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Publicado originalmente el 31 de mayo de 1992,
una semana después de la muerte de Atahualpa Yupanqui.
DON ATA NO
ESTÁ MUERTO, SÍ DORMIDO
(por
Daniel Viglietti)
El entrañable trovador perseguido siempre había
encontrado, en estos últimos tiempos, la manera de seguir viviendo, de ir
enfrentando uno a uno los ataques del cuerpo. En el fondo, todos
pensábamos que nunca se iba a morir, como le puede pasar al hijo con el
padre. Pero el 23 de mayo último, en una habitación de hotel en Nimes, en
el sur de Francia, a eso de las cinco de la madrugada, murió Atahualpa, a
los ochenta y cuatro años.
Interpretar a Yupanqui, pensar en Yupanqui, oírlo escribir sobre él, un
poco de todo eso se ha hecho, hemos hecho. Pero aprender a sentir su
ausencia, eso no sabemos hacerlo. Hay tantas coplas, acordes rasguidos,
armónicos, arrastres, vibratos, golpes en la caja, que quedan huérfanos,
es cierto. Pero hay tanta energía en la obra producida, hay tanto futuro
en lo que su canto ha ido memorizando que los recuerdos que se nos vienen
de atrás hoy son impulso, linterna para seguir alumbrando el camino.
Recuerdo montevideano. Por primera vez, en mi infancia, lo oigo en un
recital y siento que sus canciones se hermanan tanto con sus palabras
introductorias que el producto global es una suerte de nueva poética.
Lección inolvidable de un maestro sin pizarrón. Maestro que antes de
cantar El aromo sugiere al público que quizá no todos sepamos que el autor
de la letra es el uruguayo Romildo Risso. Siempre enseñando.
Recuerdo minuano. Lo encuentro con mi padre, en la ciudad de Minas, a
fines de los cincuenta. Mi padre evoca entonces que en sus primeras
visitas al Uruguay Atahualpa leía las glosas que precedían su canto. El,
que con el tiempo se volvería brillante narrador espontáneo en toda
ocasión en que tuviera audiencia sensible. Su capacidad de contar
historias y revivir personajes lo volvía centro de toda reunión. Esto
nunca impidió que, de sentirse aburrido, empezara a mascullar
indescifrables tarareos chacarereados, ritmados suavemente con los
nudillos sobre la mesa.
Recuerdo parisino. Durante un recital suyo en el Théâtre de la Ville, en
mil novecientos setenta y cuatro, voy a oírlo grabador en mano y, cerca
del final, un funcionario del teatro me quita el aparato, de acuerdo con
normas que prohíben la grabación y que yo desconocía. Luego de felicitar a
Atahualpa le comento el hecho. Con su humor criollo, se arremanga los
puños de la camisa –entre sus diversos oficios supo ser boxeador– y me
dice: “Vamos, paisano, vamos a buscar eso”. Luego le dirá al funcionario:
“Usted tiene razón, pero devuélvale el grabador al amigo”. La operación se
cierra entre sonrisas.
Es cierto, pienso ahora, nunca lo vi a Yupanqui realmente desalentado o
deprimido. Siempre tenía como un trasfoguero en el alma. En su pequeño
apartamento del barrio catorce, en París, sus libros, sus casetes, sus
cartas, sus borradores estaban siempre como en movimiento. El decía que si
sentía ganas de dar una vuelta por sus pagos, se tocaba unas chacareras o
unas zambas y el apartamento parisino se volvía su tierra. Allí le hice
varias entrevistas y en una me habló de Emilio Cariac, uno de los músicos
populares que tanto lo nutrieron, y para no mencionar directamente que se
había muerto, Don Ata supo decirme: “Ya está en el silencio el hombre”...
Recuerdo argentino. Hace unas semanas, antes de que él viajara de nuevo a
París, encontré a Don Ata en Buenos Aires. Era la primera vez que yo lo
veía en su tierra. De ese árbol frondoso que siempre me pareció Yupanqui,
brotaba una rama nueva: un bastón que me imaginé como cedido en
complicidad por César Vallejo, el peruano que también murió en Francia; el
bastón con que los poetas mayores le siguen haciendo preguntas a la
tierra. Con esa dignidad suya que no tiene edad, vi a Atahualpa amado por
su gente. Lo vi respondiendo al taxista que le pedía un autógrafo, al mozo
de restorán que lo recibía con especial cariño, a toda esa audiencia que
en la Argentina y a través del mundo lo eligió creador de caminos,
sabiendo desde siempre que su senda era la del indio, la de los
desposeídos.
Recuerdo anticipado. Habrá una manera de recordar a Atahualpa en el doble
sentido de la expresión: traerlo a la memoria, pero también despertarlo.
Recordar a Atahualpa cantándolo, analizando su obra con la necesaria
distancia crítica, aprendiendo tantas entrelíneas y entrecuerdas que nos
ha dejado. Despertar a Atahualpa para seguir siendo sensibles a una
concepción de la canción abrazada a nuestra verdadera historia de
latinoamericanos, para que nos ayude a no pactar con un poder que desde
hace cinco siglos, cambiando de lengua y de armas, nos sigue dominando y
saqueando. A este hombre que tanta conciencia supo despertar en el mundo,
lo despertaremos a menudo para preguntarle por la justicia, por la belleza
o por la soledad. Porque como dice su canción de los abuelos: nunca
muerto, sí dormido, nuestro Atahualpa.
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