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Este artículo no figura en las Obras completas editadas por Perfil.

 

LAS HERRAMIENTAS DE LA PATRIA

(por Leopoldo Marechal)

 

Cuando un país vive las horas genéticas de su destino, todas las actividades que contribuyen a esa inmensa "promoción de la Patria" tienen un común denominador que signa y une a los hombres lanzados a la empresa; y ese común denominador está en todos los factores de la Patria, desde un martillo a una sinfonía.


Los organizadores de la última exposición de máquinas y herramientas argentinas tuvieron sin duda esta noción cuando nos invitaron a visitar esa muestra en sus instalaciones de Palermo. Estábamos, entre otros, Ernesto Sábato, Antonio Berni, Alberto Ginastera, Astor Piazzolla y yo: las ciencias, las artes y las técnicas que representábamos nos unieron allá en una sola conciencia, la del que hacer nacional. Y todos nos entusiasmamos como niños adultos: niños en esta infancia de la Patria, y adultos en la meditación de su destino.


Por mi parte no era ciertamente ajeno a la visión de aquellas maquinarias ni al uso de aquellas herramientas. Mi padre, Alberto Marechal, fue un mecánico de excepción: toda máquina nueva se le presentaba como un desafío a su ingenio, y toda máquina enferma como una solicitud a su arte de curar los humildes robots de principios de siglo.


Fue gracias a su habilidad que, pese a nuestra digna pobreza, tuve yo en mi niñez los juguetes más insólitos, los manomóviles más raudos, los más certeros fusiles de aire comprimido y patines más voladores, obra de sus manos inquietas y de su invención que no dormía. Yo, un niño de diez años, lo ayudaba tanto a aquellas maquinaciones ingeniosas como en la reparación de relojes, máquinas de coser y otros artefactos de los vecinos, a que mi padre se daba gratuitamente por amor del arte y de sus prójimos.
Al mismo tiempo, su afición a las técnicas nacientes introdujo en el hogar la primera cámara fotográfica con su laboratorio de revelación, el primer fonógrafo a cilindros que conoció el barrio y la recuerda en la primera instalación eléctrica que sucedió gas. Cuando el primer aviador francés llegó al país, hizo en Longchamps una exhibición de vuelo en su máquina de varillas y telas, mi padre y yo asistimos a ese milagro de volar cien metros, a cuarenta de altura; y regresamos de Longchamps con un entusiasmo que nos convirtió en aeromodelistas. Construimos entonces una miniatura de biplano con su hélice, y mi padre se desveló en el problema de darle motores. Le falló un mecanismo de reloj: era excesivamente pesado. E inventó al fin un sistema de gomas de honda retorcidas, que al desenrollares nos ofreció un despegue insuficiente pero consolador.


Fue la exposición de máquinas y herramientas la que suscitó en mí esta serie de recuerdos infantiles; y me pregunté allá si los ingenieros de aquellas máquinas no serían los sucesores lógicos de mi padre, aquel oscuro y genial mecánico de Villa Crespo.


Pero durante la visita, mis evocaciones continuaban en aquel orden de ideas: yo siempre fui un desvelado espía de los hechos nacientes que iban relacionándose con la Patria. Cuando realicé mi primer viaje a Europa, lo hice en un barco alemán de clase única y naturalmente bajo el pabellón de aquel país. Yo tenía veinticinco años; y durante toda la navegación, adaptándome a los usos, alimentos y costumbres germánicos, me pregunté si alguna vez me sería dado cruzar los mares bajo el pabellón nacional y entre hombres y cosas argentinos.


Más tarde, la creación de nuestra flota de ultramar satisfizo aquel deseo de mi juventud. Pero una nueva inquietud se apoderó entonces de mí: si viajaba yo bajo los colores azul y blanco de mí patria, el buque donde lo hacía era de construcción extranjera. Y al punto soñé con los futuros astilleros nacionales, instalados junto a nuestro río y nuestro mar, donde mis compatriotas armarían las grandes naves de nuestra expansión marítima.


Me digo aún que si es lícito y necesario "comprar" al extranjero nuestras maquinarias de la paz y la guerra, sería más lógico, y más de hombres, que las fabricáramos nosotros. El mejor obrero es el que maneja una herramienta de su propia factura y el mejor soldado es el que esgrime un arma templada por él mismo.


Aquella tarde, en las grandes instalaciones de Palermo, y llevado por mis nunca silenciosas inquietudes, le pregunté a un técnico que nos acompañaba si la construcción y lanzamiento de un vehículo espacial argentino entraba en lo posible. Y me contestó, abarcando con sus ojos las criaturas de metal que llenaban el recinto: "Aquí están ya todos los elementos necesarios a esa obra".

 

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