por tumos. Pero por muy completa que fuese la labor de espionaje, los monasterios, como las cárceles, siempre fueron centros de relación homosexual, relación que los monjes fueron los primeros en difundir.

En la Antigüedad sucedía más abiertamente y comunidades religiosas enteras fueron destruidas por la pederastía. Hoy en día se guarda cierta discreción. Un personaje anónimo, de treinta y cinco años de edad, confiesa:

«La inclinación homoerótica se reforzó en mí en el mundo puramente masculino de la escuela del convento». Nuestro informante inició a algunos chavales «en la sexualidad, individualmente o en pequeños grupos», me­diante determinados «actos sexuales». Pero tenía «miedo a ser descubierto» así que, «con una sola excepción, no solía repetir. La excepción fue un joven con el que tuve una relación sexual completa en diversas ocasiones». Otro fraile, profesor universitario: «El deseo me atraía hacia algunos amigos y hacia la relación homosexual con ellos (...) Nadie podía ofrecerme algo distinto». Un tercero: «debido a que en el internado estábamos absoluta­mente apartados de las chicas, esta inclinación se desarrolló de forma exclusiva y ha seguido existiendo en mí hasta hoy».

Los monjes fornicaban incluso con seres que en el cristianismo no están precisamente bien vistos. Así, cuando, a comienzos del siglo IX, y a causa de los continuos escándalos, se suprimieron los monasterios mixtos en Europa oriental (donde ambos sexos aspiraban al Cielo separados, pero bajo el mismo techo), el abad Platón, con admirable coherencia, expulsó también del área de su monasterio a todos los animales hembras. Hasta San Francisco, el amigo de los animales, se vio obligado en su segunda regla a prohibir a todos los hermanos, «tanto clérigos como laicos, que tuvieran un animal, ellos pismos o en casa de otros o por cualquier otro medio»'. Y en el siglo XIV el gran maestre de la Orden Teutónica, Conrado de Jungingen, volvió a prohibir «cualquier clase de animal hembra en la casa de la Orden en Marienburg» (5).

Dispensando mercedes con el látigo

Un peculiar intento de satisfacción sexual era el castigo corporal, que se practicaba en los conventos desde siempre y que, curiosamente, servía, entre otras cosas, para expiar los pecados sexuales. Porque lo que hace el castigador por deseo del castigado, eso que llama orden, disciplina, moral o lo que sea, a menudo sólo persigue, en realidad, obtener placer, calmar sádicamente la propia libido, lo que con frecuencia lleva a quien está siendo azotado a la eyaculación (o en las mujeres, al orgasmo). Algunos educadores disfrutan tanto «zurrando la badana» a sus alumnos y «dándoles una tunda» que ya no pueden mantener relaciones sexuales.

En realidad, el goce era a veces reciproco; y es que la flagelación pasiva, en especial entre los jóvenes, provoca la erección del pene o el clítoris y, a veces, en pleno azote de nalgas, la eyaculación, como ya sabía el Talmud.

Aplicarse ortigas, como era corriente entre los penitentes cristianos —muchos conventos las plantaban con esa finalidad—, fue, desde la An­tigüedad, un recurso afrodisiaco. Asimismo, las mujeres francesas se mas-turbaron durante mucho tiempo con ortigas y, todavía en el siglo XVIII, los burdeles dedicados a la flagelación siempre estaban provistos de matas recién cenadas, destinadas a las prácticas sadomasoquistas.

Un grabado medieval en madera muestra a una abadesa que azota el trasero desnudo de un obispo con una vara de abedul, con evidente complacencia por ambas partes. En el monasterio mixto de Fontevrault, cuya jurisdicción estaba en manos de una abadesa, las hermanas mandaban y los monjes servían, y cada monja podía azotar a un monje en las espaldas, en el trasero o en los genitales, a su completa discreción. Si el monje se quejaba, la abadesa le zurraba de nuevo. Pero la severidad nunca era ex­cesiva y frailes y monjas se disciplinaban juntos, actuando el confesor y la abadesa como «dispensadores de mercedes».

«Disciplinar» a las mujeres, incluidas las aristócratas, se convirtió en todo un juego de sociedad, especialmente entre los jesuitas. Dado que, de acuerdo con los estatutos, era un deber «imitar la pureza de los ángeles mediante la radiante limpieza de cuerpo y espíritu», no sólo fustigaban a sus alumnos, sino también a las muchachas que se confesa­ban, para poder verlas desnudas. El padre Gersen S.J. se convirtió en un adicto de esta práctica, hasta el punto de que solía atacar a las jóvenes aldeanas cuando estaban trabajando en el campo. La crónica de la Orden, versificada en latín, informa: «Pater Gersen, virgines suas nudas caedebat flagris in agris. O quale speculum ac spectaculum, videre virgunculas rimas imas».

En Holanda, los jesuítas fundaron una hermandad, formada entre las mujeres ricas y nobles, cuyos miembros se hacían azotar una vez a la semana. No obstante, no recibían la «penitencia» sobre la espalda desnuda, la disciplina secundum supra; seguramente por consideración, se les aplicaba la «disciplina española» o disciplina secundum sub —mucho más popular pero muy discutida—, consistente en azotes en los genitales, las piernas, los muslos y el trasero. Esta modalidad debió de ser habitual entre las mujeres y las jóvenes; es de suponer que provocara en ellas ciertos movimientos lúbricos muy naturales. Las damas holandesas disfrutaron mucho en aquella época con este tipo de castigo y animaron a los padres a «pro­seguir con su paternal disciplina».

En España las penitencias corporales de las mujeres después de la confesión fueron de uso corriente. Los jesuítas hacían con ellas las delicias de damas de la corte, princesas extranjeras o esposas e hijas de ministros, que las recibían desnudas en la misma antecámara de la reina. «He escu­chado de eminentes españoles», escribe G. Frusta en el siglo XIX, «que los jesuítas y los dominicos, quienes como confesores se convertían en asiduos y casi imprescindibles visitantes de toda casa que fuera un poco distinguida, practicaban multitud de cosas como las mencionadas y que, avisados de antemano, asistían, unas veces ocultos y otras no, a las disci­plinas prescritas, en particular en los conventos donde se solía encerrar a mujeres rebeldes o frivolas, muchachas enamoradas y otras tales (lo que aún hoy sigue sucediendo). Cuando la dama era especialmente atractiva, dirigían la ejecución ellos mismos» (6).

En Europa Oriental, orgías al pie del altar

En los monasterios rusos también se rindió homenaje al flagelantismo hasta bien entrado el siglo XIX. Destacaban, entre los más conocidos, los conventos de Ivanovsky y los de vírgenes en Moscú, donde, sin importar la edad, «sabían unir en maravillosa combinación religión y erotismo,

mística y deleite».

Naturalmente, las religiosas rusas y las occidentales estaban sometidas, por lo general, a situaciones idénticas. Así por ejemplo, el zar Iván III tuvo que decretar en torno a 1503 «que monjes y monjas no vivan nunca juntos, sino que los monasterios de hombres y de mujeres deben estar separados». E Iván IV, que curiosamente instituyó un tribunal laico para la vigilancia de la moral de los sacerdotes, constataba en 1552: «Los monjes mantienen sirvientes y son tan desvergonzados que llevan mujerzuelas al monasterio para derrochar los bienes de éste en vicios y entregarse a la lujuria general (...) Finalmente —y esto es lo más deplorable, lo que atrae sobre un pueblo la cólera divina, la guerra, el hambre y la peste—, también se dan a la sodomía».

En el siglo XVIII —cuando un viajero alemán llegado de Rusia in­forma de que «la principal ocupación de los sacerdotes y monjas rusos es el comercio con la superstición, el crimen y la inmoralidad»—, la zarina Isabel, que era muy devota, escogió con toda intención los monasterios como residencias de paso y allí, con cínicos arrebatos religiosos que de­bieron de servir de ejemplo para la mayor parte del clero, promovió verdaderas apoteosis de la carne, por las que su confesor Dubiansky —la persona «más importante» de la Corte— tenía que absolverla de vez en cuando, sobre el terreno. El historiador que se entrega a la tarea de retratar con fidelidad estas farsas religiosas y eróticas, que se cedían el escenario unas a otras a un ritmo frenético, parece un fiel copista de la obra de un' Sade. Como en las más demenciales escenas descritas por este diabólico genio, vemos representados en los monasterios de la Rusia de Isabel los dramas eróticos más terribles y sangrientos. Se celebran orgías al pie de los altares, se hacen ofrendas a la más refinada lujuria, con las imágenes sagradas en las manos. La gula y los excesos extienden enfermedades contagiosas por todo el estado ruso, eclesiástico y monacal. Un archiman­drita (arzobispo) «viola a una muchacha en plena calle»... y no le ocurre nada en absoluto (7).

Por lo que respecta a las monjas —que, en la Rusia de aquel tiempo, no ocultaban ni a sus amantes ni a sus hijos, a los cuales educaban ellas mismas y que, por lo general, se convertían a su vez en monjas y monjes— no les iban a la zaga a los frailes in puncto sexti.


CAPÍTULO 13. LAS MONJAS

No sé si sería mejor que una hija entrara en un convento así o en una casa para mujeres. ¿Por qué? Porque en el convento es una puta (...) -GEILER VON KAYSERBERG, magistral (1)

Hoy en día, imponer el velo de novicia a una muchacha significa entregarla a la prostitución; ni más ni menos. - NICOLÁS DE CLEMANGES, teólogo y rector de la universidad de París (2)

Cabeza espiritual y vientre mundano es lo que una monja necesita hogaño.- Proverbio medieval

El peligro de los eunucos y de los confesores

Como muchos hombres, también las niñas y las mujeres entraban a menudo en una orden contra su voluntad.

Los nobles más pobres eran quienes más empujaban a sus hijas a ingresar:

Fíjate: cuando un noble

a su hija no puede casar

ni tiene dinero de dote,

al convento la verás entrar,

escribe Thomas Murner, franciscano y rival de Lutero. En segundo lugar, desembarcaba allí el excedente femenino de la burguesía. A veces desaparecían en las casas de devoción hijas de procedencia ilegítima, incluso de gente de religión, como le sucedió, por ejemplo, en la abadía de Shaftesbury, a una hija del cárdenal Wolsey (fundador del Christ Church College de Oxford), en el siglo XVI. «Dios maldiga a quien me convirtió en monja (...)» se cantaba a mediados del siglo XIV en toda Alemania.

Es verdad que se tomaban bastantes precauciones para garantizar la protección de lo más sagrado de las hermanas. Crisóstomo, que ya veía cómo, por una parte, las mujeres consagradas a Dios llevaban «una vida de ángeles» pero, por otra, «también» había «miles de malvadas» entre «estas santas» ordena: «No podrá salir sin necesidad o demasiado a menudo (...) Pero quien le ordene estar constantemente en el convento debe privarle de toda excusa para salir, proporcionarle lo necesario o darle una sirvienta (!) que se ocupe de lo que haga falta. También debe eximirla de exequias y misas nocturnas (...) A estas doncellas hay que vedarles todas las ocasiones de salir».

Agustín, en sus Costumbres de la Iglesia católica, redactadas en el año 388, quería ver a las monjas «lo más alejadas que fuera posible» de los monjes, y «ligadas a ellos sólo por amor cristiano y afán de virtud». Los hombres jóvenes, informa, no tenían ningún acceso a ellas, e incluso «los ancianos muy dignos de confianza» no pasaban de las salas de visita. No obstante, puesto que las monjas necesitaban sacerdotes para las misas, el emperador Justiniano los fautorizó siempre que fueran ancianos... o eunucos. En algunos conventos femeninos, el médico, a menos que fuera muy viejo, también debía ser eunuco. Pero hasta de los castrados se des­confiaba. Así, Santa Paula (supra) ordenaba: «las monjas deben huir de los hombres, y no menos de los castrados».

En Occidente, a comienzas del siglo VI, Cesáreo de Arlas, autor de una regla para monjes y monjas, hizo tabicar todas las puertas de un convento femenino, excepto la entrada de la iglesia, «a fin de que ninguna saliera hasta el día de su muerte». Algunos gobernantes laicos, como Carlomagno, también tuvieron que ordenar la estrecha vigilancia de los conventos de mujeres, prohibiendo la edificación de monasterios de monjes «a una distancia demasiado cómoda de los conventos de monjas». Los sínodos no dejan de desaprobar que en estas casas hubiera «muchos recovecos y sitios oscuros, porque, se provoca la venganza de Dios por los crímenes allí cometidos». Y concretan: «todas las celdas de las monjas deben ser destruidas, todas los accesos y puertas que den lugar a sospecha deben ser atrancados». Y exigen «vigilantes ancianos y respetables» y sólo permiten conversar con las monjas «en presencia de dos o tres her­manas». Y establece: «los canónigos y los monjes no deben visitar conventos de monjas. Tras la misa no debe tener lugar ninguna conversación entre los religiosos y las monjas; la confesión de las monjas debe ser escuchada sólo en la iglesia, ante el altar mayor y cerca de testigos».

La constitución de las carmelitas descalzas prescribe: «¡Ninguna monja puede entrar en la celda de otra sin el permiso de la priora! Lo que debe cumplirse so pena de severo castigo». «¡Que cada una tenga la cama sólo para sí!». «¡A ninguna hermana le está permitido abrazar a otra o tocarla en la cara o en las manos!». «¡No se quitará el velo ante ninguna persona, a excepción del padre, la madre y los hermanos, o en un caso en que no llevar velo esté justificado!». «Si un médico, un cirujano u otras personas que sean necesarias en la casa, o el confesor, entran en la clausura, dos hermanas deberán ir siempre delante de ellos. Si una enferma se confiesa, que otra hermana permanezca a una distancia que le permita ver al confesor» (3).

Un miembro necesita a otro

El Concilio de Trento, en razón de las enormes proporciones del libertinaje de las religiosas, amenazaba con la excomunión a cualquiera que entrara en un convento de mujeres sin el permiso escrito del obispo. Incluso el obispo sólo podía aparecer por allí en casos excepcionales y en compañía de «algunos regulares de más edad».

La Iglesia, todavía hoy, prefiere enviar a los conventos de monjas a clérigos inofensivos, «sacerdotes jubilados o achacosos» como lamenta una hermana recordando las «penalidades» de la vida de las monjas —esa vida «muchas veces contra naturam»— y aquella frase de San Francisco de Sales: «el sexo femenino quiere ser conducido». Pero, ¿por «sacerdotes jubilados o achacosos«? ¡Nunca! Por ello, «la tarea de quien se ocupa de las almas en un convento femenino» es, por supuesto, «una tarea de gran­dísimas posibilidades (...) que un sacerdote puede aprovechar» con tal de que esté «disponible». Ah, ¡qué fácil habría sido citar otras opiniones autorizadas en apoyo de este llamamiento lleno de sensibilidad! A San Basilio, por ejemplo: «Los hermanos tienen que desempeñar en los conventos de mujeres servicios que afectan al cuidado de las almas y a las necesidades del cuerpo; y es así porque las hermanas necesitan su ayuda». O a San Ambrosio: «La Iglesia es un cuerpo aunque con diferentes miem­bros; y un miembro necesita a otro». O a San Gregorio Nacianceno, Doctor de la Iglesia, como los otros dos: «la procreación espiritual reemplaza a la reproducción carnal» (4).

Casi todas con barriga

Naturalmente, donde había medidas de vigilancia especiales era en los monasterios mixtos, monasterios que, curiosamente, existieron desde el primer momento. Ya en tiempos de Pacomio, los monjes sólo podían visitar a las monjas con permiso de sus superiores y en presencia de «otras madres de confianza», incluso cuando eran familiares. En la santa casa de Alipio, un edificio porticado cerca de Calcedonia, las «santas» guardaban «como regla y precepto, no ser nunca vistas por ojos de hombre». Según las ordenaciones de San Basilio, la confesión de una monja también debía tener lugar en presencia de la superiora, y esta misma sólo podía estar con el director espiritual en contadas ocasiones y por muy poco tiempo.

No obstante, por mucho que las fuentes insistan en subrayar la estricta segregación de hombres y mujeres, con el tiempo los contactos se hicieron cada vez más estrechos, como si precisamente fuese la rigurosa separación lo que más hubiera avivado sus deseos de acercamiento. Los mismos fíeles denuncian «que, cuando los monasterios de ambos están cerca, los frailes entran y salen de los conventos de mujeres, viviendo unos y otras en una sola casa» y temen «que las monjas se dediquen a la prostitución».

Apenas podemos hacemos idea de la tenacidad con la que el clero se aferró a aquella institución. En todo caso, en Europa Oriental no se consi­guió acabar con ella hasta comienzos del siglo IX y sólo tras prolongada lucha.

En cambio, en Occidente, donde el sistema de los monasterios mixtos —o vecinos— sólo surgió cuando ya estaba condenado en Oriente, se pudo mantener hasta el siglo XVI pese a todas las resistencias eclesiásticas.

En las casas fundadas en 1148 por Gilberto de Sempringham —en las que setecientos monjes y mil cien monjas aspiraban a la santidad, sólo separados por una pared— las conversaciones se hacían a través troneras de un dedo de largo y una pulgada de ancho, que no permitían ver a la otra persona y que, además, estaban constantemente vigiladas por dos monjas, en el interior, y un fraile, en el exterior. Durante las homilías y procesiones del vía crucis, los sexos permanecían separados por cortinas, y las monjas no podían cantar ni siquiera en la iglesia, para no poner en peligro a los ascetas. Sin embargo, a «casi todas las santas doncellas» les hicieron «una barriga» y casi todas «se deshicieron en secreto de sus hijos (...)» Ésta fue la causa de que en la época de la Reforma se encontraran tantos huesos de niños en esos conventos, algunos enterrados y otros es­condidos en los lugares que empleaban para hacer sus necesidades (5).

Penitencias bárbaras

Los castigos que, llegado el caso, caían sobre las monjas (o las canonesas) eran duros; los más duros, en la Antigüedad, eran para las que rompían el voto de castidad contrayendo matrimonio. Cuando eso sucedía, la mayoría de las veces se imponían excomuniones y se exigían penitencias de por vida, en ocasiones incluso a las arrepentidas. Así, el primer sínodo de Toledo, en el año 400, ordenó: «Si la hermana de un obispo, un sacerdote o un diácono, estando consagrada a Dios, pierde la virtud o contrae matri­monio, ni su padre ni su madre podrán recibirla nunca más; el padre tendrá que responder ante el concilio; no se admitirá a la mujer a la comu­nión, a no ser que, después de la muerte de su marido, haga penitencia; pero si le abandona y desea hacer penitencia recibirá al final el santo viático». ¡Cuántos conflictos fueron provocados por medidas de esta clase! ¡Cuántas vidas arruinadas para siempre! El mismo sínodo decidió «que una monja en pecado, al igual que quien la haya seducido, cumpla una penitencia de diez años, durante los cuales ninguna mujer podrá invitarla a su casa. Si se desposa, sólo se le permitirá la penitencia una vez que se haya separado o que el marido haya muerto».

Para las faltas menores, la flagelación era la pena al uso desde la Antigüedad. Tanto Pacomio —superior del primer monasterio, así como del primer monasterio mixto, a quien la libido no dio tregua «ni un sólo momento, todos los días y todas las noches» hasta la vejez— como Shenute —el santo copto que gobernaba a dos mil doscientos monjes y mil ocho­cientas monjas— alimentaron una sospechosa debilidad por los castigos corporales. Mas tarde, el procedimiento que se seguía en España para las faltas de las monjas consistía en cien latigazos, cárcel o expulsión; a mediados del siglo VII, el sínodo de Rúan ordenó encerrar y apalear con dureza a las monjas licenciosas; una regla para monjas redactada por el obispo de Besançon, Donato (muerto en el 660), amenazaba con seis, doce, cincuenta o más fustazos a la esposa de Cristo que violara las normas. El Concilium Germanicum, primer concilio nacional alemán, convocado por el rey Carlomagno en el 742 o 743, estableció una penitencia «en prisión a pan y agua, para las «siervas de Cristo» incontinentes, y además tres tandas de azotes seguidas del afeitado de cabeza —especialmente deshonroso en la Edad Media, y por lo demás un símbolo sexual de castración—. Obvia­mente, estos castigos eran aplicados también a las que hubiesen pronunciado los votos por la fuerza o siendo todavía niñas (supra).

La voz canora de Gandersheim

En todo caso, toda la atmósfera de los conventos, la soledad, la añoranza del hogar, la dulce ociosidad, todo ello daba alas a la imaginación erótica,

Un ejemplo famoso de ello lo tenemos, en el siglo X, en la monja Roswitha, la primera poetisa alemana. La «voz canora», «la tiple de Gandersheim», «la sierva de Dios de la voz melodiosa», se excitaba y excitaba a sus ociosas hermanas con sus insistentes variaciones sobre el tema amo­roso: le gustaba copiar los «pasajes indecentes» de Terencio y reflejó, con más o menos detalle, los trajines en las «casas de mujeres» con hombres homosexuales, monjes rijosos, flagelación de muchachas desnudas, viola­ciones y profanaciones de cadáveres. Por supuesto, sólo con carácter disuasorio y como contraste frente a «la encomiable castidad de las santas doncellas»... pues ella misma, durante la redacción, había estado «a menudo muerta de vergüenza».

No obstante, muy pocas veces se trataba de éxtasis fantásticos. El sínodo de Elvira (306) distingue ya entre las vírgenes santas, que fornican en una sola ocasión («semel»), y las otras, que lo hacen constantemente («libidini servierint»).

Bonifacio, apóstol de los alemanes, que en el siglo VIII, en una carta al obispo Cutberto de Canterbury, arremete contra la atroz situación de la Iglesia de Inglaterra (¡y cuándo no ha sido atroz la situación de la Iglesia!), propone a su colega británico que «para reducir la magnitud del oprobio sería de utilidad que un sínodo y vuestros príncipes prohiban los viajes frecuentes a Roma a las mujeres en general y a las mujeres que hayan tomado hábito en particular; pues muchas se pierden así (moralmente) y muy pocas regresan intactas». Comentario al respecto de un católico moderno: «En estas monjas inglesas latía un inmenso anhelo de visitar la ciudad santa y las tumbas de los apóstoles». El franciscano Bertoldo de Ratisbona se burlaba ya del asunto: «El viaje de una mujer a Roma vale lo mismo que el vuelo de una gallina sobre el cercado». De hecho, pere­grinas a Roma y monjas fueron las iniciadoras de la prostitución ambulante (infra) (6).

«Los conventos son verdaderos burdeles (...)»

En tiempos de Cariomagno ya había religiosas que fornicaban por dinero, de modo que el emperador tuvo que prohibirles que hicieran la calle y las puso bajo vigilancia. Poco después, el sínodo de Aquisgrán proclamó que los conventos de monjas, más que conventos, eran casas de prostitución (lupanaria): una comparación que se repetía a menudo en el siglo IX.

Pero es que, al cabo de algún tiempo, ciertos conventos llegaron a superar a los burdeles. «El pudor impide decir a qué extremos llegan en secreto» piensa el prepósito Gerhoh de Reichersberg (1093-1169). «Bastante malo es ya lo que se ve a la luz del día». Y un teólogo cercano al papa Benedicto XIII se expresa de modo análogo: «El sentido del pudor me impide reflejar el modo de vida de las monjas». En Inglaterra, donde casi todas las esposas de Dios se reclutaban de entre las upper classes, las relaciones sexuales entre príncipes y monjas tenían gran tradición. En los conventos de mujeres rumanos, los viajeros, todavía en época moderna, disfrutaban de «una hospitalidad como la de los burdeles». En Rusia las casas de monjas eran consideradas desde siempre «antros de corrupción en toda la regla» y, a veces, fueron convertidas abiertamente en casas de placer.

La estrecha relación entre conventos y prostitución, cuya raíz religiosa es, en cualquier caso, evidente (supra), queda manifestada, además, por el lenguaje. Así, la dueña de una casa de citas era llamada «abbesse» en la Francia medieval. En el alemán popular, la palabra «ábtissin» tenía un sentido parecido. En América se emplea aun hoy la expresión «nun» (monja) por «ramera» —vid. Réquiem for a Nun, de Faulkner—. Incluso un teólogo católico califica de «característico» el hecho de que «en tiempos pasados se llamaba a los burdeles 'conventos' o 'abadías', y a sus inquilinas, 'monjas'». «Así, Avignon y Toulouse tenían adadías obscenas de esa clase. Toulouse tenía un burdel llamado La Gran Abadía en la Rué de Comenge, etc.».

No obstante, aunque los asuntos de las religiosas han sido en su mayor parte embellecidos —«había que guardar silencio» sobre los excesos de la peor especie, confiesa el obispo Esteban de Tournai en el siglo XII, y afirmaciones similares son muy frecuentes—, con los escándalos que nos han llegado (¡la mayoría por medio de religiosos!) aún se podría llenar una biblioteca.

Desde Europa Septentrional —donde Brígida (1303-1373), la santa nacional de Suecia, se queja de que las puertas de los monasterios de mujeres están abiertas, día y noche, a laicos y a clérigos—, hasta Italia, las religiosas fueron desalojadas de muchos lugares, puesto que sus con­ventos, según se dijo con ocasión del desalojo de las monjas de Chiemsee, se parecían más a burdeles que a casas de oración, una comparación recurrente, como ya se ha escrito. «No era un lugar de piadosas enclaustradas, sino un lupanar de mujeres satánicas» sentenció el obispo Ivo de Chartres, muerto en 1116, a propósito del convento de Santa Fara.

Con el fuerte incremento del número de órdenes femeninas en la baja Edad Media, aumentó aun más su carácter sexual. Se celebraron estruen­dosas orgías en el monasterio de Kirchheim, el monasterio de Oberndorf fue llamado el «lupanar» de la nobleza y lo mismo ocurrió con el monas­terio de Kirchberg. En el de Gnadenzell («celda de la gracia»), en Suabia, llamado Offenhausen («casa abierta»), las monjas estaban «día y noche» a la disposición de sus pudientes invitados. En 1587, se ordenó enterrar en vida a la abadesa, nacida von Warberg, a causa de sus relaciones con el canónigo: otra reacción típicamente cristiana.

En Klingenthal, junto a Basilea, cuando se quiso «enmendar» a las monjas, en 1482, éstas se defendieron con palos y atizadores; en la misma Basilea, algunas descontentas pegaron fuego a su convento.

Los conventos de Interlaken, Frauenburn, Trub, Gottstadt, (junto a Berna), Ulm y Mühihausen también fueron abiertamente reconocidos como burdeles. El consejo municipal de Lausana ordenó a las monjas que no perjudicaran a las rameras. Y el consejo municipal de Zurich aprobó una severa ordenanza «contra las licenciosas costumbres de ios conventos de mujeres». Consecuentemente, en 1526 las hermanas de Santa Clara, en Nuremberg, pasaron directamente de su convento a la mancebía. Se decía del convento de Santo Tomás en Leipzig que era una de las maravillas del mundo, por haber en él tantos niños y ni una sola mujer. El franciscano Mumer se burlaba del asunto:

La que más niños haga

 como abadesa será honrada

También es aplicable la sentencia bíblica: «Bienaventuradas las estériles», puesto que no en todas partes se podía liquidar a la «progenie espiritual» como se hizo en el monasterio de Santa Brígida, en Stralsund, o en el de Mariakron, en el que, cuando fue destruido, se encontraron «cabezas de niños e incluso cuerpecillos enteros, ocultos o enterrados, en aposentos secretos o en otros sitios». (¡La protección de la vida del no nacido!) Y sea cual sea el fondo de verdad en el asunto de las cabezas de niños —entre tres y seis mil cabezas, supuestamente— pescadas en el estanque de un convento romano —se non vero, ben tróvalo—, consta, en todo caso, que las monjas ninfómanas acogían a los monjes, literalmente, con los brazos abiertos. Sebastian Brant, un piadoso católico, relata algo parecido.

Los escritores italianos del Renacimiento cubren a las religiosas de burlas y descrédito. Uno de los más importantes novelistas de su tiempo, Tommaso Masuccio, que vivía en la corte de Ñapóles, afirma que las monjas tenían que pertenecer exclusivamente a los monjes, que tenían que celebrar bodas formales —con su fiesta, incluso con misa cantada y contrato—. Pero en cuanto anduvieran detrás de algún laico habría que perse­guirlas. «Yo mismo», asegura el autor, «me he visto metido en alguna situación parecida, no una sino varias veces; lo he visto, lo he palpado. Luego estas monjas dan a luz a lindos frailecitos, o bien se deshacen del fruto (...) Bien es cierto que los monjes, por su parte, se lo ponen fácil en la confesión, y les imponen un padrenuestro por cosas por las que le negarían la absolución a cualquier laico, como si fuera un hereje» (7),

Crueldad criptosexual

En cierta ocasión en que, a causa de los continuos chismes sobre ese lugar de perdición, el obispo de Kastel visitó el convento de Sóflingen, junto a ülm, encontró en las celdas una verdadera colección de dobles llaves, vestidos provocativos, cartas ardientes... y a casi todas las monjas embarazadas. Esto último era lo peor: que el pecado corriera de boca en boca, que comenzara a chillar, y no en sentido figurado. Que una monja diera a luz era considerado un crimen especialmente grave, y a veces las demás hermanas se vengaban cruelmente de la embarazada, puesto que el estado de ésta ponía en peligro su propia dolce vita.

En el siglo XII el abad Ailredo de Revesby da cuenta de una monja que había quedado en estado de buena esperanza en el monasterio de Wattum. Cuando el hecho se supo, unas aconsejaron apalearla, otras, que­marla, y otras, tumbarla sobre carbones al rojo vivo. Finalmente, triunfó la opinión de algunas mujeres de más edad y carácter más compasivo, y la arrojaron encadenada a una celda, con el vejamen añadido de dejarla a pan -y agua. Poco antes del alumbramiento, la reclusa suplicó que la ex­carcelaran, puesto que su amante, un fraile prófugo, tenía intención de irla a buscar una noche, tras recibir una determinada señal; pero las hermanas lograron arrancar a la monja cuál era el sitio del encuentro y apostaron allí a un padre encapuchado, acompañado de otros hermanos que aguardaron ocultos y provistos de garrotes. Avisado, el amante llegó a la hora prevista y, cuando estaba abrazando al padre disfrazado, fue capturado. A conti­nuación, las monjas obligaron a la embarazada a castrarlo y a meterse sus genitales aún sangrantes en la boca, acabando ambos en prisión.

Un ejemplo totalmente distinto de crueldad criptosexual: A finales del siglo XIX, las santas mujeres de un convento ruso habían retenido a un joven durante cuatro semanas y le habían hecho fornicar hasta casi matarlo. A causa de la debilidad ya no pudo reanudar el viaje. Se quedó allí convaleciente y, al final, las monjas, temiendo un escándalo, lo despe­dazaron y lo hundieron, trozo a trozo, en una fuente.

Instrumentos del espíritu o el pecado «per machinam»            

Puesto que a las hermanas les costaba tanto amar a un hombre es natural que se consagraran a otras modalidades del placer, al igual que hicieron los monjes.

Si el tribadismo fue poco habitual en la Edad Media, en cambio debe de haber sido frecuente en los conventos. A menudo, las esposas del Señor, inflamadas de deseo hacia sus compañeras y faute de mieux, recurrían a ciertas prótesis, que usaban en solitario o mutuamente. Ya la Poenitentiale bedae amenaza: «si una virgen consagrada peca con una virgen consagrada mediante un instrumento («per machinam»), sean siete años de penitencia».

Lamentablemente, la Iglesia no nos ha conservado este tipo de ins­trumentos espirituales. Como reliquias podrían parecer inapropiados... ¡y menudo papel desempeñaron en el martirio de las vírgenes!

Pero la mayoría de las veces las hermanas optarían por las soluciones más sencillas; por ejemplo la mano, que es, en todo caso, «la parte más espiritual del cuerpo»: «delicadamente conformada, compuesta de diferentes miembros, móvil y recorrida de nervios de gran sensibilidad. En suma, una herramienta en la que la persona pone de manifiesto su propia alma (...)».

También pudieron haber recurrido a otros objetos alargados, aunque no fueran originalmente ad hoc; por ejemplo, las velas... ¡qué menos, en un convento! «¿No sientes cómo algo noble surge ante ti? Mírala, cómo permanece impávida en su sitio, erguida, pura y noble. Siente cómo todo en ella dice: ¡'estoy dispuesta'!».

No es sorprendente que Romano Guardini, el sensible seudomístico —«educador (...) de los jóvenes católicos alemanes entre ambas guerras mundiales»—, omita en su capítulo sobre «La vela» (que comienza de forma arrolladoramente original: «¡cuan singular es la naturaleza de nuestra alma!») esos cabos pescados de vez en cuando en las virginales vaginas de las monjas. Pensar en ello no habría estado tan fuera de lugar. El simbolismo fálico de la vela es antiguo y encontramos sus huellas hasta en el rito pascual, especialmente en el greco-ortodoxo, en el que se sumerge la vela tres veces en la pila bautismal, símbolo del principio femenino del agua, y se dice la siguiente fórmula de consagración: «Que la fuerza del Espíritu Santo descienda sobre esta fuente repleta (...) y fecunde toda esta agua para que obre el nuevo nacimiento» (8).

BiJoux de Religieuse

A algunas monjas no les bastaba una vela; incluso la parte más espi­ritual del cuerpo podía no ser suficiente. En realidad, la investigación sobre la forma y calidad de los aparatos que servían para la satisfacción de las insatisfechas ha avanzado a tientas durante mucho tiempo. Sin em­bargo, a mediados del siglo XIX se consiguió localizar en un convento de monjas austríaco uno de esos valiosos —y antaño (quién sabe hasta qué punto) codiciados— objetos llamados «godemiché» (en latín «gaude mihi»  «me da placer») o «plaisir de dames»: «(...) un tubo de 21,25 centímetros de largo que se estrecha un poco por uno de sus extremos, siendo el diámetro de la entrada más ancha de cuatro centímetros y el de la más estrecha de tres y medio. Los bordes de ambos extremos son abombados y estriados, evidentemente con el propósito de intensificar la fricción. La superficie está decorada con dibujos obscenos que tendrían un obvio efecto erótico: la burda silueta de una vagina, la de un pene erecto y, por último, una figura marcadamente esteatopígica con el pene erecto o una especie de prótesis fálica. El interior del tubo estaba embadurnado de sebo».

¡Pobres monjas! Ni siquiera como onanistas o lesbianas llegaban demasiado lejos, y los consoladores que poseían se habían quedado en la prehistoria. Sin embargo, estos artículos habían alcanzado un refinamiento cada vez mayor, especialmente desde el Renacimiento italiano, cuando se podía contar con falos artificiales de los que pendían escrotos llenos de leche con los que, una vez introducidos en la vagina, se podía disfrutar de una eyaculación simulada en el momento decisivo. En cierta ocasión, Ca­talina de Mediéis encontró no menos de cuatro de estos arricies de voyage —llamados también «bienfaiteurs» (bienhechores)— en el baúl de una de sus damas de compañía.

De todos modos, también las esposas de Dios consiguieron disfrutar de tales productos del desarrollo tecnológico, sobre todo en las regiones civilizadas. No es gratuito que en Francia al pene artificial pensado para la autosatisfacción de la mujer se le llame ¡«bijoux de religieuse» (joya de monja)! Y cuando, en 1783, murió Margúerite Gourdan (Petite Comtesse), propietaria de un burdel —la más famosa de su siglo—, se encontró entre sus pertenencias cientos de pedidos de tales bijoux monjiles, procedentes de diversos conventos franceses. La Gourdan tenía una especie de fábrica de penes en la que se daría el acabado final a las codiciadas piezas, a las que se añadía un escroto relleno de un líquido que se podía inyectar durante el orgasmo.

Claro que, a la larga, pudo estar más al alcance de las monjas el contacto con miembros menos artificiales —o más naturales, si queremos ser explícitos—. Y si no se podía contar con los de los hombres, habría que contentarse con otros. En 1231, el sínodo de Rúan, «propter scandala», dispuso que las monjas «no deben criar ni educar niños en los conventos; tienen que comer y dormir todas juntas, pero cada una en su cama». Algo parecido ocurrió en la España de 1583, donde, a causa de los «inconvenientes» de vivir con niños, se ordenó que «a nadie, niño o adulto, que no tenga la intención de entrar en la orden, le sea permitido permanecer en el convento». Así que, al final, algunas hermanas sólo pudieron disfrutar con el amor a los animales. Muchas monjas, sobre todo en los conventos ingleses, criaban conejos, perros y monos; iban con ellos incluso a la iglesia, hasta que, finalmente, sólo se les permitió tener una gata (9).

Terapéutica contra la «melancolía»

La situación de las esposas de Jesús adquiría tintes trágicos cuando no podían recurrir a los miembro de los ungidos, ni a los de los laicos, los niños, los perros o los cameros, y cuando ni siquiera el onanismo o el lesbianismo permitían satisfacer ciertos deseos; cuando, por consiguiente, la monótona existencia en su celda, la falta de aire libre, en una palabra, toda la melancolía de su forzada soledad se traducía en histeria y, por medio de alucinaciones y visiones, vivían aquello que la madrastra Iglesia les denegaba.

No es difícil de entender que muchas monjas fueran y hayan seguido siendo atormentadas por graves depresiones. Obligadas a una vida perver­tida, tenían que reaccionar en consecuencia. ¿Y qué medidas se tomaron contra ellas?

Una figura como Teresa de Ávila recomienda para el tratamiento de las «melancólicas» —esto es, de aquellas que eran más naturales, más sensibles, más críticas que las demás— la clásica receta usada en los círculos clericales hasta hoy: «Adviertan las prioras que el mejor medio consiste en tenerlas muy ocupadas con las tareas del convento, para que ya no tengan tiempo de entregarse a sus fantasías; pues en esto reside todo el mal». (En los primeros monasterios para hombres el trabajo ya tenía una función ascética. Su verdadera consagración como «virtud moderna» comienza propiamente con Lutero, que también es responsable de la ingeniosa comparación: «El ser humano ha nacido para trabajar, como el pájaro para volar»).

A veces estas mujeres vitalmente frustradas se entregaban a pasatiempos con un matiz algo más cómico. Se producían curiosas infecciones que padecía todo el convento. En el siglo XV, una monja mordió a otra en la oreja y a ésta le gustó tanto que mordió a una tercera, y así sucesiva­mente, extendiéndose el fenómeno de un convento a otro.

En cierto convento francés no mordían orejas, pero (tal vez a falta de un gato) comenzaron a maullar a la menor oportunidad. El asunto tomó tales proporciones que el gobierno tuvo que intervenir para atajarlo.

Los incubi daemones

Los casos de locura sexual en conventos de mujeres (la mayoría de los cuales tomaron caracteres epidémicos) son incontables.

Ya en la alta Edad Media, el dominico Tomás de Chantimpré señala burlonamente cómo los incubi daemones acosaban a las monjas con tanta insistencia que ni la señal de la cruz, ni el agua bendita, ni el sacramento de la comunión podían mantenerlos a raya. Esta especie de erotomanía monástica culminó en los siglos XVI y XVII: no se trataba en absoluto, como entonces todavía se creía, de una forma especial de obsesión diabó­lica, sino, al contrario, de un impetuoso proceso de liberación psicótica por el que lo reprimido salía a la luz para evitar la total autodestrucción del cuerpo. Hoy se describe esta psicosis sexual del siguiente modo: «Jovencitas que nunca han tenido una relación sexual realizan, en pleno delirio erótico, los movimientos del coito, se desnudan, se masturban con una especie de orgullo exhibicionista que el profano apenas podría imaginar, y pronuncian palabras obscenas que, según juran padres, madres, hermanos y hermanas, no han escuchado jamás».

Johannes Weyer, médico holandés que fue el primero en protestar públicamente contra la obsesión cristiana con las brujas —su escrito De praestigiis daemonum, aparecido en 1563, fue incluido en el índice— pertenecía en 1565 a una comisión que investigaba nuevos «encantamientos» en el monasterio de Nazareth, en Colonia. «Su carácter erótico era evidente. Las monjas tenían ataques convulsivos durante los cuales se quedaban tendidas de espaldas, con los ojos cerrados, completamente rígidas o haciendo los movimientos del coito. Todo había comenzado con una muchacha que se imaginaba que su amado la visitaba por las noches. Las convulsiones, de las que pronto se contagió todo el convento, habían empezado después de que fueran atrapados unos chicos que, en secreto, habían ido a visitar a las monjas por las noches».

Un siglo después, el Diablo se puso a copular con las ursulinas de Auxonne. Los médicos llamados a declarar por el parlamento de Borgoña no encontraron pruebas de ello, pero sí descubrieron en casi todas las monjas los síntomas de una enfermedad que tiempo atrás era conocida como «furor uterino». Estos síntomas eran: «Un ardor acompañado de un ansia irrefrenable de goce sexual» y, entre las hermanas más jóvenes, una incapacidad «para pensar o hablar de algo que no tuviera relación con lo sexual». Ocho monjas pretendían haber sido desfloradas por los espíritus. Eso ya no había quien lo remediara. No obstante, el hechizo espiritual las curaba «al instante de los desgarramientos del virgo» y hacía «desaparecer, por medio de agua bendita derramada en la boca, las tumefacciones del vientre causadas por la copulación con diablos y brujos». Lamentablemente, también desaparecieron los cabos de vela y las sondas cargadas de lenguas y prepucios satánicos, extraídos de las virginales vaginas: pruebas palpables del infernal ardor (10).

El demonio de Loudon

Unas monjas pertenecientes a la misma orden, las ursulinas de Loudon, mantuvieron, ya en el siglo XVII, relaciones sexuales de características similares: uno de los escándalos de esta clase que peor fama arrastraron.

La superiora del convento, Jeanne des Anges, guapa, joven y dema­siado vulnerable a las tentaciones de la carne, fue insistentemente acosada («más de lo que puedo decir»), pese a toda clase de mortificaiones, por una violenta comezón de los sentidos, por malos espíritus que, como cuenta en su autobiografía, ofreciéndose en posiciones provocativas, le hacían vehementes proposiciones, le desgarraban el camisón, palpaban cada palmo de su piel y la asediaban para que se entregara a ellos.

«Una noche» escribe a modo de ejemplo, «me pareció notar la respi­ración de alguien y escuché una voz que decía: 'el tiempo de resistir se ha terminado' (...) Luego, por mi imaginación desfilaron impresiones impuras y sentí una serie de movimientos desordenados de mi cuerpo (...) Después escuché un fuerte ruido en mi habitación y tuve la sensación de que alguien se me acercaba, metía la mano en mi cama y me tocaba (...) Unos días más tarde, hacia la medianoche, todo mi cuerpo comenzó a temblar y sentí una gran opresión espiritual, sin conocer la razón. Después de expe­rimentar esto durante un rato, oí ruidos en diferentes partes de la habitación. Alguien volcó el reclinatorio que había junto a mi cama (...) Una voz me preguntó si había reflexionado sobre el ventajoso ofrecimiento que se me había hecho y añadió: 'te doy tres días para pensarlo'. Yo me levanté y me dirigí a la santa eucaristía llena de temor y preocupación. De vuelta a mi habitación, cuando estaba a punto de sentarme, la silla se retiró y caí al suelo. Oí la voz de un hombre que decía cosas lascivas y agradables para seducirme. Me pidió que le dejara sitio en mi cama; intentó tocarme de una forma indecente. Yo me defendí y lo impedí mientras llamaba a las monjas que estaban cerca de mi habitación. La ventana había estado abierta; ahora estaba cerrada. Sentía fuertes sentimientos amorosos por cierta persona y un indecoroso anhelo de cosas deshonrosas».

Esa «cierta persona» que, como dijo en otra ocasión, lamentablemente no le proporcionaba el «debido goce» (por lo que fue sustituido por el demonio Asmodeo, uno de sus al menos siete demonios), era el sacerdote Ürbain Grandier, hombre guapo, tan inteligente como encantador, al que nunca había visto pero cuyas historias de cama le habían sorbido el seso de tal modo que ¡ansiaba tenerlo como confesor de su convento! No obs­tante, Grandier, a quien una amante celosa tenía bien sujeto, declinó la oferta, y a continuación llegaron las visiones de soeur Jeanne y algunas de las suyas. Poco después llegaron asimismo tres exorcistas, tres venerables padres, los cuales hicieron tan bien su trabajo que, como comenta Huxiey con ironía, al cabo de unos días todas las monjas (con excepción de dos o tres de las más ancianas) estaban poseídas y recibían las visitas nocturnas del cura... «El exorcismo de malos espíritus pertenece al orden de la Gracia».

Las representaciones continuaron durante años. Ante la mirada curiosa de príncipes y sacerdotes, miles de personas acudían a presenciarlas. Las extravagancias de estas mujeres —que padecían una desnutrición crónica y se ayudaban unas a otras a mantener el clima de entusiasmo afectivo— eran cada vez más desmesuradas. De repente, empezaban a temblar y a retorcerse. Se levantaban las faldas y las blusas, adoptaban las poses más atrevidas, en una actitud que obligaría a taparse los ojos a los espectadores —pues éstos se habían apresurado a venir, por supuesto como simples observadores, como estudiosos del fenómeno—. Saltaban al cuello de los padres, intentando besarles, se masturbaban con crucifijos, aullaban obscenidades, vociferaban palabrotas, empleaban una jerga tan inmunda «que los hombres más viciosos se avergonzaban de ella y, tanto cuando se desnudaban como cuando invitaban a los presentes a toda clase de inde­cencias, su comportamiento habría asombrado a las inquilinas de la mancebía más vulgar del país». En suma, se daban todos los síntomas que más tarde iba a mostrar el neurólogo francés Jean Charcot por medio de las hystericae a su cargo.

Se comprende que uno de los exorcistas, el jesuíta Surin, confiese que en todo momento había sido evidente el papel de las tentaciones de la carne, y que incluso él mismo, dueño y señor de las «embrujadas» había tenido el privilegio de «hacer lo que quería con estas criaturas de un orden inferior: inducirlas a ejecutar diversos trucos, provocarles ataques con­vulsivos, tratarlas como si fueran cerdas o vacas bravias, recetarles laxantes o latigazos». Otros dos exorcistas y un médico oficial que les asistía se volvieron locos. Pero después de una batalla contra los espíritus que había durado seis años, en cuanto la Iglesia retiró los subsidios al conjunto de condenadas, los demonios abandonaron los vientres de las monjas. Hacía tiempo que el abate Grandier había sido quemado en la hoguera.

Los casos espectaculares de posesión no fueron en aquel tiempo infrecuentes, por ejemplo los de las monjas de Lille, Louvier, Chinon, Nimes y otros; todavía se repitieron en el siglo XVIII e incluso asolaron algunos países protestantes (11).

El santo secuestrador

El monacato fue rechazado por las iglesias reformadas, que exigieron la supresión de todas las órdenes que tuvieran votos obligatorios. Estas eran consideradas en aquel momento como «cultos indebidos, falsos y, por tanto, innecesarios» como «servicio al diablo» (servitus Satanae), y expresiones similares.

Con la furia en él característica, Lutero rebatió la opinión acerca de la superioridad de la virginidad y declaró que una criada (con fe) que barría la casa cumplía una tarea mejor y era más grata a Dios que una monja que se mortificara. «Lo mismo que le sucedió a San Antonio cuando tuvo que aprender que un zapatero o un curtidor eran mejores cristianos en Alejandría que él con sus sacrificios monacales».

Lutero no sólo subrayaba que la castidad dependía «tan poco de nosotros (...) como el hacer milagros» sino que se atrevía a hacer la siguiente afirmación —en absoluto descabellada—: «Aunque tuviéramos encadenados a todos los que sirven al papado, no encontraríamos a ninguno que se mantuviera casto hasta los cuarenta años. Y aun pretenden discursear sobre la virginidad y censurar a todo el mundo, cuando ellos están metidos hasta el cuello en el cieno».

Puesto que Lutero conocía bien este «cieno», puesto que creía saber que «en los conventos, las monjas son castas sólo a la fuerza y renuncian a los hombres de mala gana», no dudó en proporcionarles la «libertad evangélica» recurriendo incluso a secuestrarlas (un hecho antaño gravemente penado). De manera que el Sábado de Gloria de 1523, por la noche, consiguió sacar de un convento a algunas religiosas, enviando para ello a un emisario, el ciudadano Koppe, el «secuestrador bienaventurado» a quien otorgó el oportuno reconocimiento: «Al igual que Cristo, también Vos habéis liberado a estas pobres almas de la prisión de la tiranía humana justamente en la época de Pascua, cuando Cristo hizo lo propio con las suyas».

Dichas acciones, tan gratas a Dios —que suscitaron el escrito de Lutero titulado Causa y Respuesta de cómo las vírgenes pueden abandonar los conventos por amor a Dios—, no eran entonces tan infrecuentes y, de vez en cuando, eran seguidas por la venta en subasta de las liberadas. «Nos han llegado las nuevas», informa uno de los sacedotes cismáticos a otro, «son hermosas, distinguidas, todas ellas de la nobleza, y no he encentrado ninguna que pase de los cincuenta años. La mayor, mi querido hermano, te la tengo reservada para esposa. Pero si quieres tener una más joven, elige entre las más hermosas». Y el cronista de Freiberg escribe sobre aquella época, cuando «el evangelio fue predicado aquí por primera vez«: «casi no había día en que no se casara algún fraile, cura, monja u otra virgen; cada día era un banquete». En cambio, todavía en el siglo XX hay quien desatina: «estas lamentables víctimas de la seducción perdieron fuera del convento, como es comprensible, el sostén moral».

Sabemos cómo era ese sostén dentro del convento. De hecho, antaño eran tan generosos que toleraban que se representase la prostitución clerical incluso en las iglesias. Hasta el siglo XIX se podía admirar en ellas toda clase de escenas amorosas, sobre lienzo o en piedra: en la catedral de Estrasburgo, un monje a los pies de una beata a la que levantaba las enaguas; a la entrada de la catedral de Erfurt, un monje acostado con una esposa de Cristo; en la iglesia mayor de Nordiingen, una mujer violada por Belzebú en presencia de los más altos dignatarios espirituales; y otras parecidas. Todavía hoy, en una iglesia en Beaujolais un macho cabrío monta a una monja.

En fin, el «sostén» moral de las religiosas era verdaderamente proverbial: ¡quien trata con santas se santifica!, dijo el monje, y durmió en una noche con seis monjas. Todos pecamos, dijo la abadesa cuando se le hinchó la barriga. No quiero estar ociosa, dijo la monja cuando subía al lecho del cura. ¡No lo hago, no lo hago!, dijo el monje, que debía hacer a la monja un obispo, y le hizo una hijita. Si se quería reprochar a alguien su libertinaje, se decía: es putero como un carmelita. Los frailes, como uno de los suyos llega a escribir, se habían «convertido en un chiste (,,.) Se reían de ellos el viejo, el mozo y la mujer chismosa».

¿Y hoy?

Hoy el clero ni siquiera recomienda ya el convento y «rechaza globalmente» el estado religioso en las mujeres, o lo contempla al menos «con gran falta de interés». Ésta es, al menos, la opinión informada de una monja, que también declara: «Muchos sacerdotes se muestran desdeñosos, reservados, distantes y escépticos ante la vocación religiosa de las mujeres. Desaconsejan a las jóvenes, y también a las mujeres adultas y a las viudas, que entren en el convento, y no precisamente por razones consistentes (salud, falta de vocación, padres desatendidos, etc.) sino porque no sienten ninguna simpatía por la vida regular como tal, porque la consideran anticuada, superada, anacrónica, y piensan que es una lástima que una muchacha se encierre en un convento». Y la hermana añade expresamente:

«No desaconsejan sólo las órdenes contemplativas, o tal o cual convento con el que hayan tenido una mala experiencia; desaconsejan la vida regular como tal (...) En lugar de una ayuda, el clero supone un obstáculo» (12). Del clero mismo, de lo que era y de lo que es, tratar el siguiente libro.