LA CRISIS DEL ESTADO-NACIÓN Buenos Aires - 1996 INDICE
Distintos momentos culturales y distintas etapas históricas han
promovido también distintas concepciones del Estado. Desde el modelo
teocrático egipcio, pasando por los Estados-ciudad griegos, hasta las grandes
construcciones imperiales. En la actualidad y dentro del ámbito de la Civilización Occidental
poseemos dos modelos de Estado. El primero, heredado de la Revolución
Francesa y de la concepción enciclopedista del Siglo XVIII, con su división
de Poderes siguiendo las ideas de Montesquieu y su subdivisión en Partidos
Políticos siguiendo las ideas republicanas democráticas. El segundo,
propuesto intensivamente después del colapso de la Unión Soviética - aunque
basado en desarrollos intelectuales muy anteriores - cuya implementación a
escala mundial se halla en trámite. Las características de este segundo modelo de Estado, propuesto e
impulsado principalmente por las estructuras de Poder privadas, son relativamente
fáciles de definir. En esencia, constituyen una remodelación o “reingeniería”
del primer modelo, según ciertas pautas que dichas estructuras perciben como
objetivos estratégicos para el futuro. 1.2 El modelo propuesto a escala
local. A escala local, vale decir: dentro del ámbito de los Estados-Nación -
que son los que de un modo u otro responden al primer modelo - la propuesta
implica un “downsizing” o reducción de estructuras. Partiendo de una
experiencia histórica pragmática, que concurre a demostrar que los
Estados-Nación del primer modelo han desarrollado burocracias ineficaces e
ineficientes, se ha llegado a la conclusión - resumida en una tesis repetida
a modo de apotegma - de que, por los resultados observados, “el Estado es mal
administrador”. Consecuentemente, en sus implementaciones locales, el nuevo modelo
propone un Estado Administrador eficiente reducido a cuatro áreas de acción
fundamentales que típicamente se enuncian como: educación, salud, seguridad y
justicia. 1.3 El modelo propuesto a escala internacional A escala
internacional, el nuevo modelo propone la inserción del conjunto de estos
Estados Administradores simplificados dentro del contexto de un gran proceso
de “globalización”. En términos
generales, este proceso se entiende como un desarrollo de grandes estructuras
tecnoindustriales y de servicios produciendo para un mercado sin fronteras
extendido a escala planetaria. Poniéndolo en
términos resumidos y algo simbólicos: el modelo propuesto puede interpretarse
como un conjunto de Estados Administradores gerenciando las cuestiones
locales de una Gran Fábrica mundial destinada a producir bienes y servicios
para los usuarios y consumidores de un Gran Supermercado global. 2. Análisis crítico del modelo 2.1 Orígenes Contrariamente a lo
que muchos suponen, la idea subyacente al modelo no es tan nueva. Ya hacia
principios de este siglo y durante la década de los años ‘40 y ‘50 se
discutió la posibilidad del “Estado Administrador” como alternativa al
“Estado Benefactor” y al “Estado Hegemónico” que constituían las estructuras
estatales típicas de la época ([1]). A modo de ejemplo,
podría citarse a Harold Joseph Laski (1893-1950) quien, además de ser líder
del Partido Laborista británico (1945-1946) fue también profesor en las
universidades de McGill, Harvard y el London School of Economics. Para Laski,
el principio de soberanía del Estado ya no resultaba evidente. El desarrollo,
dentro de la sociedad occidental, de poderosos grupos o Factores de Poder de
índole económica, social y religiosa lo llevó a afirmar - ya durante las
primeras décadas del Siglo XX - que la soberanía incondicional del Estado no
resultaba ni empírica ni teóricamente sostenible. Esta idea básica
quedó reflejada luego en las diferentes teorías del llamado pluralismo
político, según las cuales el Estado no sería sino un Factor entre varios
otros, dentro del contexto de una pugna por la hegemonía por parte de todos
los demás Factores de Poder. Siendo así el Estado tan solo parte de una
pluralidad, toda esta escuela intelectual afirmó durante muchos años que no
había razón alguna para concederle un atributo de soberanía incondicional.
Con ello quedaron sentados los antecedentes intelectuales para el modelo de
Estado Administrador - teóricamente circunscripto a educación, salud,
seguridad y justicia - que se propone hoy. Si observamos la
forma en que ha ido concretándose esta propuesta, lo primero que salta a la
vista ya al primer análisis, es la incongruencia entre el modelo propuesto y
los Estados actualmente implementados sobre la base del modelo. Por de pronto,
sobran estructuras. Las implementaciones del modelo no han conseguido
desembarazarse de las estructuras heredadas del Estado liberal tradicional y
siguen arrastrándolas; ya sea por necesidad dogmática, ya sea por necesidad
pragmática. En Estados que teóricamente deberían limitarse a educación,
salud, seguridad y justicia, seguimos teniendo Ministerios de Economía,
Ministerios de Trabajo, Ministerios del Interior, Ministerios de Relaciones
Exteriores y toda una gama adicional de instituciones estatales que no tienen
absolutamente nada que ver con educación, salud, seguridad o justicia. Además, también
sobran instituciones. Si el modelo implica la reducción del Estado a
funciones meramente administrativas, no se ve muy bien para qué sirve
mantener la clásica división del Poder según el esquema de Montesquieu.
Subdividir una tarea administrativa en funciones ejecutivas, legislativas y
judiciales - para colmo pretendidamente independientes - no parece coincidir
demasiado bien con la eficiencia y la eficacia que se exige hoy de una
gestión administrativa. De hecho, todas las escuelas de management y de reingeniería actuales coinciden en resaltar la
mayor eficiencia y eficacia de equipos de trabajo integrados y
horizontalizados al máximo posible.
Pero no sólo las
implementaciones del modelo resultan incongruentes con su propuesta teórica.
Un análisis más detallado revela inconsistencias que surgen de la propia
teoría del Estado Administrador desde el momento en que esta teoría - al
menos en apariencia y en su versión masivamente divulgada - deja de lado
cuestiones políticas realmente elementales. Si hay algo que
permite diferenciar de un modo claro las sociedades humanas de las formadas
por insectos gregarios, ese algo es la enorme diversidad e impredictibilidad
de sus componentes. El hormiguero y la colmena cuentan con una cantidad
bastante limitada de biotipos siendo que el comportamiento de cada uno de
ellos está genéticamente determinado y admite muy pocas variaciones. Las
sociedades humanas, en cambio, son multifacéticas, polifuncionales y el
comportamiento de sus individuos resulta esencialmente impredecible. Lo que
la teoría del modelo propuesto ha dejado de lado es precisamente que el
Estado, en cuanto institución, ha surgido históricamente como respuesta a las
necesidades planteadas por esta enorme diversidad y este dinamismo
impredecible de las sociedades humanas. El Estado
Administrador carece de estructuras para cumplir con, al menos tres,
funciones que hacen a la esencia misma del Estado como institución social. a)- La función de
síntesis: Dada la esencial y gran diversidad de los seres humanos, en toda
sociedad se hace necesaria una instancia que compatibilice las fuerzas
divergentes garantizando la supervivencia del conjunto. Es precisamente para
esta función que el Estado necesita en forma imprescindible el atributo de la
soberanía ya que, sin él, no tendría forma de tomar decisiones definitivas e
inapelables en materia de resolución de conflictos. b)- La función de
previsión: En toda sociedad
humana forzosamente debe haber una instancia dedicada a la previsión del
futuro, más allá de las previsiones económicas y empresarias que - a lo sumo
- abarcan algunas décadas. Precisamente una de las funciones básicas que
justifican la existencia del Estado es su capacidad para garantizar la
supervivencia de la sociedad en función de un futuro necesariamente positivo
y a muy largo plazo. c)- La función de
conducción: Aún cuando sea un tema muy discutido por las distintas escuelas y
filosofías políticas, es un hecho de observación directa que no hay
sociedades sin conducción. Hasta las sociedades anónimas comienzan sus
actividades designando un Presidente. Por ello, sobre todo en un mundo
caracterizado por rápidos y profundos cambios, se sigue necesitando del
Estado como órgano de conducción hacia el objetivo estratégico a largo plazo,
determinado en función de las posibilidades reales y el consenso, dentro del
marco de una organización social que permita sumar esfuerzos al mantenerse
controladas las divergencias dentro de ciertos límites. El perder de vista
las funciones de síntesis, previsión y conducción del Estado implica suponer
que una sociedad puede existir, sobrevivir y hasta prosperar evolucionando a
la deriva como una nave carente de capitán cuya heterogénea tripulación, en
permanente asamblea deliberativa, ni tiene un rumbo determinado ni logra
tampoco una decisión acerca del rumbo a tomar. 3.1 El ocaso del Estado-Nación Las incongruencias
señaladas podrían, en cierto modo, interpretarse como fenómenos de
transición, producto del pasaje gradual del modelo liberal tradicional al
modelo propuesto. Resultaría, sin embargo, realmente infantil suponer que los
diseñadores del Estado Administrador han pasado involuntariamente por alto
inconsistencias tan gruesas y tan evidentes. En esto cabe
recordar uno de los principios fundamentales y básicos de la ciencia
política. Específicamente el que señala que, en todo sistema político, no hay
vacíos permanentes de Poder. De hecho, a los efectos prácticos, no existen
vacíos de Poder en política. Apenas producida una falta de Poder en alguna
parte del sistema, el vacío así creado es ocupado en forma virtualmente
instantánea por algún organismo político. Y esto es así por varias razones.
En primer lugar, porque, esencialmente, la Política es actividad en relación
con el Poder. En segundo lugar porque el “quantum”
de Poder existente en cualquier sistema político en un momento determinado es
una magnitud específica, casi imposible de alterar en el corto plazo. Y en
tercer lugar, porque siendo esto así, un “vacío” de Poder no es más que una
porción de ese “quantum” existente
que, al quedar disponible, resulta inmediatamente apropiada por algún
organismo político del sistema cuya actividad es precisamente la de adquirir,
consolidar y expandir su Poder. La reducción del
Estado-Nación a la mera administración de educación, salud, seguridad y
justicia significa, en realidad, el trasvasamiento del Poder hacia organismos
e instituciones cuyo objetivo manifiesto - y frecuentemente hasta declarado -
es colocarse por encima y más allá del Estado-Nación([2]).
En otras palabras: a los efectos reales, no se trata tanto de “achicar el
Estado” sino de conferir mayor Poder a estructuras supranacionales. Lo que
muchas veces no se dice es que el modelo propuesto necesita reducir a los
Estados-Nación a meros administradores de educación, salud, seguridad y
justicia porque su objetivo esencial, mucho más allá de la implementación de
Estados locales más eficientes y eficaces, es lograr un mayor Poder para
estructuras políticas globales a las cuales los Estados-Nación
quedarían subordinados. A lo que estamos
asistiendo no es sólo a una “reingeniería” del Estado. Por supuesto, se habla
mucho de la reducción de las grandes estructuras estatales y algunas de
ellas ciertamente se hallan poco menos que ahogadas en la ineptitud
burocrática del Estado liberal tradicional que, al no evolucionar ni al mismo
ritmo ni con la misma intensidad que la tecnología y la economía, se ha
vuelto en gran medida obsoleto y arcaico con sus estructuras diseñadas en el
Siglo XVIII e implementadas a lo largo del Siglo XIX. De lo que se habla
bastante poco - al menos en los medios de difusión masiva - es de la
simultánea ampliación del Poder de las estructuras internacionales
supraestatales, siendo que esto último es una simple y directa consecuencia
de lo primero. De modo que a lo que realmente estamos asistiendo es a una transferencia
de Poder. El modelo
propuesto, si se lo piensa hasta sus últimas consecuencias, implica un
“vaciamiento” político de los Estados-Nación y la globalización - implícita
en el mismo modelo - significa la ocupación del vacío así creado por
estructuras políticas con vocación y voluntad de Poder a escala planetaria.
En otras palabras: el modelo no se agota en la propuesta de Estados más pequeños
y más eficientes. Lo que el modelo está proponiendo en realidad es la
construcción de una estructura imperial con alcances
globales y con suficiente Poder como para albergar en su seno a pequeños
Estados con funciones de administración local o regional. 3.2 La perspectiva imperial del modelo. Durante la década
de los años ‘60 y ‘70 mucho se habló del “imperialismo” como característica
esencial del sistema capitalista. Proviniendo el análisis, como provenía, del
ámbito de los intelectuales marxistas, el concepto ha quedado confinado
dentro de una perspectiva económica y frecuentemente se pierde de vista el
concepto esencialmente político del término “Imperio”. Así, uno de los
problemas básicos que hoy tenemos para comprender los acontecimientos, es que
ya no poseemos una noción suficientemente clara de qué es y en qué consiste
en realidad un Imperio. Peor aún: la mayoría de las personas asocia el
concepto de “Imperio” con tiranía, opresión, crueldad y los caprichos
sanguinarios de algún autócrata tenebroso que un buen día se despertó con la
veleidad de querer conquistar el mundo. Esta visión, fomentada en buena
medida desde Hollywood pero también desde parnasos intelectuales
supuestamente más serios, nos impide por lo general darnos cuenta de un hecho
histórico indiscutible: la mayor parte de la humanidad civilizada, durante la
mayor parte de la Historia, ha vivido en Imperios ([3]).
Comprendiendo qué es realmente un Imperio podremos tener quizás la clave más
importante para entender a fondo la propuesta de una sociedad globalizada. 3.2.1 Rasgos esenciales de los Imperios. 3.2.1.1 Resolución de crisis Si se hace un
estudio pormenorizado de los Imperios que ha conocido la Historia, se observa
inmediatamente que un Imperio nunca surge ni por casualidad ni, mucho menos,
por el capricho de algún déspota con ambiciones desmedidas. De hecho, y por
regla general, los Imperios surgen como soluciones a épocas de grandes
crisis. El Imperio Romano, surgido con Augusto hacia el 27 AC, aparece luego
de una larga época de “tiempos turbulentos” signados por las guerras púnicas,
la revuelta de los Gracos, la primer guerra civil, las tres guerras contra
Mitrídates, el alzamiento de Espartaco, la segunda guerra civil, la dictadura
de Julio César y varios otros hechos más. El Sacro Imperio Romano, nacido con
la coronación de Carlomagno en el año 800, es la consecuencia de más de tres
siglos de crisis que se sucedieron luego de la disolución del Imperio Romano
hacia el 476. El Imperio Árabe de los omeyas y abasidas surgió luego de una
larga serie de conflictos iniciada alrededor del 500 cuando la ciudad de la
Meca comienza a adquirir importancia en el mundo árabe y estabilizada recién
unos ciento sesenta años más tarde, hacia el 661, cuando el sexto califa -
Muawija I - funda la dinastía omeya. El Imperio otomano surgido hacia fines
del Siglo XIII se halla precedido por toda la época de las Cruzadas, la
reconquista española y la caída de Samarcanda a manos del Imperio Mongol en
expansión. El Imperio Austrohúngaro aparece hacia fines del Siglo XVII, después de la invasión otomana
a Hungría y luego de 170 años de graves crisis durante los cuales Viena es
sitiada dos veces por los turcos y transcurre la Guerra de los Treinta Años
en medio de conflictos religiosos. Los ejemplos podrían
extenderse a Rusia en dónde el Imperio de los zares surge desde el centro de
Poder moscovita luego de largos enfrentamientos tanto con el Imperio Mongol
como con el Poder competidor de Novgorod y otros nucleamientos. En la misma
Rusia surgiría luego el Imperio soviético luego de una larga decadencia del
sistema zarista e inmediatamente después de su colapso como consecuencia de
la Primer Guerra Mundial. Podría citarse también el Imperio Español, surgido
luego de la epopeya de la Reconquista, o el Imperio Británico que aparece
hacia el Siglo XVII luego de la Reforma y después de tres guerras civiles
entre ingleses y escoceses. Son realmente numerosos los ejemplos que podrían
citarse para ilustrar el hecho de que los Imperios surgen como respuesta a
graves conflictos. 3.2.1.2 Perdurabilidad en el tiempo Justamente por este
motivo, las estructuras imperiales no sólo nacen con una pretensión de
eternidad sino que, por regla, también consiguen sostenerse durante lapsos de
tiempo muy considerables. La solución a una gran crisis, o aparece como
“definitiva” o no aparece como solución en absoluto. Y cuando se la acepta,
generalmente dura mucho tiempo. El Imperio Romano
duró 500 años ([4]).
Su sucesor, el Sacro Imperio Romano duró nominalmente 1.000 ([5])
aún cuando su época de mayor vigencia puede circunscribirse a los 400 o 500
años posteriores a la Nochebuena del 800 cuando el Papa León III corona
Emperador a Carlomagno. Los califatos árabes duraron tres siglos ([6]);
el Imperio Otomano seis ([7]);
el Austrohúngaro poco más de dos ([8]).
La dinastía de los Romanov gobernó el Imperio ruso desde 1613 hasta 1917,
vale decir: durante poco más de 300 años, que fue aproximadamente el mismo
tiempo de duración del Imperio Español y también del Imperio Británico ([9]). 3.2.1.3 El papel de las minorías operantes Otra
característica, en cierto modo sorprendente y por cierto que contradictoria
con la doctrina del gobierno de las mayorías, es que los Imperios son obra de
pequeños grupos sociales extremadamente activos y operantes. En el Imperio
Romano, tanto los Hombres del Lacio como sus sucesores ilirios representaron
una minoría ínfima. Lo mismo puede decirse de los moscovitas dentro del
Imperio Ruso y de la muy activa inteliguentsia
revolucionaria judía dentro del Soviético. España conquistó imperios con
puñados de 250 hombres. Austríacos y húngaros, dentro del contexto
territorial del Imperio, fueron minorías. En su apogeo, el Imperio Británico
abarcó algo así como el 25% de la población mundial, encuadrada por ingleses
que representaban menos del 1% de la población del planeta. Las pequeñas
tribus de Arabia que hicieron surgir los califatos y los osmanlíes que
construyeron el Imperio Otomano nunca fueron mayoría - ni mucho menos -
dentro del Islam. Es un hecho verificable por doquier: las mayorías no
construyen Imperios. Algo bastante difícil de aceptar por los dogmas
vigentes, sobre todo si se recuerda lo ya indicado en cuanto a que la mayor
parte de la humanidad civilizada, durante la mayor parte del tiempo, ha
vivido en Imperios. 3.2.1.4 Los fenómenos de la “pax” y el “crisol”. Finalmente, otro
rasgo característico de los Imperios es su universalidad. Los Imperios, por
regla, son ecuménicos; sus Estados tarde o temprano devienen en verdaderos
Estados Universales. Si bien - y hasta quizás precisamente porque - se hallan
construidos, impulsados y muchas veces incluso sostenidos por minorías
operantes, terminan abarcando una gran variedad y multiplicidad de pueblos
con etnoculturas a veces sumamente diversas. Esto los obliga a
algo que muchos observadores superficiales ha pasado por alto: a un grado muy
elevado de tolerancia y elasticidad. Hay, por supuesto, cierto grado de
coerción en toda estructura imperial - como que lo hay en todo organismo
político. Pero ninguna minoría, por más operante que sea, podría sobrevivir y
sostenerse durante siglos en medio de la multiplicidad imperial si intentase
practicar el despotismo como sistema de gobierno. De hecho, uno de los rasgos
más sobresalientes de los Imperios es su capacidad para organizar la
diversidad y para integrar en una unidad política superior a la multiplicidad
de organismos políticos que han quedado incorporados a una comunidad de
destino. Fue el caso de Roma
cuyo Panteón se hallaba abierto a todos los dioses y cuyos gobernadores provinciales
no aniquilaban los gobiernos locales permitiéndoles “darle al César lo que es
del César y a Dios lo que es de Dios” llegando hasta al extremo de lavarse
las manos cuando las decisiones de un gobierno local afectaban exclusivamente
a cuestiones internas que no interferían con los superiores intereses del
Imperio. Fue el caso del Imperio Español dónde hubo jueces como Juan Matienzo
de la Audiencia de Charcas quien aconsejaba hacia 1570 que las autoridades
centrales “...se abstuvieran de
modificar abruptamente las costumbres y hacer nuevas leyes y ordenanzas,
hasta que no conozcan bien las condiciones y los hábitos de los nativos del
país...”. Fue el caso del Imperio Austrohúngaro en dónde, si bien el
alemán se implantó como idioma oficial, subsistió la enseñanza dictada en los
idiomas locales en las escuelas de todos los países integrantes. Fue el caso
de la Rusia zarista en la cual, en un momento dado, hasta se llegó a limitar
el proselitismo de la Iglesia Ortodoxa para no irritar innecesariamente a los
pueblos no cristianos incorporados al Imperio. Los ejemplos
podrían multiplicarse por docenas. La “pax” romana, al igual que la de las
demás construcciones imperiales, garantizó la administrabilidad del conjunto.
No significó, por supuesto, una ausencia total de conflictos. Significó - y
en todos los Imperios se observa el mismo fenómeno - la posibilidad de controlar
los conflictos internos del organismo político, reduciéndolos a dimensiones
manejables e integrándolos en el “crisol” de una misma comunidad de destino. 3.2.2 La estructura de los imperios Así como en sus
rasgos esenciales los Imperios resultan bastante similares, algo semejante
ocurre con sus estructuras. 3.2.2.1 Organismos En todo Imperio
hallaremos una “Capital” o centro principal de irradiación; una serie de
“Provincias” o unidades etnoculturales y geopolíticas firmemente organizadas
alrededor de este centro y, más hacia la periferia, una serie de “Colonias” ,
“marcas” o puestos de avanzada que sirven tanto a la defensa como a la expansión
territorial del Imperio. 3.2.2.2 Herramientas Paralelamente con
lo anterior, en la gran mayoría de los casos la estructura imperial supone
también la existencia de: a)- un sistema de
comunicaciones por las que circula el flujo de la información necesaria para
intercomunicar y administrar el Imperio; b)- un idioma oficial que
hace inteligible para todos los participantes el contenido de la información
que circula; c)- un sistema
jurídico, generalmente bastante circunscripto al derecho público y al penal y
con relativamente mucha menor injerencia en el derecho civil; d)- una moneda común que
facilita la realización de las transacciones comerciales y e)- un sistema de
pesos y medidas que permite la generación de bienes y servicios con al menos
cierto grado de estandardización. 3.2.2.3 Instituciones En materia de
grandes instituciones cabe citar al Ejército y al Cuerpo Administrativo.
Todos los Imperios - bien que en distinto grado y con diversas modalidades
organizativas - han tenido a su disposición una fuerza armada encargada de su
defensa y, dado el caso, de su expansión; siendo que esta expansión no fué,
en muchos casos, más que consecuencia de una defensa preventiva. Del mismo
modo han dispuesto también de un cuerpo especialmente adiestrado de funcionarios
- un “Servicio Civil” - encargado de la conducción, control y administración
del conjunto. Si analizamos la
propuesta de la globalización y del Estado Administrador desde la óptica de
lo que llevamos dicho sobre los Imperios, realmente no resulta necesario
hacer ningún gran ejercicio de imaginación para concebir cómo podría funcionar en realidad una sociedad
globalizada en el mundo actual. Con la caída del
Imperio Soviético, el gran centro de irradiación de la nueva idea imperial se
halla indiscutiblemente dispuesto alrededor de la esfera e influencia de las
estructuras de Poder privadas con su eje trilateral conformado por Estados
Unidos, Europa y Japón. Las Provincias y las Colonias se distribuyen sin
demasiada dificultad alrededor de este eje, correspondiendo la posición
central a los “países altamente desarrollados”, la posición provincial a los
“países en vías de desarrollo” y la posición colonial a las periferias
marginales. El sistema de
comunicaciones está prácticamente montado sobre una red satelital e
interconectado con poderosos y versátiles medios electrónicos, siendo
básicamente toda la infraestructura tecnológica del conjunto un virtual
monopolio de los poderes centrales. La difusión del inglés como lingua franca por todo el planeta es
ya prácticamente un hecho. Sobre la moneda común se están invirtiendo no
pocos esfuerzos aún cuando, de todos modos, el dólar norteamericano ha
demostrado ser un buen sucedáneo al menos en una gran mayoría de casos. Sobre
un sistema jurídico público y penal se está trabajando desde los tiempos de
Nüremberg (en cuanto a la calificación y tipificación de lo que debe
entenderse por crímenes de guerra y crímenes contra la paz); desde que los
Estados Unidos incorporaron los Derechos Humanos a su política exterior (en
cuanto a la normativa de la relación entre los súbditos y el Poder
constituido); y desde el surgimiento del terrorismo y el narcotráfico
internacionales (en cuanto a pautas para una normativa penal aplicable a todo
el conjunto globalizado). Por último, puede considerarse prácticamente
impuesto el sistema métrico decimal, apoyado por otras herramientas
auxiliares tales como, por ejemplo, la serie de normas ISO 9000 que pauta la
calidad de productos y servicios o la serie ISO 14000 que fija reglas de
protección al medioambiente a nivel internacional. Como puede
apreciarse, pocas dudas caben de que toda la gran discusión que gira
alrededor de la desaparición de los Estados-Nación y su suplantación por
Estados Administradores dentro del marco de una globalización general
implica, en última instancia, la construcción de una estructura imperial
cuyos fundamentos esenciales prácticamente ya están dispuestos.
Consecuentemente, el gran interrogante que se plantea es qué cabe hacer al
respecto. 4.1 Encapsulamiento y oposición La primer
alternativa es rechazar el modelo de plano. Podemos negarnos a aceptarlo,
fortalecer en toda medida posible nuestro Estado-Nación y encapsularnos en
nuestro aislamiento. Si bien la idea
resulta hasta cierto punto tentadora para quienes rechazan el modelo - ya sea
en cuanto a su aspecto formal, ya sea en cuanto a su ideología subyacente;
sea por motivos éticos o por convicciones filosóficas - la praxis política concreta hace que
el aislacionismo resulte muy problemático. Por de pronto, una actitud
aislacionista solamente sería prácticamente viable dentro de un marco de casi
total autoabastecimiento. Por el otro lado, el encapsulamiento no resultó
practicable ni para imperios fuertemente autoabastecidos. Las líneas de
comunicaciones se hallan demasiado abiertas. En un mundo en el cual cualquier
niño de 14 años con una PC y un modem puede acceder al Internet, hasta
resulta físicamente imposible implementar el aislamiento con un grado
aceptable de eficacia. Dentro de esta
alternativa, la única variante que podría ser medianamente transitable es una
estrategia de “evolución paralela” mediante la cual, dentro de una política
de adhesión formal a los lineamientos globales, un cuerpo coherente y activo
de dirigentes podría ir conduciendo a la sociedad hacia estilos de vida y
objetivos reales basados en valores diferentes a los imperantes en el sistema
global. Pero la probabilidades de éxito de una estrategia así no dejan de ser
algo dudosas, por decir lo menos. La segunda
alternativa es aceptar el modelo sin mayores críticas. Podemos tomarlo como
el “signo de los nuevos tiempos”, aceptar de buen o peor grado su
inevitabilidad, y buscar la forma de implementarlo al máximo posible en el
menor tiempo factible. Probablemente ésta sea la alternativa adoptada por la
actual conducción de la Argentina y de varios otros países cuya cuota de
Poder en el ámbito internacional es tan reducida que una oposición aparece -
al menos a primera vista - como una intención prácticamente suicida. El aspecto negativo
de esta alternativa sería, no obstante, la pérdida virtualmente completa del
remanente de soberanía que le queda al actual Estado-Nación. Con el agravante
de que, habiendo perdido el atributo soberano, las instituciones de algún
modo conectadas con el ejercicio de la soberanía parecerán cada vez más
obsoletas y carentes de sentido. De este modo, para que nuestra
implementación sea también congruente con el modelo, en algún momento
deberemos hacernos a la idea de desembarazarnos de estas instituciones y, con
ello, no solamente se habrá resignado la soberanía de un modo completo sino,
incluso, se habrá trabado en gran medida la posibilidad de recuperarla en el
futuro. La tercer
alternativa es aceptar el desafío. Darnos cuenta de que el sistema global,
tal como se halla propuesto, aún está lejos de haber sido completamente
implementado y que no resultará tan fácil implementarlo por la sencilla razón
de que quienes tienen la idea de hacerlo aún no tienen todo el Poder y
quienes tendrían el Poder suficiente aún no están del todo convencidos de la
idea. El “mundo
globalizado”, por más adelantado que parezca, es aún un proyecto en vías de
construcción. No es un fait acompli
ante el cual haya que inclinarse ya mismo. Es muy cierto que grandes poderes
están empujando en ese sentido y resulta indiscutible que, mal que bien, los
Estados-Nación existentes son naves que tienen que “orientar sus velas según
el viento que sopla desde los Estados Unidos”. Pero podemos aceptar el
desafío - corriendo evidentemente los riesgos que hay que asumir - si tenemos
en claro que una cosa es “orientar las velas” según un viento que - al menos
por el momento - no podemos cambiar y otra cosa muy distinta es entregar el
timón del barco. En otras palabras y
siguiendo con la alegoría: podemos (a) decidir retirarnos de la regata,
llevar el barco a dique seco y enclaustrarnos en nuestro puerto; (b) enajenar
el barco, convertirnos en pasajeros y tratar de gozar del viaje bajo el mando
de otro capitán; o bien (b) orientar las velas, mantener el control de la
nave y capear el temporal poniendo en juego nuestra capacidad de navegantes.
Es nuestra decisión. Cada alternativa tiene sus ventajas y sus peligros y
pueden citarse argumentos a favor y en contra de cada una de ellas. Sin
embargo, la aceptación del desafío, aún con sus riesgos y peligros, presenta
una oportunidad que no ofrecen las otras alternativas: si conseguimos dominar
la situación sin entregar por completo nuestra capacidad de decisión, podemos
hasta salir de la coyuntura con más Poder y con mayores posibilidades que las
que teníamos antes de entrar en ella. La gran ventaja de aceptar un desafío
es que, por lo general, los desafíos presentan una oportunidad de aumentar
posibilidades y oportunidades con nuevas instancias de opción y de acción. Que una
incorporación racional y bien planificada de tecnología de punta aumentaría
nuestras posibilidades de opción y de acción es algo que difícilmente
necesite ser demostrado. Las salvedades y reticencias que pueden hacerse
respecto de la tecnología son mayormente irrelevantes o inconsistentes. La
tecnología no es un artículo moral; no existen tecnologías “buenas” y tecnologías
“malas” por la sencilla razón de que toda tecnología no es nada más que la
implementación práctica de conocimientos científicos subyacentes y el
conocimiento, en si, no es ni bueno ni malo. Lo moralmente reprochable, en
todo caso, es lo que ciertas personas hacen o pueden llegar a hacer con dicho
conocimiento. Pero, si volviésemos a la era artesanal y nos propusiésemos
producir bienes y servicios con la tecnología del Siglo XI, lo único que
conseguiríamos es condenar a la mayor parte de nuestras poblaciones a andar
descalzas, mal vestidas y peor alimentadas. Aún con la tecnología de los
albores de la Revolución Industrial no conseguiríamos los volúmenes de
producción y la calidad de servicios que necesita la población de los países
actuales. Además, detrás de
toda tecnología se halla la investigación científica. Una teconología de
avanzada, bien aplicada y coherentemente instrumentada, puede abrirnos las
puertas de la investigación y el desarrollo de nuevos conocimientos y hasta
de descubrimientos. Con ello, la aceptación del desafío tecnológico puede
darnos la oportunidad de dar un gran salto cualitativo puesto que desde mucho
antes de Toffler (en realidad, desde la época de los egipcios) ha quedado
claramente demostrado que el Saber es Poder. Si despojamos a la
economía de esa especie de misticismo dogmático que se le ha conferido
durante los últimos tiempos y volvemos a entender que la actividad económica
no es más que el medio por el cual cubrimos nuestras necesidades de bienes y
servicios siendo que, en consecuencia, lo económico resulta ser más una
cuestión de eficiencia y eficacia que de principios; entonces también aquí se
abren oportunidades que bien pueden ser aprovechadas. El empresariado
nacional de nuestros países es débil. Lo es por muchos motivos. Por un lado,
la mayoría de nuestros empresarios no tiene el soporte de la larga tradición
artesanal con el que cuentan muchas familias de empresarios europeos; y por
el otro, tampoco han sido continuadores en América de esa tradición
manufacturera como lo fueron los anglosajones. Hasta hace menos de ochenta
años todavía las grandes fortunas de América fuera de los Estados Unidos eran
agrarias. El empresariado industrial argentino es notoriamente joven. Además,
es escaso. En muchos aspectos,
el problema no es que nuestros auténticos empresarios sean malos. El problema
está en que son pocos y demasiado recientes. Si queremos tener una verdadera
e importante estructura productora de bienes y servicios, deberemos
preocuparnos también por promover, fortalecer, arraigar y comprometer a las
personas que lideran y conducen la producción de esos bienes y servicios.
Tenemos que entender algún día que en toda actividad humana - no sólo en
Política - los conductores son importantes y en economía esos conductores son
los hombres de empresa. Y tendremos que admitir también que una sana
estructura jerárquica del aparato productivo no tiene por qué estar reñida
con los principios básicos de la equidad y la justicia social. Llamémoslo
“capitalismo”, llamémoslo “socialismo”, busquémosle una concepción
equidistante con el nombre que más nos guste, hay una realidad que ninguna
ideología podrá cambiar: en toda actividad los líderes han sido, son y serán
imprescindibles. Y si queremos tener países con economías sanas y pujantes,
deberemos encontrar el modo de atar el destino de esos líderes al destino de
los países. Deberemos hallar la forma de que crezcan con el país y hagan
crecer al país en el que operan. Deberemos encontrar el modo de disponer las
cosas de tal manera que una inversión productiva local resulte más atractiva
que una cuenta bancaria en Suiza o un depósito en dólares en algún paraíso
impositivo a diez mil kilómetros de distancia. Por otra parte, la
creación de un fuerte empresariado nacional con verdadera capacidad de
producir bienes y servicios de alta calidad es para nosotros directamente una
necesidad de supervivencia más allá de cualquier otro tipo de consideración
ideológica. Con mercados internos reducidos como el nuestro, la consigna es
“exportar o morir”. En nuestro país, una fuerza laboral de 4.5 millones de
personas, trabajando con medios de producción de alta tecnología, produciría
muchísimo más de lo que pueden consumir las apenas 33 millones de personas
que constituyen nuestra población. Si optásemos por la alternativa
aislacionista, para lograr una ocupación plena produciendo exclusivamente para el mercado interno, esas
4.5 millones de personas deberían trabajar con métodos y tecnologías de
producción ineficientes y obsoletas. Sólo así podría evitarse la literal
inundación del restringido mercado interno con bienes y servicios que ya
nadie compraría, por la sencilla razón de que nadie adquiere cinco heladeras
y una docena de teléfonos solamente para mantener funcionando al aparato
productivo. Con todo, el hecho
de que debamos dejar toda una serie de paradigmas ideológicos de lado no debe
llevarnos al error de creer que desde la caída del muro de Berlín y la
globalización del planeta se acabaron las ideologías. No hay tal cosa
como el fin de las ideologías. Lo que hay es el fin de las existentes. El
muro cayó para los dos lados: mientras en el ex bloque comunista se habla de
“democratización” en el bloque capitalista se han tenido que poner en marcha
las “privatizaciones”. De hecho, ninguno de los dos sistemas derivados de la
Revolución Francesa resultó prácticamente viable. El capitalismo de Estado
murió de rigidez y esterilidad. El Estado capitalista liberal se ha atascado
en burocracia, ineficiencia y corrupción. Lo que estamos
necesitando es un nuevo concepto de sociedad o, si se quiere, una nueva
“utopía”. Un nuevo proyecto, más
allá del individualismo y más allá del colectivismo. La inviabilidad del
modelo marxista-leninista quedó demostrada hace apenas unos pocos años y ya
algunos intelectuales están comenzando a reconocer - bien que todavía a
regañadientes - que la democracia liberal tampoco presenta grandes chances de
sobrevivir por mucho tiempo más. El mundo está realmente maduro para una
nueva idea. Por el momento todo
lo que tenemos es esta bastante confusa y sumamente vaga idea de
“globalización”. Para el Poder Económico - que es el que actualmente detenta
el Poder real - la globalización aparece como una Gran Fábrica Mundial
produciendo bienes y servicios para el Gran Supermercado Global. Para los
intelectuales, que no se atreven a dar el salto mental de enterrar a la
democracia liberal junto al marxismo comunista y por ello no consiguen
convencer a los que tienen el Poder, la globalización aparece como la Gran
Federación Democrática Universal. No hace falta hacer ningún gran análisis
para apreciar que ninguna de estas dos ideas puede generar estructuras
concretas que funcionen en la realidad y menos a la escala en que se pretende
hacerlas funcionar. La idea de la globalización, como hemos visto, supone un
enfoque a escala imperial y desde una perspectiva imperial. Y a esta idea
imperial de la globalización le está faltando una arquitectura intelectual
imperial. Quienes consigan dársela podrán seguramente poner al menos una mano
sobre el timón del futuro Imperio. La otra mano sobre
el timón podrán ponerla quienes, habiendo intelectualmente comprendido los
alcances del desafío, consigan también poner en marcha decisiones políticas
correctas y apropiadas para minimizar los peligros y maximizar las
oportunidades. Para ello, lo
primero que deberíamos entender es que la Política es actividad en relación
con el Poder y sólo hacen Política quienes tienen el Poder de hacerla. Los
políticos sin Poder son meros comentadores de la Política y los Estados sin
Poder terminan siendo meros ejecutores de decisiones políticas que han tomado
quienes tenían el Poder de tomarlas. Un Estado-Nación sin Poder es un
sinsentido político: sin Poder no sólo no hay soberanía; no hay Estado. Los Estados
Administradores dedicados a educación, salud, seguridad y justicia que hoy se
nos proponen, en realidad, ni siquiera son Estados. Constituyen meras
administraciones locales a las que les falta el control sobre tres factores
que desde tiempos inmemoriales han constituído una parte esencial - aún
cuando sea cierto que no exclusiva - de cualquier Poder político: la fuerza,
el dinero y el conocimiento. Si bien es cierto que el Poder político se fundamenta
también sobre otros factores de capital importancia tales como los valores
morales, las normas jurídicas, el consenso y varias otras que no es del caso
analizar exhaustivamente aquí; no menos cierto es que en el duro mundo de las
luchas por el Poder - que es el mundo Político real por excelencia - todavía
nunca ha podido sobrevivir un Estado débil, pobre o ignorante. La fuerza de un
organismo político se basa en una serie muy larga de factores pero, de un
modo u otro y en última instancia, se expresa siempre en sus Fuerzas Armadas.
En relación a ellas, lo que hay que comprender es que, cada vez más, la
verdadera capacidad de esta fuerza viene dada no tanto por su tamaño físico y
sino por su nivel de tecnología. Se han acabado, posiblemente para siempre,
los tiempos en que el Poder un ejército se medía por la cantidad de hombres
puestos sobre un campo de batalla. Por de pronto, ya rara vez hay un campo de
batalla propiamente dicho sino “regiones” o “áreas” de conflicto. Y, además,
aún cuando el factor humano no es - en absoluto - un elemento desdeñable, la
definición última de un conflicto depende cada vez más de la capacidad y
eficacia de armamentos muy sofisticados y cada vez menos del enfrentamiento
físico de los combatientes. En la última fase de la Guerra Fría, cuando la
administración Reagan optó por la estrategia de dotar a los Estados Unidos de
“armas para destruir armas” en lugar de “armas para destruir personas”, esta
preeminencia de lo tecnológico quedó muy claramente delineada y no sólo puso en
evidencia el atraso irrecuperable de la URSS en la materia sino que hasta
dotó a la posición norteamericana de una argumentación moral bastante difícil
de rebatir. Consecuentemente, la aceptación inteligente del desafío
tecnológico puede significar un substancial aumento de la fuerza definitoria
del Estado en casos de conflicto. El dinero ha sido
siempre tan sólo una herramienta de intercambio y, desde que dejamos de
utilizar monedas de oro y plata, ni siquiera tiene valor en y por si mismo.
El poderío económico, como lo ha redescubierto recientemente Francis
Fukuyama, descansa básicamente en un elemento tan sutil como lo es la
confianza ([10]). Es
decir: en última instancia, se basa en la confianza que los miembros de una
sociedad se tienen mutuamente lo cual, a su vez, determina en un grado muy
elevado la capacidad, la calidad y los costos competitivos de la producción
de bienes y servicios. De ello se sigue que países con aparatos productivos
sanos y competitivos tienen grandes chances (o, al menos, mejores chances) de consolidar
posiciones financieras y monetarias. Por ello es que la aceptación del
desafío económico con miras a construir un fuerte aparato productivo puede
muy bien conducir al éxito adicional de lograr la solidez financiera y, con
dicha solidez, el país puede acceder a la cuota de Poder que otorga el
dinero. Poniéndolo en términos simples: podrá financiar buena parte de su
producción, tendrá con qué comprar lo que no tiene, podrá penetrar mercados
para vender lo que produce y, además, podrá negociar mejor sus posiciones de
endeudamiento. Va de suyo que
aparatos productivos eficientes y tecnologías sofisticadas suponen
necesariamente un know how que, a
su vez, también otorga Poder aunque más no fuere porque aumenta el abanico de
opciones y alternativas de decisión. Los que saben hacer las cosas tienen una muy fuerte ventaja competitiva
sobre quienes tienen que depender de aquellos que saben cómo se hacen las cosas. Quienes sólo saben cómo se usan las cosas estarán en permanente desventaja frente a
aquellos que saben como funcionan las
cosas. Un nuevo proyecto
de Estado-Nación, orientado por estos factores reales del Poder y concebido
más allá de los dogmatismos del pasado, puede dar a nuestros países la
concepción estratégica que necesitan para enfrentar el desafío con bastantes
buenas probabilidades de éxito. Una sociedad tecnológicamente avanzada, con
aparatos productivos eficaces y eficientes, con una organización
sociopolítica equitativa pero disciplinada, con élites dirigentes que posean
una visión clara y lúcida de las nuevas realidades imperiales; una sociedad
así podrá seguramente tener un Estado con Poder y capacidad de decisión. Aún
dentro de un contexto global de características imperiales, Estados como el
descripto no tendrían por qué renunciar a sus funciones esenciales. Durante la década
de los ‘60 y los ‘70 nos cansamos de escuchar a intelectuales que nos decían
que vivíamos una “época de transición”. Pues bien: “la transición” - sea lo
que fuere que quería significar el término - ha terminado. Lo que hoy vivimos
es una época de decisiones. Lo que se ha dado
en llamar la “globalización” presenta, por cierto, varios peligros. Tomando
decisiones equivocadas podemos perder nuestro Estado y, con él, nuestra
capacidad para tomar decisiones puesto que el concepto de soberanía - si ha
de significar algo concreto en absoluto más allá de los discursos patrióticos
de ocasión - se refiere precisamente a la facultad, a la capacidad y al Poder
de tomar la última y definitiva decisión en todas las materias que son o
pueden ser relevantes para una comunidad política. En concreto, los
peligros que debemos enfrentar son: ·
la excesiva
dependencia de poderes supranacionales; ·
la adjudicación de una
función fija y rígida dentro del contexto económico mundial; ·
dentro de dicha
función, una excesiva especialización que coartaría la versatilidad de
nuestras potencialidades; ·
un estado de virtual
indefensión frente a cualquier agresión haciéndonos dependientes de la buena
o mala voluntad de organismos internacionales para garantizar nuestra
defensa; ·
la pérdida de nuestra
identidad diferenciadora; ·
la suplantación de
nuestros valores culturales y - entre muchas
otras cosas que podrían agregarse a la lista - la importación indeseada de
vicios y lacras que bien podríamos mantener fuera de nuestras fronteras en
caso de tener la suficiente capacidad y poder de decisión para hacerlas
respetar. Pero la situación
también presenta oportunidades: ·
la incorporación
rápida de tecnología que - nos guste o nos disguste admitirlo - no hemos
sabido desarrollar a nivel local; ·
junto con la
tecnología está la oportunidad de incorporar un Saber que puede otorgar una
importante cuota de Poder; ·
la posibilidad de
aumentar la calidad de vida de nuestra población produciendo bienes y
servicios de alta calidad con capacidad exportadora; ·
el fortalecimiento de
un empresariado arraigado al país y con intereses concretos en el país; ·
la creación de esferas
de interés de nuestro país en los mercados a los cuales está destinada
nuestra exportación; ·
la posibilidad de
lograr un papel de sólido liderazgo en nuestra región y - finalmente pero
no en último término - la posibilidad de terminar fortaleciendo un Estado en
una época en que otros Estados, con menor iniciativa, irán perdiendo Poder y
hasta desapareciendo. Todo depende de la
actitud que adoptemos frente al problema planteado. Si nos concentramos en
los peligros actuaremos por reacción y a la defensiva. Si, en cambio, nos
concentramos en las oportunidades - y las indicadas no pretenden en absoluto
ser exhaustivas - podemos actuar tomando la iniciativa, corriendo los riesgos
que hay que correr pero también, muy probablemente, al menos neutralizando la
mayoría de los peligros. La decisión es
nuestra. Allá afuera, más allá de nuestras fronteras, hay un nuevo Imperio en
proceso de gestación. Tomando decisiones equivocadas podemos terminar siendo
los esclavos de ese Imperio. Tomando decisiones acertadas podremos quizás no
llegar a ser los Señores de la nueva estructura imperial pero, al menos, se
abre la oportunidad para que seamos los dueños de nuestro propio destino.
Porque esa es la ventaja que presentan los Imperios para pueblos como el
nuestro: desde el momento en que los conductores de Imperios siempre debieron
aprender a gobernar la diversidad respetando esa diversidad, lo peor que le
puede pasar a un pueblo dentro de un Imperio es resultar tan anodino que ya
nadie se toma ni siquiera el trabajo de tenerlo en cuenta. Dicho en otras
palabras: es muy cierto que la globalización presenta serios peligros. Pero
si queremos que en un mundo globalizado se nos respete, lo primero que
debemos logar es sacarnos de encima los complejos de inferioridad,
respetarnos a nosotros mismos y hacernos respetar en el mundo. Y nadie ha respetado
jamás a los que, frente a un desafío, huyen hacia el pasado, declinan
la lucha o se lanzan al futuro con proyectos inspirados por un infantilismo
político que, en lugar de solucionar los problemas concretos planteados
por la realidad, se limita a enojarse con ella en función de muy bellas
pero completamente inviables expresiones de deseos.
[1] )- El “Estado Benefactor”, llamado también wellfare state por los anglosajones o Wolfahrtsstaat por los alemanes, de raíz socialista, como opuesto al Estado del laissez faire básicamente neutro de origen liberal francés, y opuesto también al “Estado Hegemónico” (o Machtstaat en su versión típicamente germánica aunque también muy arraigado en el pensamiento político británico) de estilo más conservador y tradicionalista. [2] )- Este es el verdadero “Power Shift” que implica el modelo. El trasvasamiento de una cuota importante del Poder hacia las estructuras del know-how que menciona la tesis de Toffler no es más que un epifenómeno si se lo considera dentro del marco general en el cual se halla inserto. [3] )- “Un estudio superficial de la historia del hombre civilizado basta para poner de manifiesto que la mayoría de los pueblos civilizados, la mayor parte del tiempo, han vivido en imperios. Desde el punto de vista técnico, la extensión de un imperio se encuentra hoy limitada solamente por el tamaño de la tierra”. (Herman Kahn y Anthony Wiener, “El Año 2000”, Emecé Editores, Buenos Aires, 1969, pág. 472). [4] )- Desde el 27 AC, año en que Octaviano es proclamado “Augusto”, hasta el 476 cuando el último emperador - Rómulo Augústulo - es derrocado por Odoacro. [5] )- Desde la mencionada coronación de Carlomagno hasta 1806, año en que Francisco II de Habsburgo renuncia definitivamente al título. [6] )- Desde el inicio del califato omeya (661) hasta el fin del califato abasida (969). [7] )- Desde la declaración de independencia de Osmán en 1290 hasta la creación de la República de Turquía en 1923. [8] )- Desde la Paz de Karlowitz (1697) hasta el fin de la Primer Guerra Mundial (1918). [9] )- Para el Imperio Español puede tomarse el lapso de tiempo que va desde la fundación de los primeros virreinatos en Méjico y Perú durante el Siglo XVI hasta las guerras de la independencia americana de principios del Siglo XIX. La duración del Imperio Británico puede considerarse desde mediados del Siglo XVII hasta mediados del XX. [10] )- Francis Kukuyama, “Trust - The Social Virtues and the Creation of Prosperity”, Free Press, 1995
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