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LA VIDA COLOR DE ROSA

(por Pablo José Hernández)

 

La historia es la politica del pasado y la politica la historia del presente

George Winter

 

En mayo de 1967 aparece, por primera vez, Todo es Historia. Lejos está su director, Félix Luna, de embanderarse con alguna de las corrientes historiográficas que, con ímpetu, se disputaban un espacio cercano —o, en algún modo, sustitutivo— de la política. Acierta pues, en su conclusión, Luis Alberto Romero: "Si Todo es Historia recogía muchas de las tendencias que por entonces predominaban en el público lector, desde el punto de vista más estricto de la profesión se definía por el eclecticismo", el cual "se traducía en un intento verdaderamente amplio y generoso de reconstruir la unidad del campo de los historiadores: Todo es Historia se traducía, así, en todos somos historiadores, y podemos coexistir en una misma revista". En la tapa del número inicial aparece, sin embargo, Juan Manuel de Rosas.

 

Polémicas aparte, no era extraño, naturalmente, que una figura del siglo pasado ocupara la primera plana de una publicación dedicada a la historia. En el número 133 de la revista Panorama, el que corresponde a la semana que va del 11 al 17 de noviembre de 1969, ocurre, en tanto, un suceso más llamativo. Panorama, que se califica a sí misma como "testigo de nuestro tiempo", tiene también en su portada, a toda página, el retrato de Juan Manuel de Rosas. No traicionaba, el semanario, su lema: la figura del llamado Restaurador de las Leyes estaba presente en los debates cotidianos o, como lo escribiría algo después José María Rosa, el brigadier nacional era "nuestro contemporáneo".

 

Diversas causas convergentes, generalmente políticas pero no siempre inmediatas, habían llevado a una situación que, vista desde la actualidad resulta, al menos, curiosa.

 

El análisis de la situación institucional cambiante, por de pronto, sirve como marco. La etapa frondicista, ya tronchada, es ironizada por Perón: "Frondia no respondió a ninguno de los compromisos contraídos con el pueblo, porque jamás pensó en cumplirlos [...] No hubo más remedio que organizarle una derrota, así como le organizamos una victoria". Lo de José María Guido, breve, no es más que un opaco interregno. La etapa siguiente, la de Arturo Illia, es, para la certera pluma de Rodolfo Terragno, una "ficción republicana, protagonizada por un gobierno surgido de elecciones fraudulentas (porque la proscripción es una forma del fraude)". Las cúpulas militares, por fin, decidieron reasumir gobierno y poder. Mandaba en la Argentina, otra vez, una dictadura: la arbitrariedad y el pesado oscurantismo serian su característica principal. El adusto Juan Carlos Onganía, en la etapa inicial, se soñaba en el poder por los siguientes veinte años e imaginaba, a la vez, que podría preferir por cada uno de los argentinos hasta en las cuestiones más íntimas. En el cénit de su desubicación no entendía que precisamente en esos años era el hipócrita acartonamiento lo que caía a manos de jóvenes con pelo largo y pibas con pollera corta. Otros compatriotas, en tanto, buscaban atajos para expresarse.

 

"El gobierno", recuerda uno de ellos, "había prohibido la actividad política. Aunque esta medida fuera de relativa eficacia, era evidente que durante un tiempo mucha gente no tendría cauces para sus preocupaciones políticas. ¿Qué era, entonces, lo más aproximado a la política? La historia". Félix Luna, al terminar sus palabras, sabía que "la mitad de la batalla estaba ganada". Convencidos los editores, tras la apresurada búsqueda de eficaces colaboradores, sólo era cuestión de dedicarse al trabajo para que apareciera el número uno de Todo es Historia. Algo similar parece pensar Fermín Chávez pues es también en ese 1967 cuando editará Ahiguna, una publicación menos afortunada que sucumbirá al año siguiente. Lo cierto es, en definitiva, que la historia había encontrado su momento, un momento que era, también, el del revisionismo, "una corriente", son palabras de Luis Alberto Romero, "con una formidable capacidad para moldear la conciencia histórica de nuestra sociedad, particularmente notable en esos años".

 

Hay que retroceder algunos lustros, en rigor, para encontrar los inicios de la corriente triunfante en los 60, cabiéndole incluso una prehistoria que se limita a los autores que, aunque parcialmente, disienten de la llamada historia oficial. José María Rosa, en Historia del revisionismo, da en 1968 su versión. Reseña brevemente, ante todo, lo hecho por los hasta entonces consagrados: "Vicente Fidel López [...] era la evocación literaria llevada a sus últimas consecuencias: con el solo caudal de la memoria frágil de su padre, venerable testigo de todo lo ocurrido en todos los gobiernos, y algunos recortes periodísticos, reconstruía con trazos magistrales a los hombres y las cosas del pasado íntegro; no necesitaba documentos, le bastaba la imaginación (él la llamaba "filosofía") para evocar y comprender todo lo ocurrido. Era sin duda un escritor de gran estilo, que sabía dar vida, colorido y movimiento a sus personajes. Solamente que nada tenían de reales".

 

Con Bartolomé Mitre, en tanto, es menos drástico: "Con el Belgrano. Mitre iniciaba la historia objetiva, documentada, científica, de los tiempos argentinos [...] No puede decirse que el Belqrano fue un modelo de historia objetiva: tiene insalvables lagunas de información y fallas gravísimas de interpretación [...] porque Mitre no era un historiador sino un político, o un general, o un poeta, o un periodista, en sus múltiples actividades; cada una de cuyas deformaciones profesionales deja su huella en el libro. Pero, con todo, era el primer ensayo serio de hacer historia critica".

 

Llega, así, a Adolfo Saldías y su Historia de la Confederación Argentina, obra escrita por el entusiasmo que en tal autor despertó el San Martin de Mitre y que tan agriamente fuera tratado por éste al recibir el tomo inicial que, escrito sobre la base de documentos, no coincidía con los odios que se querían mantener.

 

Entra, por último, Rosa en su tema central: "El 15 de junio de 1938, centenario de Estanislao López, se fundaba en Santa Fe, al llamado de Alfredo Bello, el Instituto de Estudios Federalistas «para luchar por una ya impostergable revisión histórica». El «grito de Santa Fe» iba a encontrar eco por toda la república; el primero fue la fundación —el 5 de agosto de ese año— del Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas de Buenos Aires con la presidencia del general Iturbide. Nacía el «revisionismo histórico», el movimiento intelectual más auténtico, de mayor trascendencia —y el único de resonancia popular— habido en la Argentina. Su propósito no era, solamente, reivindicar la persona y el gobierno de Rosas en un debate académico [...] Era reivindicar a la patria y al pueblo —la «tierra y los hombres»— recobrando la auténtica historia de los argentinos".

 

Valen, por de pronto, los datos aportados por Rosa pues permiten más de una conclusión. Evidencian, ante todo, que el fenómeno está lejos de ser sólo rosista y porteño. El evento de Santa Fe en homenaje a Estanislao López precede, aunque sólo por meses, a la creación del Instituto Rosas. Sé desprende también con claridad que, aunque enfatizando en la investigación histórica, el movimiento tiene también motivaciones políticas pues se impone como tarea también "reivindicar a la patria y al pueblo".

 

Sin descuidar lo dicho, pues demuestra un hilo conductor que enlaza los diferentes momentos, vale tener en cuenta la puntualización de Luis Alberto Romero: "El revisionismo, que emerge con vigor al principio de los 60, no era exactamente el revisionismo tradicional, que de algún modo ya había.sido digerido por las instituciones". Ocurre, sin embargo, un fenómeno aún más complejo: el propio "revisionismo tradicional" no era exactamente el mismo desde la llegada del peronismo décadas atrás. Diana Quattrocchi-Woisson, en su interesantísimo Los males de la memoria, tiene sabrosas páginas al respecto.

 

"Pese a un oposición significativa pero minoritaria, la mayoría de los revisionistas se reconocerán en los propósitos del movimiento que comienza a llamarse «peronista». Los dirigentes del nuevo partido utilizan muchos términos y fórmulas revisionistas, pero lo hacen casi sin tomar conciencia, o creyendo que están inventando fórmulas ingeniosas. Perón, por su parte, trata de no pronunciarse en la querella sobre los muertos ilustres, refugiándose detrás de un argumento pragmático: «Bastantes problemas tengo con los vivos para ocuparme además de las historias de los muertos». Pero, puesto que la oposición utiliza como arma de propaganda la identificación de Rosas con Perón, los peronistas aprovecharán la amalgama para hacer de su líder el héroe moderno de la argentinidad recuperada".

 

La inicial minoría revisionista dentro del peronismo sostiene, pese a ello, sus convicciones con firmeza: "La verdadera clave para la historia argentina", dirá John William Cooke en el Parlamento, "está precisamente en el conocimiento de nuestro pasado histórico [...] Creemos que únicamente destruyendo esa historia maliciosamente falseada, esa concepción completamente incoherente con la realidad nacional, podremos encarar el problema. Es un planteo que supera a los hombres, es un problema de ajuste de valores, de ser o no ser, un problema de esencialidad nativa y nacional".

 

Quattrocchi atrapa, en su libro, la significación de estas palabras: "He ahi la síntesis más clara que lleva a una parte de los peronistas a una lectura «revisionista» del pasado argentino. El lazo establecido entre unos y otros evolucionará al ritmo de los hechos que siguen afectando tanto el campo político como el cultural. Todavía quedan batallas por librar, pero la visión revisionista del pasado argentino ya ha encontrado su lugar en el imaginario histórico de un grupo activo de militantes peronistas".

 

Desalojado el peronismo del poder, será Arturo Jauretche, también en esta materia, pieza clave de la evolución. Política nacional y revisionismo histórico será, en tal sentido, fundamental.

 

No es éste, claro, un trabajo de investigación histórica sino, complementariamente, una explicación de la utilidad de comprender aquellas tareas de eruditos. "La necesidad de vincular política e historia es además, en lo personal, producto de una experiencia. De mí puedo decir que sólo he integrado mi pensamiento nacional a través del revisionismo, al que llegué tarde. Sólo el conocimiento de la historia verdadera me ha permitido articular piezas que andaban dispersas y no formaban un todo. De tal manera, pensar una política nacional, sobre todo ejecutarla, requiere conocimiento de la historia verdadera que es el objeto del revisionismo histórico por encima de las discrepancias ideológicas que dentro del panorama general puedan tener los revisionistas".

 

El texto, pequeño y provocador, hunde su estilete a fondo: "Una escuela histórica no puede organizar todo un mecanismo de la prensa, del libro, de la cátedra, de la escuela, de todos los medios de formación del pensamiento, simplemente obedeciendo al capricho del fundador. Tampoco puede reprimir y silenciar las contradicciones que se originan en su seno, y menos las versiones opuestas que surgen de los que demandan la revisión. Seria pueril creerlo, y sobre todo antihistórico. No es, pues, un problema de historiografía, sino de política: lo que se nos ha presentado como historia es una política de la historia, en que ésta es sólo un instrumento de planes más vastos destinados precisamente a impedir que la historia, la historia verdadera, contribuya a la formación de una conciencia histórica nacional que es la base necesaria de toda política de la Nación".

 

Rebate además Jauretche, con decisión, un argumento por demás remanido: "Es muy frecuente oír impugnar el revisionismo, en razón de que discutir el pasado es abrir sin objeto viejas heridas. Podría contestarse a esta razón que nada hay más peligroso para la salud que el cierre en falso de las mismas, con el pus dentro". Las diferentes ediciones del libro de Jauretche, por otra parte, son un testimonio fiel de la evolución del revisionismo en estos años posteriores a 1955.

 

La publicación inicial incluida en 1959 en la colección La Siringa, por ejemplo, está acompañada por un pequeño apéndice de Alberto A. Mondragón, "El revisionismo histórico argentino", síntesis crítica de su historiografía, en verdad un aporte limitado en antecedentes, nombres y explicaciones que no condice con tan ampuloso título.

 

La versión corregida y aumentada de 1970, publicada por Peña Lillo en su colección "El ensayo americano" viene flanqueada en cambio por un trabajo de Norberto D'Atri, que empieza, como Rosa, refiriéndose a Vicente Fidel López y Bartolomé Mitre y que se detiene en las distintas etapas marcando características peculiares y evolución. La división de los listados de autores anteriores y posteriores a 1955 remarcan, con justeza, un elemento diferencial importante. Estas nóminas, a veces limitadas a los títulos publicados por cada escritor, pero en no pocas ocasiones acompañados por reducidos pero certeros análisis, van creando un panorama que, a la vez que sintetiza, se abre en posibilidades para que profundice el lector interesado en la materia.

 

La figura clave de la época fue, sin competencias pero no sin discusiones, José María Rosa. Esta afirmación no elude, desde ya, el registrar la existencia de otros autores de primerísimo nivel. Desde el punto de vista estrictamente historiográfico, incluso, no son pocos los que sostienen la primacía de estudiosos como Vicente Sierra, premiado por la revista Todo es Historia, o Julio Irazusta, autor de una copiosa obra revisionista que logró acceder sin embargo a la Academia Nacional de la Historia, aunque este galardón, como lo expresara Quattrocchi, "se debe tanto a sus cualidades de historiador como a su consecuente antiperonismo". El mérito de Rosa consiste, en cambio, en la amplia popularización de esta materia y de la perspectiva con que la encaró. A él, como a ningún otro, le caben quizá estas palabras de Luis Alberto Romero: "En los años 60, el revisionismo alcanzó éxitos editoriales verdaderamente notables. Prendió en forma asombrosa en el sentido común de la gente: lo poco que se sabe de historia argentina está generalmente acuñado en clave revisionista". El juicio de Quattrocchi complementa notablemente lo dicho por Romero: "Si en el campo cultural los triunfos de los revisionistas son limitados, es en el nivel de la memoria colectiva donde lograrán instalarse perdurablemente".

 

No pueden extrañar, en este marco, los conceptos laudatorios: "En él se reúnen", escribe Norberto D'Atri, "la fecundia del escritor polemista con la seriedad del investigador, el acopio documental con la interpretación certera, la palabra fácil y la pluma ágil, la amplitud de juicio con la firmeza en las convicciones, la conjunción de la pasión nacional con el fervor popular". Miguel Ángel Scenna, por su parte, tampoco es reticente en el elogio: "Posee una pluma excepcional, que se expresa a través de una prosa diestra, elegante, mordaz, de gran calidad literaria, que convierte en verdadero placer la lectura de sus obras. Y no es el menor de sus méritos el haber demostrado que el humor en la exposición no está reñido con la seriedad en la información, y que la sonrisa puede ayudar a comprender la historia tan bien como un documento".

 

Numerosos son, por cierto, los libros publicados por José María Rosa siendo también variable, es lógico, la intención de cada obra. La caída de Rosas, contundente, es fruto de una maciza investigación. El cóndor ciego, en cambio, aunque también riguroso en la parte estrictamente histórica, prefiere abrir posibilidades menos certeras en tren del rescate moral del último Lavalle. Nos, los representantes y La guerra del Paraguay y las montoneras argentinas sirven para clarificar sendos momentos de la historia argentina. El primero de los nombrados, sin embargo, es también, en parte, una excelente demostración de humor.

 

Dos obras claves, aunque también muy distintas, complementan la descripción. Es de esta década buena parte de su Historia argentina: en 1963 aparecen los tres primeros tomos, los siguen otros dos en 1965 y tres más en 1969. Oriente, la editorial de la obra, comprueba el éxito sin precedentes de la misma. Un pequeño volumen, editado por La Candelaria en 1970, será a su vez muy popular sobre todo entre los lectores jóvenes. Rosa cuenta así la génesis de su texto: "El semanario Panorama publicó entre el 19 de enero y el 17 de marzo del corriente año [19701 diez notas que un académico de la historia, por una parte, y yo, por la otra, entregamos respondiendo a un cuestionario de la revista [...] Voces amigas me alientan a reproducirlas, atribuyéndoles valor docente por la obligada brevedad de las notas periodísticas. Cedo, previo algunos retoques, y un título que surge de la opinión que vierto sobre Rosas al hacer el balance de su gobierno".

 

Se trataba, claro, de Rosas, nuestro contemporáneo, el título que cobraba vida en la cotidianeidad en conferencias, volantes, discos, libros y, también, en la urgente tapa de una revista de actualidad.

 

Años después, el 3 de julio de 1991, José Pable Feinmann recordará que "al peronismo, Rosa le añade la historia". Estaba, nos parece, en lo cierto. Aquel presidente que durante su gobierno había eludido una opinión definitiva al ironizar que tenía bastantes problemas con los vivos para meterse con los muertos, en su exilio de Madrid tenía, en 1971, una posición tajantemente distinta: "Por primera vez", le decía Perón a los jóvenes cineastas que filmaban Actualización política y doctrinaria para la toma del poder, "con los federales cristaliza algo fuerte: ya no es la línea masónica, sino la nacional que corresponde a la linea hispánica, porque siempre hubo una resistencia contra Inglatérra. En ella militaron Rosas, Yrigoyen y yo".

 

Fuente: Peronismo y pensamiento nacional de Pablo José Hernández

 

[Se permite la reproducción citando Ratacruel.galeon.com como fuente]

 

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