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ELOGIO DE LA DECADENCIA Y LA ESTUPIDEZ
- Junio 2006 -

Erasmo y Spengler

Hace ya 491 años que Erasmo de Rotterdam escribiera su “Elogio de la Locura” dónde se mofaba del acartonamiento anquilosado de los hipócritas de su época. Y hace 88 que Spengler publicó su “Decadencia de Occidente” dónde nos recordaba que, si todas las civilizaciones anteriores a la nuestra habían muerto, la nuestra no tenía demasiados títulos para aspirar a la inmortalidad.

En tren de curiosidades, digamos de paso que el verdadero título original de la obra de Erasmo es “Elogio de la Estulticia”. Lo que vendría a ser un elogio de la estupidez, ni más ni menos; por supuesto que en clave evidentemente sarcástica. Resulta bastante difícil explicar la causa por la cual el título de esa obra se tradujo así. Quizás porque – para algunos al menos – “locura” resulta menos urticante que “estupidez”. No me pregunten por qué. Supongo que será por aquello de la “locura” de los genios...

Sea como fuere, la verdad es que a ninguno de los dos les fue demasiado bien. Atrapado en la discusión entre la Iglesia y la Reforma, Erasmo terminó recibiendo sopapos de todos lados. Los católicos lo pusieron en el Index y los protestantes lo acusaron de ser demasiado indeciso y condescendiente. A Spengler tampoco le fue mucho mejor. Para los pesimistas apocalípticos fue demasiado optimista y para los optimistas profesionales resultó demasiado pesimista. Es inútil: la única forma de quedar igual con todo el mundo es quedando mal; porque está visto que quedar bien con todo el mundo es imposible.

Erasmo y Spengler me vienen a la memoria porque cualquiera que juzgue desapasionadamente los tiempos que vivimos no puede evitar el tener la sensación de que estamos sumergidos en una extraña mezcla de estulticia y decadencia. O bien, para que se me entienda: de estupidez y degeneración. Que, por supuesto, es lo mismo pero con palabras menos políticamente correctas.

¿QuÉ es normal?

Por un lado, parecería ser que la inteliguentsia del sistema, amplificada por el aparato mediático, se ha propuesto hacer la glorificación de todo lo bajo, barato, chato, vulgar, chabacano, degradado, degenerado y pervertido que existe sobre el planeta. El concepto de “normal” ya no es ni siquiera una magnitud estadística. Mientras que para Gauss lo normal era todavía aquello que podía clasificarse dentro de una o dos desviaciones estándar de la media de una población dada – de allí que la Curva de Gauss se llame también, con toda propiedad, Curva de Distribución Normal – para los exegetas de la cultura masificada, lo “normal” puede llegar a ser cualquier cosa que aparece en el mundo, aún cuando comprenda a tan sólo el 0.1% de la población del planeta.

Tomemos, por ejemplo a la homosexualidad. Es cierto que, según el conocido Informe Kinsey (efectuado en 1948), un 37% de varones (estadounidenses) admitían haber tenido “alguna experiencia” homosexual. No menos cierto, sin embargo, es que este informe fue muy duramente criticado, en especial por sus métodos, por su selección de entrevistados y por las fuentes que utilizó para evaluar el comportamiento sexual infantil. Para no hablar del hecho que el haber tenido “alguna” experiencia hablaría más de las costumbres culturales de una sociedad que de la inclinación psicobiológica individual propiamente dicha de los entrevistados. No sorprende en absoluto, pues, que frente a esta encuesta la enorme mayoría de los estudios realizados con posterioridad, tanto en Europa como en los EE.UU. indican claramente que, aún admitiendo una reticencia a informar, tan sólo el 2% de los entrevistados (varones y mujeres) se declaran exclusivamente homosexuales y sólo el 8% manifiesta haber tenido “alguna” experiencia homosexual. De hecho, según el National Opinion Research Center aproximadamente sólo el 0,7% de los varones norteamericanos adultos se consideran homosexuales.

Las cifras, por supuesto y como en toda estadística, pueden estirarse, discutirse, reacomodarse y recalcularse. No por nada existe el dicho que hay tres formas de mentir: mentir por omisión, mentir por tergiversación y, si todo eso falla, siempre están las estadísticas. Pero, aún haciendo todos los malabarismos matemáticos que se nos ocurran, resultará por completo imposible meter los resultados mencionados dentro del área que una Curva de Distribución Normal abarcaría como “normal”. Con una desviación estándar de la media abarcaríamos al 68.27% de la población. Con dos, al 95.45%. Valores entre el 8% y el 0.7% caen definitivamente fuera de lo que cualquier analista con dos dedos de frente consideraría “normal” y hasta el 37% de Kinsey , aún haciendo abstracción de su metodología, podría discutirse un rato largo. De modo que considerar a la homosexualidad como un fenómeno normal es, por lo menos, una estupidez estadística.

Lo dicho, por supuesto, no implica en absoluto un juicio valorativo de orden personal. Lo que acabo de hacer es meramente aplicar un criterio estadístico a una información estadística. Tengo una serie de encuestas que arrojan determinados resultados y evalúo estos resultados con el mismo criterio matemático que subyace a las encuestas. No entro para nada en la discusión de si los homosexuales – estadísticamente hablando – son buenas o malas personas. No puedo emitir ningún juicio al respecto porque las estadísticas efectuadas no me revelan absolutamente nada sobre esa cuestión. Lo que me dicen es que no son normales. Nada más que eso. Pero también nada menos que eso.

Podría repetir este análisis con muchas otras cuestiones: criminalidad, comportamientos habituales, prostitución, enfermedades, calificaciones escolares, etc. etc. Lo realmente interesante en esto es que, detalle más, detalle menos – con curvas sesgadas más, o menos, para un lado o para el otro y hasta con curvas de más de un pico – por regla general la realidad se acomoda sorprendentemente bien al modelo básico de la Curva de Gauss.

Por supuesto que hay excepciones; como que es justamente este tipo de análisis el que nos permite detectarlas. Cualquier cosa que caiga por fuera de dos desviaciones estándar de una población estadística constituye – sin duda alguna y sin discusión posible – una excepción. Y no se crea que esto vale solamente para la medición de factores que se pueden llamar “disvaliosos”. Las estadísticas sobre la inteligencia o la capacidad intelectiva arrojan resultados muy consistentes con lo ya dicho: la genialidad es por lo menos tan excepcional como la debilidad mental extrema. Ambos fenómenos caen muy por fuera de lo que podríamos considerar como normal.

Por desgracia, los intelectualosos de nuestros aparatos mediáticos no tienen esto para nada en claro. En algunos casos porque lo ignoran. En otros porque lo quieren ignorar.

Las generalizaciones son buenas

El aplastamiento de nuestro nivel cultural comienza con criterios como ése que le tiene horror a las generalizaciones. Se me dice que no hay que generalizar porque todas las generalizaciones son malas. Perdón, pero si no generalizo ¿cómo puedo llegar a descubrir lo excepcional? Si no tengo idea de cual es la media estadística general, ¿de qué me sirven las estadísticas? Ante la imposibilidad física de considerar a millones de casos individuales por separado, el “no generalizar”, en la práctica, significa meter a todos en una misma bolsa etiquetada con un gran cartel de: “A analizar cuando tengamos tiempo”. O sea y aunque parezca contradictorio, equivale a generalizar en forma injusta y abusiva. La única forma de descubrir lo excepcional es discriminando. Si discrimino podré separar al criminal del honrado, al corrupto del honesto, al inteligente del estúpido, al competente del inútil. Comprendo muy bien que los criminales, los corruptos, los estúpidos y los inútiles no tengan ningún interés en que alguien haga este tipo de discriminaciones. Lo que no termino de entender es por qué supuestamente deberían oponerse a ello los honrados, los honestos, los inteligentes y los competentes.

El otro factor que hoy se observa con aterradora frecuencia es el del culto a la mediocridad. Por un lado se nos dice que no hay que generalizar pero, por el otro, lo excepcional, recibe un tratamiento especial tendiente a empujarlo artificialmente hacia la media estadística; es decir: hacia lo general. Si lo excepcional es positivo, en lugar de ser admirado resulta menoscabado y se lo hace aparecer como algo nada tan fuera de lo común después de todo. Por el contrario, si lo excepcional es negativo, en lugar de rechazarlo y acotarlo se lo explica con toda una batería de argumentos estrafalarios tendientes a demostrar que la cuestión no es para nada tan grave como parece y, en todo caso, el individuo involucrado no tiene, en realidad, la culpa de nada. Así, los exitosos terminan teniendo un éxito que en realidad no se merecen y los fracasados terminan no siendo para nada responsables de su fracaso. Los honrados no son tan inteligentes como se creen porque al final son los que terminan pagando todas las cuentas y los criminales no son más que pobres marginales que no han recibido el beneficio de una educación milagrosa. La gran culpable de todo es, por supuesto, la sociedad que no ha sabido insuflarle humildad a los exitosos y capacidad a los fracasados. De nuevo: me puedo imaginar que a los fracasados y a los criminales les viene muy bien el poder echarle la culpa de todo a una sociedad anónima y abstracta que ni siquiera está en posición de protestar demasiado por la acusación. Pero sigo sin entender por qué se supone que los exitosos y los honrados tiene que sentir vergüenza por sus éxitos al punto de tener la casi obligación de disimularlos.

Quizás parte de la explicación resida en que lo que hoy en día se considera éxito no es muchas veces sino el resultado de una estafa más o menos hábilmente organizada. Por lo cual los enanos miopes se sienten directamente autorizados a partir de la base de que toda persona exitosa no es más que un estafador con suerte. Lo que sucede es que eso depende de cómo definamos al éxito. Si vamos a idolatrar a cualquiera que tenga más de cierta cantidad de dinero o a cualquiera que consiga juntar a más de cierta cantidad de público – sin importar las cochinadas que cometió para juntar ese dinero o las payasadas que hace para juntar a ese público – entonces la óptica miope bien puede funcionar en una gran cantidad de casos. Pero si por éxito entendemos el logro de objetivos honorables y excepcionales por medio del esfuerzo, la constancia y la capacidad – o simplemente por medio de una idea genial – entonces la cuestión cambia bastante. El problema está en que, al que no discrimina, todos los éxitos le parecen iguales. Y, como le molesta que los estafadores ostenten sus éxitos, le exige disimulo hasta a los honestos, olvidando que un estafador que ostenta, además de estafador, también es bastante estúpido porque hay pocas cosas más estúpidas que el ostentar lo que no se puede justificar.

¿Qué hay detrás de todo esto? ¿A qué responden estos fenómenos? ¿Por qué está nuestra cultura sometida a semejantes tonterías?

Supongo que hay varios factores para considerar.

La dictadura mediática

Por un lado, es una cuestión de perspectiva. No deberíamos olvidar que, para el gran grueso de la gente, la realidad está definida por los medios masivos de difusión. Poniéndolo en términos extremos: la enorme mayoría ve al mundo a través de la pantalla del televisor. Para esta mayoría, lo que no aparece por televisión no existe. La incultura predominante presupone que lo importante es lo que se difunde porque se difunde lo importante. Y no es así. Lo que se difunde se convierte en importante porque se difunde. No es que los medios difunden cosas importantes; las cosas se vuelven importantes cuando y porque los medios las difunden. Y, puesto que los medios tienen la facultad de elegir y seleccionar lo que difunden, tienen – aunque más no sea por carácter transitivo  – también el poder de determinar qué es y qué no es importante. De este modo una opinión o una valoración se vuelve general o normal sencillamente porque “todo el mundo” parece opinar de esa manera o parece valorar ciertas cosas de determinada manera.

Hace algo así como medio siglo atrás todavía se invocaba el juicio de autoridad en estas cuestiones. Jauretche todavía podía burlarse de aquellos que basaban sus opiniones en lo que “dice La Nación, dice La Prensa”. Hoy en día los medios son repetidoras locales del “fenómeno CNN” y tanto un diario como el otro, tanto un canal de televisión como el otro, repiten casi bovinamente los mismos cables de las mismas agencias de noticias. A veces hay cierta diferencia sutil en determinadas editoriales, pero ¿quién demonios lee las editoriales? Y, aunque las leyera, ¿por qué habría de darles mayor importancia que a los cables?

Así, quien piensa de otra forma no se atreve a decirlo. Cuando toda la jauría periodística sintoniza prácticamente al unísono cierto tipo de aullido cultural, la persona aislada con una opinión completamente contraria cree que está sola en el mundo sustentando un punto de vista estrafalario, no compartido por nadie. Termina sintiéndose un paria, un marginal intelectual; y en la enorme mayoría de los casos no es así. Basta con subirse a Internet para encontrarse con la agradable sorpresa de que pueden ser hasta millones los que piensan exactamente igual. O por lo menos parecido. Por eso es que me encanta la Internet. Más allá de toda la basura que incluye, tiene la enorme ventaja de ser prácticamente incontrolable. Por lo que es el único lugar del mundo en dónde real y verdaderamente se pueden publicar ideas sin censura previa. Algo que los liberales siempre prometieron pero nunca concedieron y que al final se obtuvo, casi sin querer, por obra y gracia del descontrol tecnológico. No sólo la Historia, también la tecnología tiene sus ironías.

Un poco de sentido común

Por el otro lado, también es cuestión de aplicar un poco el sentido común. La enorme mayoría de las personas comete la ingenuidad de creer que, si los medios se ocupan de un problema es porque ese problema es una cuestión que atañe a prácticamente toda la humanidad. Muchas veces basta con tirar dos números aproximados para darse cuenta de la falacia.

Por ejemplo: el 25 de Mayo pasado Néstor Kirchner y sus muchachos batieron todos los bombos y todos los parches mediáticos por haber llenado la Plaza de Mayo con – según ellos  – 100.000 personas. Inmediatamente, los craneotecos que acompañan a nuestro hiperactivo presidente anunciaron a quien quisiera escucharlos que ello era prueba de que el Pueblo Argentino apoyaba la gestión del actual gobierno. No voy a valorar ahora esa gestión, ni me interesa tampoco entrar en el detalle de cómo llegó esa gente a la histórica plaza. Vayamos simplemente a los números.

En primer lugar, es casi imposible meter 100.000 personas en la Plaza de Mayo. Haciendo un cálculo rápido y recordando que la dichosa plaza tiene más o menos dos cuadras de largo por una de ancho no es muy difícil establecer que su superficie ronda los 20.000 metros cuadrados. Calculando que ponemos 4 personas por metro cuadrado (lo cual es una barbaridad) la cuenta nos da 80.000 personas como máximo absoluto. Podríamos discutir un par de metros más (p.ej. el ancho de las calles que bordean la plaza) pero, si vamos a hilar tan fino, también tendríamos que descontar la superficie que ocupa la pirámide, las palmeras y algunas otras cosas. Con todo y de cualquier manera que sea, 4 personas por metro cuadrado ya es un casi imposible físico y así, aún ajustando milimétricamente la superficie de la plaza, seguiríamos muy cerca de las 80.000 personas mencionadas.

Pero no importa. Concedamos 100.000 personas. Bien. El conglomerado urbano de Buenos Aires – Capital y Gran Buenos Aires – contiene aproximadamente unas 12 millones de almas.  Cien mil representan el 0.833% de esa población. Y si tomamos a los 39 millones de habitantes que hay en la Argentina, los cien mil que fueron a vivar a Kirchner constituyen algo así como el 0,26% del país. No sé que piensan ustedes, pero a mí se me hace que un 0.26% es medio poco como para representar al Pueblo Argentino en su totalidad. Incluso un 0.83% se me hace poco para representar a todos los que vivimos en esta hermosa ciudad de Buenos Aires y sus alrededores.

¿Se dan cuenta? Hasta el más elemental, pedestre y simple sentido común nos dice que, si alguien mete un tremendo batifondo por algo que al final de cuentas no involucra a más del 1% de la humanidad; si hay tanto énfasis en exaltar cuestiones que no atañen más que al 8% de la población de un país, forzosamente ese alguien tiene que tener algún especial interés en magnificar el asunto.

Y lo que faltaría ver es si el especial interés de ese alguien coincide realmente con el del 92% restante. O simplemente con el nuestro propio.

Les voy a revelar un secreto: por regla general, no coincide.

Para nada.

La ley de la gravedad y Gramsci

¿Que cual podría ser ese especial interés? Pues, depende del tema del que se trate. Cuando ciertos periodistas defienden la teoría del libre mercado presentándola como si fuese la ley de la gravedad no es muy difícil deducir quién les paga por difundir esas teorías. Aunque, seamos justos, a veces la cuestión no es tan burdamente simple. Sucede también que las grandes corporaciones financian ámbitos universitarios en dónde catedráticos que saben lo que les conviene elaboran teorías acordes con el interés de esas corporaciones y luego difunden sus especulaciones teóricas entre alumnos que terminan convencidos de la genialidad de las teorías. El rebaño periodístico se hace luego eco de ese ámbito supuestamente científico y el resultado es que los medios – interrelacionados con los mismos intereses corporativos – difunden las teorías como si fuesen la Verdad Revelada. Puede parecer complicado a primera vista pero en realidad es bastante simple. Funciona con el archiconocido principio de: “yo les rasco la espalda a ustedes y ustedes me la rascan a mi”. Las corporaciones le rascan la espalda a los medios, los medios le rascan la espalda a las corporaciones y ambos se ocupan un poco del aparato académico para que siempre haya un empleado a sueldo dispuesto a rascarle la espalda a ambos. No es algo tan imposible de entender si vamos al caso.

Algo más complicado es el especial interés subyacente bajo ciertas cuestiones culturales y sociales. Cada vez que algún medio cataloga de “luchadores sociales” a petardistas que no saben hacer otra cosa que putear contra las empresas, cortar calles, batir el bombo y tirarle piedras a la policía, el que me viene invariablemente a la mente es Gramsci. Porque, si no fuera por él, esa forma de confrontación clasista ya estaría enterrada bajo los escombros del Muro de Berlin.

Sucede que el marxismo fracasó – bastante estrepitosamente – en su promesa de darle al proletariado una vida mejor. En muchos casos y en varios países ni siquiera consiguió darle una vida medianamente decente. En otros casos, la estrategia de la lucha armada, por la que había optado al menos un sector del marxismo, fracasó de la misma manera. De modo que, hacia fines de los años ’80 y principios de los ’90 del Siglo XX los marxistas ortodoxos se encontraron con un problema: si habían fracasado en los países dónde habían accedido al poder y si encima habían fracasado en aquellos otros en los que habían intentado llegar al poder por la fuerza, evidentemente algo estaba fallando. Allí fue cuando algunos, viendo que su Lenin se les caía de a pedazos, se acordaron de Gramsci.

¿Qué había dicho el italiano? Pues, dijo muchas cosas porque tuvo bastante tiempo para decirlas. El pobre diablo estuvo una pila de años preso y su obra escrita es bastante copiosa. Pero, en esencia, una de sus ideas centrales puede resumirse en la frase de “la revolución cultural precede a la revolución política”. La propuesta de Lenin había sido la de conquistar a la sociedad política para, desde allí, dominar a la sociedad civil. Gramsci invirtió las prioridades: su estrategia propuso conquistar a la sociedad civil para, desde allí, dominar a la sociedad política.

A lo que estamos asistiendo en materia cultural es a un experimento a gran escala en este sentido. Desde el aparato mediático, los dinosaurios intelectuales sobrevivientes al cataclismo soviético están avanzando sobre la conquista cultural de la sociedad civil. Y la táctica utilizada para ello es tan vieja como el mundo: destruir para conquistar; dividir para dominar. Se defiende al delincuente otorgándole toda suerte de garantías, no tanto porque se le tenga una especial lástima al delincuente sino porque mientras más delincuencia haya en la calle mejor se podrá argumentar que la sociedad está enferma puesto que “genera” la delincuencia. Es una variante del “tanto peor, tanto mejor”. Se hace el panegírico de toda clase de perversiones y degradaciones porque, mientras más generalizada esté la depravación, más fácilmente la gran masa aceptará una revolución que promete eliminarla. Se idolatra a los pobres y se demoniza a los ricos y se fomenta por todos los medios el conflicto porque mientras más cunda el odio de pobres contra ricos más fácilmente se logrará motorizar la lucha de clases que es, en última instancia, el objetivo y la condición que se quiere lograr para iniciar el asalto al Poder de la sociedad política. Ése y no otro es el motivo por el cual todos los que fomentan el odio clasista y la venganza disfrazada de pedido de justicia reciben tanto apoyo por parte del aparato cultural mediático. Los dinosaurios del marxismo sencillamente se resisten a extinguirse y han encontrado en Gramsci y en los medios masivos de difusión un último bastión estratégico, táctico y metodológico.

Lo realmente interesante del caso es que Gramsci tenía razón. No estaba diciendo ninguna tontería cuando ponía a la revolución cultural por delante de la revolución política. Nunca hubo una gran revolución política sin una revolución cultural previa. Toda construcción política de cierta envergadura se apoyó siempre sobre un estrato cultural preexistente. Las monarquías europeas tradicionales fueron precedidas por el cristianismo y las monarquías posteriores por el Humanismo, el Renacimiento y la Reforma. La Ilustración, la Enciclopedia y el Iluminismo precedieron a la Revolución Francesa. El comunismo marxista fue una utopía teórica apasionadamente controvertida durante más de setenta años antes de concretarse en el proyecto leninista soviético. Los ejemplos abundan y sobran. Gramsci no estaba para nada equivocado. Al menos no en esto.

Los que están terriblemente equivocados son los que creen que se puede jugar al juego de Gramsci y ganarlo setenta años después de su muerte. Gramsci estaba en lo justo pero a sus discípulos se les escapa un detalle: las crisis generan sus propias soluciones; no se dejan imponer remedios predeterminados. Los sustratos culturales sobre los que se basa una revolución son creados por las propias sociedades en crisis y no por intelectuales que copian las soluciones heredadas de una crisis anterior. No se puede generar una crisis para paliarla después con un remedio inventado ochenta o ciento cincuenta años atrás.

Los neomarxistas gramscianos pueden especular todo lo que quieran con la decadencia del capitalismo y es muy probable que estén apostando al caballo ganador en ese sentido porque el capitalismo ya está crujiendo por los cuatro costados y hace cada vez más malabarismos para seguir sosteniéndose. Para preservar la paz, declara guerras e invade naciones. Declama la igualdad universal de todos los seres humanos y después construye muros y alambradas de púas para prescindir de quienes se ha propuesto excluir. Establece dogmáticamente la libertad de los mercados y después inunda al mundo con subsidios y barreras arancelarias. Perora sobre la libertades pero las hace efectivas solamente para quienes pueden comprarlas. Habla de justicia pero la inclina hacia quienes pueden pagarse un buen abogado. Promete libertad política pero la reserva a quienes pueden pagarse una campaña electoral. Si la hipocresía es un buen termómetro para medir la decadencia no hay más remedio que conceder que esta última se ha vuelto inocultable. Hasta me animaría a decir que el colapso general del sistema ni siquiera necesita del activismo político culturoso de los militantes neomarxistas disfrazados de periodistas e intelectuales. El capitalismo se está pudriendo solo. No necesita que nadie lo empuje.

Pero la crisis no se resolverá con recetas ideológicas ideadas en 1920 y en 1850. La decadencia generará su propia alternativa superadora. Si ustedes quieren, hasta puedo ponerlo en términos de materialismo dialéctico: la crisis generará su propia antítesis. No aceptará la generada por una sociedad industrial que ya no existe. Por la época en que Lenin escribía sus panfletos incendiarios la gran cuestión era cómo distribuir con justicia la riqueza generada por el trabajo. Hoy, a pesar de que todavía se construyen grandes discursos al respecto, uno de los mayores problemas que tenemos es cómo generar trabajo para todos en absoluto. Mientras la sociedad industrial usaba al ser humano para atender máquinas, las fábricas de las sociedades postindustriales prescinden del ser humano casi por completo. La tecnotrónica ha convertido al proletario en un componente obsoleto y prescindible del proceso productivo. Consecuentemente, con las nuevas modalidades de trabajo y con las nuevas profesiones que van surgiendo tenemos cada vez menos proletarios en el estricto sentido del término.  El proletario al cual se dirigían Marx y Lenin está tan en vías de extinción como los trasnochados dirigentes que todavía deliran con conducirlo y representarlo. La hegemonía tecnológica, la dictadura del dinero, la decadencia y la crisis se los están llevando puestos a todos.

La comedia de la vida

Por eso a mi personalmente no me preocupa demasiado la decadencia. Spengler tenía razón: pasado cierto punto es inevitable. Me preocupa mucho más la estupidez. Especialmente la de quienes creen que podrán cabalgar la hecatombe que insisten en provocar con recetas que desde hace ciento cincuenta años que no producen ningún resultado satisfactorio.

Es como asistir al espectáculo de un bombero que provoca un incendio especulando con poder apagarlo utilizando una manguera que por más de un siglo y medio no ha conseguido tirar un chorro de agua decente.

Me temo que, en esas condiciones, el incendio resultante puede llegar a adquirir proporciones infernales.

Pero no desesperemos. Tampoco es cuestión de perder el sentido del humor, ni mucho menos la esperanza, y caer en profecías apocalípticas. Una cultura decadente puede llegar a ser desesperante desde muchos puntos de vista. Pero, a los efectos cotidianos y mientras no estalle la crisis, no tiene por qué ser necesariamente insoportable. De última, hasta nos brinda innumerables ocasiones para divertirnos con las idioteces que cometen quienes se llaman progresistas y sólo consiguen avanzar hacia atrás.

O, como decía Erasmo de Rotterdam: “... será en verdad prudente, quien, sabiéndose mortal, (...) se presta gustoso a contemporizar con la muchedumbre humana y no tiene asco a andar errado junto con ella. Pero en esto, dirán, radica precisamente la Estulticia. No negaré que así sea, a condición de que se convenga en que tal es el modo de representar la comedia de la vida.

Nadie tiene, por supuesto, la obligación de estar de acuerdo conmigo pero a mí se me hace que la Decadencia de Occidente se ha hecho ya tan profunda y la Estulticia ha ganado ya tanto terreno que toda la cuestión hasta ha perdido su tono dramático.

Se ha convertido en comedia.

Tragicomedia, quizás.

Pero comedia al fin.

 

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