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Artículo publicado a los 40 años de su muerte.

 

CARLOS GARDEL, MITO

 

 

El mito del Zorzal criollo se nutre, también, de sus éxitos en las grandes capitales del mundo. Quienes fueron testigos de su arrollador ingreso en el Viejo Mundo y en América reviven esa época de gloria: Gardel ganaba 3 mil francos por su actuación cuando una tonelada de trigo costaba 410 francos. Su leyenda sigue viva en Nueva York -donde se le rinde un culto fervoroso- y se aloja, también, en el corazón de una mujer que no lo conoció y vive, sin embargo, dedicada a su recuerdo.

 

Todos los años, a poco de comenzado el invierno, una inusitada primavera florece sobre los negros bronces que, en el cementerio de la Chacarita, perpetúan el recuerdo de Carlos Gardel. No es un algo mágico: Cada 24 de junio desde hace cuatro décadas, una memoriosa feligresía le tributa el puntual homenaje de una flor. Convertido en santón de la hagiografía canyengue -el Morocho, que no era, según afirman quienes lo conocieron, ni santo ni morocho- es venerado en colectivos y taxímetros, en lecherías y cafés. Es, en cierto modo, un milagro de persistencia dentro de la proverbial mala memoria vernácula, un milagro sólo explicable por los imprecisos mecanismos de la leyenda. Porque desde esa tarde en que las llamas colorearon el pálido cielo de junio, allá en Medellín, los simples lloraron la muerte de un cantor excepcional sin advertir que nacía el más perdurable mito de la porteñidad. Desde entonces, con las luces del centro eternizadas en el relámpago de su peinado, con la sonrisa algo ladeada que inquietaba a adolescentes y abuelas, trajeado con los improbables atuendos del gaucho o del señorito engalerado, Gardel penetró en la leyenda. Y aún hoy, la imaginería popular se nutre con imprecisas visiones: una dama enlutada que desde hace 40 años desciende de un auto con chofer para dejar una flor y huir; o la leyenda que sostiene que en la Noche de San Juan, un viejo de gacho requintado, con la cara oculta, compra su stock de diarios a ateridos canillitas y desaparece en esquinas claves de Boedo o San Telmo, silbando Mi Buenos Aires querido. O la de ese misterioso cantor encapuchado que canta en húmedos cafetines del Caribe con una voz tan horrorosa como su ignorado rostro.

 

Cuesta en verdad imaginar al Zorzal changueando por los boliches de un improbable Macondo, hostigado por las lluvias y las cumbias. Menos trabajoso resultó, en cambio, evocarlo en sus andanzas por otros meridianos, cuando salió a demostrar al mundo que la fama no era puro cuento. Dos corresponsales de Siete Días -Armando R. Puente y Juan Manuel Abraham- rastrearon, en Madrid y Nueva York, respectivamente, sus canoros itinerarios, conversaron con sus amigos, exploraron hoteles y teatros y cosecharon un curioso, inédito anecdotario.

 

En Buenos Aires, por otra parte, se reunió abundante material sobre su tournée francesa y sobre sus casi póstumos momentos colombianos, cuando dijo por la emisora La Voz de la Víctor, de Bogotá: "Antes de cantar mi última canción, quiero decir que he sentido grandes emociones en Colombia. Gracias por amabilidad tanta. Me voy con la impresión de quedarme dentro del corazón de los bogotanos. Voy a ver a mi vieja, pronto. No sé si volveré, porque el hombre propone y Dios dispone. Pero es tal el encanto de esta tierra que no puedo decirles adiós sino hasta siempre". Hubo un rasguido de guitarras y Gardel, cantó el último tango de su vida: Tomo y obligo. Al día siguiente. 24 de junio de 1935, se embarcaba en el trimotor F-31 que lo llevó, primero a Medellín y luego a la muerte.

 

En la actualidad, la colonia argentina -Nueva York - unos 40 mil residentes devorados por la nostalgia- suele sintonizar, hacia el filo de la medianoche, una audición radial propalada desde un restaurante cuyo nombre es toda una definición: La Vuelta de Martín Fierro. Uno de los principales animadores es el vocalista Horacio Deval, radicado hace años en USA. Minucioso imitador del estilo del Zorzal, el chansonnier es el astro exclusivo de La hora gardeliana, el hit radial que convoca las saudades de los argentinos emigrados. No lejos del restaurante, en el distrito de Queens, una carnicería ostenta, en una populosa esquina, el nombre de Carlos Gardel. Allá también, Pedro Ortiz, una especie de Julio Jorge Nelson del desarrollo, se encarga de mantener vivos los mecanismos del culto. Es un viejo amigo de Gardel, ex bailarín de tangos, extra cinematográfico en los filmes que rodó el cantor en los estudios de la Paramount: "Era un tipo simple, no le gustaba el agasajo y se cabreaba ante los que buscaban su amistad sólo porque era un cantante famoso", memoró Ortiz ante Siete Días.

 

Don Pedro es el único residente de Nueva York que puede evocar esa época. Otro de los compinches -Carlos Spaventa- está ahora radicado en Miami. "Yo ya hacía unos años que vivía en los Estados Unidos cuando Gardel llegó por primera vez; me lo presentaron en el departamento de un estanciero uruguayo llamado Gómez. Enseguida nos hicimos amigos, quizá porque no le hablé ni de su voz ni de su carrera artística; charlamos, eso sí, de minas y caballos". recuerda Ortiz, quien, con una compañera madrileña llamada Margo, actuó junto a luminarias como Tommy Dorsey, Fats Waller y Paúl Whiteman. "Cuando podíamos escaparnos de Lépera -que no lo dejaba ni a sol ni a sombra- nos íbamos de farra a comer cosas típicas -sigue don Pedro-. A pesar de que Carlos podía pagarse los mejores restaurantes, me pedía siempre ir a lugares con comida casera. Le gustó mucho una pensión de la Segunda Avenida donde uno podía comer milanesas y minestrón por 60 centavos. Claro que el precio era el anzuelo de la dueña, una avispada piamontesa que cobraba un dólar la botella de vino. A Gardel le causaba gracia tener que tomar el vino en taza, como si fuera té, porque la propietaria carecía de autorización para despachar bebidas, y hasta se mandaba la parte soplando como si quisiera enfriarlo. Pero, por lo menos, era mejor que la zarzaparrilla que nos daban en copas de champagne cuando filmábamos Cuesta abajo. Carlitos no perdía nunca su buen humor durante las largas horas de filmación y refilmación; ni siquiera los retos del director cuando algo no salía bien, conseguía sacarlo de quicio. No la iba de divo, créame. Cuando se terminó la filmación de Cuesta abajo me dijo: «Ñato, en la próxima vez te voy a dar un buen papel». Pero nunca volvió a Nueva York. Yo estaba bailando en Providence cuando supe del accidente. Murió el Bing Crosby de la Argentina, decían los diarios ... ¡Qué amargura ...!"

 

Y el mundo sigue andando, claro. Otro porteño, radicado en la isla de Manhattan, fundó hace unos años la Academia Gardeliana. Pero el académico fundador, Samuel Kestemberg, tuvo que poner algunos pesos de su bolsillo en razón de que no consiguió ni miembros de número ni número de miembros. Es que la selva de Manhattan no tiene oídos para esas morosas delectaciones tangueras con que aún hoy sueña el entusiasta Kestemberg.

 

Las andanzas neoyorkinas de Gardel abarcan los dos últimos años de su vida (1934 y 1935) cuando filma para la Paramount en los estudios de Long Island; en cambio, sus primeros gorjeos consagratorios fuera del terruño pertenecen a Europa. En España, numerosas giras lo llevan a actuar en Madrid y Barcelona entre los años 1924 y 1929. En Francia, en los estudios de Joinville de la Paramount inicia, en 1931, la filmación de Luces de Buenos Aires. Al año siguiente, otros 3 títulos: Melodía de arrabal. Espérame v La casa es seria. En ambos países dejó un nutrido anecdotario. Algunas, no por conocidas, dejan de ser desopilantes, como la que protagonizó con Jacinto Benavente, quien sentía gran admiración y simpatía por el cantor. Le decía el dramaturgo que el lunfardo le parecía relativamente fácil comparado con el calé madrileño, a lo que Carlos le respondió: "No crea don Jacinto. Mire que hay cada orre que la chamuya al vesre que ni Mandrake lo embroca", un galimatías lunfa que acabó por convencer al autor de Los intereses creados.

 

Curiosamente, Gardel despertó el interés y la atención de personas de empinado rango intelectual. No por casualidad, uno de los primeros testimonios recogidos por el corresponsal español de Siete Días, Armando R. Puente, hubo que ubicarlo en el Gabinete Estudios del Banco de España. Su titular, Emilio de Figueroa, catedrático de Política Económica de la Universidad Central, ^es, además, un experto tangólogo: "Conozco letra y música de unos mil tangos de los seis mil que hay grabados y registrados", se ufana el profesor, quien recuerda haber oído cantar al Zorzal en 1924, junto a José Razzano: "Los dos vestían de gaucho -memoró-, lo cual fue un acierto, ya que los madrileños habían quedado algo decepcionados con Francisco Spaventa, un cantor que los había precedido. Cuando lo vi por primera vez en el teatro Romea yo era un crío, aún llevaba pantalón corto y, claro, no pude hablar con él. Estaba, como siempre, rodeado de mujeres sobre las que ejercía un atractivo inimaginable".

 

En aquel despreocupado, feliz Madrid de los años 20, Gardel frecuentaba los cafés de la Puerta del Sol, donde, además de Benavente, conoció a Valle Inclán, al torero Ignacio Sánchez Mejía y a actores como Guerrero o Díaz de Mendoza. Gardel ya era una luminaria que hasta recibía en su camarín teatral a la Infanta Isabel, muy encariñada con la Argentina desde que representó a su sobrino en los festejos del Centenario.

 

Si bien Madrid fue el escenario de sus grandes triunfos españoles, los barceloneses se adjudican el privilegio de ser habitantes de la ciudad europea que lo vio cantar por primera vez. "Me parece verlo entrando por esa puerta- Andaba pausadamente, algo inclinado sobre la izquierda, con aire no de cansado sino de un filósofo que ha recibido muchas lecciones de la vida", describió Andrés Mestre Damaison, propietario de El Canario de la Garriga, un bistrot barcelonés que tiene casi la edad de Gardel: abrió sus puertas en 1896. Al amparo de su dueña, Lola Damaison, protectora de artistas, una bohemia clientela atosigó sus mesas, frecuentadas por María Barrientes, Picasso, Gaudí, García Lorca. "El mismo día que Gardel llegó a Barcelona, Planes, un artista que frecuentaba el restorán lo trajo aquí y se lo presentó a mi madre -memora don Andrés-. Esta le confesó que nunca había escuchado un tango, a lo que Gardel, con esa media sonrisa tan suya, se ofreció: Si me permite, señora, voy a cantar para usted. Y nos regaló siete u ocho tangos. Entre aquellos creo recordar El bulín de la calle Ayacucho, Pedime lo que quieras, Corazón de arrabal y uno cuya letra decía: Serás la madre de mi hijo pero mi mujer jamás".Mestre cierra sus ojos y lo acosan los fantasmas que poblaron -medio siglo atrás- los ámbitos de su tasca: "Allí, en esta mesa, me parece verlo a Gardel junto a Pepe Samitier, una gloria del fútbol, mesa que a veces compartían el marqués Ignacio Sagnier, Gregorio Marañon, Gregorio Martínez Sierra, Raquel Melier, Catalina Barcena, Federico García Sanchiz. A Gardel le gustaba la butifarra con judías blancas -que él llamaba porotos-, todavía lo recuerdo. También el arroz de pescado, los callos -que el se empecinaba en llamar mondongo- y la crema catalana. Gardel estaba muy a gusto en Barcelona, cuyo húmedo clima le recordaba a Buenos Aires. Eso sí, había días en que estaba marchito, sentimental. No, no era el recuerdo de Buenos Aires o el amor de una mujer. A. las mujeres les hacía justo el caso que se merecían: jamás estuvo a merced de ninguna", concluye Mestre.

 

Claro que como todos los mitos, Gardel tuvo sus amantes ignoradas y anónimas; muchachitas que -como dice el poeta del acápite- ambicionaban ser desatontadas por ese varón eternizado en la trampa milagrosa de los tangos. De esa misma eternidad se alimenta hoy el amor de una argentina residente en España que jamás conoció a Gardel. Pero hoy, Concepción Márquez es una obcecada vestal que mantiene vivo el fuego gardeliano: "No me faltaron pretendientes -explicó al corresponsal de Siete Días- pero no me quise casar. Hubiera sido como compartir el enorme cariño que le tengo con un esposo y los hijos que hubiesen venido".

 

Esa entrega total al hombre que no conoció ("Rezo sin descanso para poder verlo aunque sea un instante, pero no viene") le valió el título de Primera Dama Gardeliana, que se le otorgó en Alicante el 24 de junio de 1972 por delegados de varios países latinoamericanos. "El general Perón envió un representante personal -evoca Concepción-. A veces él me llamaba desde Madrid y hablábamos largo rato. Tenía una voz parecida a la de Gardel, arrastraba un poquito la erre, como Carlitos. ¿verdad que se parecían? Ese pelo negro, esa dentadura..." compara la Primera Dama tras afirmar que conserva grabadas algunas de esas charlas telefónicas con Perón, quien poco antes de retornar a Buenos Aires le envió una veintena de discos, un viejo fonógrafo a cuerda y algunos libros dedicados a Gardel, entre ellos La verdad de una vida, de Armando Defino.

 

Aunque Concepción nació en Buenos Aires cuando Yrigoyen concluía su primera presidencia, es española, hija de un ilustre militar y diplomático que desempeñó cargos en las embajadas de Buenos Aires y París y murió en manos de los republicanos a comienzos de la guerra civil. "En Buenos Aires mis padres se entusiasmaron con el tango. Mi madre era fanática de Gardel. por eso a uno de mis hermanos le pusieron Carlos -evoca doña Concepción, quien por ese entonces se educaba en el aristocrático colegio Sacre Coeur de Montmartre.

 

En esa época Gardel filmaba en París, Luces de Buenos Aires. Fue el único cantante popular que mereció el honor de actuar en la Opera, y hacerlo, además, ante el presidente de la República, Paúl Daumer, y su esposa. Ella había perdido sus cinco hijos en la Primera Guerra y en su homenaje compuso Gardel su tango Silencio. Mis padres, que solían ir a escucharlo al Lido, peregrinaron hasta Toulouse para conocer la casa donde había nacido Carlos, en la calle Saint Hilaire, 20 bis. Era una especie de hospital-maternidad para solteras, donde todavía recordaban a Berthe Gardés", abunda la Primera Dama, que alberga en su departamento una completa iconografía gardeliana: álbumes atosigados de fotos del ídolo y su madre, un sombrero que perteneció al divo, carteles anunciadores de sus películas, docenas de cartas autógrafas, centenares de discos y cassettes y un completo y sofisticado equipo de grabación, reproducción y filmación que le permite proyectarse películas del Zorzal.

 

Y habla, entusiasta, apasionadamente: "¿Sabía usted que tuvo tres novias en Barcelona? Pero claro: ellas no significaron nada importante en su vida, porque su amor era María Isabel del Campo, cuyos estudios pagaba en Roma", dice, mientras obsequia a Siete Días algunas fotos inéditas. Entre ellas la reproducción de un escalofriante, premonitorio documento: unas líneas autógrafas de Gardel contestando al doctor Tarke, un vidente que le proporcionó un tétrico vaticinio:"Veo un infierno a su alrededor. Su viaje no le conviene. Pocos días le quedan de vida". El Zorzal, entre escéptico y cortés (seguramente haciendo los cuernos) estampó con su basta caligrafía: "Estimado Dr. Tarke: Su consultorio es fastuoso. Su videncia me ha fascinado". Fecha: 21 de junio de 1935. Comenzaba su último, breve invierno.

 

Y claro, también él estuvo, como el bohemio de su tango, "anclao en París". Pero sus nostalgias de Buenos Aires eran bastante módicas. Así se lo dijo a su amigo Julio De Caro, mientras caminaban por las calles de Montmartre: "No te vayas, Julio. Mira, Buenos Aires es una gran ciudad. Yo añoro sus calles, los amigos, las carreras, pero cuando me encuentro en ella me dan deseos de volverme, de irme lejos. Volvé a Buenos Aires de cuando en cuando, como lo hago yo, como quien va a visitar los restos de una novia querida, que lleva en el corazón y no la puede olvidar".

 

Corría el año 1931 y Gardel está entregado a las filmaciones en los estudios de Joinviile, grandes galpones hoy semidesmantelados, usados de cuando en cuando por la televisión francesa. Es difícil, en el París actual, reconstruir las huellas del Zorzal: el Fémina, un salón donde empezó a cantar, se convirtió en una concesionaria de la Citroén; el café Champignolles, donde firmó su primer contrato, tampoco existe. Los dos hoteles donde vivió, el Reynita y el Meurice, conservan sus nombres pero el incendio que barrió con uno de ellos y la ocupación alemana que sentó en el otro su cuartel general borraron todo rastro gardeliano.

 

A mediados del año 1925 la tonelada de trigo costaba 410 francos. En el cabaret El Garrón, donde se imponía la orquesta de Manuel Pizarro, un viejo amigo de Gardel, la botella de champagne costaba mil, tanto como un palco de la Opera con cuatro entradas. Gardel llegó en 1928, procedente de Madrid, era un completo desconocido para los franceses. "Apenas llegó Carlos me vino a ver sabiendo que no le podía fallar -recordaría Manuel Pizarro-. Pero en el Garrón no hubo caso. Así que le conseguí un contrato para que cantara en el cabaret Florida -donde hoy repiten aburridos espectáculos de strip-tease- a razón de 3.000 francos la actuación. Antes de su debut, cuando todos volaban de los nervios, él se la pasó contando chistes, riéndose antes de concluirlos, como era su costumbre".

 

Todo parece sonreírle. Tiene éxito. París comienza a revelarle sus secretos. Pero un día, según refiere Pizarro, tuvieron la mala ocurrencia de ofrecerle unas actuaciones en un casino de Niza. "Allí se gastó toda la plata que había ganado en París. Se pasaba horas enteras en las mesas de punto y banca y los domingos, cuándo no, dejaba la billetera en las patas de los caballos. En una de esas idas y venidas conoció a una tal madame Chesterfield, que era una vieja platuda que medía de anchó lo mismo que de alto y no sé si se lo engayoló a Carlos o si fue él quien se le ganó bajo el ala. Lo cierto es que desde entonces andaba con la Chesterfield a la rastra. Y como ella era la patrona de los cigarrilos Graven, el asunto dio que hablar. La gente de El Garrón comenzó a catalogarlo de canflinflero y de cafiolo. La colonia argentina estaba muy molesta."

 

Así, se cuenta que una mañana llegó a Joinville piloteando un Rolls Royce negro que le había regalado su protectora, Imperio Argentina, que filmaba con él, intentó hacerlo entrar en razón: "Oye chico ¿a qué entierro vas con ese catafalco? ¿Es que te has vuelto funerario de tanto andar con las viejas?", le espetó la actriz. Gardel no contestó ni una palabra, pero al día siguiente llegó a los estudios en un Hispano verde claro, similar al que poseía Imperio Argentina.

 

"Carlos estuvo unos siete meses en el Florida -de Pigalle- hasta que debutó en el Empire de la avenida Wagram. A mí me estrenó varios tangos: Noches de Montmartre, Una noche en El Garrón, Todavía hay otarios, me los cantaba bajito cuando salíamos del cabaret y nos íbamos a lo del tano Vico a comer spaghetti. El apetito de Carlos era bárbaro, sobre todo con las pastas. Después ocupaba las mañanas pasándose el rodillo para tratar de bajar la barriguita que siempre lo preocupaba", evoca Pizarro, quien poco después lo volvió a ver en El Garrón. "Vengo para despedirme, hermano. Dale un abrazo de mi parte a Pigalle, me dijo, y se metió en el auto. ¡Quién diría que era para no volver!"

 

Todos, al final, glosan, de distinta manera, su muerte sorpresiva, absurda y romántica. Esa muerte que lo dejó eternizado en su sonriente, viril apostura, que le evitó las erosiones del tiempo. Hay quien lo lamenta, como el vate Horacio Sanguinetti: "Me hubiera gustado verte / Garlitos Gardel añoso. / Con el cabello canoso / Pero tenerte ... tenerte." Hay quien apostrofa a la tierra colombiana que se lo devoró, como el poeta Raúl González Tuñón: "Por qué, por qué este golpe brutal, antes del vuelo? / A veces el destino se equivoca de trampa... / ¡Ni un cardo crecerá, jamás, sobre ese suelo."

 

A cuarenta años de su muerte queda, incólume, la verdad de su voz. Por encima de un anecdotario archisabido, renovable en cada aniversario y nutrido por la generosidad gardeliana (los cafés con leche pagados por él podrían llenar la cuenca del Plata) queda, intacta, la belleza de su canto, y esa proeza de cantar cada vez mejor. Y su muerte, impensada y absurda, convocó el milagro: "Cuando muere un cantor suele nacer un sueño / y en algún mar distante se desploma un albatros. / De un loco azar. autor de esta ruina increíble, / surgió el más perdurable de los mitos porteños".

 

Un mito que acaba de cumplir cuatro décadas.

 

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